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  nº 39 octubre 03

La OTAN, hoy
Una alianza sin resuello

CARLOS TAIBO*
>> Sabido es que uno de los rasgos centrales de la política exterior estadounidense de hoy es su franca propensión a la unilateralidad. Uno de los asientos intelectuales del ascendente unilateralismo lo aporta el hecho de que, desde siempre, Estados Unidos se ha mostrado renuente a aceptar una autoridad superior a la de su Constitución. Semejante renuencia se ha revelado en tiempos recientes a través de dos fórmulas que, bien que la segunda es más grave, se antojan preocupantes: si la primera la hizo suya Madeleine Albright, la secretaria de Estado norteamericana durante la presidencia de Clinton, y reza “Multilaterales cuando podemos; unilaterales cuando debemos”, la segunda ha sido abrazada por buena parte del equipo de Bush hijo y afirma: “Unilaterales cuando podemos; multilaterales cuando debemos”.

En este esquema se entiende, con mecanismo autojustificatorio, que Naciones Unidas, en particular, es una instancia en la que se dan cita un puñado de Estados caracterizados en la mayoría de los casos por su condición no democrática, por su debilidad y por su falta de compromiso. Bien es cierto que en lo que respecta a Bush hijo y a quienes le rodean los recelos han ido más allá del sistema de Naciones Unidas y han acabado por alcanzar a organizaciones claramente controladas por EE.UU., cuando no creadas por este último, como es el caso de la OTAN. Ésta aporta, dicho sea de paso, un interesante termómetro que permite evaluar el sentido de fondo de las políticas de Washington: según las tesituras, los momentos y los lugares, la OTAN puede no interesar, en la medida en que acarrea alguna suerte de limitación de las capacidades de acción de Estados Unidos, o, por el contrario, puede ser objeto de un empleo claramente instrumental, como el registrado cuando se ha utilizado a la Alianza para debilitar la gestación de un proyecto incipientemente autónomo en el seno de la Unión Europea o cuando se le han encargado engorrosas tareas de reconstrucción posbélica.

No deja de ser significativo, con todo, que en las agresiones que han tenido por escenario Afganistán, primero, e Iraq, después, Washington haya prescindido palmariamente de una OTAN que, en palabras del secretario de Defensa, el inefable Donald Rumsfeld, exhibe una visible inferioridad tecnológica. En realidad, parece como si desde la campaña de Kosova, en 1999, Washington hubiese empezado a prescindir de la Alianza Atlántica, o al menos hubiese optado por marginarla cuando las misiones en juego exhibían relieve singular.

La visión oficial norteamericana en lo que a estas cosas se refiere parece asumir el camino de una paradoja: al mismo tiempo que la OTAN crece de la mano de sucesivas ampliaciones, va perdiendo funciones disuasorias, capacidades militares y eficacia política. Al respecto no falta quien sugiere, en un argumento no exento de aristas provocativas, que el creciente descrédito con que, fanfarria retórica aparte, obsequia Estados Unidos a la OTAN mucho le debe a una secuela decisiva de los atentados del 11 de septiembre de 2001: Washington estaría ahora más interesado en acrecentar sus vínculos con países como Rusia o Turquía que en apuntalar una alianza geográficamente acotada y un tanto anquilosada en sus funciones.

Conforme a esta visión, y en abierto contraste con sus actitudes del pasado, Moscú vería con buenos ojos una ampliación de la OTAN -la que beneficia, es un decir, a Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania- que, tras aparentes ganancias estratégicas, contribuiría poderosamente, en virtud de un razonamiento más político que militar, a desestabilizar el proyecto primigenio de la Alianza Atlántica. Los problemas consiguientes -no se olvide que las normas propias de la OTAN no contemplan, al menos sobre el papel, el castigo de quienes optan por no ajustarse a ellas y conceden amplias posibilidades de bloquear decisiones- permitirían, por añadidura, que en adelante Estados Unidos se considerase justificado para actuar por su cuenta y riesgo, libre de las ataduras de una Alianza a la que se le asignarían funciones menores y a cuyos miembros no se atribuiría mayor capacidad de decisión.

El hecho, por lo demás, de que los nuevos socios de la Alianza -los incorporados en 1997 y los de última hora- hayan optado por fortalecer una sólida relación bilateral con Estados Unidos parece tener para Washington un valor añadido: el de reducir sensiblemente la posibilidad de que en el seno de la OTAN adquieran fortaleza proyectos encaminados a emplear ésta como punta de lanza de un poder militar europeo con ínfulas de independencia. Aunque, claro, y como quiera que este último no se aprecia por lugar alguno, lo suyo es que Washington duerma tranquilo.

* Profesor de ciencias políticas en la Universidad Autónoma de Madrid, y autor de varios libros, entre ellos, Cien preguntas sobre el nuevo desorden mundial.

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