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  nº 38 septiembre 03

Agua que has de beber, déjala correr



Ramón Germinal*
>> El agua depende del clima, así lo pregona la sabiduría popular del viejo campesino y la geografía que nos enseñaron en la más tierna edad. Recordemos algunas lecciones: en la península ibérica convivien dos regiones climáticas, la atlántica y la mediterránea. La influencia de la región atlántica se extiende desde Galicia a los Pirineos -casi todo el norte peninsular- con abundantes precipitaciones y ríos caudalosos, mientras que la mayor parte del territorio tiene un clima mediterráneo, con precipitaciones irregulares, sequías cíclicas y ríos de escaso caudal. Durante miles de años las actividades humanas se adaptaron a las condiciones climáticas de cada región, al agua que podían disponer para sus cultivos, el ganado, la molienda y la principal de todas: el agua de boca, la que beben las personas y utilizan para cocinar. Con la revolución industrial todo iba a cambiar; dos siglos después los llamados gases de efecto invernadero, -un producto genuino de la sociedad tecnológica- están provocando el primer cambio climático debido a las actividades humanas y alteran el ciclo del agua.

Si usamos una metáfora técnica, podemos afirmar que la Naturaleza dispone de una inmensa y perfecta depuradora que hace posible un agua renovada en cada ciclo. Volvamos a recordar viejas lecciones: tras un largo recorrido contaminante por tierra firme, el agua va “a morir a la mar” ascendiendo una buena parte -mediante evaporación- a las nubes, y finalmente, cae en forma de precipitación, líquida y pura, en tierras, ríos, lagos y mares. En la jerga tecnocrática dominante diríamos que la fuente energética que mueve a esta gigantesca depuradora-desaladora es el sol y el clima su mecánica. Nos encontramos ante un primer problema en este ciclo renovable: la entropía creciente del agua. Desde que la primera gota de lluvia cae en la montaña o en el valle hasta que llega a los sumideros marinos, tiene que atravesar un territorio dominado por la agro-química, la industria y las concentraciones urbanas, que degradan el valor natural del agua, perdiendo calidad para diversos usos, entre ellos como agua de boca.

Un segundo problema está relacionado con el cambio climático: junto al alza de las temperaturas, y por consiguiente, aumento del consumo de agua, el incremento de las irregularidades climáticas están afectando negativamente a la cantidad y la calidad del agua. En este largo y caluroso verano, la demanda de electricidad alcanza sus pico más alto por el uso masivo de máquinas que fabrican “aire acondicionado”; esta gran demanda ha provocado averías en las redes eléctricas, destacando el apagón del jueves 14 de agosto en ciudades de los EE.UU. y Canadá. Fruto de estos apagones, las potabilizadoras de Cleveland dejaron de funcionar y las depuradoras de New York hicieron los mismo; todo ello provocó la venta masiva de agua envasada para gozo de las empresas del sector y el anuncio chistoso del alcalde neoyorkino llamando a sus acalorados convecinos a bañarse en las playas, donde se vierten millones y millones de litros de aguas residuales sin depurar, porque falló la electricidad. Toda una demostración de como la dependencia tecnológica nos hace más vulnerables, lo contrario de las enseñanzas del Progreso.

Agua e industrialización
Durante el siglo XX el agua ha tenido un papel protagonista en la industrialización del territorio que domina el Estado español. En el desarrollo de la agricultura industrial -que convierte definitivamente el sistema alimentario en un mercado, donde la principal mercancía es la carne y los derivados de la cabaña ganadera- intervienen tres factores: las grandes zonas regables, la mecanización de las actividades agrícolas y la utilización de fertilizantes químicos y productos fitosanitarios. Las nuevas zonas de regadío necesitaron de la ideología del regeneracionismo, en la España hundida tras las pérdidas coloniales de 1898, de la planificación hidrológica y de la ejecución de sus proyectos mediante la construcción de grandes embalses y canales; finalmente, las innovaciones técnicas hicieron posible pasar de las presas, canales y acequias de tierra y piedra al cemento. No es casual que las primeras cementeras se construyeran teniendo como clientes principales a las obras hidráulicas en las tres décadas iniciales del siglo XX. Esta es la génesis del lobby del hormigón armado y la razón por la cual en la actualidad hay algo más de 1300 embalses con una capacidad superior a 50.000 Hm3 y 38 sistemas de canalización en el solar “patrio”. Razón avalada por un clima que precisa de embalses interanuales para almacenar el agua suficiente que la demanda agraria (el 80% sobre la demanda total) requiere.

La contaminacion de las aguas cercanas a los núcleos urbanos y el crecimiento de las ciudades, así como la industrialización creciente, empujaron la promoción y la construcción de pantanos para generar electricidad (otra génesis: la del capitalismo “español”) y asegurar el abastecimiento urbano. Este proceso recorrido a lo largo del pasado siglo acabó con pozos, fuentes y aljibes, con la autonomía y libertad de la gente para abastecerse de agua de boca hasta convertir en una mercancía en manos de empresas públicas o privadas, lo que antes fuera bien común.

Los trasvases de agua
Ya en 1934, los avispados planificadores del Ministerio de Fomento, apostaron por trasvasar agua del Tajo al Segura siendo ministro el socialista Indalecio Prieto. Casi cuarenta años después quedaría inaugurado el trasvase Tajo-Segura en el otoño de la dictadura franquista. Dicho trasvase permitió superar las limitaciones impuestas por las disponibilidades de agua en una cuenca, para el crecimiento de las actividades económicas y la expansión de los núcleos urbanos. Algunos años más tarde, el conocido mini-trasvase del Ebro llevaba agua desde este río a las boyantes comarcas catalanas. En los años noventa el litoral mediterráneo (esta franja territortial es una de las zonas con menos recursos hídricos propios de toda la península) se había convertido en la huerta y el geriátrico europeo gracias al cultivo intensivo de hortalizas y frutales, y a una de las industrias turísticas más potentes del mundo. Lógicamente, en los censos de población de 1991 y 2001, el mapa peninsular se vuelca hacia la derecha o Este, ya que el crecimiento poblacional y de las actividades ecnómicas prefieren la orilla mediterránea; y la lógica mercantil avala el trasvase del Ebro aprobado en el Plan Hidrológico Nacional de 2001.

Una nueva cultura del agua, a la que se apuntan desde los socialistas a los ecologistas, pasando por brillantes profesores universitarios y expertos de todo tipo, rechazan el trasvase del Ebro por sus negativos impactos ambientales, elevando quejas a la Unión Europea (la zorra que cuida el gallinero) y aportando variadas soluciones: desaladoras, ahorro y eficiencia del recurso usando técnicas de control (contadores en acequias, detectores de fuga, riego por goteo informatizado, etc.), modernizando redes y utilizando mecanismos de mercado (elevando el precio del agua) y sobre todo, gestionando bien la demanda. No cuestionan la mayor, es decir la mercantilización del agua.

Devolver al agua su carácter comunal
Hay otra solución, la revolución como diría el extremista subversivo y montaraz, o lo que es lo mismo, abusando de términos postmodernos: deconstruir la gran conurbación del litoral mediterráneo y las metrópolis, volver a la agricultura clausurando la industria agrícola como un vestigio de la Modernidad, desmontar la megamáquina que domina la sociedad industrial y devolver al agua su carácter de bien comunal. Resignarse no vale, así que ¡manos a la obra! ...

* Es uno de los autores de La mercantilización del agua

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