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  nº 35 mayo 03

Árabes: la patria es una herida



SANTIAGO ALBA RICO*
>> De Mauritania al Golfo Pérsico, millones de árabes que sólo sentían indiferencia o repugnancia hacia Sadam Hussein han experimentado personalmente como una derrota en estos días la caída de Bagdad. Millones de árabes que se dan la espalda los unos a los otros, que viven en las costuras de sus Estados nacionales despreciando un poco a sus vecinos hermanos, que ignoran o evitan la historia común, han compartido la humillación de la invasión de Iraq. Por encima de las clases sociales, transversal a las diferencias de fortuna, ideología o formación, la mayor parte de ellos han pasado a fundirse en el dolor de una patria negra, de una Umma cenicienta de fracaso -el enésimo fracaso- y amargura.

Editorialistas, analistas políticos, poetas y lectores de a pie, desde las páginas de Al-Quds, Al-Hayat o Al-Ahram, repiten desde hace dos semanas, como una letanía, esas dos mismas palabras dotadas de la fuerza paralizadora de un talismán y de la atracción un poco morbosa de una úlcera en el paladar: “decepción” (jibat-amal) y “frustración” (ajbat). Al igual que en 1991, en un mundo en harapos, dividido, cuarteado a sablazos, sofocado desde dentro y saboteado desde lejos, sin una política común ni una cultura convergente, la “decepción” y la “frustración” constituyen la conciencia inconjurable -terrible y atenazadora- de una unidad de hecho. Por encima de los reconocimientos inmediatos (familiares o sociales) y de las políticas locales, un siglo de traiciones, agresiones directas y mercadeos bajo cuerda -dos, si nos remontamos a la invasión napoleónica de Egipto- ha acabado por sublevar una “diferencia” contrariada y negativa, una identidad a contrapelo que mantiene siempre abierta una herida narcisista colectiva; de los acuerdos Sykes-Picot a la Segunda Intifada y, ahora, a la invasión de Iraq, la paradoja es que las mismas políticas que han triunfado en separar a los árabes los han unido de la peor manera. De algún modo, los árabes ya son sólo árabes como consecuencia de su imposibilidad de serlo, contra aquellos que les niegan un sueño que no llegan a soñar, un proyecto que la pobreza y la represión no les permiten proyectar.

La historia de un feroz colonialismo inscrito en una decadencia de larga duración -en una zona geo-estratégica crucial para los sucesivos poderes imperiales- ha producido una sociedad que se obstina en medir su propio declive, por contraposición a la supremacía occidental, no en términos de justicia e injusticia, de libertad y tiranía, sino en el marco de la oposición victoria/derrota. Una sociedad que constituyó realmente la cima de la civilización, que legó realmente a Occidente los instrumentos de su hegemonía y que constituyó realmente otra vía posible de universalidad e ilustración, sólo sueña hoy, cuando le dejan el hambre y la policía, con la revancha. El problema es que, por desgracia, en las condiciones actuales sólo los movimientos islamistas, depositarios al mismo tiempo de una conciencia política de corte culturalista, parecen capaces de proporcionársela, aunque sea de forma provisional o anecdótica: de hecho las únicas victorias de las últimas décadas se las deben a Hizbollah en el Líbano y a Jomeini en Irán, fuera ésta última del contexto árabe, lo que explica por lo demás la influencia política del chiismo sobre el sunnismo y la restauración de la Umma musulmana como marco identitario tras el fracaso del panarabismo.

Los pueblos árabes, divididos, empobrecidos y humillados por fuerzas que malversan y trampean la democracia en su propio provecho; los pueblos árabes, que ni siquiera pueden resarcirse ganando un Campeonato del Mundo de fútbol, sueñan con una victoria, aunque sea pequeñita. No les importa quién se la procure ni de qué manera. ¿Pero acaso nos importó, acaso nos importa a nosotros? ¿Acaso no usamos nosotros todos los días, para asegurar nuestra propia victoria, la mentira, el crimen, el golpe de Estado, el asesinato de civiles, el atropello del Derecho, la amenaza del átomo, la mutilación de niños, las bombas de racimo, la eliminación de periodistas? ¿Qué tiene de moralmente escandalosa y de políticamente inexplicable la alegría de millones de árabes, de Mauritania al Golfo Pérsico, el 11 de septiembre del 2001? Vivimos en un mundo tan perverso, tan ajeno a los conceptos de libertad y de justicia, que el gobierno de los EEUU también se alegró. Los atentados de Nueva York, fuera o no Ben Laden su autor, y la satisfacción narcisista que produjo en el mundo árabe, constituyen el gran triunfo de la política exterior estadounidense de la post-guerra fría: durante años, y con la inestimable colaboración de Israel, las sucesivas administraciones estadounidenses estuvieron preparando ese colofón sangriento mediante la financiación, protección o consentimiento del islamismo radical, desde Hamas en Palestina hasta el desembarco, vía Afganistán, de los muyahidin en Argelia y en Egipto. La famosa tesis de Huntington de 1991 sobre la “confrontación de civilizaciones” no era un análisis: era un plan. Por el camino, literalmente enterradas en las cunetas, quedaron seis décadas de movimientos de liberación nacional, de militancia socialista o marxista y de entusiastas esfuerzos panarabistas. Incluso el naserismo y el baazismo, en gran parte responsables del fracaso de las izquierdas árabes, fueron ferozmente yugulados en la región, a pesar de haber constituido en Egipto, Siria o Irak regímenes dictatoriales, como todos los demás: eran demasiado laicos, demasiado “socialistas”, demasiado independientes para el Oriente Medio diseñado desde Washington y Tel Aviv. Cualquier cosa antes que el “comunismo”. Es decir, cualquier cosa antes que la libertad y la justicia.

Pero, ¿dónde están los pueblos árabes? ¿Por qué no hacen nada? El modelo colonial, y los gobiernos post-coloniales que hoy gobiernan en esta zona del mundo, encajaron sin rechinos en una larguísima tradición antropológica que no es “árabe” sino -digamos- “feudal” (o, si se quiere, “edípica”): la de la recíproca autonomía de la sociedad y la política. Desde la fundación misma de la dinastía omeya, a finales del siglo VII, las sociedades árabes se han protegido extramuros de las instituciones, procurando evitar todo contacto con el Estado, y el Estado, por su parte, ha dejado a la sociedad a su propio cuidado, abandonada a sus propios mecanismos de reproducción autógena, en una anticipación bastante exacta (aunque con más recursos antropológicos) de nuestra novedosísima “gobernanza” capitalista. En este contexto el islam, como la propia retórica panarabista de los gobiernos, ha tenido sobre todo un efecto adormecedor en las poblaciones, en este cuadro cortado por una estricta divisoria en el que la inmovilidad, tolerancia y calidez sociales siguen siendo directamente proporcionales a la inestabilidad y violencia políticas. De algún modo, las clases dirigentes de nuestras dictaduras amigas pueden disputarse tranquilamente el poder dando siempre por descontado el consentimiento antropológico de sus ciudadanos, a los que sólo excepcionalmente habrá que reprimir con excepcional violencia. ¿Es acaso esto muy “árabe”? El camarero de un café tunecino que hablaba de “los árabes” y al que yo recordaba que la invasión de Iraq era una agresión contra toda la humanidad que en ningún lugar del mundo debía aceptarse, me respondía hace unos días con resignada sorna: “No, nosotros, como árabes, tenemos que aceptarlo como si fuese la voluntad de Dios... porque si no (y aquí bajaba la voz y hacía un gesto elocuente con la mano) palos”. La frustración y la decepción, allí donde toda vía pública y colectiva de expresión es meticulosamente cegada, refuerza los dispositivos laterales de la supervivencia social. Los únicos países ricos de la zona tienen burguesías incultas, salvajes y egoístas (Arabia Saudí, Kuwait, Emiratos); las burguesías cultas, por su parte, constituyen minorías complacientes en países devorados por la pobreza, el paro y la represión (Marruecos, Egipto, Líbano, Jordania, Túnez). Las poblaciones, entre tanto, mientras atesoran angustiosamente su pan, reconstruyen sus casas y entierran a sus hijos, esperan. ¿Qué esperan? Esperan al déspota justo en el que subrogar el alivio de su herida narcisista, en la tradición sunnita, o al Imán inspirado que establezca el reino de Dios sobre la tierra, en la tradición chiita. Con las dos excepciones, claro está, de Palestina e Iraq, que son hoy por hoy dos países ocupados por ejércitos extranjeros.

En estas condiciones, sin ningún pasaje de lo privado a lo público, sin vías institucionales de expresión -y en medio de una erosión creciente de los recursos sociales-, de la sociedad a la política se pasa sin transición del “victimismo” (o la indiferencia) a la “violencia”. El mundo árabe, sí, se columpia cada vez más entre el “victimismo” y el “terrorismo”. Cada vez más “victimismo”, cada vez más “terrorismo”. Eso es justamente lo que interesa a EEUU e Israel, que confían en seguir utilizando -y alimentando- ambos al mismo tiempo. Todas las “terceras vías” son cuidadosamente perseguidas, obstruidas o aniquiladas: los movimientos anti-normalización en Jordania, la desobediencia civil en Palestina (que tanto molesta a Sharon, Arafat y Hamas contemporáneamente) o el Partido Comunista de Iraq, que combatió a Sadam Hussein y que combate hoy al ejército estadounidense. Ninguno de ellos merece siquiera una línea en nuestros medios de comunicación, serviles colaboradores en la “construcción” de un mundo árabe que justifique los planes imperialistas estadounidenses e israelíes en la zona.

Los EEUU e Israel creen poder mantener indefinidamente esta relación victimismo/terrorismo a su favor y confían en que hoy, como en 1991, bastará el terror impuesto por sus dictaduras amigas para conservar esta siniestra aritmética. Pero desde 1991 han pasado doce años de “frustraciones” y “decepciones”. Económicamente, incluidos los países del Golfo, el mundo árabe no ha dejado de empobrecerse desde entonces. Políticamente, no ha dejado de endurecerse. Por añadidura, la evolución de la cuestión palestina no ha dejado de atizar la úlcera material y simbólica de esta Umma negra y dolorosa: las promesas tras la primera guerra del Golfo condujeron a los claudicantes Acuerdos de Oslo, incumplidos por Israel, y a la segunda Intifada. No estamos en 1991. Hay ya dos países árabes ocupados en Medio Oriente. Que la “frustración” pueda ser ilimitada significa también que su límite es impredecible. En estas condiciones, el mundo árabe puede estallar en cualquier momento. Es decir, puede estallar lo mismo dentro de cien años, como han calculado los estadounidenses, que mañana. Y si el mundo árabe estalla, cuando estalle -con su herida narcisista y su sueño de revancha, contenido hasta ahora en los fieltros de una sociedad más pacífica y tolerante que la nuestra-, todos quizás tendremos que arrepentirnos de no habernos tomado más en serio la libertad y la justicia y de haber preferido la victoria de nuestra bandera, nuestras multinacionales y nuestros tanques.

* Es profesor y escritor.

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