SECCIONES
A propósito de las raíces cristianas de Europa oímos
demasiado a menudo decir que las instancias políticas que hoy declaran
compartir los países europeos, el pluralismo, la pasión
por la libertad, se enraízan en el cristianismo, en el sentirse
partícipes de una historia común que ha hecho del cristianismo
el foco en torno al que se ha definido Europa, y que Europa es deudora del
cristianismo porque, se quiera o no, le ha dado forma, significado y valores.
A quien ama la cultura y el arte, y conoce un poco de historia, estas afirmaciones
le parecen falsas y engañosas, lo mismo que las ostentaciones de las
propias raíces cristianas por parte de los políticos y gobernantes
nada sospechosos de apoyar la libertad y la solidaridad. Basta con abrir cualquier
libro de historia antigua para comprobar que el cristianismo se impuso gradualmente
sobre tradiciones culturales, como la griega, la romana, las orientales, que
durante milenios habían producido obras filosóficas, artísticas
y científicas, impulsando el desarrollo de las matemáticas y
de la lógica, dado los primeros pasos en las ciencias naturales. Basta
con ir más allá de las hagiografías y de las leyendas
construidas por el cristianismo mismo y adentrarse un poco en la historia
de los descubrimientos, de los escritos y de los documentos para entender
que el cristianismo no se desarrolló en una sociedad sin formas, significados
y valores, y que por eso mismo, desde el primer momento de su afirmación,
impuso sus dogmas irracionales.
¿Qué nos cuenta la Historia? Los documentos y los descubrimientos
nos hablan de una cultura nacida en Atenas un milenio antes, difundida en
las ciudades más importantes del Mediterráneo a través
de las escuelas de insignes filósofos, las obras de famosos escultores
y los templos de los grandes arquitectos, y prácticamente anulada por
el cristianismo de los primeros siglos. Todavía hoy lamentamos los
daños que los Padres de la Iglesia infligieron a la civilización
helénica en poco más de doscientos años.
En poco menos de dos siglos, del Edicto de Constantinopla, que legalizaba
el culto cristiano, al de Salónica, que lo declaraba culto oficial
del Imperio, hasta el de Justiniano, con el que se cierra la antigua escuela
filosófica de Atenas, una buena parte de aquel patrimonio cultural
fue destruida o entregada a las llamas.
La Historia nos cuenta que apenas entra el cristianismo en los centros de
poder, inaugura una violenta intolerancia religiosa, nunca vista antes, hacia
tanta cultura pagana y contra quienes, pagándolo con la
vida, rechazaban adherirse a este nuevo pensamiento absolutista. Muchos de
ellos, efectivamente, fueron torturados o asesinados.
Ya con Constantino comenzó una obra de destrucción de templos,
de estatuas y de textos de la cultura helenística. Su sucesor, el emperador
Constancio, ordenó la pena de muerte para quienes practicaran sacrificios
o idolatría. El emperador Flavio ordenó quemar la biblioteca
de Antioquía y decretó la pena de muerte para todos los paganos
que practicasen el culto antiguo a los dioses ancestrales o la adivinación.
Bien pronto se confiscan las propiedades de los templos paganos y se condena
a la pena capital a todos aquellos que practiquen rituales paganos, incluso
si lo hacen privadamente. Y con el Edicto de Teodosio, que convertía
el cristianismo en religión exclusiva del Imperio Romano, prohibiendo
las demás religiones, la destrucción de la cultura helenística
y la supresión del paganismo se convierten en razón de Estado.
Con la autorización del obispo de Milán, San Ambrosio, para
que destruya todos los templos no cristianos y construya iglesias sobre sus
cimientos, todo obispo del Imperio está implícitamente autorizado
a destruir templos y a perseguir a los paganos, a los cristianos
heterodoxos, a los apóstatas del cristianismo y a los epicúreos,
que sostenían la teoría atomística de Demócrito.
En el año 385 se ordenó la pena de muerte para los arúspices;
en 391, desde Milán, el emperador Teodosio promulgó un decreto
que impedía el acceso a los templos paganos, aunque solo
fuese para admirar obras de arte: Nadie viole la propia pureza con ritos
sacrificiales, nadie inmole a víctimas inocentes, nadie se acerque
a los santuarios, entre en los templos y vea las imágenes esculpidas
por mano mortal para que no se haga merecedor de sanciones divinas y humanas.
Con los edictos y decretos de los emperadores cristianos sucesivos se asiste
a una cruel y despiadada anulación de la cultura existente.
En todas las ciudades del Mediterráneo, en Alejandría, en Constantinopla,
en Roma y en Atenas comienzan a proliferar turbas de fanáticos cristianos
incitados por personajes que en su mayoría serán declarados
santos o Padres de la Iglesia. Piénsese en el papel del obispo Cirilo
durante el feroz linchamiento de la filósofa neoplatónica Hipatia,
ocurrido en Alejandría en el siglo V a manos de una banda de fundamentalistas
cristianos denominados parabolanos, que según diversas fuentes estaban
al servicio del obispo elevado después a los altares. Se puede incluso
dudar de que haya sido el propio Cirilo quien ordenase el brutal asesinato,
pero lo que no se puede negar es que los parabolanos eran los secuaces del
obispo en la destrucción de la cultura pagana. San Porfirio,
obispo de Gaza, demolió casi todos los templos paganos de la ciudad.
Así como en Alejandría, bajo el mando del obispo Teófilo,
los fanáticos cristianos, con los mismo medios (piedras afiladas y
barras de hierro) destruyeron el admirable templo de Serapis, del que Amiano
Marcelino había escrito: Su esplendor es tal que las simples
palabras le harían injusticia.
Una buena parte de la biblioteca más grande del mundo, la de Alejandría,
fue destruida. Había sido la primera biblioteca pública y en
un tiempo llegó a albergar centenares de miles de textos.
Se ha necesitado más de un milenio para que otra biblioteca pudiese
acercarse a tal enormidad. Arquímedes, Euclides, Eratóstenes,
Calímaco y Aristarco de Samos, que había propuesto el primer
modelo heliocéntrico del sistema solar, habían estudiado allí.
Incluso Teón, famoso matemático de la época, y padre
de Hipatia, se había formado en aquella biblioteca. En poco tiempo
fueron cerradas casi todas las bibliotecas públicas del Imperio, pero
no se contentaron con eso: las bandas cristianas incluso irrumpían
en las casas de los sospechosos paganos. Amiano Marcelino refiere
con disgusto y dolor que innumerables libros y montones de documentos
fueron apilados y quemados. Se destruyeron o eliminaron de la Historia
estudios de física, de matemáticas o de ciencias naturales que
habrían podido contribuir a ofrecer a la humanidad un futuro diferente
de aquel que se bosquejaba: ¡el Medioevo! Ante tanto desastre, Palada,
famoso poeta y gramático del siglo IV, se preguntaba: ¿No
es seguramente cierto que estamos muertos y que nosotros, los griegos, parece
que tengamos solo una sombra de vida (
) o estamos vivos y es la vida
la que está muerta?
Los escritos de muchos filósofos fueron censurados y sus obras consideradas
fuera de la ley y destruidas en su mayor parte.
El obispo Marcelo aterrorizaba con sus bandas arrasando templos helénicos,
santuarios y altares. Entre otros, fueron destruidos el templo de Odesa, el
Cabeireion de Imbros, el templo de Zeus de Apamea, el de Apolo en Dídimos
y todos los de Palmira. En la reciente incursión fundamentalistas del
ISIS en Palmira, Occidente se ha escandalizado por la atrocidad desarrollada,
olvidando o ignorando que la gran atrocidad en aquella ciudad ya fue cometida
en el siglo V por una banda de fanáticos cristianos. Primero destruyeron
uno de los más admirables templos dedicados a Atenea. La estatua fue
decapitada, le cortaron la nariz y redujeron a pedazos su característico
casco, troncharon sus brazos a la altura de la espalda, arrancaron del suelo
el altar y lo destruyeron.
El emperador Valente ordenó una persecución tremenda contra
los paganos en toda la parte oriental del Imperio. En Antioquía fueron
ajusticiados, junto a otros muchos paganos, el exgobernador Fidustio y los
sacerdotes Hilario y Patricio, y torturados o asesinados miles de inocentes
que simplemente rechazaban traicionar el culto tradicional de sus antepasados.
Se queman numerosos libros en las plazas de las ciudades del Imperio. Se persigue
a todos los amigos del emperador Juliano el Apóstata (Orebasio, Salustio,
Pegasio, etc.), último emperador pagano. El filósofo Simónides
fue quemado vivo y el filósofo Máximo fue decapitado. El emperador,
entre otras cosas, ordenó al gobernador de Asia, Fisto, que exterminara
a quienes no se convirtieran al cristianismo, y que se destruyeran todas las
obras paganas que se encontraran. La gente, aterrorizada, comenzó a
quemar por decisión propia sus bibliotecas para escapar del peligro.
Millares de inocentes paganos en todo el Imperio fueron asesinados en el campo
de concentración de Esquitópolis. Y de las más
remotas localidades del Imperio venían encadenados innumerables ciudadanos
de toda edad y clase social. Y muchos de ellos morían en el recorrido
o en las prisiones locales. Y los que conseguían sobrevivir, acababan
en Esquitópolis, una remota ciudad de Palestina, donde estaban emplazados
los instrumentos para las torturas y las ejecuciones, escribe Amiano
Marcelino.
Eran barbudos vestidos de negro. Cuando llegaban, aterrorizaban, destruían,
mataban y deportaban.
Cuando destruían un lugar sagrado, implantaban cerca una fábrica
de cal que se aprovechaba reduciendo a polvo estatuas y decoraciones marmóreas.
El templo de Venus de Roma en la Vía Sacra tuvo este fin junto a otros
muchos. En los museos de todo el mundo no es difícil encontrar obras
del gran Fidias o de Praxíteles decapitadas y devastadas por fanáticos
cristianos. El mismo San Agustín escribía: En efecto,
que sea suprimida toda superstición de los paganos, Dios lo quiere,
Dios lo manda, Dios lo ha establecido.
Los restos y los documentos sobre la destrucción de templos en los
primeros siglos del cristianismo cuentan cómo en la ciudad de Atenas
fue profanada la colosal estatua de la diosa Atenea en la Acrópolis,
y que las esculturas y los mármoles del Partenón corrieron la
misma suerte. Una gran estatua de Afrodita fue desfigurada con una tosca cruz
tallada en la frente, los ojos devastados y la nariz hecha pedazos. En poco
más de un siglo desaparecieron las más bellas esculturas.
En Cirene fue profanado el antiguo templo de Démeter. En Esparta se
mutiló una estatua colosal de Hera, y la cara se desfiguró con
cruces. No fueron respetados ni siquiera los bosques consagrados a alguna
divinidad: esos templos naturales de paz fueron destruidos y en muchos casos
talados los árboles. En Constantinopla, un antiguo templo de Afrodita
fue destruido y adaptado a garaje para las bigas de un burócrata cristiano.
En Cartago, el templo de la diosa Juno Celeste, identificada con la antigua
diosa Tanit, fue abatido junto a los demás santuarios de la ciudad.
Incluso algunos instrumentos musicales fueron censurados y prohibidos, como
las flautas, en particular la flauta doble dionisíaca (flauta de Pan),
considerada instrumento de los músicos del diablo.
Pan, Dionisios, Démeter y todas las divinidades ligadas a la tierra,
a la reproducción, al despertar de la primavera y al goce de los sentidos
se habían convertido en expresiones del demonio, e impedimento para
alcanzar el paraíso del otro mundo. Es útil recordar que en
los primeros siglos los cristianos inscribían en sus sepulcros solamente
la fecha de su muerte, para demostrar que el único acontecimiento de
su vida era la unión con Dios, mientras que los paganos
ponían los años, meses y días del difunto para revelar
las posibilidades que había tenido esa persona para ser feliz.
A pesar de todo, los restos y documentos que poseemos son solo la mínima
parte que ha sobrevivido a siglos de devastación. Jamás sabremos
cuánto se ha destruido realmente ni cuántas víctimas
ha producido realmente el cristianismo; quedan algunas pruebas, pero mucha
documentación se ha perdido. Los cristianos no solamente desfiguraban
el objeto de su odio, sino que también suprimían cualquier traza
de ese mismo objeto; los textos conservados en los templos no tenían
un destino mejor. En las hagiografías cristianas, quien guía
y alienta estas correrías raramente viene descrito como una figura
violenta y brutal: los adjetivos que se emplean son celoso, pío
o enfervorizado.
En Alejandría, como sucedía en otras ciudades, las fuentes cristianas
relatan que tras la destrucción del templo de Serapis, muchos
paganos, habiendo condenado este error y dándose cuenta de su maldad,
abrazaron la fe de Cristo como religión verdadera. En cambio,
los escritores paganos afirman que los ciudadanos eran aterrorizados
y se convertían por miedo. Libanio, famoso orador de la época,
protestó con contundencia: Hablan de conversiones aparentes,
no de conversiones reales. Sus conversos en realidad no han cambiado,
solo disimulan haber cambiado. ¿Qué ventajas han obtenido cuando
la adhesión a la doctrina es una cuestión de palabras privadas
de realidad? En casos similares, es necesaria la persuasión, no la
constricción. Pero para la Iglesia las ventajas eran indiscutibles,
esa estrategia violenta estaba aumentando de modo exponencial las filas de
los conversos. Las altas esferas eclesiásticas, más que preocuparse
por la violencia utilizada, temían que los conversos, una vez pasado
el miedo, volvieran a sus antiguas religiones. Para mantener estas falsas
conversiones se decretó la pena de muerte para quienes fueran sorprendidos
en sus antiguos templos una vez convertidos.
Cuando Constantino vio la cruz en el cielo, la gran mayoría
del pueblo era pagana, y los cristianos eran una exigua minoría. Los
cálculos de los historiadores nos dan cifras entre el siete y el diez
por ciento del total de la población del Imperio. Apenas dos siglos
después, los cristianos eran ya la mayoría. Y si nos preguntamos
cómo ha podido una cultura tan importante cambiar sus propias creencias
y el propio saber en tan poco tiempo, las conversiones forzadas y las persecuciones
estatales parecen, si no la única respuesta, sí en cualquier
caso un factor determinante.
En el cuarto concilio eclesiástico de Cartago de 398 se prohibió
a todos, incluidos los obispos cristianos, el estudio de los libros paganos.
Tanto en Oriente como en Occidente, innumerables libros filosóficos
y científicos del mundo precristianos perecieron en la hoguera. Muchas
obras en pergamino fueron después borradas (en aquel tiempo escaseaba
el pergamino) para escribir encima sobre temas teológicos. Una copia
de De republica de Cicerón tenía que dejar espacio a una transcripción
de los Salmos comentada por San Agustín, un trabajo de Séneca
desaparece tras el enésimo Antiguo Testamento, un códice de
la Historia de Salustio fue utilizado para un texto de San Jerónimo
y así sucesivamente. Los libros de Demócrito, padre de la teoría
del átomo, se perdieron. En el siglo V se prohíbe por ley la
enseñanza de los filósofos paganos: Prohibimos
la enseñanza de cualquier doctrina de quien trafica con la locura del
paganismo, con el fin de evitar que los paganos pudieran corromper
las almas de sus discípulos. Finalmente, en 529, el emperador
Justiniano decretó la clausura de la escuela filosófica de Atenas,
fundada por Platón en 387 a. n. e., que había albergado a treinta
y seis generaciones de filósofos. En 590, el papa Gregorio, llamado
Magno, ordena quemar la biblioteca de Apolo Palatino para que su extraña
sabiduría no pueda impedir a los fieles entrar en el Reino de los Cielos.
Lo que ha sobrevivido es, de hecho, una mínima parte de cuanto se ha
sustraído al pensamiento humano, y hoy todavía la historia de
los sufrimientos y los dolores de quienes fueron derrotados por el cristianismo
es algo relativamente poco contado y todavía menos recordado. Frente
a los kilómetros de libros que se han escrito sobre el papel positivo
de los cristianos, poco o nada se encuentra sobre lo que la humanidad ha perdido
en su desarrollo con la desaparición de aquel patrimonio cultural que
los cristianos, todavía hoy, reducen sumariamente a la palabra paganismo.
Los monjes llegaron a copiar mucho, a veces falsificando los textos, pero
fue mucho más lo que se perdió. Las obras de Aristóteles
sobre Física, Ética y Política, como sabemos, se recopilaron
en el Medioevo tardío o en el Renacimiento, a pesar de la aversión
y las prohibiciones de la Iglesia, a través de la traducción
en latín de los textos originales griegos recogidos, custodiados y
comentados por los estudiosos árabes y, en particular, por Avicena
en el siglo XI y por Averroes en el XII.
Hoy todos reconocen la contribución inestimable de esos restos culturales
que sobrevivieron a la devastación cristiana sobre el pensamiento medieval,
el humanismo renacentista, la cultura moderna y la contemporánea. Aquellas
culturas paganas dieron origen al pensamiento y a la metodología
científica, y aun madurando dentro de sociedades basadas en la esclavitud
y absorbiendo todas sus contradicciones, sirvieron de modelo para muchos de
los ideales de libertad, justicia y tolerancia de los que se nutrió
Occidente después, en épocas más modernas, a pesar de
la represión de las autoridades religiosas, que hasta el siglo XVIII
mantuvieron encendidas sus hogueras. La Inquisición mandó a
la hoguera a decenas y decenas de herejes, entre ellos a Giordano Bruno. Galileo
fue procesado y tuvo que abjurar para no acabar del mismo modo. Descartes
se retiró a Holanda para tener más libertad, e incluso Spinoza
conoció la amenazadora hostilidad de las autoridades religiosas. El
evolucionismo de Darwin es hoy anatemizado todavía en ciertos ambientes
cristianos, y la teoría de la relatividad de Einstein tiene a ojos
de la Iglesia un cierto tufillo a herejía.
Incluso a través de los pocos hechos históricos aquí
sumariamente mencionados, debería quedar claro que los ideales de democracia,
justicia, libertad y solidaridad humana en los que se ha inspirado una parte
de la tradición europea en los pasados milenios e incluso hoy, con
total hipocresía por parte las clases dirigentes de Europa que dicen
inspirarse en ellos, han sido en gran parte formuladas no gracias sino a pesar
de nuestras raíces cristianas.
Los ideales de democracia, de libertad y de justicia social proceden, en realidad,
de raíces lejanas a nuestra civilización, que surgen en fases
anteriores al helenismo, que por suerte cada cierto tiempo resurgen, incluso
después de tantos siglos, a pesar del indiscutible absolutismo, la
superstición, el fanatismo y las cruentas represiones de la Iglesia.
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