Manuel
Vázquez Montalbán
Marea negra en la Costa de la Muerte
Sobre el hundimiento del Prestige son indispensables
los artículos del escritor gallego Suso del Toro, publicados
en La Vanguardia. Merecerían formar parte de una posible
Historia universal de la chapuza, título abierto y que
regalo a quien o quienes quieran adentrarse en uno de los capítulos
menos estimulantes de la conducta humana. Seis días de
octubre del tercer milenio hicieron posible la crónica
de un desastre anunciado, aunque en las primeras horas el rostro
televisado del señor ministro de Agricultura y Pesca trató
de vendernos la moto de que todo estaba controlado y bien controlado.
Según Suso del Toro, los efectivos de la Armada que se
desplazaron a las costas gallegas no llevaban ni las herramientas
mínimas de intervención y los paisanos tuvieron
que prestarles hasta palas.
Frente al rostro ecológicamente triunfal
del señor ministro, la desesperación de los mariscadores
gallegos ante la evidencia de la marea negra otra vez, cubriendo
de muerte el mar y las costas, una redundancia si se quiere porque
por allí está la Costa de la Muerte, la obscena
y reaccionaria costa imán de tanto naufragio, de tanta
muerte. Nada más comprobarse que el fuel fluía del
petrolero averiado y divulgada la foto patética del capitán
detenido, una instantánea no era compensada por la otra.
Evidentemente hay otras culpabilidades en este asunto que jamás
merecerán la cárcel, y los delitos ecológicos
tienen tan mala legislación que es difícil considerarlos
como tales. Ante el espectáculo de 200 kilómetros
de playa contaminada, la decisión de remolcar al Prestige
hasta alta mar, habida cuenta de que no se disponía de
los medios necesarios para neutralizar el fuel que se escapaba
por sus rendijas, se convertía en una amenaza para las
costas portuguesas, sin dejar de serlo para las gallegas. Imprevisibles
además los efectos de la presión del agua sobre
los tanques todavía llenos de 70 mil toneladas de carburante,
porque si esa presión los hacía estallar, la marea
negra seguiría los vientos y las corrientes y teñiría
de catástrofe el litoral peninsular. En el caso de que
el barco se hundiera hasta los casi 4 mil metros previstos, el
fuel dejaría una capa sobre el fondo igualmente exterminadora
de toda forma de vida hasta que la sustancia invasora se biodegradase.
Un personaje de una de las óperas de Bertoldt
Brecht se pronuncia cínicamente sobre la relación
entre el estómago y la moral: Primero el estómago/
y luego la moral. En el caso de la crónica anunciada de
la catástrofe del Prestige, la relación debería
establecerse de otra manera: primero el desastre y luego la moral.
Mientras el infame barco se partía en dos y se hundía,
todos los poderes presentes y paralizados, desde el nivel más
europeo del asunto al más galaicoportugués se juramentaba
para que cosas así no volvieran a producirse y convocaban
la necesidad de reformas fundamentales en las inspecciones de
barcos de alta peligrosidad potencial como son los petroleros.
La suma de los contaminantes vertidos por esta clase de naves,
no siempre a causa de un accidente imprevisible, contamina ya
buena parte de las costas de la Tierra y Galicia ha vivido en
más de una ocasión esos efectos contaminantes contra
una de las costas con el tacto más sensible, un tacto lleno
de frágiles percebes y frágiles seres humanos que
han reducido al duro trabajo de mariscar la poca esperanza laboral
que les queda.
Para empezar, la moral propone una inspección
rigurosísima y mancomunada de todas las naves portadoras
de estos riesgos, inspección que en este caso se saltaron
a la torera un puñado de estamentos, en curiosa coincidencia
mancomunada con los que se pusieron de acuerdo para ocultar y
luego enmascarar los efectos de las vacas locas. Ante la chapuza
nacional ha habido siglos y siglos de distanciamiento irónico,
a la espera de que algún día España ingresaría
en el cenáculo de las naciones civilizadas y nos libraríamos
de golpes militares y de torpezas atribuidas a nuestra extraña
metafísica. Ya en Europa comprobamos que tan alta parcela
globalizada no es ajena a las chapucerías, casi siempre
servidas en frío y con los precintos puestos. Al menos
en los minutos finales, cuando ya el barco estaba partido y emitía
un círculo contaminante en expansión, el superministro
señor Rajoy sobrevoló la zona y todos fuimos conscientes
de que algo se había ganado en el terreno siempre útil
de las formas.
En efecto, así como el titular de Agricultura
y Pesca se jactó desde las primeras horas de que todo estaba
controlado y bien controlado, con una expresión facial
casi risueña, Rajoy estaba preocupado el hombre, muy preocupado,
y lo contemplaba todo en directo desde un helicóptero.
Contemplaba el barco roto, la lepra en el mar y en las costas,
cómo se iba hundiendo una bomba ecológica de relojería
de 70 mil toneladas de fuel oil. Francamente no había motivo
para la sonrisa