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LA PERIFERIA DE FERNANDO DE ROJAS

JUAN GOYTISOLO


        Desde la publicación por Serrano y Sanz en 1.902 de las actas del proceso del suegro de Fernando de Rojas, delatado al Santo Oficio por haber dicho, refiriéndose a la vida eterna, que "acá toviera yo bien, que allá no sé si ay nada", conocíamos que Rojas formaba parte de esa vasta comunidad de cristianos nuevos cuya situación conflictiva vemos reflejada en gran número de obras de la literatura de este período.

        El clamor angustioso que se eleva a nuestros oídos desde el fondo de los archivos inquisitoriales proviene no sólo, como ha visto muy bien Gilman en "La España de Fernando de Rojas", de un vivo sentimiento de diferencia, sino también de la insoportable atmósfera de suspicacia que envolvía la vida de los descendientes de casta judía: "Recelosos unos de otros, sospechosos a todos los demás, los conversos vivían en un mundo en el que no podían confiar en ninguna relación humana, en la que una simple frase impremeditada podía acarrear indecible humillación e insoportable tortura.

        Era un mundo en el cual uno debía observarse a sí mismo desde un punto de vista ajeno, el de los observadores de fuera. Un mundo de disimulo y disfraz interrumpidos por estallidos de irreprimibles autenticidad, de reiteración de lugares comunes rota por súbita "originalidad", de máscaras neutrales que, el caer, descubrían rostros convulsos y ásperas voces de desacuerdo.

        Un simple lapsus linguae de Álvaro de Montalbán en el ocio jovial de una merienda campestres  había bastado para hundirle durante largo tiempo en las mazmorras del Santo Oficio. Años más tarde, otro pariente de Fernando de Rojas -Isabel López, prima hermana de su mujer- se había autodenunciado a los inquisidores por haberse expresado a solas en términos parecidos: por lo visto, temía que algún vecino pudiera haberla escuchado y, aterrorizada por la presencia ubicua de los malsines, había preferido adelantarse a una eventual delación para dar pruebas de su buena fe.

        Rojas había vivido desde la infancia inmerso en este medio hostil y, a fin de explanar el contexto en que se produjo su asombrosa creación literaria, Gilman reproduce una lista de los autos de fe de la Inquisición toledana del año en que el jovencísimo bachiller completada su redacción definitiva de "La Celestina": docenas y docenas de personas relajadas al brazo secular, entre las que forzosamente debían figurar amigos o vecinos de su familia. Con todo, su dolorosa experiencia no se limitaba ya por esas fechas al conocimiento de los atropellos sufridos por su comunidad.

        En 1.484, un año después del establecimiento de la Inquisición en Toledo, varios miembros de su familia habían tenido que someterse a una humillante ceremonia de penitencia pública, objeto del desprecio y escarnio de la regocijada multitud de sus paisanos. El estigma social que acarreaba tal condena se prolongaba más allá de la muerte de los interesados o sus deudos: cuando en 1.606 -medio siglo después de su fallecimiento- un primo lejano de su familia tuvo la desdichada idea de solicitar una ejecutoria de limpieza de sangre, el fiscal sacó a relucir inmediatamente su parentesco con los Rojas de la Puebla de Montalbán, tildados aún por la opinión pública de gente "no limpia".

        Cuando Rojas tenía unos doce años, su padre fue detenido, encarcelado, juzgado, declarado culpable y, con toda probabilidad (en aquel período inicial de rigor inquisitorial), quemado en un auto de fe. El horror del hecho en sí no necesita decoración alguna. Los "elementos medievales y renacentistas" que, según los historicistas más extremos, crearon "La Celestina" no tienen un padre cuya vulnerabilidad carnal sea la condición previa de la de uno mismo.
 

        El "cuento de horror" que le ha referido la sociedad se convertirá en esta admirable "historia de horror" que es, a fin de cuentas, "La Celestina". Excéntrico, periférico -en sentido que da Deleuze a este término-, Rojas escapa con fuerza centrífuga única al despotismo de una máquina administrativa centrípeta. Imposible llevar más lejos su burla de la opinión común, su parodia de los valores consagrados.

        En su doble acepción de conformidad a las leyes del género y a la ideología de la época, "La Celestina" es obra totalmente inverosímil por excelencia, la obra que se sitúa en los antípodas de la "estética de identidad": mientras el teatro de Lope de Vega, por ejemplo, encarna un sistema artístico fundado no en la transgresión sino en la observación de unas reglas muy precisas -o, si se quiere, en la completa identificación de los hechos y valores representados en escena con los que el auditorio conoce y admite de antemano-, "La Celestina" nos ofrece una situación cuyas reglas son desconocidas por el lector o espectador al comienzo de la representación o lectura. Las acciones de los personajes de la tragicomedia son "inverosímiles" en la medida en que no responden a las máximas acatadas por el público de la época, y Rojas debe luchar a cada paso con los cánones dramáticos y prejuicios del lector o espectador para imponerle su visión cruda, negativa y angustiosa del mundo.

        Los españoles de casta hebrea habían asistido impotentes, como quien sufre una pesadilla, al derrumbe de los valores que sustentaban su vida -verdaderos condenado a plazo, víctimas en potencia de un sistema expresamente creado para su vigilancia, represión y tortura. El desliz verbal de Álvaro de Montalbán -así como docenas de otros casos revelados por los documentos de la época- nos hace presumir la existencia de numerosos conversos que, habiendo perdido la fe de sus antepasados, no habían abrazado no obstante en su fuero interno la religión nueva y acampaban, por así decirlo, en una tierra de nadie entre una y otra, en una posición de agnosticismo prudente y, a veces, abiertamente ateo.

        Que Fernando de Rojas pertenecía a este grupo de marginales -auténticos emigrados del interior- es algo que ofrece pocas dudas a juzgar por lo que nos revela su obra y la documentación que sobre él poseemos. El universo, nos explica Rojas, no es sino un caos generalizado, ante el que los propósitos y voluntades humanas son irrisorios e inútiles: la rueda de la Fortuna gira de modo ciego, aplastando en su movimiento nuestros sueños, proyectos y anhelos; el mal y el bien, la prosperidad y la adversidad, la gloria y la pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio; no hay pues un Creador ni armonía ni orden; todo es tumulto, frenesí, desorden, estridencia, guerra, litigio.

        Es una simple traducción ampliada del "De remediis" de Petrarca, una lectura atenta del mismo descubre que, en su utilización, Rojas va mucho más lejos que su modelo. Mientras Petrarca propone una aceptación estoica de los daños y calamidades de la Fortuna, el autor de "La Celestina" no sugiere aceptación virtuosa alguna.

        Una lectura sin anteojeras de la tragicomedia nos muestra que los elementos cristianos que figuran en ella son escasos, y en la mayoría de los casos, claramente postizos. Los personajes de "La Celestina" nos dan a entender, tanto por su conducta como por sus palabras, que no creen en el más allá ni en la existencia de una Providencia oculta. "Goza tu mocedad, el buen día, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres haberlo, no lo dejes. Piérdase lo que se perdió. No llores tú la hacienda que tu amo heredó, que esto te llevará de este mundo, pues no le tenemos más de por nuestra vida", aconseja Celestina; "hayamos mucho placer. Mientras hoy tuviéramos de comer, no pensemos en mañana... No habemos de vivir para siempre, que la vejez pocos la ven y de los que la ven ninguno murió de hambre", dice Elicia.

        Dicha actitud no es privativa ni mucho menos de la alcahueta, los criados y las rameras. El comportamiento de los dos enamorados, su egoísmo ciego, tampoco tiene en cuenta la realidad de una Creación bien ordenada o un Dios justiciero en la atribución de las recompensas y castigos. Cuando Calisto explica a Sempronio la intensidad del fuego amoroso que le consume y su servidor le recuerda que sus palabra contradicen las enseñanzas de la religión cristiana, le responde en estos términos:

        Calisto: ¿Qué a mi?
       
Sempronio: ¿Tú no eres cristiano?
       
Calisto: ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo.

        Cuando su "forzada y alegre partida", Melibea no manifiesta ningún remordimiento o temor ante un acto que, según el dogma católico, debe excluirla del reino futuro de los bienaventurados. Pleberio tampoco incluye entre las razones de su dolor ninguna referencia a la eterna condenación de su hija, la muerte es "la bendición a causa del loco e impotente dinamismo de estar vivo". Como señala agudamente Gilman, linaje, honor, posición social no son sino máscaras encubridoras de un inmenso vacío: "la negación del yo por autores y personajes", dice, "se acompaña de una negación de todo sentido".

        La fortuna vierte sus mudables ondas, arruinando con volubilidad a quien le place. En cuanto al mundo, "yo pensaba en mi más tierna infancia", dirá, increpándole, "que era y eran tus hechos regidos por algún orden; agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor". "¡Qué solo estoy!" El hombre nace solo, vive solo y muere solo. "Del mundo me quejo porque en sí me crió", clama en una increpación dirigida al vacío. Como observa Gilman, "la implicación de un universo natural sin Dios es aquí tan explícita como podía serlo en aquel tiempo".

        Aunque Rojas (et pour cause!) toma numerosas precauciones y hace protestas de fidelidad a la religión católica e, incluso, profesiones de aversión al judaísmo, sus razones son bastantes transparentes para que nade se llame a engaño. Un coetáneo suyo, y converso como él, justificaba la hipocresía diciendo: "Callé, porque la vida es un bien muy dulce". Como escribe el traductor francés al referirse al hecho a primera vista sorprendente de que éste suponía falsa la opinión de quienes afirmaban que la tierra gira, el autor no habla en tales casos con voz propia "sino como hombre que escribe en España, en un país donde existe la Inquisición".

        El ateísmo de Fernando de Rojas y su falta de fe en un posible ideal social confiere a los héroes de la obra una dimensión trágica que los hermana con algunos de los personajes más representativos de la literatura de nuestro tiempo. Pero su concepción racionalista del mundo -en el sentido que dio a este término el Siglo de las Luces- se compensa con una rebeldía del signo "cuerpo", afirmación soberana del egoísmo que no tiene en cuenta los impulsos debilitantes de la piedad, gratitud o afecto ni se sacrifica a lo que Sade denomina "simulacros": Dios, ideal, el prójimo. La "gloria" de los amantes no acepta ningún obstáculo que contraríe o amengüe su fiebre.


        Extractos del capítulo "La España de Fernando de Rojas" del libro "Disidencias" de Juan Goytisolo. (Ed. Taurus).



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