Identificación y Especificidad. El Cine de Andrei Tarkovski

Víctor Cadenas de Gea
(Alumno de tercer ciclo de la Facultad de Filosofía de la UCM)

 Este artículo plantea una previa hipótesis de trabajo. Parte del convencimiento y de la conveniencia de concebir la historia del cine como la historia de su espectador, o mejor dicho, de sus espectadores. A la hora de reflexionar sobre el cinematógrafo, tenemos la inmensa suerte de habérnoslas con un medio de expresión del que conocemos con exactitud su nacimiento. Por tanto, la posibilidad de indagar en los procesos y evoluciones que han llevado a configurar al espectador de cine tal y como lo entendemos hoy se abre a una investigación sumamente fértil y en cierto modo bastante precisa. Se puede concebir este desarrollo, partiendo de su situación genética, como una evolución de vivencias, sentimientos e identificaciones que a lo largo de tal decurso ha sufrido el espectador de la sala oscura. Tal sucesión de estados anímicos permite comprender de un modo distinto el encabalgamiento de escuelas, manifiestos y autores, así como las pretensiones de los pioneros en este campo.

 Desde aquí, exploramos las dos principales cuestiones que sobrevuelan la figura de espectadores y pioneros. En primer lugar, el pronto deslizamiento que se da en el espectador desde una vivencia física a una más estrictamente psíquica. En segundo lugar, la preocupación y los sucesivos intentos de los pioneros por encontrar una especificidad cinematográfica. En la tercera parte, tales problemas se condensan y cobran unidad en la cinematografía del realizador soviético Andrei Tarkovski.
 
 

Primera parte. Identificación.

    Es impactante comprobar que, además de la novedad y la sorpresa, fácil de imaginar, que conmovió al espectador de fines de 1895, su principal y genuina reacción  fuera la de estar viviendo una experiencia terrorífica. La Entrée du train en gare de la ciotat constituye el punto clave de la experiencia cinematográfica pura, refleja la vivencia más intensa del espectador de todos los tiempos y sobre todo, el talante primero de un medio de expresión figurativo como es el cinematógrafo. De entre todos los pioneros, sólo los hermanos Lumière lograron que el auditorio se levantara y escapara horrorizado ante la llegada de ese tren que literalmente amenazaba con arrollarlos.(1)
    El cine es un medio figurativo y como tal, imitador de lo real. Pero, si bien en la pintura tradicional, pongamos por caso, se tiene, y por muchos motivos, clara conciencia de la separación que media entre lo representado y lo real, o dicho de otro modo, entre el retrato y el modelo, en el origen del cine no fue así. El primer espectador siente que ese tren se abalanza amenazando con transgredir los márgenes de la tela blanca. Hay una identidad entre lo real y lo representado. En este sentido, creo que no es adecuado hablar en este caso de imitación sino más bien de íntegra identificación. En la imitación, algo imita a otro algo, siempre teniendo clara la separación entre la copia y aquello que se copia. Visto desde el punto de vista del espectador, el cine, en sus primeras sesiones, ofrece una imitación tan exacta, tan severa, que trata de aniquilarse como tal imitación, trata de confundirse con lo real, hacerse real. El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo. Se reemplaza al mundo exterior por un doble tan exacto, que como tal resulta indiferenciado respecto de la misma realidad que duplica. En este sentido, se anula el doble, si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad de los indiscernibles. Se ofrece no un simulacro de la vida, sino la misma vida. El para nosotros ingenuo tren de los hermanos franceses desafía y hace peligrar el marco de la pantalla, cosa que no sucede con el marco pictórico; amenaza con salir fuera, con hacerse fuera.
    Este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia. Explicar la inmensidad de este "casi" es una de las tareas de nuestra investigación. Si bien el tipo de identificación variará, como pronto demostraremos, la emoción primigenia del cine ya nos aparece clara ante nuestra mirada. Ese salir fuera del tren va conformando una experiencia perceptiva  genuina, un efecto espacial que, aunque ajeno a la directa violencia avasalladora que acarrea en el caso del primer espectador, permanece "prácticamente" invariable hasta nuestros días. En efecto, la pantalla cinematográfica continúa manteniendo la apariencia de ser una ventana a un mundo completo del cual sólo podemos atisbar fragmentos. Se nos muestra como un rectángulo que parece ocultarnos tal completud. No nos enseña más que una parte del acontecimiento. A diferencia del teatro o la  pintura, la impresión que provoca el cine es la de la ausencia de un fuera de campo: todo continúa al otro lado, a izquierda y derecha de la tela blanca, aunque nosotros no veamos más que lo acotado por ésta.
    En cualquier caso es, para nosotros, sorprendente la vivencia experimentada por los primeros espectadores ante la llegada del tren. Resulta difícil de creer y por varias razones. En primer lugar no era, ni mucho menos, la primera vez que se experimentaba la imagen en movimiento. Hay pioneros en este campo antes que los hermanos Lumière; piénsese por ejemplo en Marey o en las secuencias fotográficas de Muybridge. En segundo lugar, la cámara no está posicionada sobre las vías, lo cual incrementaría coherentemente el terror de creer que el tren arrasa la sala, sino que está situada tal y como cualquiera se coloca a la llegada de un ferrocarril en la estación, esto es, en el andén. En tercer lugar, lo rudimentario de la imagen que, aun cuando la contempláramos hoy sin los estragos que cien años han marcado sobre ella, es una imagen de blancos y negros, acelerada y altamente granulada, muy diferente de nuestra percepción habitual. Quizá, en esa primera sala de cine, palpitara un deseo colectivo de querer aceptar la representación como realidad; quizá dominara las mentes un superlativo aplazamiento de la incredulidad, aspecto éste que, con variantes accidentales pero no esenciales, nos sigue definiendo como espectadores.(2)
    Pero demos un paso más, pues tanto los pioneros como los espectadores tenían clara conciencia tanto de ese deseo de identificación como de esas tres objeciones. La técnica que se maneja refleja una carencia insalvable, algo que frenaba las aspiraciones perseguidas. Estas aspiraciones presiden buena parte de las técnicas de reproducción de lo real del pasado siglo, desde la fotografía al fonógrafo. En el caso del cine, se pretende una técnica capaz de lograr un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma. Este anhelo de los creadores se suele conocer bajo la etiqueta de el mito del cine total y numerosos autores se alimentaron de ella (Marey, Poulaille, Nadar, etc.). Pero este ideal había de enfrentarse con una técnica que en buena medida lo imposibilitaba. Lo científico-técnico en que descansa el cinematógrafo, lejos de permitir la realización de tal idea mítica, la impedía. Esto fue lo que llevó a decir al gran André Bazin, bastante tiempo después, que el cine, tal y como había sido gestado en la mente de sus creadores, no ha sido inventado todavía. Algo que, por otra parte, podríamos seguir suscribiendo hoy en día.
    El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer hacia otros derroteros. Este desplazamiento resulta en un primer momento intrigante pero es comprensible si seguimos hasta sus últimas consecuencias este desacompasamiento entre el ideal y la técnica. En efecto, si la pretensión genética era la de lograr un cine identificado físicamente con la vida, un cine fiel a lo real, resulta sorprendente ese pronto desplazamiento hacia el cine fantástico encarnado en  la figura de Georges Méliès y su aluvión de trucajes, apariciones y desapariciones, sobreimpresiones y mundos imaginarios. No es en cambio sorprendente si nos fijamos en cómo el mago francés llegó al descubrimiento de tales técnicas de irrealismo. En un texto de 1907 Méliès expone el suceso que cambió radicalmente su concepción del cine.
    Cierto día que yo estaba  fotografiando de manera prosaica la Plaza de la Ópera, un bloqueo del aparato tomavistas que utilizaba al principio (aparato rudimentario, en el cual la película se rompía o se atascaba con frecuencia y se negaba a correr)  produjo un efecto inesperado; necesité un minuto para desatascar la película y volver a  poner el aparato en marcha. Durante el minuto, está claro que los transeúntes, los autobuses, los coches habían cambiado de lugar. Al proyectar la cinta, pegada en el punto en que se había producido la ruptura, observé de pronto que un autobús Madeleine-Bastille se convertía en coche fúnebre y los hombres en mujeres.(3)
    El involuntario descubrimiento de Méliès confirma la tesis. El cine fantástico nace motivado por una carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del realismo integral al que estaba destinado en un primer momento el cine. Ese aparato rudimentario condena el ideal de los pioneros. El cine se desliza, por arte de magia, a la ficción. Sólo con una salvedad que luego discutiremos, se renuncia a la identificación física y se desemboca en la creación de lo ficticio y lo fantástico. Ya no se entenderá el cine como imagen de la vida, sino más bien como vida de la imagen. El trucaje por sustitución inaugura toda una serie de efectos especiales, fundidos, sobreimpresiones, ralentis, etc. que alejan al cine de su pretensión originaria al tiempo que lo involucran en otro modo de concebir el movimiento y la asimilación de la imagen.
    Creo firmemente que debido a esta renuncia a la identificación física principalmente debida a una técnica rudimentaria, que se hace cada vez más meridiana en la concepción de los creadores, puede entenderse fácilmente la derivación de la identificación en el espectador, así como puede interpretarse de otro modo esa conocida y lapidaria aseveración de los Lumière, que designaba al cinematógrafo como un invento sin futuro. En efecto, suele entenderse esta frase de un modo muy simplista, que se resume en calificar a los hermanos franceses de pésimos profetas. Pero si hubiera sido así, no habrían dudado en aceptar la oferta de Méliès, que quiso comprar su patente, cosa que no aceptaron. Desde mi punto de vista, más bien se trata de una frase exacta, siempre comprendiendo que lo que menta es el poco porvenir que le queda al cine en tanto que realismo integral, en tanto que  identificación sensible y presente de un tren arrollador. Del mismo modo, ese autobús transformándose en coche fúnebre indica metafóricamente el destino de tal identificación.
    Del mismo modo que los pioneros, pero algo después, el espectador se da cuenta de tal sepelio. La imagen que contempla es claramente defectuosa, incapaz de lograr la tan deseada identificación inmediata. Los márgenes de la pantalla ya no se transgredirán físicamente nunca más; aparecen como límites infranqueables; la tela blanca ya nunca más desintegrada en ni confundida con la oscuridad de la sala. Se toma clara conciencia de la separación lógica existente entre la sala y la pantalla, esto es, del objeto mediador que separa una y otra, la cámara que filma e inmortaliza un suceso pasado reactualizándolo. Se descubren los engranajes del asunto, lo ilusorio del artificio, el juego de feria. Una vez el espectador se da cuenta de todo esto, y sobre todo de la naturaleza del objeto mediador, los recursos para lograr que lo representado en pantalla vulnere sus lindes y avasalle la sala serán muy distintos. Asistimos, lentamente, al advenimiento de una identificación no ya física, sino psíquica.(4)
    De todos modos, aun cuando el paso que va de los Lumière a Méliès es considerable,  no debe ser exagerado. En cierto modo, son más sus coincidencias que sus diferencias, si atendemos a lo que sobrevino después de ellos. La puesta en escena de Méliès sigue tratando de lograr una identificación física y sensible, aunque por medio de lo imaginario. En este sentido, lo fantástico está fuertemente ligado al realismo y al cine total. Se pretende un realismo global pero no por medio de contenidos realistas sino más bien fantasmagóricos, en todo caso transidos de fisicalidad. Así se explicaría el coloreado a mano de imágenes (no sólo en Méliès sino también en nuestro Segundo de Chomón) o la ausencia de elementos cinematográficos posteriores como el montaje en paralelo o los primeros planos. Piénsese que tal intención de objetividad se revela en su casi constante utilización de la cámara inmóvil en plano general. Si bien los Lumière buscaban un cine objetivo por medio de lo verosímil, Méliès busca lo mismo por medio de lo inverosímil.
    El efecto que produjo en los espectadores fue sin lugar a dudas distinto. Sorpresa en ambos casos, pero la amenaza real del tren de los Lumière no se repitió en las fantasmagorías de Méliès. Su Voyage dans la Lune, o su  Le voyage a travers l’imposible, con su teatralidad y su ansia de número circense provocaban la risa. La identificación, a nivel de lo imaginario, dió lugar a la comedia.
    Todos estos acontecimientos darán lugar de manera progresiva a la gramática cinematográfica tal y como hoy la conocemos, y a las identificaciones emotivas del espectador que somos. Desde el punto de vista del espectador, hablamos de una evolución de la identificación física a la identificación psíquica. El modo común de entender tal desarrollo suele encontrar en Griffith su máximo exponente, si bien con este procedimiento suelen obviarse y minusvalorarse a pioneros franceses de igual importancia como Ferdinand Zecca, André Heuze o Louis Feuillade.
    La utilización del montaje en paralelo, el primer plano, el travelling, etc., así como los contenidos de persecución y vida onírica, nos introducen en un modo diferente de concebir el realismo cinematográfico. El desarrollo de las potencialidades del aparato tomavistas se dirigen a un cine que  tiende a la verosimilitud por medio de recursos profundamente irreales, alejados de la percepción cotidiana. En efecto, el montaje en paralelo da la sensación en el espectador de contemplador privilegiado. Los cambios constantes de punto de vista, la movilidad sobrehumana de la cámara van perfilando en el espectador el don de una ubicuidad espacial, una omnipresencia como tal inverosímil, pero dirigida a una finalidad totalmente creíble. Y del mismo modo, las primeras utilizaciones del flash-back y del sueño persiguen una ubicuidad temporal similar. El reflejo esencial de la vida que persigue a estas alturas el cinematógrafo no se logra por medio de un plano subjetivo continuo, sino más bien dotando al espectador de una movilidad espacial y temporal intensificada.
 

Segunda parte. Especificidad.

    En vistas al propósito de nuestro trabajo, estudiaremos estas transformaciones acudiendo a otra tradición, a la vanguardia soviética que, de un modo paralelo pero a la vez propio respecto de la gran industria norteamericana y francesa, descubrió a su modo todos estos componentes de la identificación psicológica en la ardiente búsqueda de vislumbrar lo propio del cine, que encontró en las técnicas de montaje.
     Hablábamos antes de una pérdida de la identificación física: el espectador ya no saldrá despavorido de la sala ante el tren amenazante y presente de los Lumière. Su alucinación será buscada y condescendiente. Sin embargo, tal pérdida es gradual, o mejor dicho, sufre una serie de transformaciones y altibajos que a su vez señalan de un modo nuevo la autenticidad del cinematógrafo. Para clarificar esto, acudimos a un texto desde nuestro punto de vista esencial, firmado por Dziga Vertov, uno de los principales creadores del cine soviético, anclado todavía de un modo peculiar en la captación cinematográfica de la realidad inmediata. Su cine-ojo, también llamado cine-verdad, nos da la pista de una derivación para nosotros importantísima de la fisicidad, que nos servirá de puente para clarificar la posterior identificación psicológica. Así comienza uno de sus manifiestos:
    Pavlovskoie, una aldea próxima a Moscú. Una sesión de cine. La pequeña sala está llena de campesinos, de campesinas y de obreros de una fábrica cercana. El film Kino-pravda se proyecta en la pantalla sin acompañamiento musical.
    Se oye el ruido del proyector. Un tren aparece en la pantalla. Y después una niña que camina hacia la cámara. De pronto, en la sala, suena un grito. Una mujer corre hacia la pantalla, hacia la niña. Llora. Tiende sus brazos. Llama a la niña por su nombre. Pero ésta desaparece. Y el tren desfila nuevamente por la pantalla. "¿Qué ha ocurrido?", pregunta el corresponsal obrero. Uno de los espectadores: "Es el cine-ojo. Filmaron a la niña cuando vivía. Hace poco enfermó y murió. La mujer que se ha lanzado hacia la pantalla es su madre.(5)
    Han pasado los años. Ya no es el tren el que produce terror. La identificación opera a otro nivel. Ya no es el terror físico y presente de un tren que nos amenaza aquí y ahora. Es más bien el horror y la pena que produce la revitalización del pasado por parte del cinematógrafo. La identificación cambia de temporalidad, pero aquí todavía no opera al nivel de la ficción, ni siquiera produce una experiencia colectiva. La madre llora a su verdadera hija muerta, llora en ese renacer que supone el cinematógrafo. Si bien la fotografía conserva un pasado inmóvil, el cine presencializa ese pasado, lo reactualiza, lo lleva a la vida, lo resucita. Hablaríamos en este caso más bien de una identificación física y dolorosa a nivel de un pasado revitalizado, un pasado presente.(6)
    El peculiar documentalismo de Vertov, muy distinto del de un Flaherty o de un Vigo, nos muestra en este ejemplo su rostro más desgarrador. Se trata de un cine ambiguo que, por un lado sólo filma acontecimientos reales, organizándolos después por medio de técnicas totalmente irreales. A mi juicio esto se explica por la casi desesperada búsqueda de este gran creador de una especificidad cinematográfica, de una serie de recursos y elementos que no tuvieran su correlato en otros medios de expresión. Sus interesantísimos manifiestos (ABC de los kinoks, Nosotros, Manifiesto por un cine sin actores, etc.) así como su principal obra escrita Memorias de un cineasta bolchevique, nos perfilan más detalladamente esta misma idea: exclusión de todo lo narrativo-literario, de toda dramaturgia teatral, de toda composición pictórica, de todo acompañamiento musical. Se trata, en definitiva, de  un cine que aboga por los hechos reales en contra de toda ficción, pero en vez de mostrárnoslos de un modo directo, natural, las técnicas de montaje se nos aparecen claramente artificiosas. Como en otro lugar escribe, se trata de ver los procesos de la vida en un orden temporal inaccesible al ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo humano. De nuevo la omnipresencia. Se filma la realidad pero trucándola con todos los medios estrictamente fílmicos, sin parangón con las otras artes. Podríamos decir que el fin buscado es el realismo, pero los medios empleados no lo son en absoluto. En su deseo de liberarse de todo lo teatral, verdadera carga insidiosa que lastraba  al cinematógrafo casi desde su nacimiento, se apuesta por una metamorfosis excesiva del espacio y el tiempo. En su manifiesto más conocido, Nosotros, podemos leer:
    NOSOTROS protestamos contra la mezcla de las artes que muchos califican de síntesis. La mezcla de muchos colores, aunque idealmente elegidos entre los del espectro, nunca dará blanco, sino suciedad.(7)
    Parece claro que ese ataque a lo sintético hace clara mención al Manifiesto de las Siete Artes de 1914 de Riccioto Canudo, padre de la expresión "séptimo arte", para él entendido como una culminación, en el sentido de mezcla sintética, de las demás artes. Vertov niega tajantemente tal concepción, alegando que el cine posee una especificidad genuina que ha de buscarse en su propio ámbito. Pero he aquí que en esa negativa radical a  todo lo que recuerde o remita a otros medios de expresión, el cine de Vertov casi parece sacrificar ese realismo documentalista e inmediato que en principio perseguía.
    Creo que esto se debe principalmente a sus afinidades futuristas. En efecto, el cine de Vertov es una perpetua y heroicamente enfermiza obsesión por el movimiento. Es bien sabido que el nombre de su apodo, Dziga, menciona el giro incesante de una peonza. Continuamente se glorifica la poesía de la máquina, en serio detrimento de una poesía de la vida, con un aluvión de mensajes que no pueden dejar de hacernos recordar a Marinetti, Ginna y Balla.(8)
    El efecto que produce Vertov cuando hoy en día se proyecta una de sus películas es bastante representativo. Se comprende fácilmente cuál era su interés principal: la voluntad lúdica de experimentación y la búsqueda y desarrollo de una especificidad cifrada principalmente en dos aspectos: por una parte la intensísima ubicuidad espacial, el movimiento y la velocidad vertiginosa de las imágenes, que a menudo producen una confusión perceptiva a mi juicio sin precedentes en la historia del cine. Cuando el gran Eisenstein ejemplificaba en Vertov el "montaje métrico", cuyo único y matemático criterio es la mayor o menor longitud extensional de los fragmentos a montar, decía que tal técnica no podía percibirse por impresión sino por mensura. Esto es absolutamente cierto. Ni el juego experimental que propone ni el contenido del mismo (poesía de la máquina) provoca una identificación afectiva, sino algo puramente formal: nos damos cuenta de que lo que andaba buscando era aquello que no existía en otros medios de expresión. Por otra parte, en la inversión paroxística y la transformación excesiva del  tiempo, hasta literalmente romperlo, o "vencerlo", como a él le gustaba proclamar. En "El hombre de la cámara", los ralentíes dejan paso súbitamente a imágenes aceleradas, o a procesos de producción y movimiento que son proyectados al revés. Por ejemplo, de la barra de pan a la fábrica que la ha elaborado, del chapuzón en la piscina al trampolín desde el cual se ha saltado.
    Toda la vanguardia soviética (probablemente la vanguardia cinematográfica más importante) está dominada por esta permanente exploración en el montaje y su metamorfosis espacio-temporal. Si bien en Vertov no hemos encontrado todavía una identificación psíquica sino más bien formal, en todo caso antesala de aquélla, debemos alcanzar sucesivos peldaños para encontrarla conscientemente desarrollada.(9) El primero de ellos viene excelentemente avanzado por el experimentador Lev Kuleschov y su conocido "efecto", que podemos describir esencialmente de la siguiente manera: un mismo rostro inexpresivo en primer plano, inmediatamente seguido de diversas imágenes (un entierro, una niña jugando, un plato de comida) convencía al espectador de que tal rostro reflejaba en cada caso tristeza, alegría y hambre. Es esencial que veamos la grandeza de este experimento, tan económico y crucial para la historia de las evoluciones anímicas del espectador. Es éste el que pone todo de su parte, pues el rostro del personaje es invariablemente el mismo. Es únicamente el espectador el que cree ver algo donde no lo hay, el que proyecta un determinado sentimiento adscribiéndolo al personaje de la pantalla. El primer plano en el que vemos al personaje funciona retrospectivamente como pura proyección: el espectador ve en ese rostro una expresividad (triste, alegre o hambrienta) donde objetivamente sólo hay austeridad. En cambio el plano general parece funcionar como plano subjetivo: captamos aquello que el personaje está mirando, estamos en sus ojos, miramos lo que él mira. Pero a mi entender todavía no podemos hablar de identificación completa. El espectador solamente puede asegurar: "el personaje está triste", pero de ningún modo tal percepción introduce en ese espectador una vivencia de la tristeza. No se identifica con  aquello que  adscribe en el personaje.(10)
    El efecto Kuleschov nos convence por otra parte de esa permanente búsqueda de especificidad, de un modo menos ruidoso y estrafalario que en Vertov. El resultado que logra, aun cuando presente en otros medios de expresión, se consigue de un modo genuinamente cinematográfico. Lo realiza por medio de una sencillez asombrosa: no hay aquí ni rastro de la extravagancia vertoviana. No se vence al espacio y al tiempo por medio de la confusión generalizada. Espacialmente, se nos muestran solamente dos puntos de vista, un primer plano y un plano general. Temporalmente, la puesta en escena es lineal o en todo caso, se realiza por medio de un montaje en paralelo que parece integrarse en la linealidad.
    Podemos decir con seguridad que a partir de este momento el cine soviético vive su época dorada. Se presenta una cinematografía consciente de sus inmensas posibilidades, que trascienden el estricto marco espectacular para encardinarse en un impulso revolucionario. Vsevolod Pudovkin, Alezander Dovzhenko y Sergei Eisenstein son sus principales profetas.(11)
    La trayectoria de este último es ejemplar a la hora de estudiar en él las dos principales ideas que explora nuestro artículo: la identificación y la especificidad. Eisenstein busca una experiencia colectiva en la recepción cinematográfica. Este es un punto esencial y que necesita ser recordado cuando estudiemos la cinematografía de Andrei Tarkovski, pues aclarará subrepticiamente la verdadera faz oculta de las críticas que éste esgrimirá en contra del maestro revolucionario. La época de Eisenstein, vinculada a la revolución comunista, precisa de una colectividad integrada por lazos férreos. Esta pretensión define a todos los pioneros soviéticos. Véase que, al inicio del texto presentado de Vertov, se designa la unidad de esta audiencia, unidad pretendida de campesinos y obreros, de hoz y martillo. En tiempos de la vanguardia soviética, la identificación afectiva(12), ya totalmente desarrollada en Eisenstein, es colectiva y no puede concebirse de otro modo sin ejercer una clara incomprensión e injusticia.   Se busca que la sala frente a la pantalla se vea identificada globalmente en lo mostrado. A mi juicio, esto explica de manera harto convincente la ausencia de protagonistas individuales en las primeras películas de Eisenstein: tanto en Stachka (La huelga), como en Bronenosets Potemkin (El acorazado Potemkin) y Oktiabr (Octubre) o Staroie y novoie (Lo viejo y lo nuevo), el personaje protagonista es el pueblo, la sociedad unida por un objetivo común. Incluso es muy representativo que en "El acorazado Potemkin" el que parece ser el héroe individual en la primera mitad del film, Vakulinchuk, pronto sea asesinado y convertido en mártir. Como reza uno de los cárteles de la película: "Y el primero que llamó a la sublevación fue el primero en caer a manos del verdugo"  El único protagonista individual que se asoma fugazmente en las primeras películas de Eisenstein es aquel que pronto fallece. El modo de entender la proyección-identificación en esta época de revolución es requiriendo una colectividad, una sala vinculada por lazos más fuertes e intensos que la mera coexistencia en una sala oscura. Lo que busca Eisenstein es que este auditorio se vea reflejado en ese aluvión móvil de huelguistas o de ciudadanos perseguidos por soldados zaristas en las escaleras de Odessa. Con el paso de los años tal identificación colectiva, de la fisicidad de los Lumiére a la intelectualidad de Eisenstein, sufrirá una evolución irremisible a la individualidad.
    Para Eisenstein, la especificidad cinematográfica está básicamente anclada en un interpelar al espectador y comunicarle visualmente, por medio del montaje, una determinada idea colectiva adscrita a la revolución comunista. Su finalidad es claramente intelectual y sus medios propiamente sentimentales, afectivos.  La combinación de imágenes, que el maestro estudió prolijamente clasificando distintos tipos de montaje (métrico, rítmico, tonal, armónico, intelectual...), persiguen una finalidad ideológica de tendencias claramente adoctrinadoras. Se persigue conmocionar emocionalmente al espectador no por el mero espectáculo sino con el propósito principal de conducirle a una idea.
 

Tercera parte. Identificación y especificidad: el cine de Andrei Tarkovski.

Yo no dirigí ningún "mensaje" a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una catedral.

Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. "France Culture", 7-1-1986.

Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico.

Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de "Nostalghia" en el Festival de Cannes, 1983.

    Si algo caracteriza al cine de Andrei Tarkovski es su separación respecto de las pretensiones de la vanguardia de sus predecesores. Su vida y su poesía, sus creencias y sus modos de trabajar parecen enfrentarnos a un cineasta que reniega de la tradición que le ha nutrido y le ha enseñado el cine. Pronto se ve que no es así de un modo injustificado, sino más bien fruto de una larga reflexión ubicada en un lugar muy distinto de la historia.
    Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja ("Esculpir en el tiempo"), revelan como en una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma. Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo esencial cinematográfico. Tarkovski comprende bien las aspiraciones de sus antecesores, pero su época ya vislumbra las decepciones de un proyecto político corrompido. Nace en 1932, año de emisión de la más bien terrible doctrina estética del ingenuamente llamado "realismo socialista". Dieciocho años más tarde se matricula en el Instituto Estatal de Cinematografía, la más antigua escuela de cine del mundo, donde Kuleschov y Eisenstein impartieron clase durante tanto tiempo. Su maestro y tutor es Mikhail Romm, que como no podía ser de otro modo, a su vez fue discípulo del maestro Eisenstein. Estos acontecimientos describen una línea de tradición que nuestro autor pronto se encargará primero de matizar, luego de negar. Su adolescencia se rodea de un cine nacional muy pobre, de un arte no sólo adecuado sino más bien sometido a directrices políticas que coartaban todo intento de sinceridad. La cinematografía rusa, hasta Tarkovski, está dominada por la política. Pero si bien bajo Lenin la experimentación no sólo era permitida sino aplaudida, bajo Stalin la estética se hace cada vez más conservadora, más estéril. En ambos casos la propaganda es obligada, pero la forma de ambos cines es antagónica. Para darse cuenta de esto sólo hay que visionar "Octubre", políticamente correcta pero animada principalmente por una búsqueda de especificidad, y acto seguido "Chapaiev" de los hermanos Vasiliev, o alguna de las últimas películas de Pudovkin en la década de los cincuenta, que prescinden de toda indagación formal. El cine deja de ser revolucionario para conservar y perpetuar de modo petrificado las directrices stalinistas. Ya se ha olvidado el dinamismo y la transformación práxica, y lo reaccionario que transpiran estas películas lo asemeja profundamente a la estética burguesa que pretendían derrumbar. Para colmo del asunto, el primer congreso de escritores soviéticos de 1934 osa llamar al proyecto alumbrado "realismo", abogando por una "representación verídica de la realidad surgida de su dinamismo revolucionario". El desvarío y la mentira de estas palabras es absoluta: ni pizca de sinceridad en un cine que ha perdido toda capacidad de crítica. Incluso Andrei Zhdanov, mano derecha de Stalin, se atreve todavía a hablar de un "cine del proletariado". No fue así, sino más bien de un cine para el proletariado, pero no realizado por él. Tampoco hay asomo de inteligencia. El pueblo tantas veces enarbolado es tomado por un niño con deficiencias mentales. El mismo Eisenstein deja incompleta una película maravillosa como es Bezhin lud ("El prado de Bezhin"), ya que el Estado considera que tal obra es incomprensible para el pueblo(13). Lo mismo le sucede a un compositor tan genial como Dimitri Shostakovitch y a numerosos escritores. Tal senda de barbarie continúa presente incluso en tiempos de Tarkovski. Ya desde su primera película en 1962, Ivanovo Destno ("La infancia de Iván"), tiene más de un problema con el Comité Estatal de Cinematografía. Y los impedimentos de la censura de Goskino se amontonarán año tras año- "Andrei Rublev" es prohibida durante cinco- hasta obligarle, en contra de su voluntad, a realizar sus dos últimos films en el extranjero. Los títulos de éstos son bien representativos del estado emocional del creador: "Nostalghia" y Offret  ("Sacrificio"). Tarkovski no abunda en todos estos acontecimientos, pero hay que tenerlos bien presentes para darnos cuenta de la necesidad de su concepción cinematográfica y de su desencanto.
    El primer aspecto que nos interesa destacar es su negativa a todo cine propagandístico y a todo "realismo socialista". El cine de Tarkovski va mucho más lejos que la selección de aquellos contenidos que beneficien al régimen. Tampoco lucha en contra de éste: sus intereses son mucho más profundos. Su estética entronca con algo anterior a la revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral. Para él, el cine debe retratar la vida en su fluir cotidiano, sin proclamas ni manifiestos, sin órdenes ni censuras. A todos sus antecesores, quizá con la única excepción de su idolatrado Dovzhenko, les asignará una misma crítica general: su tratamiento del cine revela una violencia que él no está dispuesto a acatar. Creo que desde este marco general pueden entenderse muchas cosas en Tarkovski.
    En primer lugar, la especificidad cinematográfica no está para él centrada en las técnicas de montaje, sino en el tiempo de la vida encarnado en cada plano. Todos los modos de montaje teorizados por Eisenstein violentan este devenir propio de la imagen. Revelan una suerte de narrador omnisciente, un sobre-tiempo impuesto por encima del tiempo de cada imagen, un narrador-Dios por encima de la vida y fluir anímico de los personajes en la pantalla.(14) Para Tarkovski el montaje sólo tiene una función secundaria, pues ante todo debe respetar el tiempo de cada plano, la "presión interna de la imagen", la unidad de lo filmado en cada toma. Debe subordinarse a ese tiempo propio de cada imagen-mónada, obedecer la diversidad de esos tiempos, conciliarlos sin violentarlos.
    En segundo lugar, la identificación que encontramos desarrollada en Tarkovski es también muy distinta. Si bien explora hasta sus últimas consecuencias la afectividad y espiritualidad del espectador, procede no de modo colectivo sino estrictamente individual. Podemos decir comparativamente que, si bien Eisenstein perseguía una identificación colectiva con la finalidad de comunicar un conocimiento intelectual, una idea política explicada de modo unívoco, en Tarkovski la identificación es individual, teleológicamente orientada no a una idea, sino a un ideal moral(15), sin explicar nada tajantemente, sino solamente interrogando y despertando múltiples lecturas, una para cada espectador. De ahí la existencia en todas sus películas de un personaje protagonista con el cual cada espectador debe orientarse. En este sentido, su cine potencia el anonimato de la sala oscura, la intimidad de cada receptor, en detrimento de la experiencia colectiva, sea física (Lumière), sea intelectual (Eisenstein).
    Debemos abundar en este aspecto pues resulta esencial para entender la evolución de la identificación cinematográfica. La presencia del protagonista es fundamental en Tarkovski. La negativa a asumir  un narrador omnisciente, su crítica de la linealidad narrativa, la huída de un montaje violentador, todos estos aspectos construyen la apariencia de películas contadas, desarrolladas y evolucionadas desde la psicología difusa de los protagonistas. Es su intimidad la que gobierna la evolución del metraje. Y este desarrollo no sólo rige la temporalidad, el decurso de lo filmado, sino también la misma espacialidad, el entorno de los personajes. Consideremos dos ejemplos paradigmáticos: en "Solaris", se narra un viaje futurista en el cual un grupo de científicos estudian un extraño planeta, una especie de superficie gelatinosa que produce en ellos numerosas alucinaciones. Este "océano pensante" funciona narrativamente como un espejo de la psicología profunda de aquel que le visita, materializando los deseos e ideas del pasado, presente y futuro. Dependiendo del carácter de cada uno de ellos, así serán las "alucinaciones verdaderas" que padecen. En "Stalker", su última película soviétiva, tres personajes, un guía, un escritor y un científico, se introducen en un extraño lugar llamado la "Zona", en el cual según se cuenta, existe una habitación donde se cumplen los deseos. El viaje hacia esta habitación está repleto de trampas psicológicas, espejismos y alucinaciones. El trecho que les separa de la tan ansiada habitación es de pocos metros, pero se ven obligados a dar numerosos rodeos, pues en ese lugar "la línea recta no es la más corta".(16) El extraño lugar se transforma espacio-temporalmente de modo continuo según sea la psicología de sus visitantes. En un momento dado, Stalker, el guía, advierte al profesor y al artista: "La Zona  es como nosotros queramos que sea" y un poco más adelante: "Lo que aquí ocurre depende de nosotros".
    Es el personaje el que desarrolla el espacio y el tiempo del film. A su vez, es el espectador concreto el que debe asumir libremente y revitalizar tal desarrollo. El título de una de sus películas, Zerkalo ("El espejo") define a mi entender la identificación espiritual que pretende el cine de Tarkovski. La pantalla ofrece un reflejo especular de aquello que íntimamente somos. Y tal espejo no afea ni embellece, nos muestra tal como somos. La reflexión se produce, (al menos eso es lo que se pretende),  entre espectador y personaje. Se niega la violencia que supone la inclusión ex machina de un autor omnisciente. Es un asunto que, en principio, queda exclusivamente acotado entre la sala y la pantalla. Es idéntica la información que posee el personaje y el espectador.(17)
    Condensemos lo dicho. Por un lado, la especificidad que nos propone Tarkovski no reside en algún elemento técnico tradicional. No es el  movimiento, ni la proyección, ni el montaje, ni otros elementos procedentes de otras artes como la luz y la oscuridad que pretendían los expresionistas alemanes, ni la nueva teatralidad del free-cinema, sino el tiempo vital de cada plano. Por otro lado, la identificación que se propone es individual y encarnada en la lógica interna del pensamiento, en la psicología de los personajes-espectadores, no en una lógica narrativa externa  de planteamiento, nudo y  desenlace. Si unimos estos dos elementos, la vida psicológica por un lado y el tiempo por otro, podemos concluir lo siguiente: la especificidad del cine está en mostrar la temporalidad de la conciencia, el tiempo de la vida subjetiva. Tarkovski, casi sin darse cuenta, no opone la identificación y la especificidad, las integra, las condensa en una sola unidad. El cine debe mostrar con precisión pero con libertad, sin ejercer la tradicional violencia que acometía el autor contra el espectador, la vida del hombre.



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NOTAS

1.-  En beneficio de la exactitud, creo necesario constatar dos cuestiones esenciales sobre el nacimiento tanto del cinematógrafo como de la situación terrorífica que defendemos como intensa vivencia genética del espectador de cine. A) Es bien conocida la pugna entre franceses y americanos a la hora de atribuirse la paternidad del medio de expresión. La proyección de los Lumière a la que nos referimos se produce el 28 de Diciembre de 1895, pero la utilización del arrastre de película es de un año antes. Si bien es cierto que Edison tenía ya patentado con anterioridad un dispositivo de imagen fotográfica móvil, defendemos a los hermanos franceses como padres del invento, no por la mayor perfección técnica de éste respecto del de Edison, como a menudo suele esgrimirse, sino por una sencilla razón de una importancia capital desde nuestra hipótesis de trabajo. Las imágenes del norteamericano sólo podían visionarse individualmente, mientras que las de los Lumière exigían una presencia colectiva, aspecto éste que ayuda a entender los efectos anímicos del espectador. B) La llegada del tren no es con precisión ni la primera película proyectada ni la más publicitada de las ocho que componían el cartel del Gran Café del "Boulevard des Capucines". La primera fue La Sortie des Usines Lumière (La salida de los obreros de la fábrica) y la más publicitada Lárroseur Arrosé (El regador regado), primer intento, si bien muy imperfecto, de historia de ficción. No los considero en pie de igualdad con la Entrée du train en gare de la ciotat pues su efecto no fue ni mucho menos específico. El efecto cómico d e la segunda fue, según se cuenta, débil, y en todo caso vinculado a la experiencia del teatro de variedades; y el primero, dejando de lado la evidente sorpresa producida por el movimiento, no provocó un intenso efecto anímico. En este sentido, la llegada del tren ocasionó algo muy diferente.
2.-  Este fenómeno es, por otra parte, característico de toda recepción colectiva de una escenificación y su estudio detenido rebasaría con mucho los propósitos de este artículo, pues nos conduciría no sólo al teatro y a la tragedia griega sino a mi juicio más atrás aún, al ritual religioso. En cualquier caso, tal tendencia a la identificación tiene a finales de 1895 un ejemplo bastante gráfico y bastante compulsivo. Aquí vemos que tal inclinación a aceptar la ilusión "como si" fuera real se cobra en el acto una inmediata repulsión y huída. Se juega aquí con una ambivalencia anímica verdaderamente sorprendente, ambivalencia que vuelve a remitirnos a lo fascinante y horroroso de lo sacro.
3.-  Méliès, G., "Las vistas cinematográficas", citado en Romaguera y Ramio, J.; Alsina Thevenet, H.; (Eds.),  Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 394-395.
4.-  Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física como identificación psíquica descansan en un proceso en último término psicológico, pues estamos hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren es también una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas identificaciones es notable. En la primera, el "como si" actúa de un modo mucho más fuerte, tan fuerte que parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos que la identificación física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la realidad, sino más precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del neurótico, que vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la identificación psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del "como si", esto es, de la separación entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como espectadores en el espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad.
    Por otra parte, los intentos de transgredir los márgenes de la pantalla serán a partir de ese momento mucho más sutiles y propios de una elaborada gramática cinematográfica. Pensemos por ejemplo en dos de ellos: la cámara subjetiva y la mirada a la cámara. En el primero, que tiene un ejemplo paradigmático en la primera parte del Napoleón de Abel Gance, el espectador es incorporado a la pantalla en los ojos del protagonista, es conducido hacia dentro. En el segundo, la mirada a cámara de uno de los personajes interpela directamente al espectador, trata de salir afuera, a la sala que está frente a la pantalla. Pero en ambos casos, sea entrar dentro, sea salir fuera, la tentativa es mediada por una información subrepticia que a todas luces declara la existencia de un intermediario: la cámara de cine. Por debajo se tiene clara conciencia de estar en una sala, en un espacio irremediablemente diferente. En ambos casos la identificación es marcadamente psíquica. Repetimos: muy distinto fue el tren de los Lumière.
5.-  "ABC de los kinoks", op.cit. pp. 30-31.
6.-  El ejemplo propuesto es importante por la carga filosófica que contiene y por la diferencia que marca entre cine y fotografía, pero en ningún caso puede ser equiparable a la globalidad del cine vertoviano, como los párrafos siguientes se ocupan de demostrar.
7.-  "Nosotros", op. cit., p. 38.
8.-  A este respecto, sería muy interesante estudiar en otro trabajo las distintas implicaciones ideológicas que han promovido diferentes tendencias de raigambre futurista. Piénsese, por ejemplo, en el cine de Vertov vinculado a la revolución bolchevique; el texto "La Cinematografía" de Marinetti y Ginna adscrito a la revolución fascista; y el "Manifiesto del Excentricismo" firmado por el FEKS (Fábrica del Actor Excéntrico) de Kozintsev, Trauberg y Yutkevitch, seducido por la burguesía dadaísta francesa y la industria cinematográfica norteamericana.
9.- Condensemos una vez más nuestra terminología. La identificación física menciona aquel proceso en el que el espectador sufre una alucinación intensa al desconocer el objeto mediador que le separa de la pantalla. La identificación psíquica cobra conciencia de tal intermediario, renunciando a la fisicidad, si bien se desglosa en varios niveles, de los cuales estudiaremos tres: la mera proyección, la identificación intelectual-coleciva y la identificación espiritual-individual, respectivamente ejemplificados en Lev Kuleschov, Sergei Eisenstein y Andrei Tarkovski.
10.-  Edgar Morin, en su gran obra Le cinema ou l’homme imaginaire, estudia la proyección-identificación como una participación afectiva de ida y vuelta, la que va del sujeto al objeto y viceversa. Pero siempre concibe este doble movimiento de manera inseparable. Nosotros en cambio nos atrevemos a separar ambos movimientos. Entendemos por proyección el proceso mediante el cual el sujeto, esto es, el espectador asigna una emoción o estado anímico al objeto, esto es, al personaje. Y entendemos por identificación aquel proceso mediante el cual el objeto interpela, de muy variados modos, al sujeto introduciendo en él la vivencia anímica que el objeto sufre. Aun cuando el cine pronto desarrollará estos procesos inseparablemente, el experimento de Kuleschov aísla solamente el primero. No hay identificación afectiva sino proyección afectiva.
11.-  La importancia excepcional de tales creadores me parece insuperable. Un análisis de "La madre" de Pudovkin o de "La tierra" de Dovzhenko muestran una manera de concebir el cine que revela más diferencias estilísticas y filosóficas que afinidades en lo estrictamente revolucionario. Ni que decir tiene que estudiar a Eisenstein ocuparía todo el contenido de una tesis, no sólo por la riqueza y exactitud de toda su filmografía, sino también y no de modo menos principal por su labor prolongada como maestro del Instituto Estatal de Cinematografía, que posibilitó alumbrar  numerosos escritos e hizo de él uno de los principales teóricos cinematográficos. Yo. Memorias inmorales, Cinematismo, Teoría y técnica cinematográficas, Reflexiones de un cineasta, El sentido del cine, La forma en el cineAnotaciones de un director de cine son sólo algunos ejemplos de su fertilidad teórica. Nos centraremos en algunos aspectos de su quehacer investigador, aquellos que conectan con lo vertebrado en nuestro esquema de trabajo, no sin reconocer lo necesariamente incompleto de nuestras disquisiciones.
12.-  Desde nuestra terminología no hay identificación afectiva sin previa proyección. Ésta  es condición necesaria pero no suficiente. Para que sea posible la impregnación en el espectador de la vivencia anímica del personaje (identificación afectiva), es ineludible una anterior designación por parte del espectador de la vivencia que sufre el personaje (proyección).
13.-  Hay que tener en cuenta que la permisividad relativa de la que gozaron sus dos últimos proyectos, "Alezander Nevsky" y Ivan Grozny ("Iván el terrible") , se explica únicamente por la importancia patriótica que el Estado atribuía a los dos protagonistas.
14.-  He de confesar que tal tratamiento "bélico" de la imagen está presente en toda la vanguardia soviética y puede estudiarse en todos los autores rusos que hemos estudiado. Aunque las críticas de Tarkovski se dirigen principalmente a Eisenstein, podemos por nuestra cuenta verificarlas en los demás:
A) En Dziga Vertov es bien claro. Su espacio y tiempo "vencidos" violentan al espectador robándole toda tentativa de identificación en lo visto. El movimiento y la poesía de la máquina funcionan del mismo modo.
B) En Lev Kuleschov la proyección estudiada imposibilita toda identificación libre, y el tratamiento de imágenes en "Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques" ratificarían la movilidad violentamente impuesta al espectador. No hay en el cine de Tarkovski presencia alguna de un montaje en paralelo al modo griffithiano, pues tal metamorfosis espacial suponía para él coartar la asunción libre por parte del espectador de lo mostrado en pantalla.
C) En Sergei Eisenstein, la violencia es conscientemente buscada. Ya desde su primera época teatral, desarrolla el "Montaje de atracciones", definiendo el término "atracción" como "todo momento agresivo del espectáculo". Y no sólo esto: en contienda con el cine-ojo de Vertov, llegó a definir su cine como cine-puño, revelando una metáfora bastante precisa.
D) Incluso en el documentalismo ruso de Aleksandr Ivanovitch Medvedkin, se concibe un cine siempre "vigilante". En su artículo "El tren cinematográfico" de 1978, en el que confiesa sus experiencias cinematográficas de los años veinte, encontramos sentencias tan clarificadoras como éstas: "Nuestro cameraman empuñaba su cámara como una ametralladora" o "Cada film era como una bomba". Citado en Textos y manifiestos del cine, pp.130-131.
15.-  Este anhelo de ideal moral mediante recursos puramente psicológicos está presente en numerosos autores de la época. Creo que Tarkovski ratificaría esa frase de Jean-Luc Godard que decía: "La ubicación de la cámara y la duración del plano no es una cuestión técnica sino moral". Es sorprendente comprobar cómo estos dos autores, presentando una filmografía estilísticamente tan diferente, convergen en su concepción filósofica del cine. Por otra parte, los dos son declaradamente contradictorios, pues por un lado critican todo intelectualismo en el cine, para luego incurrir precisamente en eso que critican. Tarkovski dice: "Uno no debería esforzarse por plantearle al espectador una idea; ésta es una tarea ingrata  y sin sentido. Es mejor mostrarle la vida y él ya sabrá qué hacer con ella", "Esculpir en el tiempo", pp. 182-183. Godard declara a propósito de su excelente película Le Mépris ("El desprecio"): "... en el cine, como en la vida, no hay nada secreto, nada que dilucidar, sólo hay que vivir, y filmar", "Cahiers du cinéma", nº 146, agosto 1963. Pero al mismo tiempo Tarkovski reconoce a su pesar un intelectualismo en algunas secuencias "literarias" y "simbólicas" de su cine, así como nos encontramos tal intelectualismo en los diálogos que profieren sus personajes,  y más aún en sus exégetas. Y es bien sabido cómo en Godard, desde su etapa maoísta hasta Histoire(s) du cinéma y For Ever Mozart, el intelectualismo rebosa desmesuradamente.
16.-  Ejemplo metafórico de la crítica de Tarkovski a toda narración entendida causalmente como interconexión lineal y a todo modelo de la dramaturgia teatral clásica.
17.-  Este aspecto es muy importante, pues niega la técnica cómica y el suspense. Como es bien sabido, si en algo se define el suspense de un Alfred Hitchcock es precisamente en dar al espectador más información de la que posee el personaje, acentuando de este modo la risa o el temor que se produce al saber de antemano qué va a ocurrir. Tal concepción del cine como premonición es inexistente en Tarkovski. Aunque él no lo menciona, supondría una univocidad que coartaría la libertad del espectador para asumir libremente lo visto.

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