Víctor Cadenas de Gea
(Alumno de tercer ciclo de la Facultad de Filosofía
de la UCM)
Este artículo plantea una previa hipótesis de trabajo. Parte del convencimiento y de la conveniencia de concebir la historia del cine como la historia de su espectador, o mejor dicho, de sus espectadores. A la hora de reflexionar sobre el cinematógrafo, tenemos la inmensa suerte de habérnoslas con un medio de expresión del que conocemos con exactitud su nacimiento. Por tanto, la posibilidad de indagar en los procesos y evoluciones que han llevado a configurar al espectador de cine tal y como lo entendemos hoy se abre a una investigación sumamente fértil y en cierto modo bastante precisa. Se puede concebir este desarrollo, partiendo de su situación genética, como una evolución de vivencias, sentimientos e identificaciones que a lo largo de tal decurso ha sufrido el espectador de la sala oscura. Tal sucesión de estados anímicos permite comprender de un modo distinto el encabalgamiento de escuelas, manifiestos y autores, así como las pretensiones de los pioneros en este campo.
Desde aquí, exploramos las dos principales cuestiones que
sobrevuelan la figura de espectadores y pioneros. En primer lugar, el pronto
deslizamiento que se da en el espectador desde una vivencia física
a una más estrictamente psíquica. En segundo lugar, la preocupación
y los sucesivos intentos de los pioneros por encontrar una especificidad
cinematográfica. En la tercera parte, tales problemas se condensan
y cobran unidad en la cinematografía del realizador soviético
Andrei Tarkovski.
Primera parte. Identificación.
Es impactante comprobar que, además de la
novedad y la sorpresa, fácil de imaginar, que conmovió al
espectador de fines de 1895, su principal y genuina reacción
fuera la de estar viviendo una experiencia terrorífica. La Entrée
du train en gare de la ciotat constituye el punto clave de la experiencia
cinematográfica pura, refleja la vivencia más intensa del
espectador de todos los tiempos y sobre todo, el talante primero de un
medio de expresión figurativo como es el cinematógrafo. De
entre todos los pioneros, sólo los hermanos Lumière lograron
que el auditorio se levantara y escapara horrorizado ante la llegada de
ese tren que literalmente amenazaba con arrollarlos.(1)
El cine es un medio figurativo y como tal, imitador
de lo real. Pero, si bien en la pintura tradicional, pongamos por caso,
se tiene, y por muchos motivos, clara conciencia de la separación
que media entre lo representado y lo real, o dicho de otro modo, entre
el retrato y el modelo, en el origen del cine no fue así. El primer
espectador siente que ese tren se abalanza amenazando con transgredir los
márgenes de la tela blanca. Hay una identidad entre lo real y lo
representado. En este sentido, creo que no es adecuado hablar en este caso
de imitación sino más bien de íntegra identificación.
En la imitación, algo imita a otro algo, siempre teniendo clara
la separación entre la copia y aquello que se copia. Visto desde
el punto de vista del espectador, el cine, en sus primeras sesiones, ofrece
una imitación tan exacta, tan severa, que trata de aniquilarse como
tal imitación, trata de confundirse con lo real, hacerse real. El
primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo
que ve como imagen sino como cosa; no como representación de algo,
sino como ese mismo algo. Se reemplaza al mundo exterior por un doble tan
exacto, que como tal resulta indiferenciado respecto de la misma realidad
que duplica. En este sentido, se anula el doble, si seguimos hasta sus
últimas consecuencias el principio de identidad de los indiscernibles.
Se ofrece no un simulacro de la vida, sino la misma vida. El para nosotros
ingenuo tren de los hermanos franceses desafía y hace peligrar el
marco de la pantalla, cosa que no sucede con el marco pictórico;
amenaza con salir fuera, con hacerse fuera.
Este hecho es esencial en el cine y se mantendrá
casi intacto a lo largo de su historia. Explicar la inmensidad de este
"casi" es una de las tareas de nuestra investigación. Si bien el
tipo de identificación variará, como pronto demostraremos,
la emoción primigenia del cine ya nos aparece clara ante nuestra
mirada. Ese salir fuera del tren va conformando una experiencia perceptiva
genuina, un efecto espacial que, aunque ajeno a la directa violencia avasalladora
que acarrea en el caso del primer espectador, permanece "prácticamente"
invariable hasta nuestros días. En efecto, la pantalla cinematográfica
continúa manteniendo la apariencia de ser una ventana a un mundo
completo del cual sólo podemos atisbar fragmentos. Se nos muestra
como un rectángulo que parece ocultarnos tal completud. No nos enseña
más que una parte del acontecimiento. A diferencia del teatro o
la pintura, la impresión que provoca el cine es la de la ausencia
de un fuera de campo: todo continúa al otro lado, a izquierda y
derecha de la tela blanca, aunque nosotros no veamos más que lo
acotado por ésta.
En cualquier caso es, para nosotros, sorprendente
la vivencia experimentada por los primeros espectadores ante la llegada
del tren. Resulta difícil de creer y por varias razones. En primer
lugar no era, ni mucho menos, la primera vez que se experimentaba la imagen
en movimiento. Hay pioneros en este campo antes que los hermanos Lumière;
piénsese por ejemplo en Marey o en las secuencias fotográficas
de Muybridge. En segundo lugar, la cámara no está posicionada
sobre las vías, lo cual incrementaría coherentemente el terror
de creer que el tren arrasa la sala, sino que está situada tal y
como cualquiera se coloca a la llegada de un ferrocarril en la estación,
esto es, en el andén. En tercer lugar, lo rudimentario de la imagen
que, aun cuando la contempláramos hoy sin los estragos que cien
años han marcado sobre ella, es una imagen de blancos y negros,
acelerada y altamente granulada, muy diferente de nuestra percepción
habitual. Quizá, en esa primera sala de cine, palpitara un deseo
colectivo de querer aceptar la representación como realidad; quizá
dominara las mentes un superlativo aplazamiento de la incredulidad, aspecto
éste que, con variantes accidentales pero no esenciales, nos sigue
definiendo como espectadores.(2)
Pero demos un paso más, pues tanto los pioneros
como los espectadores tenían clara conciencia tanto de ese deseo
de identificación como de esas tres objeciones. La técnica
que se maneja refleja una carencia insalvable, algo que frenaba las aspiraciones
perseguidas. Estas aspiraciones presiden buena parte de las técnicas
de reproducción de lo real del pasado siglo, desde la fotografía
al fonógrafo. En el caso del cine, se pretende una técnica
capaz de lograr un realismo integral, un cine identificado totalmente con
lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla una
presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma. Este anhelo
de los creadores se suele conocer bajo la etiqueta de el mito del cine
total y numerosos autores se alimentaron de ella (Marey, Poulaille,
Nadar, etc.). Pero este ideal había de enfrentarse con una técnica
que en buena medida lo imposibilitaba. Lo científico-técnico
en que descansa el cinematógrafo, lejos de permitir la realización
de tal idea mítica, la impedía. Esto fue lo que llevó
a decir al gran André Bazin, bastante tiempo después, que
el cine, tal y como había sido gestado en la mente de sus creadores,
no ha sido inventado todavía. Algo que, por otra parte, podríamos
seguir suscribiendo hoy en día.
El lugar donde más se ha acercado el cine
a su ideal mítico es, paradójicamente, en los Lumière
y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador
tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había
participado y los creadores, renunciando a una identificación física
pavorosa, derivaban su quehacer hacia otros derroteros. Este desplazamiento
resulta en un primer momento intrigante pero es comprensible si seguimos
hasta sus últimas consecuencias este desacompasamiento entre el
ideal y la técnica. En efecto, si la pretensión genética
era la de lograr un cine identificado físicamente con la vida, un
cine fiel a lo real, resulta sorprendente ese pronto desplazamiento hacia
el cine fantástico encarnado en la figura de Georges Méliès
y su aluvión de trucajes, apariciones y desapariciones, sobreimpresiones
y mundos imaginarios. No es en cambio sorprendente si nos fijamos en cómo
el mago francés llegó al descubrimiento de tales técnicas
de irrealismo. En un texto de 1907 Méliès expone el suceso
que cambió radicalmente su concepción del cine.
Cierto día que yo estaba fotografiando
de manera prosaica la Plaza de la Ópera, un bloqueo del aparato
tomavistas que utilizaba al principio (aparato rudimentario, en el cual
la película se rompía o se atascaba con frecuencia y se negaba
a correr) produjo un efecto inesperado; necesité un minuto
para desatascar la película y volver a poner el aparato en
marcha. Durante el minuto, está claro que los transeúntes,
los autobuses, los coches habían cambiado de lugar. Al proyectar
la cinta, pegada en el punto en que se había producido la ruptura,
observé de pronto que un autobús Madeleine-Bastille se convertía
en coche fúnebre y los hombres en mujeres.(3)
El involuntario descubrimiento de Méliès
confirma la tesis. El cine fantástico nace motivado por una carencia
técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de
realización del realismo integral al que estaba destinado en un
primer momento el cine. Ese aparato rudimentario condena el ideal
de los pioneros. El cine se desliza, por arte de magia, a la ficción.
Sólo con una salvedad que luego discutiremos, se renuncia a la identificación
física y se desemboca en la creación de lo ficticio y lo
fantástico. Ya no se entenderá el cine como imagen de la
vida, sino más bien como vida de la imagen. El trucaje por sustitución
inaugura toda una serie de efectos especiales, fundidos, sobreimpresiones,
ralentis, etc. que alejan al cine de su pretensión originaria al
tiempo que lo involucran en otro modo de concebir el movimiento y la asimilación
de la imagen.
Creo firmemente que debido a esta renuncia a la
identificación física principalmente debida a una técnica
rudimentaria, que se hace cada vez más meridiana en la concepción
de los creadores, puede entenderse fácilmente la derivación
de la identificación en el espectador, así como puede interpretarse
de otro modo esa conocida y lapidaria aseveración de los Lumière,
que designaba al cinematógrafo como un invento sin futuro. En efecto,
suele entenderse esta frase de un modo muy simplista, que se resume en
calificar a los hermanos franceses de pésimos profetas. Pero si
hubiera sido así, no habrían dudado en aceptar la oferta
de Méliès, que quiso comprar su patente, cosa que no aceptaron.
Desde mi punto de vista, más bien se trata de una frase exacta,
siempre comprendiendo que lo que menta es el poco porvenir que le queda
al cine en tanto que realismo integral, en tanto que identificación
sensible y presente de un tren arrollador. Del mismo modo, ese autobús
transformándose en coche fúnebre indica metafóricamente
el destino de tal identificación.
Del mismo modo que los pioneros, pero algo después,
el espectador se da cuenta de tal sepelio. La imagen que contempla es claramente
defectuosa, incapaz de lograr la tan deseada identificación inmediata.
Los márgenes de la pantalla ya no se transgredirán físicamente
nunca más; aparecen como límites infranqueables; la tela
blanca ya nunca más desintegrada en ni confundida con la oscuridad
de la sala. Se toma clara conciencia de la separación lógica
existente entre la sala y la pantalla, esto es, del objeto mediador que
separa una y otra, la cámara que filma e inmortaliza un suceso pasado
reactualizándolo. Se descubren los engranajes del asunto, lo ilusorio
del artificio, el juego de feria. Una vez el espectador se da cuenta de
todo esto, y sobre todo de la naturaleza del objeto mediador, los recursos
para lograr que lo representado en pantalla vulnere sus lindes y avasalle
la sala serán muy distintos. Asistimos, lentamente, al advenimiento
de una identificación no ya física, sino psíquica.(4)
De todos modos, aun cuando el paso que va de los
Lumière a Méliès es considerable, no debe ser
exagerado. En cierto modo, son más sus coincidencias que sus diferencias,
si atendemos a lo que sobrevino después de ellos. La puesta en escena
de Méliès sigue tratando de lograr una identificación
física y sensible, aunque por medio de lo imaginario. En este sentido,
lo fantástico está fuertemente ligado al realismo y al cine
total. Se pretende un realismo global pero no por medio de contenidos realistas
sino más bien fantasmagóricos, en todo caso transidos de
fisicalidad. Así se explicaría el coloreado a mano de imágenes
(no sólo en Méliès sino también en nuestro
Segundo de Chomón) o la ausencia de elementos cinematográficos
posteriores como el montaje en paralelo o los primeros planos. Piénsese
que tal intención de objetividad se revela en su casi constante
utilización de la cámara inmóvil en plano general.
Si bien los Lumière buscaban un cine objetivo por medio de lo verosímil,
Méliès busca lo mismo por medio de lo inverosímil.
El efecto que produjo en los espectadores fue sin
lugar a dudas distinto. Sorpresa en ambos casos, pero la amenaza real del
tren de los Lumière no se repitió en las fantasmagorías
de Méliès. Su Voyage dans la Lune, o su Le
voyage a travers l’imposible, con su teatralidad y su ansia de número
circense provocaban la risa. La identificación, a nivel de lo imaginario,
dió lugar a la comedia.
Todos estos acontecimientos darán lugar de
manera progresiva a la gramática cinematográfica tal y como
hoy la conocemos, y a las identificaciones emotivas del espectador que
somos. Desde el punto de vista del espectador, hablamos de una evolución
de la identificación física a la identificación psíquica.
El modo común de entender tal desarrollo suele encontrar en Griffith
su máximo exponente, si bien con este procedimiento suelen obviarse
y minusvalorarse a pioneros franceses de igual importancia como Ferdinand
Zecca, André Heuze o Louis Feuillade.
La utilización del montaje en paralelo, el
primer plano, el travelling, etc., así como los contenidos de persecución
y vida onírica, nos introducen en un modo diferente de concebir
el realismo cinematográfico. El desarrollo de las potencialidades
del aparato tomavistas se dirigen a un cine que tiende a la verosimilitud
por medio de recursos profundamente irreales, alejados de la percepción
cotidiana. En efecto, el montaje en paralelo da la sensación en
el espectador de contemplador privilegiado. Los cambios constantes de punto
de vista, la movilidad sobrehumana de la cámara van perfilando en
el espectador el don de una ubicuidad espacial, una omnipresencia como
tal inverosímil, pero dirigida a una finalidad totalmente creíble.
Y del mismo modo, las primeras utilizaciones del flash-back y del sueño
persiguen una ubicuidad temporal similar. El reflejo esencial de la vida
que persigue a estas alturas el cinematógrafo no se logra por medio
de un plano subjetivo continuo, sino más bien dotando al espectador
de una movilidad espacial y temporal intensificada.
Segunda parte. Especificidad.
En vistas al propósito de nuestro trabajo,
estudiaremos estas transformaciones acudiendo a otra tradición,
a la vanguardia soviética que, de un modo paralelo pero a la vez
propio respecto de la gran industria norteamericana y francesa, descubrió
a su modo todos estos componentes de la identificación psicológica
en la ardiente búsqueda de vislumbrar lo propio del cine, que encontró
en las técnicas de montaje.
Hablábamos antes de una pérdida
de la identificación física: el espectador ya no saldrá
despavorido de la sala ante el tren amenazante y presente de los Lumière.
Su alucinación será buscada y condescendiente. Sin embargo,
tal pérdida es gradual, o mejor dicho, sufre una serie de transformaciones
y altibajos que a su vez señalan de un modo nuevo la autenticidad
del cinematógrafo. Para clarificar esto, acudimos a un texto desde
nuestro punto de vista esencial, firmado por Dziga Vertov, uno de los principales
creadores del cine soviético, anclado todavía de un modo
peculiar en la captación cinematográfica de la realidad inmediata.
Su cine-ojo, también llamado cine-verdad, nos da la pista de una
derivación para nosotros importantísima de la fisicidad,
que nos servirá de puente para clarificar la posterior identificación
psicológica. Así comienza uno de sus manifiestos:
Pavlovskoie, una aldea próxima a Moscú.
Una sesión de cine. La pequeña sala está llena de
campesinos, de campesinas y de obreros de una fábrica cercana. El
film Kino-pravda se proyecta en la pantalla sin acompañamiento musical.
Se oye el ruido del proyector. Un tren aparece en
la pantalla. Y después una niña que camina hacia la cámara.
De pronto, en la sala, suena un grito. Una mujer corre hacia la pantalla,
hacia la niña. Llora. Tiende sus brazos. Llama a la niña
por su nombre. Pero ésta desaparece. Y el tren desfila nuevamente
por la pantalla. "¿Qué ha ocurrido?", pregunta el corresponsal
obrero. Uno de los espectadores: "Es el cine-ojo. Filmaron a la niña
cuando vivía. Hace poco enfermó y murió. La mujer
que se ha lanzado hacia la pantalla es su madre.(5)
Han pasado los años. Ya no es el tren el
que produce terror. La identificación opera a otro nivel. Ya no
es el terror físico y presente de un tren que nos amenaza aquí
y ahora. Es más bien el horror y la pena que produce la revitalización
del pasado por parte del cinematógrafo. La identificación
cambia de temporalidad, pero aquí todavía no opera al nivel
de la ficción, ni siquiera produce una experiencia colectiva. La
madre llora a su verdadera hija muerta, llora en ese renacer que supone
el cinematógrafo. Si bien la fotografía conserva un pasado
inmóvil, el cine presencializa ese pasado, lo reactualiza, lo lleva
a la vida, lo resucita. Hablaríamos en este caso más bien
de una identificación física y dolorosa a nivel de un pasado
revitalizado, un pasado presente.(6)
El peculiar documentalismo de Vertov, muy distinto
del de un Flaherty o de un Vigo, nos muestra en este ejemplo su rostro
más desgarrador. Se trata de un cine ambiguo que, por un lado sólo
filma acontecimientos reales, organizándolos después por
medio de técnicas totalmente irreales. A mi juicio esto se explica
por la casi desesperada búsqueda de este gran creador de una especificidad
cinematográfica, de una serie de recursos y elementos que no tuvieran
su correlato en otros medios de expresión. Sus interesantísimos
manifiestos (ABC de los kinoks, Nosotros, Manifiesto por
un cine sin actores, etc.) así como su principal obra escrita
Memorias de un cineasta bolchevique, nos perfilan más detalladamente
esta misma idea: exclusión de todo lo narrativo-literario, de toda
dramaturgia teatral, de toda composición pictórica, de todo
acompañamiento musical. Se trata, en definitiva, de un cine
que aboga por los hechos reales en contra de toda ficción, pero
en vez de mostrárnoslos de un modo directo, natural, las técnicas
de montaje se nos aparecen claramente artificiosas. Como en otro lugar
escribe, se trata de ver los procesos de la vida en un orden temporal
inaccesible al ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo
humano. De nuevo la omnipresencia. Se filma la realidad pero trucándola
con todos los medios estrictamente fílmicos, sin parangón
con las otras artes. Podríamos decir que el fin buscado es el realismo,
pero los medios empleados no lo son en absoluto. En su deseo de liberarse
de todo lo teatral, verdadera carga insidiosa que lastraba al cinematógrafo
casi desde su nacimiento, se apuesta por una metamorfosis excesiva del
espacio y el tiempo. En su manifiesto más conocido, Nosotros,
podemos leer:
NOSOTROS protestamos contra la mezcla de las artes
que muchos califican de síntesis. La mezcla de muchos colores, aunque
idealmente elegidos entre los del espectro, nunca dará blanco, sino
suciedad.(7)
Parece claro que ese ataque a lo sintético
hace clara mención al Manifiesto de las Siete Artes de 1914
de Riccioto Canudo, padre de la expresión "séptimo arte",
para él entendido como una culminación, en el sentido de
mezcla sintética, de las demás artes. Vertov niega tajantemente
tal concepción, alegando que el cine posee una especificidad genuina
que ha de buscarse en su propio ámbito. Pero he aquí que
en esa negativa radical a todo lo que recuerde o remita a otros medios
de expresión, el cine de Vertov casi parece sacrificar ese realismo
documentalista e inmediato que en principio perseguía.
Creo que esto se debe principalmente a sus afinidades
futuristas. En efecto, el cine de Vertov es una perpetua y heroicamente
enfermiza obsesión por el movimiento. Es bien sabido que el nombre
de su apodo, Dziga, menciona el giro incesante de una peonza. Continuamente
se glorifica la poesía de la máquina, en serio detrimento
de una poesía de la vida, con un aluvión de mensajes que
no pueden dejar de hacernos recordar a Marinetti, Ginna y Balla.(8)
El efecto que produce Vertov cuando hoy en día
se proyecta una de sus películas es bastante representativo. Se
comprende fácilmente cuál era su interés principal:
la voluntad lúdica de experimentación y la búsqueda
y desarrollo de una especificidad cifrada principalmente en dos aspectos:
por una parte la intensísima ubicuidad espacial, el movimiento y
la velocidad vertiginosa de las imágenes, que a menudo producen
una confusión perceptiva a mi juicio sin precedentes en la historia
del cine. Cuando el gran Eisenstein ejemplificaba en Vertov el "montaje
métrico", cuyo único y matemático criterio es la mayor
o menor longitud extensional de los fragmentos a montar, decía que
tal técnica no podía percibirse por impresión
sino por mensura. Esto es absolutamente cierto. Ni el juego experimental
que propone ni el contenido del mismo (poesía de la máquina)
provoca una identificación afectiva, sino algo puramente formal:
nos damos cuenta de que lo que andaba buscando era aquello que no existía
en otros medios de expresión. Por otra parte, en la inversión
paroxística y la transformación excesiva del tiempo,
hasta literalmente romperlo, o "vencerlo", como a él le gustaba
proclamar. En "El hombre de la cámara", los ralentíes dejan
paso súbitamente a imágenes aceleradas, o a procesos de producción
y movimiento que son proyectados al revés. Por ejemplo, de la barra
de pan a la fábrica que la ha elaborado, del chapuzón en
la piscina al trampolín desde el cual se ha saltado.
Toda la vanguardia soviética (probablemente
la vanguardia cinematográfica más importante) está
dominada por esta permanente exploración en el montaje y su metamorfosis
espacio-temporal. Si bien en Vertov no hemos encontrado todavía
una identificación psíquica sino más bien formal,
en todo caso antesala de aquélla, debemos alcanzar sucesivos peldaños
para encontrarla conscientemente desarrollada.(9) El primero de ellos viene
excelentemente avanzado por el experimentador Lev Kuleschov y su conocido
"efecto", que podemos describir esencialmente de la siguiente manera: un
mismo rostro inexpresivo en primer plano, inmediatamente seguido de diversas
imágenes (un entierro, una niña jugando, un plato de comida)
convencía al espectador de que tal rostro reflejaba en cada caso
tristeza, alegría y hambre. Es esencial que veamos la grandeza de
este experimento, tan económico y crucial para la historia de las
evoluciones anímicas del espectador. Es éste el que pone
todo de su parte, pues el rostro del personaje es invariablemente el mismo.
Es únicamente el espectador el que cree ver algo donde no lo hay,
el que proyecta un determinado sentimiento adscribiéndolo al personaje
de la pantalla. El primer plano en el que vemos al personaje funciona retrospectivamente
como pura proyección: el espectador ve en ese rostro una expresividad
(triste, alegre o hambrienta) donde objetivamente sólo hay austeridad.
En cambio el plano general parece funcionar como plano subjetivo: captamos
aquello que el personaje está mirando, estamos en sus ojos, miramos
lo que él mira. Pero a mi entender todavía no podemos hablar
de identificación completa. El espectador solamente puede asegurar:
"el personaje está triste", pero de ningún modo tal percepción
introduce en ese espectador una vivencia de la tristeza. No se identifica
con aquello que adscribe en el personaje.(10)
El efecto Kuleschov nos convence por otra parte
de esa permanente búsqueda de especificidad, de un modo menos ruidoso
y estrafalario que en Vertov. El resultado que logra, aun cuando presente
en otros medios de expresión, se consigue de un modo genuinamente
cinematográfico. Lo realiza por medio de una sencillez asombrosa:
no hay aquí ni rastro de la extravagancia vertoviana. No se vence
al espacio y al tiempo por medio de la confusión generalizada. Espacialmente,
se nos muestran solamente dos puntos de vista, un primer plano y un plano
general. Temporalmente, la puesta en escena es lineal o en todo caso, se
realiza por medio de un montaje en paralelo que parece integrarse en la
linealidad.
Podemos decir con seguridad que a partir de este
momento el cine soviético vive su época dorada. Se presenta
una cinematografía consciente de sus inmensas posibilidades, que
trascienden el estricto marco espectacular para encardinarse en un impulso
revolucionario. Vsevolod Pudovkin, Alezander Dovzhenko y Sergei Eisenstein
son sus principales profetas.(11)
La trayectoria de este último es ejemplar
a la hora de estudiar en él las dos principales ideas que explora
nuestro artículo: la identificación y la especificidad. Eisenstein
busca una experiencia colectiva en la recepción cinematográfica.
Este es un punto esencial y que necesita ser recordado cuando estudiemos
la cinematografía de Andrei Tarkovski, pues aclarará subrepticiamente
la verdadera faz oculta de las críticas que éste esgrimirá
en contra del maestro revolucionario. La época de Eisenstein, vinculada
a la revolución comunista, precisa de una colectividad integrada
por lazos férreos. Esta pretensión define a todos los pioneros
soviéticos. Véase que, al inicio del texto presentado de
Vertov, se designa la unidad de esta audiencia, unidad pretendida de campesinos
y obreros, de hoz y martillo. En tiempos de la vanguardia soviética,
la identificación afectiva(12), ya totalmente desarrollada en Eisenstein,
es colectiva y no puede concebirse de otro modo sin ejercer una clara incomprensión
e injusticia. Se busca que la sala frente a la pantalla se
vea identificada globalmente en lo mostrado. A mi juicio, esto explica
de manera harto convincente la ausencia de protagonistas individuales en
las primeras películas de Eisenstein: tanto en Stachka (La
huelga), como en Bronenosets Potemkin (El acorazado Potemkin) y
Oktiabr (Octubre) o Staroie y novoie (Lo viejo y lo nuevo),
el personaje protagonista es el pueblo, la sociedad unida por un objetivo
común. Incluso es muy representativo que en "El acorazado Potemkin"
el que parece ser el héroe individual en la primera mitad del film,
Vakulinchuk, pronto sea asesinado y convertido en mártir. Como reza
uno de los cárteles de la película: "Y el primero que llamó
a la sublevación fue el primero en caer a manos del verdugo"
El único protagonista individual que se asoma fugazmente en las
primeras películas de Eisenstein es aquel que pronto fallece. El
modo de entender la proyección-identificación en esta época
de revolución es requiriendo una colectividad, una sala vinculada
por lazos más fuertes e intensos que la mera coexistencia en una
sala oscura. Lo que busca Eisenstein es que este auditorio se vea reflejado
en ese aluvión móvil de huelguistas o de ciudadanos perseguidos
por soldados zaristas en las escaleras de Odessa. Con el paso de los años
tal identificación colectiva, de la fisicidad de los Lumiére
a la intelectualidad de Eisenstein, sufrirá una evolución
irremisible a la individualidad.
Para Eisenstein, la especificidad cinematográfica
está básicamente anclada en un interpelar al espectador y
comunicarle visualmente, por medio del montaje, una determinada idea colectiva
adscrita a la revolución comunista. Su finalidad es claramente intelectual
y sus medios propiamente sentimentales, afectivos. La combinación
de imágenes, que el maestro estudió prolijamente clasificando
distintos tipos de montaje (métrico, rítmico, tonal, armónico,
intelectual...), persiguen una finalidad ideológica de tendencias
claramente adoctrinadoras. Se persigue conmocionar emocionalmente al espectador
no por el mero espectáculo sino con el propósito principal
de conducirle a una idea.
Tercera parte. Identificación y especificidad: el cine de Andrei Tarkovski.
Yo no dirigí ningún "mensaje" a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una catedral.
Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. "France Culture", 7-1-1986.
Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico.
Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de "Nostalghia" en el Festival de Cannes, 1983.
Si algo caracteriza al cine de Andrei Tarkovski es
su separación respecto de las pretensiones de la vanguardia de sus
predecesores. Su vida y su poesía, sus creencias y sus modos de
trabajar parecen enfrentarnos a un cineasta que reniega de la tradición
que le ha nutrido y le ha enseñado el cine. Pronto se ve que no
es así de un modo injustificado, sino más bien fruto de una
larga reflexión ubicada en un lugar muy distinto de la historia.
Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso.
Sus siete películas, todas ellas obras maestras; sus disquisiciones
teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero sincero
volumen Sapetschatljonnoje wremja ("Esculpir en el tiempo"), revelan
como en una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista
ajeno a tendencias propagandísticas y a estéticas preocupadas
exclusivamente por la novedad contemporánea de sus aspiraciones.
Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda a partir de
una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una
lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más
recóndito del alma. Y le califico de contestatario no por una rebelión
ciega e ignorante, sino por una previa comprensión de la herencia
poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse cuenta
del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre
perdido, siempre ajeno a lo esencial cinematográfico. Tarkovski
comprende bien las aspiraciones de sus antecesores, pero su época
ya vislumbra las decepciones de un proyecto político corrompido.
Nace en 1932, año de emisión de la más bien terrible
doctrina estética del ingenuamente llamado "realismo socialista".
Dieciocho años más tarde se matricula en el Instituto Estatal
de Cinematografía, la más antigua escuela de cine del mundo,
donde Kuleschov y Eisenstein impartieron clase durante tanto tiempo. Su
maestro y tutor es Mikhail Romm, que como no podía ser de otro modo,
a su vez fue discípulo del maestro Eisenstein. Estos acontecimientos
describen una línea de tradición que nuestro autor pronto
se encargará primero de matizar, luego de negar. Su adolescencia
se rodea de un cine nacional muy pobre, de un arte no sólo adecuado
sino más bien sometido a directrices políticas que coartaban
todo intento de sinceridad. La cinematografía rusa, hasta Tarkovski,
está dominada por la política. Pero si bien bajo Lenin la
experimentación no sólo era permitida sino aplaudida, bajo
Stalin la estética se hace cada vez más conservadora, más
estéril. En ambos casos la propaganda es obligada, pero la forma
de ambos cines es antagónica. Para darse cuenta de esto sólo
hay que visionar "Octubre", políticamente correcta pero animada
principalmente por una búsqueda de especificidad, y acto seguido
"Chapaiev" de los hermanos Vasiliev, o alguna de las últimas películas
de Pudovkin en la década de los cincuenta, que prescinden de toda
indagación formal. El cine deja de ser revolucionario para conservar
y perpetuar de modo petrificado las directrices stalinistas. Ya se ha olvidado
el dinamismo y la transformación práxica, y lo reaccionario
que transpiran estas películas lo asemeja profundamente a la estética
burguesa que pretendían derrumbar. Para colmo del asunto, el primer
congreso de escritores soviéticos de 1934 osa llamar al proyecto
alumbrado "realismo", abogando por una "representación verídica
de la realidad surgida de su dinamismo revolucionario". El desvarío
y la mentira de estas palabras es absoluta: ni pizca de sinceridad en un
cine que ha perdido toda capacidad de crítica. Incluso Andrei Zhdanov,
mano derecha de Stalin, se atreve todavía a hablar de un "cine del
proletariado". No fue así, sino más bien de un cine para
el proletariado, pero no realizado por él. Tampoco hay asomo de
inteligencia. El pueblo tantas veces enarbolado es tomado por un niño
con deficiencias mentales. El mismo Eisenstein deja incompleta una película
maravillosa como es Bezhin lud ("El prado de Bezhin"), ya que el
Estado considera que tal obra es incomprensible para el pueblo(13). Lo
mismo le sucede a un compositor tan genial como Dimitri Shostakovitch y
a numerosos escritores. Tal senda de barbarie continúa presente
incluso en tiempos de Tarkovski. Ya desde su primera película en
1962, Ivanovo Destno ("La infancia de Iván"), tiene más
de un problema con el Comité Estatal de Cinematografía. Y
los impedimentos de la censura de Goskino se amontonarán año
tras año- "Andrei Rublev" es prohibida durante cinco- hasta obligarle,
en contra de su voluntad, a realizar sus dos últimos films en el
extranjero. Los títulos de éstos son bien representativos
del estado emocional del creador: "Nostalghia" y Offret ("Sacrificio").
Tarkovski no abunda en todos estos acontecimientos, pero hay que tenerlos
bien presentes para darnos cuenta de la necesidad de su concepción
cinematográfica y de su desencanto.
El primer aspecto que nos interesa destacar es su
negativa a todo cine propagandístico y a todo "realismo socialista".
El cine de Tarkovski va mucho más lejos que la selección
de aquellos contenidos que beneficien al régimen. Tampoco lucha
en contra de éste: sus intereses son mucho más profundos.
Su estética entronca con algo anterior a la revolución socio-política.
Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral.
Para él, el cine debe retratar la vida en su fluir cotidiano, sin
proclamas ni manifiestos, sin órdenes ni censuras. A todos sus antecesores,
quizá con la única excepción de su idolatrado Dovzhenko,
les asignará una misma crítica general: su tratamiento del
cine revela una violencia que él no está dispuesto
a acatar. Creo que desde este marco general pueden entenderse muchas cosas
en Tarkovski.
En primer lugar, la especificidad cinematográfica
no está para él centrada en las técnicas de montaje,
sino en el tiempo de la vida encarnado en cada plano. Todos los modos de
montaje teorizados por Eisenstein violentan este devenir propio de la imagen.
Revelan una suerte de narrador omnisciente, un sobre-tiempo impuesto por
encima del tiempo de cada imagen, un narrador-Dios por encima de la vida
y fluir anímico de los personajes en la pantalla.(14) Para Tarkovski
el montaje sólo tiene una función secundaria, pues ante todo
debe respetar el tiempo de cada plano, la "presión interna de la
imagen", la unidad de lo filmado en cada toma. Debe subordinarse a ese
tiempo propio de cada imagen-mónada, obedecer la diversidad de esos
tiempos, conciliarlos sin violentarlos.
En segundo lugar, la identificación que encontramos
desarrollada en Tarkovski es también muy distinta. Si bien explora
hasta sus últimas consecuencias la afectividad y espiritualidad
del espectador, procede no de modo colectivo sino estrictamente individual.
Podemos decir comparativamente que, si bien Eisenstein perseguía
una identificación colectiva con la finalidad de comunicar un conocimiento
intelectual, una idea política explicada de modo unívoco,
en Tarkovski la identificación es individual, teleológicamente
orientada no a una idea, sino a un ideal moral(15), sin explicar nada tajantemente,
sino solamente interrogando y despertando múltiples lecturas, una
para cada espectador. De ahí la existencia en todas sus películas
de un personaje protagonista con el cual cada espectador debe orientarse.
En este sentido, su cine potencia el anonimato de la sala oscura, la intimidad
de cada receptor, en detrimento de la experiencia colectiva, sea física
(Lumière), sea intelectual (Eisenstein).
Debemos abundar en este aspecto pues resulta esencial
para entender la evolución de la identificación cinematográfica.
La presencia del protagonista es fundamental en Tarkovski. La negativa
a asumir un narrador omnisciente, su crítica de la linealidad
narrativa, la huída de un montaje violentador, todos estos aspectos
construyen la apariencia de películas contadas, desarrolladas y
evolucionadas desde la psicología difusa de los protagonistas. Es
su intimidad la que gobierna la evolución del metraje. Y este desarrollo
no sólo rige la temporalidad, el decurso de lo filmado, sino también
la misma espacialidad, el entorno de los personajes. Consideremos dos ejemplos
paradigmáticos: en "Solaris", se narra un viaje futurista en el
cual un grupo de científicos estudian un extraño planeta,
una especie de superficie gelatinosa que produce en ellos numerosas alucinaciones.
Este "océano pensante" funciona narrativamente como un espejo de
la psicología profunda de aquel que le visita, materializando los
deseos e ideas del pasado, presente y futuro. Dependiendo del carácter
de cada uno de ellos, así serán las "alucinaciones verdaderas"
que padecen. En "Stalker", su última película soviétiva,
tres personajes, un guía, un escritor y un científico, se
introducen en un extraño lugar llamado la "Zona", en el cual según
se cuenta, existe una habitación donde se cumplen los deseos. El
viaje hacia esta habitación está repleto de trampas psicológicas,
espejismos y alucinaciones. El trecho que les separa de la tan ansiada
habitación es de pocos metros, pero se ven obligados a dar numerosos
rodeos, pues en ese lugar "la línea recta no es la más corta".(16)
El extraño lugar se transforma espacio-temporalmente de modo continuo
según sea la psicología de sus visitantes. En un momento
dado, Stalker, el guía, advierte al profesor y al artista: "La Zona
es como nosotros queramos que sea" y un poco más adelante: "Lo que
aquí ocurre depende de nosotros".
Es el personaje el que desarrolla el espacio y el
tiempo del film. A su vez, es el espectador concreto el que debe asumir
libremente y revitalizar tal desarrollo. El título de una de sus
películas, Zerkalo ("El espejo") define a mi entender la
identificación espiritual que pretende el cine de Tarkovski. La
pantalla ofrece un reflejo especular de aquello que íntimamente
somos. Y tal espejo no afea ni embellece, nos muestra tal como somos. La
reflexión se produce, (al menos eso es lo que se pretende),
entre espectador y personaje. Se niega la violencia que supone la inclusión
ex machina de un autor omnisciente. Es un asunto que, en principio,
queda exclusivamente acotado entre la sala y la pantalla. Es idéntica
la información que posee el personaje y el espectador.(17)
Condensemos lo dicho. Por un lado, la especificidad
que nos propone Tarkovski no reside en algún elemento técnico
tradicional. No es el movimiento, ni la proyección, ni el
montaje, ni otros elementos procedentes de otras artes como la luz y la
oscuridad que pretendían los expresionistas alemanes, ni la nueva
teatralidad del free-cinema, sino el tiempo vital de cada plano.
Por otro lado, la identificación que se propone es individual y
encarnada en la lógica interna del pensamiento, en la psicología
de los personajes-espectadores, no en una lógica narrativa externa
de planteamiento, nudo y desenlace. Si unimos estos dos elementos,
la vida psicológica por un lado y el tiempo por otro, podemos concluir
lo siguiente: la especificidad del cine está en mostrar la temporalidad
de la conciencia, el tiempo de la vida subjetiva. Tarkovski, casi sin darse
cuenta, no opone la identificación y la especificidad, las integra,
las condensa en una sola unidad. El cine debe mostrar con precisión
pero con libertad, sin ejercer la tradicional violencia que acometía
el autor contra el espectador, la vida del hombre.
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