MichelHardt y Antonio Negri*
Génova,
esa ciudad renacentista conocida tanto por su apertura como por su sofisticada
sabiduría política, está en crisis este próximo
fin de semana. Debería haber abierto sus puertas de par en par a
la celebración de esta cumbre de los líderes más poderosos
del mundo. En lugar de eso, Génova se ha visto transformada en una
fortaleza medieval de barricadas y controles de alta tecnología.
La ideología dominante sobre la forma de globalización actual
afirma que no hay alternativa. Lo curioso es que esta idea impone restricciones
a quienes son controlados, pero también a quienes ejercen el control.
Los líderes del G8 no tienen
otra opción que intentar poner en escena un espectáculo político
sofisticado. Intentan mostrarse como personas caritativas con fines ransparentes.
Prometen ayudar a los pobres del mundo y doblan la rodilla ante el Papa
Juan Pablo II y sus intereses. Pero lo que de verdad figura en su agenda
es renegociar las relaciones entre los poderosos, sobre cuestiones tales
como la construcción de sistemas de defensa antimisiles.
Los líderes, sin embargo, parecen
de alguna indiferentes a las transformaciones que ocurren a su alrededor,
como si siguieran directrices sobre cómo actuar de acuerdo con un
guión establecido. Podemos ya imaginarnos la foto final, aunque
aún no haya sido tomada: el Presidente George Busch como un rey
inverosímil, reforzado por monarcas menores. Pero esta no es una
imagen del futuro, pues se asemeja más bien a una foto de archivo,
anterior a 1914, de potentados de la realeza.
Quienes se manifiestan contra la cumbre
en Génova, sin embargo, no se distraen con estos rancios símbolos
de poder. Saben que se está formando un sistema global, fundamentalmente
nuevo, que no puede ser comprendido ya en términos de imperialismo
británico, francés, ruso o estadounidense.
Las numerosas protestas que han conducido
hasta Génova se han basado en el reconocimiento de que ningún
poder nacional controla el actual orden global. En consecuencia, quienes
protestan se dirigen a organizaciones internacionales y supranacionales,
tales como el G8, la Organización Mundial de Comercio, el Banco
Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Tales movimientos no son antiamericanos,
como a veces parece, sino que se dirigen a otro tipo de estructuras de
poder de mayor embergadura.
Mientras son los poderes supranacionales
y no los nacionales quienes dirigen la actual globalización, tenemos
que reconocer que este nuevo orden no tiene mecanismos instucionales democráticos
de representación, como tienen los Estados-nación: no tienen
elecciones, ni foros públicos para el debate.
Quienes mandan se muestran sordos
y ciegos frente a quienes son dominados. Las gentes que protestan toman
la calle porque esta es la forma de expresión que tienen a su alcance.
No son ellos quienes han creado la actual falta de canales y mecanismos
sociales para la protesta.
No es adecuado calificar de "antiglobalización"
a quienes protestan en Génova (o Gotemburgo, Quebec, Praga o Seattle).
El debate sobre la globalización seguirá siendo irremisiblemente
confuso si no insistimos en centrar adecuadamente el término globalización.
Quienes protestan, en efecto, se unen contra la actual forma de globalización
capitalista, pero la mayoría no están contra las corrientes
ni las fuerzas globalizadoras en sí mismas; no son aislacionistas,
ni separatistas, ni siquiera nacionalistas.
Quienes protestan se han convertido
por sí mismos en movimientos globales y uno de sus objetivos más
claros es la democratización de los procesos globalizadores. No
debería ser llamado movimiento antiglobalización. Es un movimiento
en pro de la globalización, un movimiento por una globalización
alternativa, que busca eliminar desigualdades entre ricos y pobres, entre
poderosos y desposeídos, expandir las posibilidades de autodeterminación.
Si hay algo que deberíamos
entender de la multitud de voces en Génova este fin de semana, es
que un futuro diferente y mejor es posible. Si aceptamos sin más
el tremendo poder de las fuerzas internacionales y supranacionales que
sostienen la actual forma de globalización, entonces la conclusión
es que toda resistencia es futil. Pero quienes toman las calles hoy están
lo suficientemente locos como para creer que las alternativas son posibles:
creen que, en política, "inevitable" no debería ser nunca
la última palabra. Una nueva especie de activistas políticos
ha nacido con un espíritu reminiscente del paradójico idealismo
de los 60: el curso realista de la acción hoy es exigir lo que parece
imposible, es decir, algo nuevo.
Los movimientos de protesta son parte
integral de la sociedad democrática y, aunque sólo sea por
esta razón, debemos dar las gracias a quienes tomarán las
calles de Génova, estemos de acuerdo o no. Los movimientos de protesta,
sin embargo, no proveen señales prácticas de cómo
resolver los problemas, no deberíamos esperar eso de ellos. Más
bien buscan transformar la agenda pública creando nuevos deseos
políticos de un futuro mejor.
Podemos ver las semillas de ese futuro
en el mar de rostros que se alarga de las calles de Seattle a las de Génova.
Una de las características más reseñables de estos
movimientos es su diversidad: sindicalistas junto a ecologistas junto a
sacerdotes y comunistas. Empezamos a ver emerger una multitud que no se
define por una sola identidad, podemos descubrir un sentido de comunidad
en el seno de esta multiplicidad.
Son estos movimientos los que enlazarán
este fin de semana a Génova con la apertura (hacia nuevas formas
de intercambio y nuevas ideas) de su pasado renacentista.
*Michael Hardt y Toni Negri,
autores de "Empire".
Traduce y difunde: Brumaria