Las hojas grandes de malanga parecían mecer a un recién nacido. Vi un flamboyán que asomaba como un marisco por las valvas de la mañana, estaba lleno todo de cocuyos. La estática flor roja de ese árbol entremezclada con el alfilerazo de los verdes, súbita parábola de tiza verde, me iba como aclarando por las entrañas y todos los dentros.
La señora Rialta y su madre cuchicheaban el
secreto de las yemas dobles. La señora Augusta —la Abuela—, matancera
fidelísima a sus cremosas ternezas domésticas, decía:
yo le llamaría a las yemas, sunsún doble. Su traje azul naufragaba
buscando los encajes que debían acompañar a un túnico
azul. Al fin se decidió por lo que ella creía era la sencillez,
encajes también azules, causando la sensación de esas muñecas
muy lujosas a las que los fabricantes han envuelto en unas filipinas propias
de palafreneros, por esa arrogancia alardeada en sólo perseguir
la piel de la cerámica rosa de los cachetes o de las uñas.
En ese momento el cocinero Juan Izquierdo pasó frente a ellas. Era
el tercer día de la semana y eso hacía que su entero flus
blanco y chaleco blanco, lucieran un poco como la suma ominosa de algunos
residuos de su arte gastronómico. —Cá —dijo—, qué
se sabe hoy de las yemas, se sirven en bandejas de cristal duro y ancho
como hierro y tienen el tamaño de una oreja de elefante. Las yemas
son un subrayado, el cocinero se gana la opinión del gustador en
tres o cuatro pruebas pequeñas y sutiles, pero que propagan un movimiento
de adhesión manifestado cuidadosamente por algún movimiento
de los ojos, más que por decir una exclamación que arrancan
el estofado o las empanadas.— Dicho esto se precipitó sobre la cocina,
no sin que sus sílabas largas de mulato capcioso volasen impulsadas
por graduaciones alcohólicas altas en uvas de peleón. Las
señoras elaboraron una larga pausa para alejar el exabrupto y la
vaharada, pasando después a otros temas de delicias, los encajes
de Marie Monnier que la señora Rialta había visto en una
revista francesa. —Figúrate, mamá —dijo—, que son encajes
inspirados en versos, de excelentes poetas franceses, donde esa maestra
de la lencería contemporánea, intenta separarse de la tradición
del encaje francés, de un Chantilly o de un Malinas, para que en
nuestro tiempo, alrededor nuestro, surja otra escuela de bordados. Eso
me asusta como si le pusieran una inyección antirrábica al
canario o como si llevasen los caracoles al establo para que adquiriesen
una coloración chartreuse.— En esas cosas, la señora
Rialta, sumergida en las tradicionales aguas de seiscientos años,
lanzaba opiniones incontrovertibles, que parecían inapelables sentencias
de la corte de casación. La señora Augusta, que no podía
prescindir de los símiles dijo: —El encaje es como un espejo, que
hecho por manos que podían haber sido juveniles cuando nosotras
nacimos, nos parece siempre como un envío o como una resolución
de muchos siglos, grandes elaboraciones contemporáneas de paisajes
fijados en los comienzos de lo que ahora es un disfrute sin ofuscaciones.
Estas lástimas de nuestra época quieren tener la misma sensación
cuando combinan un encaje de familia en un corpiño de ópera,
que cuando leen un poema de Federico Uhrbach. En esa misma revista que
tú dices —continuó riéndose con sencilla malicia—,
leí que los amantes preferían en la Edad Media, para los
últimos y decisivos momentos de su pasión, el jardín,
a pesar de las interrupciones que podían provocar las espinas o
los insectos, a un colchón de paja casi siempre húmedo. Qué
tontería —terminó jadeando por el tiempo que ya llevaba hablando—,
como si en una casa que poseyese esos jardines, donde se pudiesen mostrar
tales curiosidades, fueran a tener el colchón de paja de los campesinos.
Ninguna de las dos había olvidado la brutal
salida de Juan Izquierdo, aunque la sabían surgida de las malas
destilaciones del alambique de Salleron. La señora Augusta no lo
podía olvidar porque mantenía aún a sus años,
su orgullo de dulcera, porque así como los reyes de Georgia tenían
grabadas en las tetillas desde su nacimiento las águilas de su heráldica,
ella por ser matancera, se creía obligada a ser incontrovertible
en almíbares y pastas. José Cemí recordaba como días
aladinescos cuando al levantarse la Abuela decía: —Hoy tengo ganas
de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda,
sino las que tienen algo de flan, algo de pudín.— Entonces la casa
entera se ponía a disposición de la anciana, aun el Coronel
la obedecía y obligaba a la religiosa sumisión, como esas
reinas que antaño fueron regentes, pero que mucho más tarde,
por tener el rey que visitar las armerías de Amsterdam o de Liverpool,
volvían a ocupar sus antiguas prerrogativas y a oír de nuevo
el susurro halagador de sus servidores retirados. Preguntaba qué
barco había traído la canela, la suspendía largo tiempo
delante de su nariz, recorría con la yema de los dedos su superficie,
como quien comprueba la antigüedad de un pergamino, no por la fecha
de la obra que ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientos del
diente de jabalí que había laminado aquella superficie. Con
la vainilla se demoraba aún más, no la abría directamente
en el frasco, sino la dejaba gotear en su pañuelo, y después
por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía, iba oliendo de
nuevo, hasta que los envíos de aquella esencia mareante se fueran
extinguiendo, y era entonces cuando dictaminaba sobre si era una esencia
sabia, que podía participar en la mezcla de un dulce de su elaboración,
o tiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín, declarándolo
tosco e inservible. Creo que al alcanzar el frasco destapado obedecía
a su secreto principio de que lo deficiente e incumplido debía de
destruirse, para que los que se contentan con poco, no volvieran sobre
lo deleznable y se lo incrustaran. Se volvía con un imperio cariñoso,
nota cuya fineza última parecía ser su acorde más
manifestado, y le decía al Coronel: —Prepara las planchas para quemar
el merengue, que ya falta poco para pintarle bigotes al Mont Blanc —decía
riéndose casi invisiblemente, pero entreabriendo que hacer un dulce
era llevar la casa hacia la suprema esencia—. No vayan a batir los huevos
mezclados con la leche, sino aparte, hay que unirlos los dos batidos por
separado, para que crezcan cada uno por su parte, y después unir
eso que de los dos ha crecido.— Después se sometía la suma
de tantas delicias al fuego, viendo la señora Augusta cómo
comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas
amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo
rojo, oscuro, rojo surgido de noche. La Abuela pasaba entonces de sus nerviosas
órdenes a una indiferencia inalterable. No valían elogios,
hipérboles, palmadas de cariño apetitosas, frecuencias pedigüeñas
en la reiteración de la dulzura, ya nada parecía importarle
y volvía a hablar con su hija. Una parecía que dormía;
la otra a su lado contaba. Por los rincones, una cosía las medias;
la otra hablaba. Cambiaban de pieza, una como si fuese a buscar algo en
ese momento recordado, llevaba de la mano a la otra que iba hablando, riéndose,
secreteando. Sentado en un cajón, José Cemí oía
los monólogos shakespirianos del mulato Juan Izquierdo, lanzando
paletadas de empella sobre la sartén: —Que un cocinero de mi estirpe,
que maneja el estilo de comer de cinco países, sea un soldado en
comisión en casa del Jefe... Bueno, después de todo es un
Jefe que según los técnicos militares de West Point, es el
único cubano que puede mandar cien mil hombres. Pero también
yo puedo tratar el carnero estofado de cinco maneras más que Campos,
cocinero que fue de María Cristina. Que rodeado de un carbón
húmedo y pajizo, con mi chaleco manchado de manteca, teniendo mis
sobresaltos económicos que ser colmados por el sobrino del Jefe,
habiendo aprendido mi arte con el altivo chino Luis Leng, que al conocimiento
de la cocina milenaria y refinada, unía el señorío
de la confiture, donde se refugiaba su pereza en la Embajada de
Cuba en París, y después había servido en North Carolina,
mucho pastel y pechuga de pavipollo, y a esa tradición añado
yo, decía con sílabas que se deshacían bajo los abanicazos
del alcohol que portaba, la arrogancia de la cocina española y la
voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española
pero que se rebela en 1868. Que un hombre de mi calidad tenga que servir,
tenga que ser soldado en comisión, tenga que servir.— Al musitar
las palabras finales de ese monólogo, cortaba con el francés
unos cebollinos tiernos para el aperitivo; parecía que cortaba telas
con una somnolencia que hacía que se le quedara largo rato la mano
en alto. Al penetrar la señora Rialta en la cocina le hizo una brusca
señal a su hijo para que se retirara. Este lo hizo en tres saltos
despreocupados. —¿Cómo va ese quimbombó? —dijo, y
enseguida la respuesta cortante:— Pues cómo va a estar, mírelo.—
Antes de comprobar el plato pasó sus dedos índice y medio
por los calderos acerados y brillantes como espejos egipcios. Los ojos
del mulato lanzaban chispas y furias, ponían a caminar sus gárgolas.
Se dirigió al caldero del quimbombó y le dijo a Juan Izquierdo:
—¿Cómo usted hace el disparate de echarle camarones chinos
y frescos a ese plato?—. Izquierdo, hipando y estirando sus narices como
un trombón de vara, le contestó: —Señora, el camarón
chino es para espesar el sabor de la salsa, mientras que el fresco es como
las bolas de plátano, o los muslos de pollo que en algunas casas
también le echan al quimbombó, que así le van dando
cierto sabor de ajiaco exótico. —Tanta refistolería —dijo
la señora Rialta— no le viene bien a algunos platos criollos. El
mulato, desde lo alto de su cólera concentrada apartó el
cuchillo francés de los cebollinos tiernos y lo alzó como
picado por una centella. La señora Rialta, sin perder el dominio,
lo miró fijamente y el mulato se fue a lavar platos y a pelar papas
con la cara hinchada y el pelo alborotoso de un contrabajista. Al abandonar
la cocina, la señora Rialta se encontró con su madre. Le
relató lo que había sucedido, y ahora al contar le temblaba
un poco la voz. —Toma un poco de bromuro Fallière —decía
la señora Augusta, casi más nerviosa que Rialta—. Es asombroso,
rompe todos los límites, siempre creí a pesar de todas sus
exageraciones que era un gentuza, un mulato borrachón. Cuando llegue
el Coronel, es lo primero que le dices. Además —concluyó
inapelable—, creo que su tan cacareada cocina decrece, el otro día
confundió una salsa tártara con una verde y trata al pavipollo
con mandarina o con fresa que es una lástima. Que se vaya, apesta,
borrachón, y su estilo es mucho más presuntuoso y redomado
que eficaz o alegre. Se acercaba el Coronel tarareando los compases de
La Viuda Alegre, «Al restaurant Maxim de noche siempre voy»,
con el mismo gesto de la burguesía situada en un can-can pintado
por Seurat. Traía en el arco de su mano izquierda un excepcional
melón de Castilla. Al acercarse contrastaba el oliva de su uniforme
con el amarillo yeminal de melón, sacudiéndolo a cada rato
para distraer el cansancio de su peso, entonces el melón se reanimaba
al extremo de parecer un perro. Hijo de un padre vasco, severo y emprendedor,
glotón y desesperado después de la muerte de su esposa, hija
de ingleses, gozaba el Coronel a cabalidad los veinte primeros años
de la República. En la Universidad le decían «el trompetellín
de la Selva de Hungría», por la agilidad picante de sus cantos
de guerra deportivos. Los treinta y tres años que alcanzó
su vida fueron de una alegre severidad, parecía que empujaba a su
esposa y a sus tres hijos por los vericuetos de su sangre resuelta, donde
todo se alcanzaba por alegría, claridad y fuerza secreta. El melón
debajo del brazo era uno de los símbolos más estallantes
de uno de sus días redondos y plenarios. Pasó rápido
frente a su casa, para evitar el cuidado de los saludos del ceremonial
y las señas y cumplidos que se abrían delante de su cargo.
A paso de carga se dirigió al comedor, puso el melón de Castilla
sobre la mesa y con su cuchillo de campaña le abrió una ventana
a la fruta, empezando a sacar con la cuchara de la sopa lo que él
llamaba «la mogolla», «lo mogollante», volcando
sobre un papel de periódico gran cantidad de hilachas y semillas
que atesoraba el melón. Con el cucharón, una vez limpia la
fruta y ostentando su amarillo perfumado, la empezó a llenar de
trocitos de hielo, mientras el olor natural de rocío que despedía
la fruta se apoderó de todo el comedor. En esos momentos llegó
la señora Rialta, y casi al oído le hizo el relato de lo
sucedido con el mulato Izquierdo, cocinero de chaleco blanco y leontina
de plata fregada. Sin perder la alegría que traía, y sin
que el relato lograra inmutarlo, se dirigió a la cocina. Izquierdo,
hierático como un vendedor de cazuelas en el Irán, adelantaba
la sartén sobre el hornillo. Cuando se fijó en el Coronel,
sumó en sus mejillas otra sensación: caían sobre sus
mejillas cuatro bofetadas, sonadas con guante elástico, hecho para
caer sobre la mejilla como un platillo de cobre. —No haga eso Coronel,
no haga eso Coronel —repetía el mulato, mientras toda su cara metamorfoseada
en gárgola comenzaba a lanzar lágrimas por las orejas, por
la boca, corriendo por las narices como un hilillo olvidado. —Largo de
ahí, váyase ahora mismo —le decía el Coronel, señalando
para la espesa noche sostenida por el centinela del fondo de la casa. Izquierdo
se puso el saco, no tan blanco como el chaleco, y se fue ocultándose
al pasar frente al centinela como quien abandona un barco, como quien visita
la casa vieja al día siguiente de la mudada. Su cara de mulato,
ablandada por las lágrimas, al desaparecer se había transfigurado
en la humedad blanda de la noche. Se probaron nuevos cocineros. Fracasos.
Levantarse de la mesa decepcionados sin deseos de ir a la playa. El gallego
Zoar aconsejado por la señora Augusta, fracasó al presentar
unas julianas carbonizadas como cristalillos de la era terciaria. Truni,
paseando por la cocina de prisa, queriendo terminar un punto macramé,
aconsejado por la señora Rialta, fracasó en un conteo equivocado
de raciones de platos sustitutos, como huevos fritos, con miedo a la astilla
de manteca que le quemase un ojo, friendo con agua del filtro, en cuya
etiqueta de marca Chamberlain saludaba a Pasteur. El nuevo cocinero, temeroso
a cada instante de ser despedido, miraba con sus ojos de negro ante los
fantasmas, si el plato había fracasado. Y exclamando a cada fracaso:
Así me lo enseñaron a hacer a mí, en la otra casa
les gustaba así. La casa se desazona. La tarde fabricaba una soledad,
como la lágrima que cae de los ojos a la boca de la cabra. Y el
recuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadie hablaba, pero
que latían por la tierra, debajo de la casa. La lágrima de
la cabra, de los ojos a la boca. La cara ablandada del mulato, sobre la
que caía la lluvia; la lluvia ablandando la cara de los pescadores,
dejando una noche de grosero rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo
que el centinela se enrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego
Zoar se levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido,
para correr cien veces las ventanas. En esos cabeceos de la familia, la
gorda punzada del padre del Coronel al teléfono, ahora, ¡ay!
venía la llamada desde el recuerdo, desde los cañaverales
de la otra ribera convocando para una de las fiestas en su casa, que él
con dejo burlón de los mestizos sibilantes, llama «una gossá
familia». Reunía toda la parentela hasta donde su memoria
le aconsejaba, persiguiendo las últimas ramas del árbol familiar.
Se agazapaba, se concentraba durante el año, y ese día movía
los resortes de su locuacidad, de sus anécdotas, como si también
le gustase ese perfil que tomaba un día solo del año. No
se trataba de una conmemoración, de un santo, de un día jubilar
dictado por el calendario. Era el día sin día, sin santo
ni señal. En silencio iba allegando delicias de confitados y almendras,
de jamones al salmanticense modo, frutas, las que la estación consignaba,
pastas austríacas, licores extraídos de las ruinas pompeyanas,
convertidos ya en sirope, o añejos que vertiendo una gota sobre
el pañuelo, hacía que adquiriesen la calidad de aquel con
el cual Mario había secado sus sudores en las ruinas de Cartago.
Confitados que dejaban las avellanas como un cristal, pudiéndose
mirar al trasluz; piñas abrillantadas, reducidas al tamaño
del dedo índice; cocos del Brasil, reducidos como un grano de arroz,
que al mojarse en un vino de orquídeas volvían a presumir
su cabezote. Entre los primores, colocado en justo equilibrio de la sucesión
de golosinas, algún plato que invencionaba. Ese año a los
familiares más respetables por su edad, los llamaba aparte y les
deslizaba: —Este año tengo «pintada a la romana». Usted
sabe —continuaba con un tono muy noble y seguro— que los conquistadores
llamaban pintada a lo que hoy se dice guinea. La trato, y parecía
que le daba la mano a una de esas pintadas, con mieles; de tal manera,
que ni ellas ni su paladar se pueden sentir quejosas de ese asado, afirmando,
después de saborearlas, la nobleza de mi trato, pues la miel conseguida
es de mucho cuidado. Es la miel de la flor azul de Pinar del Río,
elaborada por abejas de epigrama griego. Rueda un plato por ahí,
«pechuga de guinea a la Virginia», pero usted sabe —continuaba
hablando con su interlocutor que se distraía— que en esa ciudad,
que le dio tantos malos ratos a los ingleses cuando lo de la independencia,
no hay guineas. Nosotros, terminaba con el orgullo de un final de arenga,
tenemos la guinea y la miel. Entonces podemos tener también «la
pintada a la romana». ¿Le gusta a usted ese nombre? —preguntaba,
condescendiendo a creer que alguien se encontraba situado en frente. —Resuelvo
en el Resolución —decía con su carcajada que se detenía
de pronto, sorprendiendo el tajo, aludiendo al ingenio que tenía
en Santa Clara—, pero voy preparando mi «gossá familia»—.
Fuerte, insaciable, muy silencioso, se volvía locuaz ese día,
que nadie sabía cuándo llegaba, como los cometas. Las había
verificado en dos semanas sucesivas o pasaban cinco años y ni siquiera
hablaba de las posibilidades del día de la gloria sin nombre y sin
fecha. Concentrado en el pescuezo corto del vasco, sus articulaciones se
trababan como piedras y arenas. El hermano de la señora Rialta,
que ya exigirá, de acuerdo con su peculiar modo, penetrar en la
novela, decía de él, zumbando las zetas: Es como la cerveza
que quitándole el tapón se le va la fortaleza. Sin embargo,
él como para burlarse en secreto de esa frase, no perdió
nunca la fortaleza, buena señal de que estaba taponado por Dios.
El aliento parecía que recobraba en él su primitiva función
sagrada de flatus Dei. Al no hablar, parecía que ese aliento
convertido en dinamita de platino se colocaba al pie de los montículos
de sus músculos y troncos de venas. Cualquier sencillez que dijese
parecía brotar de ese almácigo de acumulado aliento. Pero
en el día del gozo familiar, ese aliento se trocaba en árbol
del centro familiar y a su sombra parecía relatar, invencionar,
alcanzar su mejor forma de palabra y ademán, como si se fuese a
presentar, según las señales que los teólogos atribuían
a la fiesta final de Josafat. —Mis músculos estaban despiertos como
los del gamo, cuando yo era joven en Bilbao y corría impulsándome
más y más con el viento —dijo. En ese momento empezó
a repartirse el primer plato, pedazos de la fruta de estación; se
levantó y empezó a derramar en cada una de las bandejas que
portaban los más jóvenes, vino de uva lusitana—. Es de la
cepa —añadió haciendo un paréntesis en su relato—
que le gusta a los ingleses tories, y bueno es que desde muchachos nos
acostumbremos al paladar de los ingleses—. Terminó la frase con
una risa que no se sabía si era de burla o acatamiento de aquel
paladar de los ingleses, deglutió un manojillo de anchas uvas moradas,
levantó más la voz y se le oyó por todo el recinto:
...cuyo diente no perdonó a racimo, aun en la frente de Baco, cuanto
más en su sarmiento. —Yo era carricolari —al retomar
su relato ofrecía ya la serenidad del que cuenta lo muy suyo, continuó—,
que es como se llama en Bilbao a los corredores de competencia. Un grupo
como de romería, se acercó a mi casa, para decirme que había
llegado el belga Peter Lambert, que era el más veloz de nuestros
antiguos Países Bajos, y que habían pensado en mí
para que le saliera al paso. Me decidí a entrar en la competencia
con la alegre seguridad de quien entra en su perdición. Aquel condenado
de belga corría como tironeado por nubes de huracán. Desfallecía
cuando sentí que unas ramas terminadas en cuenco de lanza, esgrimidas
por bilbaínos orgullosos, me pinchaban para que saltara en vez de
correr, para reponerme las botas de milagro. No obstante, el belga llegó
primero a donde había que llegar. Desde entonces pensé en
irme, pues con todo el que me encontraba parecía que me lanzaba
la vergüenza de que aquellas ramas no hubieran operado el milagro.
Interrumpió el relato y exclamó: —Otro zapote, Enriqueta
—que era el nombre de su esposa. Con noble saboreo extinguió la
pulpa de la fruta, se levantó y repartió vino blanco seco
en la bandeja donde los que eran ya de más edad ostentaban las mismas
frutas servidas a los garzones—. Es una prueba más difícil
para el paladar —añadió— fruta muy dulce con vino seco. Me
fijo en los rostros —añadió—, al hacer ese paladeo y enseguida
formo opinión, pues la mayoría abandona sus frutas con hastío.
—Otro zapote, Enriqueta, volvió a decir, como si sus apetencias
fueran cíclicas y siguieran las leyes de su péndulo gástrico.
—Cuando llegué a Cuba —dijo después de la pausa necesaria
para la extinción del zapote—, entré, para mi otra perdición,
en el ya felizmente demodé debate de la supremacía
entre frutas españolas y cubanas. Mi malicioso interlocutor me dijo:
No sea ingenuo, todos los viñedos de España fueron destruidos
por la mosca prieta, y se trajeron para remediarlos semillas americanas,
y todas las uvas actuales de España, concluyó rematándose,
descienden de esas semillas—. Después de oír esas bromas
apocalípticas, sentí pavor. Todas las noches en pesadilla
de locura, sentía que esa mosca se iba agrandando en mi estómago,
luego se iba reduciendo para ascender por los canales. Cuando se tornaba
pequeña me revolaba por el cielo del paladar, teniendo los maxilares
tan apretados, que no podía echarla por la boca. Y así todas
las noches, pavor tras pavor. Me parecía que la mosca prieta iba
a destruir mis raíces que me traían semillas, miles de semillas
que rodaban por un embudo hasta mi boca. Un día salí del
Resolución de madrugada; las hojas como unos canales lanzaban
agua de rocío; los mismos huesos parecían contentarse al
humedecerse. Las hojas grandes de malanga parecían mecer a un recién
nacido. Vi un flamboyant que asomaba como un marisco por las valvas de
la mañana, estaba lleno todo de cocuyos. La estática flor
roja de ese árbol entremezclada con el alfilerazo de los verdes,
súbita parábola de tiza verde, me iba como aclarando por
las entrañas y todos los dentros. Sentí que me arreciaba
un sueño, que me llegaba derrumbándose como nunca lo había
hecho. Debajo de aquellos rojos y verdes entremezclados dormía un
cordero. La perfección de su sueño se extendía por
todo el valle, conducida por los espíritus del lago. El sueño
se me hacía traspiés y caídas, obligándome
a mirar en torno para soslayar algún reclinatorio. Inmóvil
el cordero parecía soñar el árbol. Me extendí
y recliné en su vientre, que se movía como para provocar
un ritmo favorable a las ondas del sueño. Dormí el tiempo
que habitualmente en el día estamos despiertos. Cuando regresé
la parentela comenzaba a buscarme, queriendo seguir el camino que yo había
hecho, pero se habían borrado todas las huellas. —Otro zapote, Enriqueta
— dijo de nuevo, extendiendo la mano con un cansancio que marcaba la retirada
de los invitados y la llegada de la luna creciente de enero. Regresaba
después de la fiesta el Coronel al campamento con una tarde que
se le entregó muy pronto a una noche baja, rodada entre las piernas
y que impedía caminar de prisa. Muy cerca de la casa precisaron
al mulato Juan Izquierdo, lloroso, borracho, infelicidad y maldad, mitad
a mitad, sin saber cuál de las dos mitades mostraría. La
señora Rialta descendió del coche, nerviosa, con todo el
ser metido en la altura de sus tacones. Lloraba el mulato, como una gárgola,
lagrimándose por los oídos, los ojos y las narices. Su telón
de fondo era sombrío e irresoluto. Muy pronto, el Coronel se le
acercó, pegándole un golpe en el hombro y le dijo: —Mañana
ve a cocinar, para que nos hagas unas yemas dobles que no tengan orejas
de elefante—. Se rió alto, teniendo la situación por el pulso.
El mulato lloriqueó, arreciaron sus lágrimas, sonsacó
perdones. Cuando se alejó parecía pedir una guitarra para
pisotear la queja y entonar el júbilo. La señora Augusta,
detrás de las persianas, que eran, como decía el Coronel,
sus gemelos de campaña, había visto la precisión desenvuelta
de la escena. Cuando sintió, después de oír el crujido
alegre de los peldaños de la escalera, que se acercaba el Coronel,
se aturdió al extremo de dar ella las voces de atención.
—Atención, atención —gritaba, como quien recibe de improviso
a un rey que ha librado una batalla cerca del castillo sin que se enterasen
sus moradores.