Víctor Cadenas de Gea (1)
A Emilia
I
"Si el filme que van a ver les parece enigmático
e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida
y, como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. El autor declara
no haber querido jugar con los símbolos, al menos conscientemente.
Quizá la explicación de El ángel exterminador sea
que, racionalmente, no hay ninguna."
(Luis Buñuel) (2)
Tal ha sido siempre la analogía, el establecimiento de una correspondencia.
La vida y el cine. El cine y la vida. Ambos compartiendo rasgos idénticos,
ambos inapresables racionalmente. Este pequeño párrafo con
el que Buñuel presentaba en 1962 El ángel exterminador no
deja de ser paradójico, enigmático e incoherente él
mismo. Los dos miembros de la comparación son instalados en el absurdo,
nada puede decirse acerca de ellos, pero al tiempo yace una concepción
de ambos, un enjuiciamiento, que plantea de entrada un problema crucial
dirigido al exégeta y al espectador. ¿Qué lugar queda
para comentar un misterio? Podría decirse incluso que el propio
texto comparte esa enigmaticidad e incoherencia propias tanto de la vida
como de la película. Parece en cierto modo una coartada, una sincera
excusa repetida incansablemente por el autor, un parapeto enfrentado a
cierto modo de pensar directamente implicado —o enfangado— en buscar razones
a todo lo existente, sea como sea y caiga quien caiga. Buñuel sentía
desidia por ese pensamiento racionalizante, que de parches creía
estar diseñando trajes enteros. De este modo parece indicar una
misma desgana hacia toda hermenéutica que fuerce el misterio de
la vida y del cine con frases lapidarias llenas de un límpido sentido.
El ángel exterminador, como la vida, permanece enigmático
e incoherente. Respetemos ese absurdo. Ninguna interpretación puede
agotar este esquivo objeto de análisis. La verdad siempre se nos
escapa. Los propios personajes permanecen en esta ignorancia.
A pesar de todo ello, admitida la premisa irracional
(y al mismo tiempo tan llena de sentido) que preside la película,
la mayor parte de las acciones que vemos siguen una lógica implacable,
una racionalidad tajante. La premisa es la siguiente: unas personas no
pueden salir de una habitación, no porque la puerta esté
atrancada o permanezcan secuestradas por uno de los invitados; simplemente
no pueden. Pero a partir de aquí, el decurso principal del film
se torna en casi todos sus momentos de una verosimilitud aplastante. Surgen
el cansancio, la suciedad, el conflicto, la muerte. Se descomponen progresivamente
las relaciones sociales, ya antes del encierro seriamente perjudicadas.
Esa verosimilitud de descenso a los infiernos está plagada de razones.
Es cierto que algunos momentos de la proyección permanecen deliberadamente
más en lo oculto. Son sobre todo los que hacen de ella algo "personal",
algo que remite a vivencias, obsesiones y recuerdos del director aragonés.
Y son precisamente ellos sobre los que ha pesado mayor intención
de simbología por parte de los intérpretes.
El cine de Buñuel no se lleva bien con los
símbolos ni con las estrictas alegorías. Buñuel se
guía por una intuición y despliega numerosos significantes,
indefectiblemente abiertos, por ello mismo susceptibles de ser variadamente
interpretados. Para el autor la significación simbólica busca
siempre respuestas de lo inexplicable, hasta violentarlo. No lo respeta
como tal, lo avasalla y trata de suprimirlo. A pesar de ello, la intuición,
la idea subterránea que le guía, habla, dice cosas. Los símbolos
no hacen tesis, no demuestran, ni siquiera operan a nivel concreto (el
oso que deambula por la casa no es la U. R. S. S., Leticia no es la Virgen
María) sino a otro nivel, más abierto, menos delimitado.
Para el propio Buñuel, por ejemplo, salir de la casa tiene mucho
que ver con la adquisición de una libertad siempre ignota y quimérica.
El hijo de Buñuel eludía también
esta tendencia racionalizante asegurando que "los supuestos símbolos
a menudo no son más que simples recuerdos"(3)
. Pero por el hecho mismo de tratarse de una película
que manifiesta lo más íntimo, compuesta también de
retazos, de recuerdos, incluso de improvisaciones hechas en la marcha del
rodaje, nos hace ver una misma preocupación inconsciente en ella.
Como afirmaba algún filósofo idealista, la obra de arte termina
por independizarse del autor, que sólo mantiene con ella una relación
subterránea, tanto es así que verbalizar tal relación
llega a ser imposible. El ángel exterminador trasciende con mucho
lo pretendido por Buñuel. Una película guiada por el enigma
nos insta más aún que otras a centrarnos en lo visto y en
lo oído, a desentrañar su sentido no para agotarlo (siempre
permanece el enigma), sino para encontrar su coherencia, que a todas luces
posee. Si bien nos encontramos una película misteriosa, fuertemente
perturbadora, aparentemente impenetrable y sorprendente, también
lo es su profunda lógica interna(4).
Alrededor de toda película-misterio sobrevuelan
múltiples interpretaciones, muchas menos en las películas
evidentes. Las que suele recibir El ángel exterminador pueden ser
extendidas a toda la filmografía del autor. Por un lado, una lectura
sexual, en clave psicoanalítica, muy presente en los exégetas,
que ahonda en el mundo interno de alguno de los personajes, en sus deseos
más íntimos, en sus pulsiones y obsesiones. Por otro lado,
una lectura política, centrada en las confrontaciones de clase,
los burgueses y los criados en relaciones de exclusión. Por último,
una lectura religiosa, con omnipresencia de acciones e iconos del cristianismo.
Todas estas lecturas son legítimas y sugeridas
en algún momento por el autor. La primera enclava la problemática
bajo el influjo freudiano —"uno de los tres hombres más importantes
del siglo"(5)— y tiene una de sus ejemplificaciones en la interpretación
de F. Cesarman. Según éste, las grandes películas
de Buñuel son muestrario del mundo interior de uno de los personajes.
En nuestro caso, el encierro refleja el cúmulo de represiones y
deseos latentes de Leticia en su virginidad. A su vez, la lectura política
concibe el film como algo reservado a la condición burguesa, su
desmoronamiento y degradación. La inicial salida de los criados,
la permanencia del mayordomo entre los cautivos y la revolución
ciudadana que se apunta al final, describirían la problemática
principal. La lectura religiosa, en cambio, se centra en determinados símbolos
que vienen a protagonizar ciertos personajes, el anfitrión y Leticia
principalmente, y por supuesto la extraña presencia de los tres
corderos.
Nuestra lectura de la película se centra
en cambio en otro factor frecuentemente obviado por el resto de investigadores.
Se trata del propio desarrollo del encierro, de las maniobras que se despliegan
para tratar de explicar lo inexplicable por parte de los implicados, la
evolución de las relaciones sociales de una comunidad forzada a
serlo. Para ello se centra, como materia de su análisis, exclusivamente
en lo visto y en lo oído, en el propio desarrollo de los actos en
la filmación, en las conductas explícitas, en las palabras
proferidas, sin incorporación de hipótesis desplegadas desde
lo no visto y lo no oído(6).
Esta lectura, que podemos llamar sociológica,
no busca en principio razones frente a la premisa inicial de la película.
La respeta. Interroga más bien el devenir del encierro, no la causa
que lo provocó. Esta causa permanece siempre en el desconocimiento.
Pero, hay que decir del mismo modo, que toda interpretación que
se adopte, finaliza, mediante el desarrollo de su argumentación,
apuntando una respuesta sobre el origen mismo de la reclusión, respuesta
siempre vaga e incierta, probablemente innecesaria, pero de ningún
modo gratuita, pues viene provocada por un análisis del propio discurrir
de los actos.
A su vez, nuestra interpretación parece poder
asumir las lecturas política y religiosa, encontrar un fundamento
más sólido de ellas. De este modo, considera anteriores y
más básicas las relaciones sociales que las exclusivamente
clasistas. Pretender que el problema que vemos desarrollado en pantalla
compete únicamente a la clase burguesa es un error que escamotea
una de las ideas principales de la película y su propia estructura
narrativa, como pronto veremos. De igual manera, dota de un fundamento
anterior a la lectura religiosa, remitiendo la problemática no sólo
a la religión cristiana, sino más esencialmente a la religión
primitiva y arcaica.
Nos basamos, para todo ello, en un modelo de comprensión
ajeno a la película —del mismo modo que la lectura sexual remitía
a Freud o la política a Marx-. Tomamos como base las ideas de René
Girard y de otros autores de antropología de la religión,
adaptándolas libremente. Nuestro criterio de análisis viene
presidido por un mismo interrogante que vertebra nuestra argumentación:
en una comunidad crítica como la que se ve en la película,
¿qué razones se dan para dilucidar el encierro, para explicar
lo inexplicable?. El film que tenemos ante nuestros ojos despliega sin
cesar esta pregunta a todas las entidades relacionadas con él: al
autor, a los espectadores, y a los propios personajes.
Por último, cabe señalar que la pertinencia
de una lectura sociológica está ratificada por el propio
Buñuel. En conversación con J. F. Aranda, el autor declara:
"Desde luego no he introducido ni un sólo símbolo en el film,
y aquellos que esperen de mí una obra de tesis con un mensaje ¡pueden
esperar! Pero que El ángel exterminador es susceptible de ser interpretado,
qué duda cabe. Todos tienen derecho a interpretarlo como quieran.
Hay quien le da una interpretación únicamente erótico-sexual.
Otros, política. Yo le doy más bien una interpretación
histórico-social"(7).
La importancia genéticamente crucial de las
relaciones sociales en la película se comprueba fácilmente
en otro texto importante, en donde Buñuel plantea explícitamente
el problema y el criterio de su propia interpretación —a posteriori—
de la obra. En la entrevista que concede a Tomás Pérez Turrent
y a José de la Colina, afirma: "en la sociedad humana de hoy, los
hombres cada vez se ponen menos de acuerdo, y por eso combaten entre ellos.
Pero ¿por qué no se entienden?¿Por qué no salen
de esta situación? En la película es lo mismo: ¿Por
qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?"(8).
Tomando como base estas reflexiones del autor, las
preguntas que en ellas se formulan son las mismas que nosotros nos planteamos
a lo largo de este artículo. Las respuestas que exigen no pueden
ser directas ni iniciales, no pueden ser categóricas ni a priori.
Sólo podemos contestarlas acudiendo a la misma proyección,
a los propios intentos por parte de los personajes para dotar de sentido
la absurda situación en la que se hallan. Acudiendo a ellos, hilvanando
su mentalidad y sus maneras de actuar, sus equívocos y sus palabras,
podemos conocer de qué modo van progresivamente reconociendo y dictaminando
la naturaleza de su encierro, conformando de este modo dos subgrupos claramente
delimitados, uno acusador y otro más comunitario. Es sólamente
a través de sus intentos de dar sentido al sinsentido como podemos
derivar una significación de la reclusión y del propio título
de la obra.
II
La ligereza de los diálogos e interacciones
durante la cena pronto adoptará la forma de un sopor generalizado
y de éste pasaremos a una nefasta convivencia. Los sirvientes, escorados
por un irresistible movimiento, han abandonado la casa. Los burgueses,
inclinados por un opuesto pero idéntico flujo, quedan en el interior.
Ni los de dentro podrán salir, ni los de fuera entrar. La película
presenta a este respecto dos umbrales delimitados. Uno de ellos es el que
separa el comedor del salón: impide salir. Otro es el que separa
la mansión residencial de la calle de la Providencia: impide entrar.
Ambos aparecen prácticamente infranqueables, ponen límite
a dos mundos diferentes con un abismo lógico entrambos(15).
Tras escuchar al piano la sonata de Paradisi, los
invitados deberían despedirse, poner fin a la velada. No lo hacen.
Como en una pesadilla kafkiana, el momento de la despedida queda siempre
pospuesto, aplazado un rato más, hasta después de las conversaciones
triviales que entre ellos mantienen. Van desplomándose en los sillones,
despojándose de sus rígidas vestimentas, deambulando por
la estancia como almas en pena, como espectros surgidos del más
profundo de los absurdos. Son tan numerosos, que algunos deben, exhaustos,
tumbarse en el suelo, a lo largo y ancho de las alfombras. Apagan las luces
y, entre la oscuridad y los bultos informes, el antes lujoso salón
va adoptando la forma de un hospital de campaña, repleto de toses,
arrebujos y suspiros. A la mañana siguiente, la confusión
y el desasosiego todavía habrán de esperar. Como buenos salvadores
de apariencias, entienden que su situación es original, pero en
cualquier caso bajo control. Creen que su estado presente es espontáneo,
libremente adoptado, aunque a todas luces extraño. Tras el desayuno,
parecen pensar, todos saldremos, naturalmente, de aquí. Pero, qué
raro, no es así. Julio, el mayordomo, se interna en el salón,
y ya no puede salir, ni siquiera para coger las cucharillas del café
que ha olvidado. Blanca, sentada junto al límite, empieza a llorar;
Russell yace en un sofá enfermo del corazón. La situación
comienza a hacerse insostenible.
A partir de aquí, surge entre todos los presentes
la concienciación de vivir encerrados, comienzan, más que
a comprender, a sufrir "la imposibilidad de satisfacer un sencillo deseo"(16):
traspasar un umbral abierto. La cosa cambia de cariz súbitamente.
La party encantadora e íntima es ahora comunidad inevitable, agrupación
crítica, sociedad a la fuerza. Las necesidades elementales no pueden
ser cubiertas. Se acaba el café, la comida, no hay agua, la suciedad
y el desorden se acumulan, proliferan la enfermedad y el aburrimiento.
La anterior incomunicación es ahora muestra de una profunda disarmonía,
de una debilidad general. Se van perdiendo las diferencias en ese espacio
que algunos personajes definen como prostíbulo, campamento de gitanos,
pocilga. La impureza que reside en el interior de la mansión es
asimilada, como sucede en tantos relatos mitológicos, en descripciones
etnológicas de sociedades críticas, en tantos cuentos y películas,
a la aparición de la peste. No es en absoluto gratuita la colocación
de una bandera amarilla en la puerta de la mansión de los Nóbile.
Indica un interior contaminado, una cuarentena obligada e intocable, unos
cautivos envenenados en la violencia recíproca, en la pérdida
de las diferencias, en una estructura de dobles en la que van repitiendo
y repitiéndose.
El tema de la repetición es central en todo
análisis de El ángel exterminador. Buñuel se jactaba
incluso de ser el primero en haberla utilizado en el cine. Su interés
era romper el tiempo, provocar un "efecto hipnótico" en el espectador(17),
una especie de trance. Parecen distinguirse dos tipos de repeticiones en
la película, según los intérpretes. El último
de ellos es aquel por el cual Leticia logra eliminar el misterioso sortilegio,
percatándose de que la posición en la que ahora deliran los
invitados es la misma que adoptaron "aquella noche", cuando escuchaban
a Blanca al piano. El primer tipo es esa casi siniestra repetición
de lo mismo que Buñuel explota a lo largo del metraje, haciendo
que el anfitrión repita dos veces idéntico brindis, que los
personajes realicen idénticas acciones(18), etc.
Para nuestra lectura sociológica es necesario
comprender que no sólo hay dos tipos, sino que más bien el
primero parece desdoblarse a su vez en dos. Esa repetición encadenante
está lejos de mostrarse tan anquilosada como a primera vista parece,
va desarrollando un proceso. Por una parte tenemos aquellas repeticiones
"degradantes" en las que un mismo personaje repite dos veces la misma frase
o conducta. Por ejemplo el brindis de Edmundo o aquella frase que parece
gustar tanto al doctor Conde, en la que profetiza, secretamente, que sus
pacientes quedarán "completamente calvos". Por otra parte tenemos
aquellas repeticiones en las que un o unos personajes reiteran una misma
frase o conducta de otro u otros personajes. Veamos dos ejemplos de esto
último. Tras pasar la primera noche en el salón, Francisco
increpa a su hermana:
IV
Blanca: "Raúl me ha dicho que muriéndose
Nóbile esto termina".
Silvia: "Muerta la araña la tela se
deshace".
En el seno cerrado de una comunidad de iguales surge
el conflicto. Los burgueses son afines, comparten reglas de etiqueta comunes,
educación elitista, se deleitan —y bostezan— ante la misma música.
No sólo van adoptando roles recíprocos sino que comparten
un mismo deseo. Comparten, además, una misma e irracional incapacidad
de llevarlo a cabo. Tal frustación incomprensible acrecienta los
equívocos y el afán de conflicto. En una comunidad ignorante
de su propia situación, las razones que inventan los hombres conducen
ineludiblemente a la catástrofe. Los implicados, siempre ignorantes,
deben rellenar el hueco de esta su condición con argumentos concretos.
Éstos, lejos de articularse en complejos razonamientos, coinciden
con acusaciones directas. Alguien tiene que pagar el pato. Alguien tiene
que responsabilizarse de la situación de todos.
Esta tendencia de los cautivos es esencial en todo
el metraje. Buñuel acentúa las aristas de nuestra interpretación.
Algunos personajes aparecen, aun antes de las acusaciones, claramente definidos
por su caracter perseguidor. Tras la cena, queda sola Leticia, sentada
a la mesa. Dobla cuidadosamente una servilleta, se levanta, agarra un cenicero
y lo arroja a través de una ventana, rompiendo el cristal. Raúl
y Leandro Gómez escuchan intrigados, a lo que éste último
espeta: "Algún judío que pasaba". En estos dos planos sucesivos
vemos simbólicamente desarrollada nuestra lectura sociológica.
En este gesto de Leticia ya se adivina cuál va a ser el dilema del
encierro, la distancia insalvable que se postulará, sólo
unos momentos después, entre el interior y el exterior, el dentro
y el fuera. El cambio súbito de conducta —de doblar elegantemente
la servilleta a arrojar violentamente el cenicero— parece profetizar la
degeneración que poseerá a los burgueses. La frase de Leandro
Gómez es su versión de los hechos, el veredicto acusador,
la explicación de un suceso invisible. Raúl lo ha visto todo
y rectifica a su amigo: "Ha sido la Walkiria", que ya se une a los invitados,
con total normalidad.
Tras el desayuno, cuando ya los burgueses yacen
aprisionados en el salón, continúan las conjeturas perseguidoras.
El director de orquesta sospecha de los criados; su extraña desaparición
debe estar relacionada con el encierro. Edmundo, como siempre, intenta
calmar a sus invitados. Recomienda "no aventurar tesis alarmantes". Los
criados salieron de la casa la noche anterior no por presagiar algo terrible.
Más bien tenían una tendencia irresistible a salir, del mismo
modo que los burgueses la tienen a no poder hacerlo. Pero para los integrantes
esta sin razón, si es que llegan realmente a encararse con ella,
no es satisfactoria: los sirvientes tienen algo que ver en todo esto.
Ante la concienciación del lugar completamente
otro que supone el emplazamiento de los criados —un afuera totalmente vedado
a los participantes, un lugar totalmente inexistente habida cuenta de su
condición inasequible— las culpas devienen a un miembro del grupo.
Los criados son víctimas inalcanzables, no nutren el hambre de violencia,
pertenecen a otro mundo, el mundo de los de fuera. ¿Qué mejor
personaje, llamado a encarnar el ser maldito alimentador de desorden, que
el mismo dueño de la casa?. Él es el responsable de la velada,
de la invitación que a todos reunió allí. Su talante
reconciliador no sienta bien a cierta parte del grupo. Les hace pensar
en temores y sospechas. Ese ser "amable" es culpable de la lamentable condición
del resto.
Cuando las sociedades viven catástrofes amenazadoras,
momentos de caos inexplicable, guerras, terremotos, desastres, epidemias,
surgen por doquier los chivos expiatorios. Entes llamados a encarnar todo
lo malvado del momento. En algunas ocasiones, cuando el desastre ha sido,
sin que lo sepan los integrantes, provocado por ellos mismos —luchas rivales
por ejemplo-, la muerte del chivo pacifica a todos. Sus rencillas locales
han sido transferidas a un tercero. Todos, por mímesis contagiosa,
creen responsable de su propio desastre a uno de los presentes. En eso
están de acuerdo. Y eso puede llegar a reconciliarles. Si realmente
esto último sucede, la víctima encarnará también
todo lo bendito, el regreso del orden y de la libertad.
En nuestro caso, parece distinto. La sociedad se
subdivide en una facción que defiende la inocencia de Edmundo. Esto
prolonga su vida. Provoca, eso sí, conflictos dobles cada vez más
impetuosos hasta que Edmundo, libremente, acepta entregarse. Coge una pequeña
pistola y camina unos pasos, dispuesto a suicidarse. Como espectadores
comprendemos que su muerte no conllevará eliminar el sortilegio.
La intención de Buñuel de prolongar el cautiverio hasta llegar
al canibalismo ratifica esta idea. El encierro proseguirá, pues
uno no puede ser responsable de la condición de todos. Nos hallamos
en un cautiverio en el que el sacrificio ha perdido eficacia.
La presencia de los corderos en el salón
goza de una notable significación a la luz de estas ideas. Buñuel
lo entendió conscientemente como una especie de broma que los anfitriones
gastarían a sus comensales haciendo que los animales entren al comedor,
junto con un osezno. El autor no logra, sin embargo, comunicarnos este
efecto en su película. Después quedan por la casa pero en
un momento crítico de la clausura, cuando el hambre atenaza a los
invitados, entran libremente al salón, donde los burgueses los rodean.
La utilización de los corderos es claramente sacrificial, y no sólo
remite al "cordero de Dios" judeo-cristiano, muy presente en la lectura
religiosa de la película, sino más esencialmente al sacrificio
primitivo. Es cierto que su atento recibimiento depende de razones alimenticias.
La carne satisfará una carencia orgánica, del mismo modo
que prolongará aún más la situación. Pero en
la película se presenta otra utilidad marcadamente expiatoria. Ana
Maynar, la ocultista, con la aparente intención de conjurar el encierro,
precisa de la sangre inocente del último cordero. Su muerte, según
ella, revelará el enigma tornándolo ineficaz, y todos podrán
salir. En otra escena, al parecer improvisada en la marcha del rodaje,
Leticia insulta a Edmundo llamándole "víctima", quita la
venda que cubre la frente del anfitrión —al parecer por una supuesta
agresión que no vemos-, le entrega un puñal y venda los ojos
del último cordero. Se nos muestra aquí un efecto de sustitución
muy característico en las sociedades sacrificiales(20).
La aplicación de las intuiciones girardianas
sobre el sacrificio primitivo al cine se revela aquí poderosamente.
En la película que nos ocupa se ejemplifica gran parte de lo que
el pensador francés ha mostrado sobre el tema(21). Por una parte,
su explicación de los sacrificios rituales radica en la elección
de una víctima no vengable, es decir, no acarreadora de inmediatas
represalias. Esto se muestra claramente en la primera acusación
a los criados. Al igual que la caterva de víctimas rituales está
compuesta, en tantas variadas culturas, por seres externos a la sociedad,
extranjeros, cautivos de guerra, esclavos, los sirvientes cumplen perfectamente
esta condición, pero son inasequibles. Por otra parte, según
Girard, todos estos ritos descansan en una serie de sucesos genéticos
de violencia espontánea, perdidos en la noche de los tiempos, en
los que la víctima es, ahora, un miembro del grupo, un chivo expiatorio
de la comunidad. Aquí tenemos a Nóbile, que hasta parece
desempeñar el papel de la realeza en algunas sociedades primitivas.
Por último están los corderos, verdaderos sustitutos tanto
de las víctimas rituales —los criados-, como de la víctima
genética —Nóbile-.
Pero una vez allí, bien alimentados, los
burgueses siguen sin poder salir. Las iras se vuelcan nuevamente sobre
el anfitrión. En el momento justo en el que éste parece decidido
a quitarse la vida, Leticia soluciona el conflicto.
V
Las palabras de "la Walkiria" constituyen ese segundo
tipo de repetición presente en el film, el que provoca la aparición
de algo diferente, la salida de la mansión. Su descubrimiento parece
fortuito, azaroso, encontrado de sopetón, altamente intuitivo. La
posición es ahora idéntica a la de tiempo atrás, cuando
todos, recién instalados en el salón, escuchaban a Blanca
al piano. Y ese descubrimiento, en un primer momento, llena de indiferencia
a los presentes, inmediatamente después les hace caer en la cuenta.
Raúl pregunta escéptico qué puede importar eso, pero
Leticia comprende que sólo reconstruyendo ese siniestro momento
del pasado podrá darse fin de una vez por todas a la interminable
velada. Insta a sus compañeros a que recuerden su conducta, sus
movimientos, si felicitaron a la pianista, qué dijeron, y de este
modo orienta el transcurso pasado de los acontecimientos en una nueva dirección.
La inicial indiferencia se torna sentida colaboración y los invitados
acatan los ruegos de Leticia que, en un momento dado, traspasará
el umbral en vanguardia. Los burgueses, entre alaridos de alegría,
salen de la habitación.
La significación psicoanalítica de
este primer desenlace es evidente. Como en la terapia, la reconstrucción
genética de un pasado traumático disuelve los síntomas.
Desde nuestra lectura, sin embargo, lo que prima no es la reconstrucción
psicológica como tal, que está muy presente, sino la resultante
cooperación del grupo. La convivencia de los burgueses ha sido siempre
inestable, incluso desde antes del encierro. Después, los actos
de cooperación presentes —la exigencia de que sean las mujeres las
que beban primero, la separación en zonas masculinas y femeninas
a la hora de dormir, la organización de un equipo de limpieza, etc.-,
parecen estar llenos de fricciones, provocan y son consecuencia de actos
de egoísmo brutal. El devenir de los acontecimientos, desde los
primeros apretones de manos a la pelea caótica en el suelo, dibujan
una línea de progresivo desorden social, siempre guiado por un recrudecimiento
de la mentalidad perseguidora y acusadora. Ante lo inexplicable, se despierta
ese mecanismo que exige la presencia de uno cargando con las culpas de
todos. En las palabras de Leticia, en cambio, se ruega una determinada
acción colectiva, una reactualización del pasado, al modo
presente en infinidad de mitos y ritos. Pero dicha escenificación
no ha de culminar en sacrificio, como tantos mitos y ritos y como pretenden
buena parte de los implicados; no ha de suponer un derramamiento de sangre,
sino más bien un acto de cooperación pacífica. Por
primera vez en el encierro, todos los asistentes aceptan repetir, como
en una farsa, lo sucedido tiempo atrás. Todos colaboran al propósito
como si se dieran cuenta de que el encierro y su solución, es cosa
de todos, incumbe a todos y no a uno solo en el que se vuelca todo el hambre
de violencia. Pero no es así en absoluto.
Tal concienciación no se presenta a los burgueses.
La enseñanza no sacrificial está gestando, en verdad, una
hecatombe. Es aquí donde surge el profundo pesimismo del autor.
Algo ha logrado conjurar el sortilegio. No ha sido la satisfacción
del impulso expiatorio sino una determinada colaboración ritual,
que posibilita a los supervivientes su anhelado deseo. Su liberación
no pasa por la ejecución del anfitrión, sino por algo que
requiere la cooperación de todos. Atrás, como muestra de
la ausencia de un acuerdo, han quedado tres cadáveres. Pero de nuevo,
se adivina que sólo unos días después, un nuevo encierro,
más numeroso y por tanto más catastrófico, sucede.
El glorioso Te Deum es una nueva cárcel.
Una comunidad en crisis es ignorante de las verdaderas
razones que le llevan a una reconciliación. Si los miembros satisfacen
su tendencia sacrificial, creerán que el regreso del orden se debe
a la muerte del ser maldito, obviando las verdaderas razones miméticas.
La estrategia fortuita de Leticia, que exige de los presentes una mímesis
pacífica, una auto-identificación colectiva, debería
llevarles a una comprensión de la inocencia de Edmundo. Nosotros,
como espectadores, sabemos que no hay solución por medio del sacrificio.
Pero, ¿lo saben los personajes? ¿A qué atribuyen su
liberación, una vez fuera? La visión de Buñuel se
revela aquí trágica. La única reconciliación
de una comunidad en crisis es la ausencia de reconciliación. El
deseo que a todos une es únicamente el de separarse, salir fuera,
disolverse. La única paz que resta al grupo es dejar de ser grupo.
Pero he aquí que tal comunidad vuelve a juntarse en una iglesia.
¿Surtirá su efecto la enseñanza
de que sólo con la ayuda de todos se traspasan umbrales, o más
bien surgirán de nuevo las acusaciones particulares? ¿Serán
los revolucionarios del exterior los inculpados, o más bien el sacerdote
y sus acólitos? Decenas de corderos se internan en la iglesia atestada.
¿Servirán para salir o prolongarán más el cautiverio?
¿Volverá a funcionar el descubrimiento de Leticia, esta vez
con doscientos habitantes?
En la puerta, de nuevo, una bandera amarilla.
BIBLIOGRAFÍA