Mario Benedetti
Hoy
el arrepentimiento (ya no religioso, sino político) se ha convertido
en una industria lucrativa. "Ahora", dice Baudrillard, "todo el siglo al
completo se arrepiente, el arrepentimiento de clase (o de raza) se impone
por doquier al orgullo y a la conciencia de clase". Aquí también,
como en la catequesis del viejo confesor, el arrepentimiento es una fase
posterior al reconocimiento del pecado. Y ya que este arrepentimiento da
prestigio, nada mejor que lanzarse a la invención desenfrenada de
pecados propios, no importa si veniales o mortales. Los grandes predicadores
exorcistas de este fin de siglo (los Reagan, Tatcher, Bush, Walesa, Yeltsin
y last but no least, el papa Wojtyla) exigen el arrepentimiento como el
obligado peaje para ingresar en el Welfare State universal. Por lo pronto,
abundan los partidos políticos que hacen cola en la ventanilla donde
se ficha a los arrepentidos. Al llegar allí, unos entregan la palabra
popular, otros depositan el término social o se despojan de su condición
cristiana, otros más abdican su atributo socialista, y nunca falta
alguno que se desprende, rojo de vergüenza, el rótulo marxista.
En compensación, el Big Brother y otros pastores
de almas les van entregando el codiciado carnet de demócrata. Gracias...
a la avalancha de arrepentidos, la democracia, que era una doctrina apolítica
y/o un sistema de gobierno... se ha convertido en una transnacional de
amplísimo espectro, en la que hasta tienen cabida los golpistas
como Fujimori o los incendiarios (además de golpistas) como Pinochet
o Yeltsin. (...) ...La contrición lleva a la servidumbre social;
de ahí que a los decidores neoliberales les sea tan rentable el
arrepentimiento como la trajinada plusvalía.
La servidumbre social es pieza fundamental en el
aumento y esplendor de la renta per cápita. A mayor mansedumbre
en las bajas capas de la sociedad, más redituable imagen en los
foros internacionales. Aunque en las intransigentes cartas de intención
no se usen términos tan rudos, al Fondo Monetario y otros inexorables
no les interesa en absoluto la eliminación de la pobreza, sino la
supresión, no importa a qué precios, de la rebeldía
de los pobres.
¿Cómo no se dieron cuenta los revoltosos
de Santiago del Estero que Argentina, tal como proclama su presidente,
había ingresado por fin al Primer Mundo y que eso era mucho más
relevante que sus sueldos, tan miserables como impagos? ¿Cómo
no advirtieron los chiapanecos, pobres de solemnidad, que su proyecto de
insurrección armada no contaba con la anuencia de Octavio Paz y
en consecuencia iba a perjudicar la aplicación de ese famoso TLC,
destinado a enterrarlos cada vez más en su pozo de miseria? ¿Cómo
los zapatistas se atreven a hablar de democracia, libertad y justicia,
cuando esas palabras sólo tienen validez en la boca inmaculada de
los blancos? (...)
Sólo falta saber si estos miles de indígenas
zapatistas elegirán el arrepentimiento como forma (o tabla) de salvación
y si comprenderán, ellos también, que ese arrepentimiento
es una fase posterior al reconocimiento del pecado. Ahora bien, ¿qué
pecados deberán reconocer los chiapanecos? ¿El despojo de
sus tierras? ¿El avasallamiento de sus tradiciones? ¿El odio
que provocan en los ganaderos, que sin embargo los explotan? ¿Su
reclamo de un espacio democrático? ¿El desdén que
los blancos les consagran?
Es cierto que el arrepentimiento se ha convertido
en una industria lucrativa. Todos los días nos enteramos de que
algún político, algún intelectual, algún politólogo,
algún economista y sobre todo algún oportunista concurren
al confesionario del Imperio, o a alguna de sus parroquias de moda, con
toda su filatelia de pecados. En vez de elaborar el duelo de algún
legítimo desencanto, reniegan allí de su pasado solidario,
de su faena por causas justas, de su defensa de los derechos humanos, de
su asco hacia la tortura.(*) El mundo consumista los recibe con los brazos
abiertos, y de paso les roba la billetera. No obstante, los privilegiados
del canibalismo económico nunca los admitirán verdaderamente
entre los suyos. Saben, como cualquier hijo de vecino, que en el mercado
de la deslealtad el arrepentimiento no es la más fiable de las garantías.