La vocación golpista
José Vicente Rangel
. 20 de julio de 2009

 

El dicho popular es muy sabio: perro que come manteca mete la lengua en tapara. No falla. Pasa también en política. Ejemplo: la tradición golpista de Acción Democrática se remonta al 18 de octubre de 1945. Por cierto, de eso ahora no se habla. Estudiosos del acontecer histórico, como el amigo Simón Alberto Consalvi, se hacen los locos con ese episodio donde los adecos, unidos a los militares liderizados por Marcos Pérez Jiménez, derrocaron el gobierno democrático, nacionalista, civilista, del general Isaís Medina Angarita. Los biógrafos de Rómulo Betancourt maquillan cuidadosamente el hecho que abrió, sin duda, el camino a la asonada en la etapa postgomecista y preparó el terreno para el golpe contra Rómulo Gallegos y la larga dictadura que lo sucedió. Caldera y Villalba también tuvieron devaneos golpistas. Los justificaron alegando que el régimen perseguía con saña a los adversarios y que el sectarismo campeaba en el país.

¿Que Hugo Chávez dio un golpe el 4 de febrero? En efecto, sí lo dio. Ni él ni nadie lo niega; y entre las diferencias que uno observa en este episodio con la aventura octubrista, está que Chávez jamás ocultó su participación en el hecho y reivindicó su carácter revolucionario. Los adecos se jactaron del 18 de octubre durante algún tiempo, hasta que fueron desalojados del poder por otro golpe, el del 24 de noviembre de 1948. Pero luego abjuraron a aquello que presentaban como conquista popular y a las banderas de la "gloriosa revolución de octubre". El debate sobre los golpes, de uno u otro signo, militares, cívico-militares, de derecha o de izquierda, está abierto y, obviamente, procede.

Lo cierto es que quienes fueron precursores de la ruptura del orden constitucional en 1945, no renuncian a esa tentación. O para decirlo de forma más exacta: a esa vocación.

Tan pronto el bipartidismo puntofijista fue derrotado electoralmente -diciembre de1998-, por culpa propia, por su manifiesta incapacidad para dirigir el país y su obscena corrupción, comenzó a conspirar. Aún antes de que Chávez se posesionara se armó el entramado subversivo. Se justificó esa actitud aduciendo que el gobierno adoptaba politicas contrarias al estatus congelado que había heredado.

¿Pero es que acaso Chávez no planteó en su campaña cambios sociales, políticos e institucionales de fondo y que asumiría el gobierno en términos revolucionarios? Es decir, que estaba dispuesto a hacer desde Miraflores lo que los adecos no hicieron pese a su inflamada retórica revolucionaria.

Esa disposición a avanzar por la ruta del auténtico cambio social, disparó la conspiración de los poderes fácticos que culminaría en la aventura del 11 de abril de 2002, el golpe a la industria petrolera, los militares alzados de Plaza Altamira, la guarimba y el terrorismo. Se puede afirmar, sin riesgo de falsear la historia, que en el gobierno de Chávez -los 10 años que se le enrostran para cuestionarlo-, no hay un solo minuto sin que la oposición dejara de conspirar. Se trata de un período donde impera la conspiración continuada y sistemática. Eso que Francois Miterrand llamó "el golpe de Estado permanente".

Toda la oposición venezolana -si hay excepciones, no las recuerdo- se involucró en el golpe del 11-A. Luego hubo ciertas aclaratorias. Pero lo cierto es que, por acción u omisión, la clase política, el empresariado, los medios, la jerarquía de la Iglesia católica, algunos intelectuales, participaron en el hecho o hicieron su apología. No he escuchado en el curso de estos siete años una autocrítica seria, sincera, sobre esa conducta. Por el contrario, lo que uno conoce es el énfasis en la pertinencia de la aventura. A veces, incluso, la exaltación de la impunidad de los responsables, con la complicidad de las propias instituciones de la V República y la permisividad del gobierno bolivariano. Como siempre, polvo y lodo unidos.

El polvo de abril en Venezuela y ahora el lodo en Honduras. El planteamiento es el mismo en Caracas y en Tegucigalpa. Los resortes golpistas de hace siete años se reactivan, pero la víctima no sólo es Honduras: su efecto letal se extiende a toda la región y, por supuesto, a Venezuela.

Basta escuchar la jauría.