Paraguay y los nuevos golpes en la región
Íñigo Errejón[1]
y Alfredo Serrano[2], El Telégrafo. 25 de Junio del 2012

 

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En menos de 48 horas, entre los días 21 y 22 de junio, se ha consumado la destitución del ya expresidente Fernando Lugo en Paraguay, por parte del Congreso y el Senado dominados por los partidos tradicionales Colorado (derechista) y Liberal (centroderecha), el último de los cuales era parte de forma ambivalente de la coalición presidencial. La destitución, prevista en la Constitución paraguaya que Lugo heredó, fue activada por la derecha partidaria en defensa de los intereses de los más importantes lobbies ganaderos y terratenientes, a raíz de los incidentes en Curuguaty donde en una toma de tierras en un latifundio fueron asesinados 11 campesinos y 6 policías.

Los medios de comunicación de propiedad privada fueron presionando según el manual clásico de cualquier destitución forzosa. La derecha paraguaya acusó a Lugo, en el Juicio Político, de cinco cargos extremadamente ideologizados, siendo el más importante de ellos el de la complacencia con la agitación agrícola y el de “fomentar la lucha de clases”. A esto se sumó la cuestión del “carácter” del presidente como si se tratara también de un psicoanálisis. El Juicio Político y la destitución de Lugo han entregado ya la Presidencia al anterior Vicepresidente, Federico Franco, del partido Liberal, y fiel a los poderes económicos del país, quien fue siempre el baluarte de la oposición al interior del Gobierno, merced a una extraña alianza electoral. Este presidente, sin elección, ya había intentado sin éxito anteriormente esta técnica del Juicio Político.

La candidatura de Fernando Lugo aglutinó a sectores muy diversos que combinaban agrupaciones progresistas con partidos de izquierdas y organizaciones sociales campesinas. No obstante, más que una suma de organizaciones populares, se trataba más una articulación laxa y poco orgánica, nucleada en torno a las posibilidades inéditas de victoria gracias al perfil del candidato: la Alianza Patriótica por el cambio. La victoria de Lugo terminó con décadas de dominio del Partido Colorado en el sistema político paraguayo. El nuevo presidente enfrentó desde su llegada, prácticamente sin grupo parlamentario propio, el chantaje permanente de los contrapoderes oligárquicos en el Estado.

Las diferencias internas, el débil respaldo popular organizado, y la timidez política del Presidente han lastrado todo el mandato del Gobierno. Las transformación se circunscribieron a una mejora significativa de la política social, pero sin grandes avances en cambios estructurales, en particular de la problemática de la estructura hiperconcentrada de propiedad de la tierra.

La destitución de Lugo fue calificada de “maniobra antidemocrática” por parte de los cancilleres de varios países de la UNASUR, que volaron de inmediato a Asunción para apoyar al Gobierno democráticamente elegido. Mientras se escribe esto, y a la espera de posicionamientos más desarrollados, los Presidentes de la Organización de Estados Americanos y la Unión de Naciones Surameticanas, expresaron su rechazo de la maniobra de destitución. La presidente brasileña Dilma Roussef ya ha sugerido la exclusión de Paraguay del MERCOSUR. Los Gobiernos ecuatoriano, argentino, boliviano y venezolano ya han hecho público que no reconocen al nuevo Ejecutivo paraguayo. La reacción regional ha sido ejemplar, y muestra los efectos del avance del proceso de integración latinoamericana, pero no ha podido evitar hasta la fecha el cambio de Gobierno en Paraguay. Por el contrario, los gobiernos español, alemán y el Estado Vaticano se apresuraron a reconocer el gobierno golpista. Mientras tanto, Estados Unidos “llama a la calma”.

El Gobierno de Paraguay, hasta el momento, se enmarcaba en una dinámica regional latinoamericana de gobiernos progresistas, que, con distintas intensidades y alcances, compartían una agenda política hoy ya hegemónica en la región, que marca claramente el sentido de época dominante y determina el terreno de la disputa política incluso para los actores más conservadores. El gobierno paraguayo ya destituido se inscribía en un esfuerzo por la recuperación de la soberanía nacional, la integración regional, la inclusión de las mayorías subalternas y el combate de la desigualdad y la pobreza, mínimo común denominador de las actuales experiencias de Gobiernos progresistas en América Latina.

Estos proyectos, aún cuando conquistan las Presidencias por una combinación variable de movilización social y victoria electoral, se topan de inmediato con los contrapoderes oligárquicos en el Estado. La lucha política más importante se desplaza al interior del Estado, entendido no sólo como el conjunto de los aparatos y administraciones públicas sino también como las instituciones de la sociedad civil que son decisivas en el proceso político (gremios profesionales, poder financiero, medios de comunicación empresariales, organizaciones sociales, etc.) aunque a menudo estén a buen recaudo del control democrático. 

Enmarcados en esa conflictividad que se libra al interior del Estado como campo de disputa, se han producido en los últimos años diversos intentos de desestabilización, destitución y restauración oligárquica en varios países latinoamericanos: Los intentos fallidos de Venezuela 2002, Bolivia 2008, y Ecuador 2010; los golpes exitosos de Honduras 2009 y Paraguay 2012. Estos intentos siguen un patrón de “golpe blando” que difiere de los golpes militares tradicionales, y en el que los poderes conservadores provocan crisis políticas destinadas al derrocamiento del presidente, pero relativamente dentro de la procedimentalidad institucional. En estos procesos la violencia reaccionaria nunca está ausente, pero juega sólo un papel auxiliar: como precipitadora de la crisis o como represión moderada de la respuesta popular posterior.

En este nuevo golpismo latinoamericano, los medios de comunicación privados, juegan un papel fundamental. Los oligopolios mediáticos, que denuncian toda fiscalización como ataques a la libertad de expresión, se erigen en “verdaderos representantes” de la opinión pública que construyen, y representan como aislados a Ejecutivos que detentan un apoyo popular invisibilizado en la esfera pública. Además, producen un marco general de inestabilidad, del que se responsabiliza a los presidentes, y disputan con eficacia la legitimidad democrática, a menudo haciendo uso de las posiciones académicas dominantes sobre el “populismo” y la desconfianza de la participación plebeya directa por fuera de los canales institucionales –e individualizadores- tradicionales.


1. Íñigo Errejón es doctor e investigador en Ciencias Políticas en la UCM
2, Alfredo Serrano es doctor en economía por la UAB
Ambos son miembros del Consejo Directivo de la Fundación CEPS.