Palestina - Israel

EL COLAPSO DEL PROCESO DE PAZ

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art. de Isaías Barreñada B.,  Publicado en  Pueblos, revista del área de Paz y Solidaridad de IU11 de octubre de 1998

Con motivo de los cincuenta años de la fundación del Estado de Israel, los medios de comunicación no sólo han recogido diversas informaciones sobre las celebraciones del jubileo en Israel, sino que se han explayado en recapitulaciones históricas y en reflexiones de distinto tipo sobre la gesta sionista y la significación de tal proyecto político. Qué mejor momento para volverse a preguntar porqué, después de 50 años, todavía no se ha resuelto la cuestión palestina.

Pronto se cumplirán cinco años desde la presentación de la Declaración de Principios (Oslo I, 1993). Con excesivo optimismo, y de manera sospechosamente interesada, desde entonces se extendió el convencimiento de que la resolución del conflicto era inminente y que el Proceso de paz era irreversible. Con el paso de los meses la realidad de los hechos se ha impuesto; hoy la Autoridad Palestina semi gobierna sobre la mayor parte de la población de Gaza y Cisjordania, pero apenas controla, con competencias siempre limitadas, el 3% de los territorios ocupados por Israel en 1967; la mitad del pueblo palestino sigue viviendo como refugiados; nunca ha habido tantos colonos; Jerusalén sigue ocupada. Por todo ello se impone una reflexión sobre el colapso de la vía emprendida en Oslo.

Hoy se responsabiliza al nuevo equipo de gobierno israelí de hacer peligrar la paz. El nombre de Netanyahu se ha convertido en sinónimo de prepotencia y de intransigencia respecto a los palestinos, llegando incluso, con sus desplantes y provocaciones, a enfadar a sus padrinos norteamericanos. Un repaso más detenido de los acontecimientos muestra que la crisis del proceso de Oslo, si bien acelerada con los conservadores, proviene de la legislatura anterior. La creciente desconfianza palestina debida a la prosecución de las políticas de hechos consumados (judaización de Jerusalén, ampliación de los asentamientos, chantaje con los presos, represión, etc), el incumplimiento del calendario pactado, y la utilización del pretexto securitario para justificar cualquier actuación, son prácticas anteriores a la llegada de los conservadores. Por mucho que se empeñen las autoridades palestinas o por muy conciliador que se presente Peres hoy en día, hoy se vive lo que no se quiso prever entonces.

El proceso de paz no ha funcionado por tres razones: porque era ambiguo, porque no era asumible por la mayoría de los israelíes y porque no resolvía realmente y con justicia la cuestión palestina.

- El proceso de paz derivado de los acuerdos de Oslo no fijaba claramente los objetivos a conseguir, todo habría que discutirse, y los temas más delicados se pospusieron para el final de las negociaciones. Los palestinos entendían que tal proceso daba pie, a medio plazo, a la creación de su Estado y a la resolución pactada de la cuestión de Jerusalén, los refugiados o los asentamientos. Los israelíes pensaban que les permitiría conservar la mayor parte de lo adquirido (Jerusalén, colonias, etc) y desresponsabilizarse de lo que no les interesaba (léase descargarse de la población palestina). Sin embargo, a pesar de tal indefinición y ambigüedad, el proceso fue presentado por los dos protagonistas como la única vía posible para un arreglo pacífico. ¿Dónde quedaban las decenas de resoluciones de Naciones Unidas, los "derechos inalienables del pueblo palestino", la justicia, las reparaciones, etc? Por otro lado toda la estrategia se basó en dos premisas: los palestinos esperaban un apoyo incondicional de la comunidad internacional para hacer irreversible lo andado, mientras que los gobernantes israelíes impusieron la peregrina idea de que lo político podía esperar, y que el desarrollo económico regional con la paulatina normalización de relaciones con los vecinos árabes, vital para Israel, conllevaría paulatinamente la resolución de los demás problemas.

- Sin embargo, la principal causa que hizo inoperante esta estrategia residió en el sistema político y en la propia sociedad israelí. El proyecto falló por su base social. Así, por paradójico que parezca, aunque los sondeos de opinión hayan mostrado a lo largo de estos años a una población israelí mayoritariamente partidaria del proceso de paz, los votos terminaron apoyando a los más intransigentes y críticos. Y esto porque en Israel, la resolución del conflicto con los árabes no es la clave principal que orienta el voto. La paz no es el punto central de los programas políticos, sino un componente más de los proyectos políticos y sociales de cada contendiente.

Por muy atractivo que pareciera en el exterior, el proyecto laborista de paz y de normalización con los árabes no podía aceptado porque se enmarcaba en un proyecto de país ajeno para la mayoría de la sociedad israelí. El sistema social y político israelí ha sido denominado por algunos analistas con términos como "democracia étnica" o "etnocracia", porque es una democracia para una minoría étnica, se ha sustentado en la fragmentación y la segregación étnica y clasista. A lo largo de estos cincuenta años se ha ido construyendo una sociedad segmentada y jerarquizada, donde el modelo sionista identificado con los ashkenazíes (los inmigrantes de origen centroeuropeo) liberales y socializantes se ha impuesto brutalmente sobre sefardíes, ultraortodoxos y árabes, condenados a ser ciudadanos de segunda o tercera categoría, carne de cañón para la colonización del territorio, la guerra o la economía nacional. Esto ha provocado que los grupos judíos periféricos rechacen cualquier proyecto identificable con el laborismo elitista ashkenazí y se hayan convertido en trabas de facto para ese intento de reconciliación amañada. El proceso de paz, tal como fue ideado por Peres, no es más que el proyecto de las élites israelíes por el cual pretenden conciliar dos principios de la etnocracia israelí: crecimiento económico y fortalecimiento del Estado y de la identidad nacional. La pervivencia de Israel está, según ellos, íntimamente ligada a su capacidad de hegemonía económica en la región, y eso pasa por la normalización. Para las clases desfavorecidas, esa apertura supone acrecentar la polarización interna cuando no reforzar el desmantelamiento de los mecanismos internos de preferencia étnica y protección social. De ahí que los grupos periféricos lo vieran como algo ajeno a ellos y sus intereses, y que ganara la derecha.

Otro elemento a tener en cuenta es que el paso dado por los laboristas al firmar la Declaración de Principios y al iniciar las sucesivas retiradas militares, por muy limitadas que fueran, pareció romper el "consenso básico sionista" en el interior de Israel. No olvidemos que a lo largo de la corta historia de Israel, las grandes decisiones políticas siempre han sido tomadas por consenso entre las dos grandes fuerzas políticas, el Laborismo y el Likud (sea la guerra de 1967, los acuerdos de Camp David, la guerra del Líbano o la represión de la Intifada). No fue el caso de Oslo. El laborismo pensó erróneamente que sería capaz de construir un nuevo consenso en torno a Oslo. Sin embargo, en una espiral de desconfianza hacia lo que hacían sus gobernantes y bajo el efecto de temor colectivo creado por los atentados palestinos, una parte importante de la población israelí empezó a percibir algunas actuaciones del gobierno laborista como no legítimas. El caso más singular y llamativo fue la ratificación parlamentaria de los acuerdos de Oslo II (septiembre de 1995), por los cuales se ampliaban las áreas de autogobierno palestino. El que fuese aprobada gracias a los votos de los diputados árabes (es decir palestinos con ciudadanía israelí), pero con una minoría de los votos de los parlamentarios judíos, fue interpretado como un acto ilegítimo, un atentado a la naturaleza judía del Estado. Bajo la presión, la democracia israelí se plegaba ante el espíritu de la tribu. Y ante el temor de aparecer como ilegítimo, con el objeto de hacer méritos el laborismo recurriría a las demostraciones de fuerza contra los palestinos.

Los resultados electorales de mayo de 1996, fueron muy significativos. La reforma del procedimiento electoral permitió unos comicios en los que se conciliaron intereses de grupo (la elección de diputados) e intereses nacionales (la elección directa del primer ministro). Los votantes judíos dieron un rotundo respaldo a las pequeñas listas étnicas (rusos, sefardíes, religiosos, etc) y optaron mayoritariamente por un primer ministro que no encarnaba el proyecto elitista laborista-ashkenazi, aún poniendo en peligro el proceso de paz. El voto de la mayoría judía fue más un castigo al laborismo que la expresión de una postura determinada ante el proceso de paz. Consecuencia de ello sería un Parlamento aún más atomizado, que forzaría la puesta en pie de un gobierno de coalición conservador-religioso, extremadamente heterogéneo, que hipoteca lo poco de democracia que tiene el sistema israelí, y que dificulta, cuando no imposibilita, cualquier arreglo con los palestinos.

Por ello es fútil culpabilizar a Netanyahu y a sus socios. Los laboristas no pudieron llevar a cabo su estrategia, porque los intereses de las élites del país entraban en contradicción con el sistema y los valores levantados a lo largo de décadas de democracia étnica. Fueron ellos quienes convencieron a la opinión pública internacional y a los palestinos con un espejismo que el propio pueblo israelí no apoyaba. Y ante las dificultades, hicieron de la sacralización de la seguridad la trampa de la que ellos mismos fueron la primera presa, pues suponía exponer y condicionar todo el proceso de paz a la capacidad de interferencia los grupos violentos. Ahora son los conservadores, los que rehenes de los resultados electorales, no quieren dar pasos sustanciales en la resolución negociada del conflicto.

Por el lastre que suponen 100 años de ideología sionista y por la estructura socioeconómica del país ligada a la construcción del Estado, Israel se encuentra hoy en una situación compleja. Necesita una normalización con el entorno, pero no quiere prescindir de sus mitos ni de su exclusivismo. El enquistamiento de la situación actual puede llevar a una nueva era de enfrentamientos israelíes y palestinos, con consecuencias nefastas para las dos partes. Por otro lado, la prosecución del proceso, a pequeños pasos y con la primacía de los intereses israelíes, puede derivar en un pseudo Estado palestino, con el consiguiente debilitamiento de la Autoridad Nacional Palestina y el peligro de enfrentamientos intrapalestinos.

El 50 aniversario del Estado de Israel debería servir para recordar la urgencia de resolver la deuda que la comunidad internacional tiene con el pueblo Palestino. Los momentos de crisis deben servir para sacar conclusiones. Es momento para que el statu quo sea roto por la comunidad internacional y se le imponga a Israel la aceptación de un nuevo marco, claro y sin ambigüedades, con el que, a corto plazo, se garantice la realización de los derechos de los palestinos. Israel, siempre presta a esgrimir su papel de víctima, sabe que Europa no se atreve a tomar medidas de fuerza contra sus actuaciones. Ya es hora de que la Unión Europea haga caso omiso de manipulaciones tan groseras y sea más coherente.

Es hora de forzar a Israel a que acepte, de una vez por todas, un Estado palestino en los territorios de Gaza y Cisjordania. La Unión Europea cuenta con los instrumentos necesarios para ello. En lo inmediato, España y Europa deberían considerar medidas de presión efectivas (suspender la cooperación científico-técnica con Israel, condicionar sus relaciones comerciales, detener la aplicación del acuerdo de asociación con Israel) y mostrarse dispuestas a reconocer al Estado palestino una vez que la OLP lo proclame en mayo de 1999, fecha en que finaliza el período transitorio acordado en Oslo. De no ser así, dentro de medio siglo se cumplirán cien años sin Palestina.

 

Isaias Barreñada es autor de varias publicaciones especializadas en el conflicto Israel-Palestina.

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