Cuando la izquierda se convierte en halcón

K. S. KAROL

¿No asombra oír a Henry Kissinger, y también a mucha gente de izquierda, criticar la "guerra humanitaria" contra Yugoslavia -mal concebida, intempestiva, contraproducente- para luego llegar a la conclusión de que, "puesto que ya está en marcha, debemos ganarla"? Sólo Oskar Lafontaine, ex presidente del SPD, se ha alzado contra esta lógica perversa al preguntar qué victoria se busca sacrificando a diario vidas humanas y destruyendo Yugoslavia. Se le responde que, si la OTAN no saliera airosa de esta guerra, se desintegraría y Occidente quedaría sin defensa. Es un argumento doblemente falaz: en primer lugar, porque, tras la disolución del Pacto de Varsovia en 1991, la necesidad de mantener la OTAN y ampliarla al Este no es del todo convincente, y, en segundo, porque no está claro quién iba a hacer el haraquiri a esta temible máquina militar: ¿Clinton, Javier Solana o el modesto general Clark? Se ha inventado un aberrante dilema para justificar el mantenimiento de una guerra que no se sabe cómo acabar. Los que preconizan las operaciones terrestres no dudan en comparar a Milosevic con Hitler, y la limpieza étnica en Kosovo, con el genocidio.

Así, en The Guardian del 29 de abril, un profesor de Harvard, Daniel Goldhagen, autor de un best-seller, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, propone la ocupación de Serbia, sea cual sea el precio militar que haya que pagar, porque Occidente no puede coexistir con un dictador que perpetúa los genocidios. ¿Qué hubiera sido del mundo si los Aliados no hubieran ocupado Alemania y Japón en 1945?, pregunta para reforzar su tesis. Tras la lectura del artículo, más que polemizar, me gustaría hacer algunas precisiones sobre el verdadero significado de las palabras genocidio, nazismo, totalitarismo, partiendo de mi propia experiencia.

En 1940, desde Lvov, en la parte oriental de la Polonia ocupada por los soviéticos, fui deportado a Siberia. Me dieron 15 minutos para hacer la maleta y me metieron en un vagón de transporte de ganado rebosante de gente. Sólo tenía 15 años, pero me acuerdo muy bien de esa cruel injusticia cometida contra mí sin razón ni explicación. Pero no estoy muerto. Medio millón de polacos sufrieron la misma suerte y volvieron tras ser deportados. Lo que Milosevic hace a los albaneses es abominable, pero espero que puedan volver o encontrar otra tierra de asilo. Son víctimas de una gran injusticia, pero no de genocidio. Lo mismo se puede decir de los serbios que Tudjman expulsó de Croacia.

La semana pasada, la televisión francesa emitió un magnífico documental sobre la orquesta femenina de Auschwitz en 1943-1944. Las supervivientes cuentan cómo las reclutaron entre las deportadas en función de sus dotes musicales y las pusieron bajo la batuta de otra deportada, la sobrina de Gustav Mahler, Alma Rosé. Gracias a ella, la orquesta era de buena calidad, con un repertorio de arias de opereta y música clásica alemana. Parece que hasta los SS más bestiales, cuando la escuchaban, se volvían por unos instantes casi humanos. Pero su finalidad era dar seguridad, engañar a los que, formados en columnas, iban hacia las cámaras de gas y los crematorios. Una vieja polaca, filmada en las ruinas del campo de concentración, confesó ante la cámara algo que le pesaba en la conciencia y no había dejado de atormentarla: la participación en la orquesta le había salvado la vida, pero, ¿era justo engañar a los que iban a la muerte?

Eso era genocidio: la decisión de exterminar a una etnia, los judíos, los gitanos, los undermenchen (los infrahombres) eslavos, los polacos, los rusos... Durante la ocupación nazi, Polonia, por limitarme a este país, perdió el 22% de su población, seis millones de seres humanos, la mitad de los cuales eran judíos. Los que hablan de genocidio en Kosovo trivializan el horror de los campos de concentración nazi, y llevan el agua al molino de los "revisionistas" de extrema derecha, que pretenden que los campos no eran tan terribles.

Vayamos a lo esencial: el régimen de Milosevic es, evidentemente, totalitario, puesto que practica la depuración étnica. El filósofo italiano Norberto Bobbio, al que tengo en gran estima y que está más bien contra la guerra, llega a calificarlo de "totalitarismo perfecto". Pero no creo que se pueda comparar con el régimen hitleriano. Hace apenas dos años, la oposición ganó las elecciones municipales en Yugoslavia y Milosevic terminó por inclinarse ante el veredicto de las urnas. Tampoco ha impedido que Montenegro -parte integrante de su república- elija un presidente que es adversario político. ¿Es posible imaginar algo semejante no ya en la Alemania de Hitler, sino incluso en la España de Franco? Es más: me parece impensable en la Croacia de hoy, tremendamente nacionalista aunque bastante amada por la OTAN.

Conocí bien la Yugoslavia de Tito, me puse de su lado cuando Stalin la excomulgó en 1948. Varios de sus dirigentes llegaron a ser amigos míos. Hoy, mientras sigo los acontecimientos de lo que allí pasa, no puedo dejar de pensar en ellos, sobre todo en Vlado Dedijer, el biógrafo de Tito, que fue para mí como un hermano. "Comunista independiente", según su propia definición, e internacionalista infatigable, Vlado tuvo la premonición, al final de la época titista, de que las cosas no iban bien y que los nacionalistas en Croacia, Serbia e incluso en Eslovenia, donde él vivía, estaban volviendo a levantar la cabeza. Emigrantes antititistas, a menudo enriquecidos en Occidente, volvían al país buscando venganza. Vlado ya no estaba cuando, en 1989, la hora de esa gente llegó. Tras la caída del muro de Berlín, toda la época comunista se ha presentado como un encadenamiento de crímenes y errores. En Serbia, los chetniks nacionalistas, en un tiempo desacreditados, se convirtieron en la fuerza dominante . En Croacia, los ustachis, cómplices de los nazis durante la guerra, un poco camuflados para no asustar al mundo exterior, gobiernan de hecho el país. Este cambio se ha hecho sin pegar un tiro.

La "muerte de las ideologías", acompañada de la introducción de un mercado salvaje, lleva por doquier en el Este al auge de las viejas ideas, y el nacionalismo es por excelencia una de ellas. Todos aquellos que, de la noche a la mañana, pierden la mayoría de sus privilegios sociales y sus perspectivas de futuro no tienen otra cosa a la que aferrarse. Los ex dirigentes comunistas, Yeltsin en Rusia, Milosevic en Yugoslavia, se han adaptado al nuevo clima para poder conservar el poder en calidad de "demócratas" y protectores de los nuevos ricos. Se puede decir que Rusia es étnicamente uniforme (el 87% de sus habitantes son rusos), mientras que Yugoslavia ha sido desde hace lustros el campo de batallas interétnicas y sus penas no han terminado todavía.

Una obrera serbia, herida por una bomba en Belgrado, gritó en la televisión italiana: "¡Trabajo como una mula para vosotros por 50.000 liras mensuales y además me bombardeáis!". ¿Quién puede responderle y explicarle su sociedad, dominada por las mafias y los inversores extranjeros en busca de una mano de obra barata? "La guerra de Kosovo tiene ya un vencedor: el crimen organizado", titula la Tribune de Genève del 27 de abril, dando cuenta de hechos indiscutibles, y, por desgracia, conocidos desde hace tiempo. Nuestras televisiones nos han mostrado decenas de reportajes sobre las diferentes ramas de la mafia yugoslava -serbia, croata, albanesa- con sus sedes en Alemania, Austria, Chipre. En Rusia pasa lo mismo, a mayor escala. Los occidentales se conforman porque piensan que los nuevos barones ladrones, comparables a los de la América del siglo pasado, también terminarán convirtiéndose en respetables empresarios. Pero la historia no se repite fácilmente, y el mundo de hoy no es el mismo que el de hace 150 años. Por tanto, hay urgencia. La izquierda debería ayudar a que la obrera explotada y bombardeada en Belgrado deje de sufrir tan injusta suerte. Lo mismo que en las finanzas "la moneda buena se come a la mala", en política son las buenas ideas y no las bombas las que pueden comerse al extravío nacionalista. ¿Pero la tragedia de la guerra humanitaria no reside precisamente en el hecho de que se lleva a cabo bajo la égida de los socialistas: de Javier Solana a Tony Blair, de Jospin a Gerhard Shröder? Aferrémonos a la esperanza de que, tras el discurso de Oskar Lafontaine, algo cambie en la mente de esos halcones.

K. S. Karol es periodista francés experto en cuestiones de Europa del Este.