Por Miguel Lorente Acosta
El dolor siempre empaña la visión de la realidad; las lágrimas por una vida arrebatada son ardientes, como la lava que sale de la tierra desquebrajada, y el vapor liberado del corazón roto por el impacto profundo de la pérdida hace traslúcido el aire frente a quien lo sufre; por ello el dolor sólo ve dolor. El homicidio de Marta del Castillo, como el de todas las mujeres que mueren cada año a manos de sus parejas o ex parejas, es lo suficientemente doloroso como para levantar el rechazo social; sin embargo, aún no han desgarrado la capa impermeable de una sociedad que a menudo prefiere no mirar a los ojos de la realidad, que toma la tangente de los argumentos de siempre o se detiene ante análisis parciales para buscar una lectura justificativa con la que concluir que el problema únicamente es la suma de los casos conocidos, desconsiderando todo lo que hace que se produzcan cada uno de ellos con sus peculiaridades y diferencias.
Hablar de violencia de género no sólo es hacer referencia a las estadísticas que resumen un periodo de tiempo determinado. Lo que se destaca bajo ese concepto es la existencia de elementos que la cultura ha puesto a disposición de los hombres para que aquellos que lo decidan puedan utilizarlos para construir la estructura en la que atrapar a “su mujer”. Y si esta escapa y ellos lo consideran, que lo haga con el precio de su vida. Son esos factores los que, según se deduce de la información existente en el momento actual, han hecho que un hombre de 20 años de edad decidiera acabar con la vida de Marta después de haber compartido una relación de dos meses hace un año.
En este caso, la juventud no es la clave del problema, sino tan sólo uno de los elementos acompañantes, que se ha visto potenciado por el resto de circunstancias. El pasado año, otra chica de 17 años fue asesinada por su novio, y la reflexión sobre el factor edad no fue tan intensa. Las profundas raíces de la violencia de género han sido el principal problema de la violencia que sufren las mujeres: esa presencia histórica y su normalización sobre la crítica de determinadas circunstancias que la esperanza en las nuevas generaciones aún no ha resuelto. La violencia no está ausente del mundo de los jóvenes, tal y como reveló el Informe sobre la Convivencia Escolar al reflejar que un 19,9% de los alumnos actúa de forma violenta o consiente la violencia.
En 2008 el 29,2% de las mujeres asesinadas tenían menos de 30 años, y el 20,8% de los agresores pertenecía al mismo grupo de edad; todos ellos se engancharon con su corta edad a un tiempo viejo de valores caducos.
No basta la actitud pasiva ni la crítica sobre los casos; ello podrá producir más o menos rechazo sobre el suceso, o mayor o menor repulsa ante las circunstancias, pero apenas modificará la conciencia crítica social sobre el problema y la violencia de género.
Un ejemplo cercano lo tenemos en el mes de diciembre del pasado año, un mes en que fueron asesinadas 11 mujeres, el mayor número de homicidios durante todo 2008; sin embargo, el porcentaje de población que consideró la violencia contra las mujeres como un problema grave, según el Barómetro del CIS, sólo fue del 1,8%, sin que ello significara que en cada uno de ellos no se produjera un rechazo ni muestras de solidaridad con las familias.
La Ley Integral ha dirigido gran parte de sus esfuerzos a concienciar y sensibilizar a la sociedad, a introducir referencias para la convivencia y la paz a través de la educación, y a formar a los profesionales que intervienen en los casos relacionados con la violencia de género. Pero no basta con las políticas institucionales: estas han dado sus frutos en los casos que han llegado a las diferentes Administraciones, pero prácticamente en el 80% de los homicidios no existía denuncia previa y nada se pudo hacer desde las instituciones.
Las políticas públicas son fundamentales pero también es necesaria la implicación de cada una de las personas y no sólo cuando la violencia esté presente, sino de manera preventiva.
Debemos interiorizar el problema y transmitir a las personas que estén a nuestro lado –sean pacientes, usuarias de determinados recursos o servicios, clientes, hijos o hijas– que, del mismo modo que se dice “no puede usted comer de esto o beber de aquello”, “tiene que caminar 20 minutos al día”, “ten cuidado con lo que tomas en la fiesta”, hay que decir también “no se te ocurra controlar o cuestionar a tus amigas” y “no dejes que tus amigos te fiscalicen la vida”.
Pero aún así no será suficiente; aún haría falta algo más para poder caminar tranquilamente sobre esas nuevas referencias, y ese algo más es acabar con las amenazas, los miedos y las dudas que tratan de introducir quienes se sienten cuestionados cuando se habla de igualdad. Resulta difícil aceptar que, hoy por hoy, el debate sobre las circunstancias que envuelven la violencia de género más allá de los homicidios, todavía gire alrededor de mitos como el de las denuncias falsas, el que la ley ataca a los hombres, la inconstitucionalidad de una ley aprobada por unanimidad en el Parlamento y confirmada por el Tribunal Constitucional en las cuestiones elevadas ante él, o que se cuestione el concepto género acudiendo al purismo lingüista y al mismo tiempo se inventen otros como el de hembrismo, todo ello, en algunos casos, utilizado además desde posiciones institucionales.
La solución a la violencia de género pasa por desmontar las referencias históricas que utilizan los agresores y los que desde la pasividad las usan para esconderla o esconderse, y por situar en su lugar instrumentos para avanzar con más decisión por el camino de la igualdad.
Podemos conseguirlo, pero es necesario que todas y cada una de las personas quiten una piedra y pongan su granito de arena.
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