23 Sep '08 -«Las políticas de la cita», Arturo Borra

La interrogación de las «minucias»

Las citas han sido objeto de estudio por parte de algunas líneas teóricas de la semiótica, aunque con frecuencia esta atención ha aparecido como una anotación de segundo orden. Si tomamos como ejemplo el Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje (1) (publicado originalmente en 1972), de O. Ducrot y T. Todorov, podremos comprobar que la cita no es considerada de facto un «objeto» fundamental: la única alusión que se hace al respecto en todo el libro remite a los tipos de estilo estudiados por el lingüista ruso V. Voloshinov (2). Si bien estos mismos autores han redimensionado la importancia relativa de las citas, cabe como sospecha señalar que la separación analítica saussureana (3) entre «lengua» (identificada con lo social) y «habla» (recluida a lo individual) dificultó el estudio de las citas en la ciencia lingüística dominante al menos hasta la primera mitad de la década de los setenta. Al subordinar los hechos sintagmáticos del lenguaje a los hechos paradigmáticos, esto es, al remitir el habla a la lengua como su fundamento o principio suficiente y necesario, canceló la posibilidad de pensar las relaciones pragmáticas entre «hablas» mutuamente “contaminadas” o, para ser más precisos, constitutivamente interrelacionadas. La cita no forma parte de las unidades de análisis de Saussure y no puede formar parte, estructuralmente, porque no constituye, desde esa perspectiva, una problemática lingüística pertinente.
A pesar de ese cierto relegamiento, es indudable que estudiosos tan diversos como M. Bajtin o Ch. Peirce, E. Benveniste o R. Barthes -por mencionar algunos pioneros- cuestionaron ese estatuto de la cita, para reinterrogarla como indicio de una productividad intertextual, “red de conexiones múltiples y jerarquías variables” (4). En todo caso, el privilegio del texto verbal (que erróneamente la crítica inmanentista ha contribuido a deificar considerándolo un «artefacto autosuficiente») tuvo (y sigue teniendo) como contracara la marginación de otros gestos significantes. Si la categoría de «intertextualidad» recupera la mutua remisión de los textos en tanto condiciones productivas (5), las citas han sido estudiadas menos en situaciones relativas a una pragmática de la comunicación que a una tipología de la cita que distingue, grosso modo, entre «citas expresas» (sea mediante la apelación al discurso directo, al discurso indirecto a incluso al estilo indirecto libre) y «citas no expresas» (donde las citas se realizan de forma implícita, a menudo para refutar o ironizar lo citado). En ambos casos, la cita remite a una recuperación discursiva de otros enunciadores con los que mantengo relaciones de variable identificación y distancia (6).
La indagación acerca de los usos citacionales efectivos, especialmente en lo referente a la distribución textual de tipos de citas heterogéneas, es una materia en cierta medida pendiente, aun con el reconocimiento explícito de la condición central de las citas como parte del intercambio de sentido que configura cualquier texto. Puesto que todo texto es préstamo de otros textos, elaborar algunas distinciones para interrogar las formas en que se efectúa dicho préstamo resulta central. No obstante, el sentido mismo de las “deudas” intelectuales varía. Las citas pueden ser usadas con diferentes finalidades estratégicas: pretender mantenerse en el plano de una absoluta «objetividad», utilizar la palabra del otro como autoridad, como recurso para calificar al enunciador citado (y, por transferencia, al sujeto citante), como ocasión para parodiarlo, etc. (7). A través de la cita el enunciador plantea, de forma manifiesta o tácita, un vínculo específico con lo citado, sea para manifestar su solidaridad o adhesión intelectual o su extrañamiento con respecto a lo que el otro dice. La centralidad de la cita refiere en primer orden a su condición constitutiva: “(...) todo texto es un tejido de citas pasadas” (8), reenviando de forma directa e indirecta a otros textos (con los cuales el texto citante mantiene relaciones diferenciales). La pregunta de Todorov mantiene su carga: “(...) ¿qué es la cita sino un enunciado con doble sujeto de enunciación, una situación en la que dos voces son transmitidas a través de la palabra única?” (9).
La importancia de la cita, sin embargo, no siempre deriva en un estudio específico sobre los modos y fines presentes en el acto de citar. A pesar de la importancia práctica que tienen las operaciones de citación en diversos campos intelectuales -sea en la filosofía contemporánea, en las ciencias sociales, el campo literario o en instituciones académicas y educativas-, dichas operaciones no parecen estar elucidados de forma suficiente.
Así pues, ante la proliferación de regulaciones con respecto a las modalidades de citación (incluyendo textos electrónicos y sistemas alternativos de referencia autoral), no resulta desatinado procurar esclarecer esos modos, pero más globalmente, reconstruir unas específicas “políticas de la cita” en diferentes textos. Hay códigos –más o menos variables según el ámbito en que nos situemos- para citar textos de todo tipo y es de suponer que tal codificación responde a una práctica plural e irregular de las citas textuales en diversas instituciones.
Podemos suponer que dichas regulaciones crecientes obedecen al menos a tres fenómenos concomitantes a la diseminación de textos académicos y literarios (presentaciones y ponencias, publicaciones electrónicas, libros, revistas, etc.): 1) la proliferación de «citas omisas» –de citas que no se citan, que se auto-ocultan-, que cabe distinguir del plagio por una fuerte reformulación de los términos y de las condiciones formales del enunciado, aunque el contenido proposicional sea similar al citado, 2) la proliferación de plagios –dado un régimen de propiedad intelectual instituido- más o menos encubiertos, facilitado por la existencia vasta de textos sin función autoral alguna, que circulan anónimamente, en especial, a partir de la popularización de los medios electrónicos de comunicación, y 3) la estandarización internacional de estilos y formatos de presentación de trabajos académicos y, en menor medida, literarios, que conducen a una uniformización de los modos de citación legítimos. En este sentido, la especialización de la cita es una institución tardía. Aunque de forma desigual, esa especialización afecta tanto al campo científico como al filosófico o literario. Si hasta hace dos siglos atrás la cita memorística se consideraba legítima (advirtiéndonos incluso sobre las posibilidades de una involuntaria traición a lo citado), hoy día esa operación nos parecería indudablemente falta de rigor.
Aquí sin embargo podemos advertir un desnivel: si la respuesta semiótica clásica a la cuestión de las citas ha sido la de darle un lugar lateral, la respuesta institucional a la cuestión ha sido la de una progresiva regulación de las citas, ejerciendo una creciente función de custodia con respecto a la “fuentes” citadas. A pesar de ello, si bien hay distinciones operativas entre tipos de citas, la relevancia textual de las diferentes citas efectuadas con sentidos muy diversos, queda disminuida, cuando no directamente oculta, como no sea efectuando un estudio pragmático referente a las prácticas comunicacionales en diferentes esferas de la actividad (y más específicamente, de índole intelectual) (10).
En síntesis, las políticas de la cita -entendidas como un haz de estrategias de reconocimiento y desconocimiento de otros interlocutores por parte de textos específicos, inscriptos en condiciones históricas y sociales determinadas- forman parte constitutiva de la producción textual. De ahí su irreductibilidad a todo enfoque que interpreta la cita como “minucia textual”. El estatuto de la cita, dentro de esta perspectiva, no es del orden del detalle, sino que es condición de existencia de toda textualidad.
Como hipótesis de partida, intentaré mostrar que las citas deben ser reinterpretadas como una dimensión estructurante del texto, en tanto componente de una lógica práctica de la enunciación en la que se producen vínculos específicos entre el enunciador y sus condiciones sociales de producción (vínculo a menudo aprehendido como «ideología»). Interrogar las citas es también indagar sobre los vínculos textuales que construimos con respecto a otros discursos y sujetos. Por su parte, la omisión de esa dimensión citacional del texto, a menudo, vulnera un mínimo criterio de honestidad intelectual. De lo antedicho, se desprende la premisa básica de este trabajo: no hay texto (literario, científico, filosófico, religioso, mítico) que no sea un tejido de citas que remiten a formaciones discursivas circundantes, sean contemporáneas o precedentes. Estas remisiones no niegan la dimensión creativa de los nuevos textos, sino que muestran su condición de posibilidad. Sólo hay singularización enunciativa porque hay un proceso de recuperación selectiva de lo ya-dicho.
Que en ese tejido citacional no todo tenga la misma pregnancia e interés, que algunas fibras incluso sean borradas por un trabajo retórico –deliberado o no- o una elaboración argumentativa, no niega que, en condiciones específicas de análisis, dicho tejido pueda reconstruirse de forma más o menos sistemática. En todo caso, si un texto es irreductible al tejido de citas efectuadas (al menos, un cierto tipo de textos con una función autoral), es igualmente válido sostener que sólo porque existe ese tejido puede haber una diferencia específica que puede llegar a ser el texto. La originalización textual, como intentaré mostrar, no es prescindencia de las herencias intelectuales que nos preceden, sino por el contrario, su ingreso regulado retóricamente, ingreso sobre el cual el enunciador puede especificar, a partir de una relación crítica, nuevas relaciones significativas en un campo semántico. Esas nuevas relaciones determinarán, por decirlo de algún modo, un coeficiente de originalidad –por lo general, inmensurable y discutido.

Los usos de la cita

¿Cómo se cita y con qué finalidad? ¿A quién se referencia a través de las citas expresas o indirectas a otros enunciadores? ¿Qué valor semántico adquiere la cursiva incorporada por el sujeto que cita, o los comentarios incorporados entre corchetes? ¿Qué paráfrasis se usan, qué epígrafes se aluden, qué se cita para refutar, cómo irrumpen las citas a palabras anónimas, a enunciados desfocalizados propios del sentido común –cotidiano, científico, filosófico, literario-? A menudo estas preguntas suelen no formularse por “triviales”. Pero no es obvio que deba dejarse de interrogar lo obvio. No es éste el espacio para desplegar respuestas elaboradas. Pero avanzar en este campo de respuestas implicará abordar estas cuestiones, a través de corpus determinados.
Lo que en cambio quisiera retener de lo precedente es el señalamiento de la «intertextualidad» como espacio de (re)constitución de ciertos vínculos sociales. Dicho en otros términos, todo juego intertextual presupone y actualiza vínculos con los demás. Entre las diversas posibilidades de indagación que esta categoría abre, entiendo que las citas contribuyen de forma fundamental a pensar esta relación entre los diferentes textos (y no sólo en el campo de la escritura) (11). Prescindir del análisis de ciertos vínculos sociales que en la escritura se (re)producen, por tanto, sería desconocer parte constituyente del juego en el que participamos: es esquivar el estudio de las complicidades intelectuales que nos comprometen, de las interlocuciones que nos habilitan, evitando la objetivación de los sujetos que tienen el monopolio de la objetivación, por decirlo con Bourdieu en su referencia al campo intelectual. No se trata sólo de preguntarse por una relación intersubjetiva entre enunciador y enunciatario, sino por el entrecruzamiento de replicantes, por la disputa de sentido entre enunciadores. Ese juego replicante no podría ser analizado de forma válida si prescinde de las relaciones de pugna, de guerra, de alianza e incluso de amistad que se generan en determinados órdenes del discurso, en una dimensión que sólo podríamos nombrar como “subtextual”, si no presuponemos ninguna profundidad subyacente sino más bien aquello que está operando en una gramática productiva. Antes bien, se trata de una superficie textual sujeta a una «economía», por decirlo con Foucault (12), que entrelaza «marcas» y «huellas» dentro de una gramática de producción y reconocimiento que remite al nivel ideológico de un discurso (13). Esta intertextualidad, pues, es reconocible en múltiples niveles, por más que se presupongan por “triviales” algunas operaciones de autorización. Pero esas presuposiciones deben ser sospechadas, pues parte de esos presupuestos contribuyen de facto a reproducir y afianzar un modelo de escritura que celebra la «autoridad jerárquica» como canon de la aceptabilidad discursiva.

Explorar la gestualidad del texto

Construir la cita como objeto de investigación nos conduce a explorarla como operación retórica que, a menudo, suele ser borrada. Pasamos demasiado rápido por ahí, como si no allí no se jugara algo decisivo no sólo del texto sino de sus enunciadores y las relaciones que urden entre sí. Indagar por las (políticas de las) citas, entonces, es un modo de analizar cómo se construyen estos lazos sociales significativos a través de mecanismos que suelen pasar desapercibidos –a fuerza de sedimentación-.
Podría proponerse un psicoanálisis de la cita (diferenciada, desde luego, de todo proyecto de «psicología») y entonces procurar reconstruir, a partir de los productos de sentido, las estructuras psíquicas que los sustentan. El texto como superficie proyectiva sería capaz de acoger aspiraciones diversas (el sujeto como plenitud, despositario de cierta erudición o autoridad, etc.) y más profundamente, representaciones de sí más o menos delirantes, como el posicionamiento imaginario en el lugar del saber y del poder, etc. Aunque existan dificultades indisimulables (entre otras, aquella que refiere a la dificultad de discernir entre inconsciente textual e inconsciente personal) de la que no escapa siquiera la lectura de Freud con respecto a Leonardo Da Vinci, teóricamente dicha empresa no resulta imposible ni mucho menos.
En otro nivel de análisis, sin embargo, podemos interrogar el texto a partir de sus gestos estratégicos, de la constitución en una posición discursiva de un sujeto determinado, en la que deberíamos incluir aquello que hace unas décadas M. Pecheux estudió como «formaciones imaginarias» (en alusión a los modos respectivos de relacionarnos con los otros y anticipar posibles respuestas, a partir del lugar respectivo que me concedo y le concedo a los demás) (14). Se trata pues, de un interés micropolítico, de un aventurarse en las políticas de la cita. Preguntar por las condiciones sociales de producción de la cita, esto es, indagar en los contextos de relaciones sociales y políticas a las que las operaciones de citación reenvían, es también interrogar, a nivel estratégico, a quién se autoriza para hacerle decir qué cuestiones. Con las dificultades empíricas del caso, sabemos que hay una distancia cuando se cita para argumentar, cuando se cita para probar (especialmente, cuando se cita para refutar lo citado), cuando a través de este recurso se indica una filiación (o una adscripción ideológica o teórica), cuando se cita como recurso a la autoridad, cuando se marca una pertenencia (referida al propio grupo que respalda al enunciador), o como recurso a la tradición (habitualmente, indicada a través de la alusión a una voz anónima e impersonal). En suma, toda cita marca posiciones, de forma implícita y explícita, respecto a lo citado, bajo intenciones dialógicas o polémicas.
Es claro que este vínculo, por más velado que aparezca, no da lugar a una supuesta neutralidad valorativa: citar ya es posicionarse frente a un contexto formado también por otros textos. Siempre se cita con fines retóricos y por lo mismo no hay cita ingenua. Más aún, el ingreso de los otros en los discursos proseguidos no tiene nada de casual. Estas posiciones diferenciales con respecto a las «formaciones discursivas» existentes no son azarosas: marcan en el enunciado relaciones de subordinación y jerarquización del enunciador en relación con otros enunciadores y con el proceso de enunciación. Señalan relaciones específicas de poder. Esto significa que hay una economía de la cita: no se cita a cualquiera y tampoco de cualquier modo. Por poner un ejemplo: un epígrafe es un usual gesto de aprobación. Suele marcar una filiación o, al menos, una afinidad estética o ideológica. Es la entrada del otro más directa, en la que aceptamos que prologue nuestra intervención. Hay una cópula semántica entre quien cita y el citado. Podríamos sostener también que cuando uno parafrasea a un actor consagrado en un campo intelectual, es decir, a un «autor» en su sentido fuerte, confunde su enunciación con la propia, capitalizando con aquel nombre de autor el texto que lo apropia. Simultáneamente, es trazar una complicidad con el destinatario. Lo instituyo como sujeto competente para reenviarlo a un autor con el cual manifiesto una proximidad y, a través de él, para extender esa proximidad hacia mí como locutor.
Nada de lo dicho resulta esclarecedor si no nos detenemos en un análisis sistemático de la economía de las citas. Dicho análisis puede mostrar relaciones de sentido que distribuyen en el espacio textual el uso de la ironía, la distancia, la filiación, la autoridad, la objetivación. Es demasiado pronto para responder, pero no deja de ser pertinente preguntarse por una ética de la cita. Como práctica de sí, ¿qué significa apelar a los otros o a nosotros mismos mediante este recurso estratégico? Si después de todo, el uso de la citación no es inocente, eso tampoco equivale a sostener que invariable –o incluso, principalmente- esta operación sea producto de un cálculo racional. Antes bien, refiere primariamente a la interdependencia humana como constitutiva de toda enunciación posible.
La cita –como operación insoslayable en la producción (pseudo)controlada del sentido- remite a la problemática de los «dispositivos de enunciación», en tanto conjunto de herramientas institucionales que posibilitan la constitución de un individuo o un grupo en sujeto enunciador. Asimismo, refiere a determinado habitus en el que el decir relativamente singularizado aparece regulado por instancias discursivas coexistentes (lo cual no necesariamente deviene conservadurismo). Esas instancias -lo ya-dicho- serían, pues, condiciones de emergencia de lo que está todavía por decir. El riesgo de la omisión, sería aquí, riesgo de repetición. No obstante, lo ya dicho no remite a una infinitud de discursos anónimamente pronunciados sino a un régimen autoral constituido como relevante, e incluso a un régimen de enunciados seleccionados como pertinentes, según el campo intelectual en el que se participa. Las pautas mismas de selección varían según el área de producción textual en el que nos situemos. Si en ciertas áreas la cita responde a una exigencia crítica, o incluso a una expectativa de especialización, en otros campos puede responder a un mecanismo canónico de recuperación de la autoridad. El discurso religioso, por poner un caso, aparece como un ejemplo límite de este tipo de «discurso de la autoridad» en los que la nueva voz tiene un ingreso estrictamente subordinado a la verdad heredada e institucionalmente legitimada, encarnada en los maestros y exegetas autorizados.
Que extendamos como dimensión de análisis una sociología de la cita al «campo general de la discursividad» (15) no niega, por lo demás, la especial pertinencia en los discursos que están marcados por las instituciones intelectuales por excelencia. Pero más que aislar un proceso analítico de estas características, la apuesta teórica es más bien articular esta dimensión con otras dimensiones del análisis crítico del discurso. Su ausencia, en todo caso, muestra zonas de irreflexividad en la investigación de los discursos científicos, filosóficos y literarios.
No basta, sin embargo, con limitarse a marcar el carácter insuficientemente problematizado de estos usos y apropiaciones (políticas) de los nombres de autor y aquello que en su nombre se formula (piénsese, por ejemplo, en los usos de Marx, Freud y Nietzsche dentro de las tradiciones intelectuales de izquierda). Si uno puede reconstruir la posición del enunciador por su modo de referirse a los otros en el texto, ésto significa al mismo tiempo que también hay una economía de la omisión: interesa no sólo a quién se cita, sino también a quién se desconoce en la citación. A diferencia de un análisis de la exclusión simple (virtualmente, la totalidad de los otros), lo que aquí importa es que en esta omisión no hay simple exclusión: puede haber alusiones tácitas, paráfrasis difusas, operaciones textuales de borrado donde la eficacia simbólica de otros autores no ha sido suprimida sino más bien invisibilizada.
Si la intertextualidad es constitutiva, el hecho de que alguien evite la citación tampoco es inocente, aunque aquí debemos cuidarnos de presumir un sujeto completo de conocimiento, que dominaría plenamente el campo de saber en el que se sitúa cada locutor. Tampoco se trata de incitar una proliferación de las citas ni una modalidad de citación uniforme. Puesto que las citas sólo son las formas más evidentes de la intertextualidad, pero de ninguna manera las únicas, tampoco se trata de prescindir de un análisis más vasto que permita dimensionar la eficacia de las relaciones sociales de sentido que los textos producen. No obstante, no resulta del todo improductivo preguntarse por los regímenes de citación generales que construyen determinados discursos.
Como tipos-límite, se pueden imaginar dos polos: 1) el «texto dogmático», que despliega como pretensión estratégica un supuesto sujeto soberano y autosuficiente que puede, por derecho, promover una radical exclusión de la dialogicidad -lo cual en última instancia es imposible- o incluso una recuperación canónica de enunciadores coincidentes y, 2) el «texto crítico» que procura reconstruir de forma dialógica las principales posiciones en disputa, que efectúa una recuperación selectiva de textos juzgados como relevantes. Que hay un continuum en la experiencia no niega la posibilidad de identificar improntas diferentes en discursos heterogéneos. Desde luego, el interés aquí dista de ser taxonómico. Tampoco da lugar a un análisis mecanicista donde el criterio de adscripción estaría determinado por la simple presencia/ ausencia de la cita. Lo decisivo son los modos en que se cita y las finalidades que le subyacen a esos modos. Al fin y al cabo, puedo citar a autores consagrados en función de una estrategia discursiva de consagración de uno mismo. Pero puedo también apropiarme de sus categorías de análisis para ampliar y potenciar la propia capacidad de interpretación, haciendo un uso creativo de sus elucidaciones. Un texto dogmático puede, por su parte, incluir una serie de citas canónicas que permitan -sin cuestionar el horizonte monológico- autorizar institucionalmente el discurso que se elabora. Si citar es retomar el discurso de otros (más o menos identificables), la supresión de toda cita puede convertirse en un gesto soberanista en el que el autor se proclama autosuficiente, aunque sea secretamente. De igual manera, la introducción de citas indiscriminadas, sin mínimas pautas de pertinencia semántica, tampoco conduce a un texto crítico. Un comentarista no es por necesidad un interlocutor crítico. La recuperación explícita de los otros puede convertirse en una suerte de invasión y disolución de la propia responsabilidad enunciativa. Finalmente, un texto puede traer a su escena otros interlocutores –no necesariamente reconocidos de forma colectiva- para construir diálogos, para hacerlos participar en la urdimbre significante del texto propio. En definitiva, debemos cuidarnos de un binarismo que hace de la sola presencia de la cita un indicio de dialogicidad deliberada. La cautela epistemológica, en este plano, sigue siendo necesaria.

Así, si estas operaciones permiten construir una dimensión relevante de la evaluación crítica, ello obedece al mismo tiempo a que la citación -en cualquiera de sus formas- marca relaciones enunciativas diversas, determinadas por estrategias específicas de validación (no necesariamente conscientes o elaboradas). Ni la voluntad de erradicación de los otros ni la confusión plena con ellos son posibles como no sea desconociendo las singularidades enunciativas efectivas.
Hay textos que trazan una permanente remisión hacia otros integrantes del grupo de pertenencia, de formas más o menos (des)jerarquizadas. En el presente, hallamos una multitud de ejemplos en las universidades y en las instituciones literarias: investigadores que se citan mutuamente (por pertenecer a un mismo proyecto de investigación o incluso a una misma cátedra) y escritores que recuperan a otros escritores de la misma escuela estética, en ocasiones sin un más mínimo criterio de pertinencia o relevancia y con absoluta independencia del valor estético o conceptual de lo citado. A esa lógica de alianzas –en la que lo privado adquiere centralidad- no cabe contraponer como alternativa una estrategia de citas basada en la distinción intelectual o institucional. Y no cabe hacerlo porque en ambos casos la referencia a los otros no está determinada por una retórica argumentativa, sino por una retórica autoritaria (en la que lo decisivo no es el enunciado sino el enunciador como autoridad simbólica, situada en una posición representada como inapelable). La propaganda no se contrapone a un régimen de colonialismo intelectual, porque en ambos casos el universo citable se restringe a un tipo de enunciador usado como autoridad indiscutida, que a su vez coincide con el discurso en el que el propio enunciador participa. El dogmatismo se mantiene aunque cambien los nombres citados.

¿Una nueva economía textual?

Aunque resulte difícil de periodizar, al menos en las últimas dos décadas se presentan algunos cambios en los modos de producción intelectual, al menos en un contexto cultural iberoamericano. Con la hegemonía del neoconservadurismo, especialmente en la década de los ochenta y noventa, la figura del «experto» ha sido investida de un valor descomunal –en detrimento de la figura del «intelectual crítico», que es significado en multitud de ocasiones como un caso extemporáneo o arcaico-. En correlación a esta exacerbación de la experticia, las políticas de acreditación simbólica respaldadas oficialmente han disparado la proliferación descontrolada de textos y espacios de publicación usados como formas de ascensión académica y como pauta de categorización intelectual. En tanto clave de desarrollo de una carrera académica, por ejemplo, la cantidad de producciones intelectuales publicadas o presentadas en instancias especializadas –tales como coloquios, congresos u otros eventos- desde entonces aparece como índice de un mérito intelectual diferencial entre los participantes, susceptible de mensurarse y evaluarse con estándares presuntamente imparciales.
Internarse en un campo espinoso como el mencionado implica algunos riesgos, entre los que destaca el peligro de incurrir en generalizaciones inválidas. Me conformaré con señalar algunos cambios que pueden detectarse en el plano citacional que contribuye a producir una economía textual que, sin ser identificable de forma invariante con una postura neoconservadora, tiene como condición de existencia la propagación de esta configuración ideológica. Dicho de otra manera: los modos de citación dominantes de los discursos en el campo intelectual presente tienden a reafirmar una jerarquía rígida entre categorías de intelectuales basada en el reconocimiento de la legitimidad de las «estrategias de sucesión» -que en absoluto cuestionan los fundamentos mismos de esa división intelectual del trabajo- y en el desconocimiento de las «estrategias de herejía», para decirlo en terminología de Pierre Bourdieu. Aunque dicha reafirmación pueda ser efectuada por sujetos que tienen filiaciones políticas heterogéneas, no deja de ser notoria la expansión de estas estrategias de sucesión en las últimas décadas, en perjuicio de estrategias que plantean un vínculo crítico con las herencias intelectuales y políticas.
Desde luego, esa jerarquización mediante la cual algunos actores científicos, filosóficos y artísticos se distinguen del resto de sus pares no es nueva. Pero es posible que las modalidades mediante las que se producen estas distinciones estén modificándose en una dirección que apenas conocemos y que no mantienen ningún vínculo (como no sea negativo) con las matrices crítico-reflexivas legitimadas por una importante tradición intelectual moderna, ligada especialmente a la herencia de una izquierda ilustrada. Si la problemática referente a las formas de constitución de las figuras intelectuales destacadas tampoco es nueva, ello no quita que no debamos interrogar por las nuevas dimensiones que esta problemática pone en juego y elaborar respuestas específicas a esta coyuntura histórica.
En este sentido, como hipótesis de trabajo, vale señalar que una de las dimensiones centrales de esta jerarquización actual se produce mediante los procedimientos de la cita de autoridad y de la cita de pertenencia, en tanto reenvíos textuales a otros textos de los cuales se presupone su validez, sea por recurso a un autor acreditado y reconocido colectivamente, sea por recurso a un grupo de pertenencia que respalda ideológicamente la propia enunciación. Si la cita es, al mismo tiempo, referencia a un texto y a un enunciador, en la actualidad podría señalarse como tendencia dominante el progresivo énfasis en el segundo término. El análisis de específicas políticas de citación permite mostrar cómo hoy día los procesos jerarquizantes que caracterizan el campo intelectual también se construyen en esta dimensión habitualmente desapercibida de la producción textual. En el límite, ya no se citan textos sino enunciadores prestigiados. El texto aparece como pretexto para reenviar a un sujeto autorizado o, al menos, a un sujeto grupal próximo. Si esta hipótesis resulta válida, tanto en el campo literario como en el científico y el filosófico, nos sería posible constatar la proliferación de citas donde el vínculo significativo entre el cuerpo de un texto y la cita no es manifiesto en absoluto, irrumpiendo como una suerte de injerto estético o como una clausura argumental, propiciado tanto por una supuesta autoridad competente como por una supuesta evidencia compartida (al interior de un grupo). El énfasis, pues, estaría en un sujeto convertido en soberano.
Eso no niega que se pueda citar con múltiples fines estratégicos, incluyendo la refutación de adversarios que se consideran de suficiente envergadura, como parte de una lucha intelectual y política más amplia. Este tipo de cita, sin embargo, implica afrontar la posibilidad de un debate teórico o una disensión crítica, lo que en las condiciones actuales queda reservado a enunciadores más o menos marginados o a enunciadores emplazados ellos mismos como «autoridades», a partir de una específica acumulación de poder simbólico. Que las condiciones de producción de la crítica sean desfavorables, habida cuenta de esta rigidización de las categorías intelectuales, no implica que la crítica misma haya desaparecido, sino que más bien nos advierte de las dificultades mismas de darle una mayor relevancia institucional. Objetivamente, la baja receptividad e incluso la hostilidad ante los discursos críticos produce en muchos casos efectos de autocensura. Sin embargo, la represión institucional de las luchas simbólicas, no hace desaparecer las luchas sino que las hace ingresar en una dinámica subterránea que da como resultante la imposibilidad de dar lugar a debates públicos, a juegos de réplicas argumentales que, por más incomodantes que resulten en términos subjetivos, son a mi entender uno de los principales dinamizadores de la producción discursiva. Que en el campo intelectual existen diversas luchas no debería ser motivo de escándalo, aunque habitualmente lo sea a pesar de toda la retórica de la “libre competencia” entre individuos iguales. Si esas luchas han sido representadas, dentro de algunas tradiciones intelectuales (especialmente ligadas a perspectivas críticas) como «legítimas» -según ciertas operaciones históricas de legitimación-, hoy día irrumpen con fuerza protestas privadas contra los críticos, denunciados por “insolidarios” o “desleales” –lo cual, desde luego, es síntoma de un estado de las comunidades intelectuales-. Hay indicios razonables para suponer que lo que está cambiando, en última instancia, son las pautas de legitimidad de los discursos marcados por una «función intelectual». Al respecto vale aquello que Bourdieu dijo en términos más generales:

“Ni en el campo científico ni en el campo de las relaciones de clase existe instancia alguna que legitime las instancias de legitimidad; las reivindicaciones de legitimidad obtienen su legitimidad de la fuerza relativa de los grupos cuyos intereses expresan: en la medida en que la definición misma de criterios de juicio y de principios de jerarquización refleja la posición en una lucha, nadie es buen juez porque no hay juez que no sea juez y parte” (16).

Desde esta perspectiva, por tanto, la legitimidad sobre el tipo de trabajo intelectual deseable no es una cuestión incontrovertida. No se trata de situarse en una presunta exterioridad, sino de tomar parte en aquello de lo que formamos parte. De hecho, lo que está en cuestión (aunque eso no se traduzca término a término en un estado de discusión) es el tipo de trabajo intelectual que se considera legítimo en el presente. Antes que el debate entre sujetos dispuestos a la mutua crítica, la pauta cada vez más extendida es la que dispone a los expertos como autoridades indiscutidas en un dominio de saber, apoyándose unos a otros mediante remisiones explícitas y desconociendo las demás líneas de desarrollo. Más aún, el acceso al «orden del discurso» es regulado en función de una cierta corporación profesional, en la que el mutuo reenvío no sólo funciona como intercambio de reconocimientos, sino como política de delimitación de fronteras. Es claro que esa regulación corporativa no es novedosa; quizás lo es, en cambio, el modo de administrar los reconocimientos a partir de la pertenencia común a un dominio especializado o incluso a un proyecto (teórico o artístico) compartido. La crítica, en este marco, es desplazada por mecanismos como la injuria, el anatema y en general, la descalificación, motivada por asuntos habitualmente asignables a la esfera de la privacidad. Más que una retórica de la argumentación, públicamente examinable, lo que predomina hoy en la escena intelectual es la simple afinidad privada, sustraída de todo examen crítico.
A pesar de las resistencias importantes que históricamente los intelectuales han elaborado ante los procesos hegemónicos (incluyendo los procesos neoconservadores), asistimos a un creciente culto a la jerarquía intelectual (de ahí las profusas citas de autoridad) y de la privacidad (de ahí las citas de pertenencia), aunque se trate de una privacidad masificada (y eso explica la multiplicación de las citas a amigos, a compañeros, a uno mismo). La lógica dominante del campo intelectual opera en la actualidad a partir del énfasis en la relación privada que el enunciador instituye con su enunciación pública. Que estas referencias tengan pertinencia no es decidible de forma apriórica; con todo, que esta jugada estratégica se disemine notoriamente y que no se convierta en un toque de alarma, que incluso sea disimulada por la conciencia de una complicidad, refiere a una cierta naturalización de la creación discursiva como atributo o pertenencia de un sujeto privado (individual o grupal). Si además de proliferar una «investigación administrativa» (17) prolifera también una investigación regida por una estrategia clientelar (en la que el nepotismo se destaca), el campo intelectual se transforma en un espacio de deudas, cuando no en una pugna refeudalizada donde lo público es reconducido a una lógica patrimonial(ista). Ahora bien, en una trama de relaciones sociales regida por la deuda simbólica la crítica queda taponada: es resemantizada como «traición». Que el campo intelectual se pliegue en sus posiciones dominantes a este movimiento privatizador no deja de ser sorprendente a raíz de las filiaciones conscientes que allí se despliegan (18). Ni siquiera desde el punto de vista interno al liberalismo se puede concebir esta práctica de mutua autorización (con la contrapartida de las respectivas desautorizaciones) como una práctica consecuente. Pierde la categoría liberal del «mérito» como legitimación de las posiciones intelectuales desiguales. Antes bien, lo que sobrevive es la idea persistente de que en el campo de la producción intelectual sólo vale aquello que se demanda de forma más o menos masiva. La pauta de valor intelectual o estético queda estrictamente supeditada al nivel de demanda que se establece. Si la cita implica por definición el reconocimiento de un valor simbólico de lo citado, en el contexto presente tiende a adquirir una nueva dimensión suplementaria: la cita aparece como mecanismo de promoción de un grupo específico, con independencia a su relevancia semántica o pertinencia conceptual. Y puesto que según la perspectiva neoliberal la formación de precios está determinada por el mercado de consumo, nada impide participar en esa formación produciendo demandas cruzadas, tal como operan las empresas capitalistas pertenecientes a un mismo grupo económico. Puesto que la producción intelectual dominante aparece bajo el signo de una lógica privatizada, tampoco resulta extraño que se propague la tendencia a citar, con independencia a su pertinencia semántica, a amigos, compañeros, familiares e incluso eventuales aliados de carrera. A ese tipo de cita –que llamo «cita de pertenencia» para distinguirla de aquellas que trazan una filiación simbólica- hay que distinguirla de la «cita de autoridad», en tanto lo que destaca no es el prestigio o crédito intelectual del sujeto citado, sino la afinidad personal (no intelectual) que el citado mantiene con el sujeto que cita. En ambos casos, lo común es la exaltación del «individuo» -aunque este individuo forme cuerpo- que impide pensar la dinámica colectiva de los dispositivos de enunciación y, sobre todo, que dificulta el análisis crítico de los discursos.
Si el valor de los productos intelectuales queda determinado –según esta perspectiva dominante- por los consumos, la calidad intrínseca de lo citado será secundaria, cuando no indiferente. Paradójicamente, no importa el “mérito” que se haga en términos de productividad intelectual, sino la acumulación de acreditaciones –y eso configura precisamente la violencia simbólica extendida incluso en contextos donde cabría esperar, si no la supresión absoluta de las mismas, al menos su asunción crítica y su reducción radical. Con ello no quiero decir que no existan denuncias con respecto a un espacio intelectual que deviene mercado de mercancías culturales específicas, segmentadas y jerarquizadas según los públicos consumidores (que incluye esa inmensa y en ocasiones superflua proliferación de postgrados), donde el valor del “producto” queda fetichizado por los nombres que la autorizan y los títulos nobiliarios que ostentan, así como por las referencias a la elite intelectual a la que se pertenece. Sin embargo la eficacia simbólica de esas denuncias queda minimizada en una dimensión institucional. A raíz de las actuales prácticas intelectuales dominantes, los efectos que produce sobre las instituciones es más bien restringido, precisamente porque dicha denuncia se elabora la más de las veces en los márgenes, en relaciones de fuerza asimétricas.
Desde luego, con lo antedicho no pretendo especificar todas las modalidades concretas de esa mercantilización presente en la producción intelectual. Dicho objetivo excede el marco de este trabajo, pero no es difícil advertir que una de esas modalidades remite a las políticas dominantes de la cita, donde el nombre de autor aparece en primer orden como garante de valor y, por ende, como recurso de autoridad (tal como el escolaticismo medieval hacía con los respectivos maestros) o como recurso de solidaridad intragrupal (al modo de toda esa ideología del “equipismo” tan en boga en la gestión empresarial, en la que el “equipo” no es más que un medio colectivo de realización de objetivos particulares indiscutidos).
Ahora bien, cuando las prácticas académicas, artísticas, científicas y filosóficas se refeudalizan (esto es, cuando estas prácticas se constituyen sobre vínculos privados, en los que se cultiva la autoridad y por lo mismo la pleitesía), las posibilidades efectivas de subversión del campo se reducen y el riesgo de excomunión y sanción, cuando no de directa marginación, crecen de forma notable. Un ejemplo didáctico lo encontramos en los escritores noveles. Como no sea apelando a algún padrinazgo, con toda probabilidad su obra terminará siendo rechazada o desestimada por las industrias editoriales, sean oficiales o alternativas. De la misma manera, si un escritor aspira a “competir” por un determinado premio literario, con independencia al valor de su producto literario, frecuentemente se hallará excluido de antemano, como no cuente con los favores privados de algún miembro del jurado. Aunque existan excepciones, hoy día la alianza entre jóvenes aspirantes y autores más o menos consagrados (como instrumento de acceso o forma de tutelaje que permita obtener, a su vez, cierta distinción cultural) constituye la regla.
No resulta apropiado en este punto apelar solamente a la inescrupulosidad de los individuos. Lo problemático remite al tejido de relaciones políticas que se está construyendo incluso en campos culturales donde importa menos lo dicho que la referencia a una individualidad prestigiada (o deseosa de serlo), a unos compañeros de camino, independientemente al valor intelectual y estético de lo que puedan sostener. En un iluminador artículo, P. Bourdieu se refiere precisamente a esta situación, retomando a Karl Krauss.

“Kraus denuncia también todos los beneficios intelectuales ligados a los reenvíos de ascensor (renvois d'ascenseur) y a los mecanismos de la economía de intercambio intelectual. Él demuestra que la regla de dar-dar (donnant donnant) hace imposible toda crítica seria (...). (...) yo podría dar ejemplos de reenvíos de ascensor increíbles en los cuales los puestos universitarios pueden entrar en juego” (19).

“¿Qué importa quién habla?” repetido en estas condiciones tiene un nuevo sentido: es la caricaturización de la crítica foucaultiana; es su uso cínico. Detrás de la soberanía del autor, se diluye el relieve del texto como inscripción significante. La apuesta por una diseminación significativa se disuelve en el sentido de una disputa por la autoría. Pero aquí ya no hay diseminación: es primacía del «significante-amo» sobre el cual orbitan los enunciados; reconducción de todo juego de lenguaje a un supuesto fundamento no fundamentable, que esta vez tiene el nombre del autor. Simultáneamente, es centramiento en un «campo de poder», esto es, acceso privilegiado a ciertos procesos decisorios, que comprometen dimensiones económicas, políticas y culturales de la vida social.
¿Se asiste a la formación de una nueva ética de cierta intelectualidad? ¿A la derrota histórica de la figura crítica del intelectual, destronada por una nueva tecnocracia que a la vez que esgrime sus títulos ocupa el centro de la escena? Me inclino a responder afirmativamente, aunque ello no conduzca a ninguna postura resignada o derrotista. Antes bien, la reivindicación de un sujeto crítico sigue manteniendo actualidad y más que remitirnos con nostalgia a un pasado idealizado, también es posible movernos en el presente para encontrar posiciones subjetivas que encarnan esa reivindicación. A pesar de las dificultades, la producción de una subjetividad crítica no es una sola posibilidad abstracta, sino un proceso efectivo que se abre resquicios, incluso apelando a tácticas y estrategias subterráneas.
Sin embargo, nunca estamos suficientemente prevenidos. La amenaza tecnocrática está ahí, bajo la forma de un ejército de expertos que reclama una indiscutida legitimidad en los dominios que considera propios, incluyendo áreas que antaño siquiera hubieran sospechado. Que haya una suerte de “funcionarización” –si se me permite el neologismo- del campo intelectual, incluyendo poetas, literatos, profesores, investigadores, filósofos profesionales, científicos, etc., no deja de ser un síntoma que hay que leer. Más ampliamente, la amenaza neoliberal ya no es puramente externa a aquello que históricamente se constituyó como zona de resistencia sistémica: el campo literario, las ciencias sociales, las instituciones filosóficas y académicas. Esa amenaza puede detectarse cada vez que priman por sobre las virtudes públicas los vicios privados. O, para decirlo más drásticamente, cada vez que se restringe la circulación pública de los discursos en nombre de un régimen de propiedad que exige la estratificación y la privatización de los beneficios (intelectuales, políticos, económicos, morales).
El éxito (la «consagración») aparece en el horizonte como un ansiado premio a la dura competición efectuada, que incluye recursos tan dudosos como la denigración, la maledicencia, la falsa atribución y la exclusión arbitraria de la competencia a aquellos que no forman parte de los clanes dominantes y la absoluta primacía de lo personal por sobre criterios públicamente consensuados, por poner unos ejemplos. Que la consagración sea un objetivo comúnmente perseguido no parece novedoso ni especialmente escandaloso, pero que la lucha se despliegue con prescindencia de un criterio mínimo de honestidad intelectual -desatando auténticas intrigas pasionales sin el menor atisbo de autolimitación ética (20)- no deja de resultar vergonzante. La no participación en esta complicidad ya resulta un acto suficientemente sospechoso como para dar lugar a la exclusión del sujeto disidente de los círculos cerrados de esta nueva intelectualidad o, lo que es más perverso, para incluirlo como objeto indeseable.
Capitalizar al grupo de pertenencia es a partir de ahora el imperativo categórico de muchos intelectuales que hacen de la indagación una cuestión administrativa; que transfieren el énfasis de la cognición al crédito que se obtiene por esa cognición; que hacen del dispositivo teórico o simbólico un artefacto funcional de acceso tanto a puestos mejor remunerados y valorados como a unas industrias culturales que requieren usar la distinción como forma de comercializar sus productos (simbólicos y materiales). Lo que resulta un toque de alarma es que estas prácticas sean vividas con naturalidad incluso por parte de las mayorías subalternas; que la creación quede reducida a un juego de intereses personales, a un simple instrumento de la lucha por el prestigio. No es necesario apelar a valores trascendentes como la «búsqueda de la verdad», el «altruísmo», el «desinterés» o la «imparcialidad» para cuestionar esta direccionalidad política que marca las prácticas intelectuales hegemónicas. Basta analizar los productos discursivos de este nuevo discipulado y de estos viejos maestros. Basta evaluar la profusión de citas burocratizadas, de gestos autoritarios, de irrelevantes complicidades rituales e incluso de despliegue egocéntrico (y, desde luego, la auto-citación puede actuar en este sentido cuando no responde a una pauta mínima de pertinencia).
El caso de la referencia a mimeos o textos inéditos propios es ejemplar para analizar posibles usos de la cita. Puede marcar un antecedente en el área de trabajo, desde luego, a la vez que marca su inaccesibilidad (a no ser que se mantenga una relación de cercanía con el locutor). Podríamos aquí referirnos a una «cita de trayectoria» (el terreno de constitución de la “seriedad” en la historia intelectual del enunciador), donde esta operación tiene un claro sentido de habilitación enunciativa. También podríamos hablar de una «cita escenográfica», referida a una intervención orientada a dar consistencia retórica a un desarrollo conceptual o literario. De este caso, quedaría excluida la «cita de autoridad», porque aunque se remita a una instancia previa la validez de lo dicho, se trataría de una autoridad inaccesible y por tanto invaluable, como los jueces de El proceso.
Dicho lo cual, debería ser claro que el análisis en el nivel de las citas y los usos que hacemos de éstas rebasa cualquier ejemplo particular: remite a una economía textual concreta, que no puede conocerse como no sea con el estudio específico de los discursos en condiciones determinadas, en este caso, marcados por una función intelectual (aunque bien podríamos referirnos al campo de la discursividad en general). No deberíamos descartar, en un nivel inicial, marcas de adhesión irreflexiva, referencias relativamente azarosas e incluso citas forzadas producto de un repertorio restringido de lecturas. Pero no cabe duda que retomar el discurso de los otros no es un acto ingenuo y el «habitus» intelectual, en su historia, constituye toda una jerarquía de citas plausibles y referencias autorales de distinto orden. Parte de ese habitus presupone el aprendizaje de ciertas convenciones convenientes, como saber a quién se cita y por qué se lo cita. No se retoma cualquier texto en cualquier situación. Se retoma el discurso de los otros por razones estéticas, éticas, intelectuales, políticas e incluso administrativas. Ni siquiera un estudiante o un principiante escapa a las citas de conveniencia, aunque a menudo su “aparato” de citas muestre mayor inconsistencia (tanto en términos formales como semánticos) que la de aquellos sujetos con mayor trayectoria en el campo y, por ende, con mayor pericia con respecto a sus regulaciones.
Preguntarnos acerca de los modos en que se cita (y citamos) es una ocasión para volver sobre los textos. No cabe duda que las respuestas son heterogéneas, pero si es cierto que estamos asistiendo a una mutación del campo intelectual, lo más previsible es que hallemos crecientes referencias a terceros ya no siquiera como formas de atrincheramiento argumental o modos de fortalecimiento retórico, sino lisa y llanamente como forma de construir alianzas estratégicas a nivel institucional (manifiestas en ciertas «citas de pertenencia») y a nivel autoral («citas de autoridad», que a menudo se usan para salvar las propias brechas argumentativas). Que puede haber una recuperación original del discurso del otro -que evite las paráfrasis de fácil rentabilidad- es indudable. Esa recuperación no tiene por qué excluir autores célebres, pero nos exige unas cautelas especiales para evitar una reproducción acrítica de la autoridad. Que existan retóricas autoritarias es un elocuente síntoma de época. Pero mientras haya todavía algún tipo de margen o de diferencia legítima, de pauta comparativa, de búsqueda teórica que exceda el campo meramente privado, esas prácticas seguirán siendo objetables, a raíz de la exaltación particularista que promueve.
En todo caso, y con relativa independencia a este nivel normativo, el análisis de esta dimensión citacional de los textos contribuye a reconstruir el proceso productivo mediante el cual un discurso se convierte en una práctica performativa. Asimismo, colabora en la deconstrucción de una presunta naturalidad de los vínculos textuales e intertextuales, incluyendo las violencias que los discursos retoman y producen en nuevas escenas. Despojar al texto de su inocencia no es más que mostrar su carácter de artefacto; es reenviar esas trazas a un dispositivo enunciativo en el que algunas de las regulaciones significativas son, en el caso de las citas tácitas, significativamente omitidas.
Entre citarlo todo y no citar nada no hay una contraposición que estaría marcando respectivamente una posición heterónoma y una autónoma. Hay una especificación del vínculo entre sujeto enunciador y sus variables condiciones discursivas de producción y recepción. Las políticas dominantes de la cita carecen de ese carácter subversivo que se reclama y prescribe en otros niveles significantes (y aquí sorprende cuán conservadores pueden ser los “discursos radicales”). La cita forma parte del «cuerpo significante» (E. Verón) y en esa medida contribuye en su sobredeterminación a la producción de sentido. Puede entonces pensarse en una haz de estrategias de validación que no necesariamente transiten el camino de una apelación a una autoridad simbólica usada como inapelable ni se apoyen, predominantemente, en la referencia al grupo de pertenencia.
Así pues, no deja de resultar relevante, en esta fase, preguntar acerca del vínculo que establecen ciertos sujetos intelectuales con respecto a una economía textual neoconservadora, en la que ciertos enunciadores consagrados –reconocidos como referencias de primer orden- aparecen como objetos privilegiados de la cita, más allá del valor de los textos citados, determinado por un trabajo (conceptual) antes que por al sola apropiación. En ese sentido, es previsible que en una época de entronización dogmática de la autoridad -resguardada más que nunca por una burocracia que evalúa la “calidad” desde parámetros administrativistas- la posibilidad misma de originalización de los discursos quede reservada –al menos de derecho- a una elite intelectual que ocupa posiciones institucionales centralizadas, con independencia a sus capacidades intelectuales o literarias. Que en ese marco la categoría de «igualdad enunciativa» carezca de toda inteligibilidad es indicio de un menosprecio mayor por la igualdad política de la que forma parte.
Estudiar las regulaciones institucionales que operan en la cita permite, pues, reconstruir un estado del campo e incluso una distribución de roles institucionales. No sería difícil identificar itinerarios de citas donde la irrupción del colonialismo intelectual se hace reconocible en una economía de la omisión (en la que todo un cuerpo de discursos que no gozan de reconocimiento colectivo es desconocido por no resultar simbólicamente rentable). No se trata sencillamente de limitarse a constatar el hecho de que quien está consagrado en el campo plantea una escasez de citas (y una alta selectividad de los textos -generalmente autorales- citables) y los actores marginales o "juveniles" una diseminación de citas (y una cierta indiscriminación entre textos autorales y textos de divulgación o comentaristas), sino más bien de analizar cómo se producen vínculos pragmáticos con tradiciones intelectuales diversas; de pensar en el grado de heterogeneidad o identidad entre textos centrales y citas, notas al pie, paráfrasis, etc., y de modo más global, de evaluar el vínculo que cada enunciador construye con respecto a los otros enunciadores. No sólo hay que interrogarse por los nombres de autor citados, sino también por la relación teórica que se establecen en una dimensión textual con las citas. Eso permitiría avanzar en los modos de producción de subalternidades intelectuales.
En un universo cultural en el que proliferan modalidades de citación por lo menos polémicas (en el que el conocimiento de los vínculos privados del sujeto de la enunciación resulta central para comprender estas modalidades públicas), no deja de tener relevancia reconstruir lo que se juega en esos niveles de funcionamiento semiótico. Que en la citación opera una estrategia de carrera, una relación determinada entre actores, unos reconocimientos específicos y unos desconocimientos dados, en esta fase, parece claro. Todo ello se traduce en el estallido de una ética de los intelectuales que, al menos desde la modernidad filosófica, apostaba por marcar los límites subjetivamente tolerables en la disputa por el poder simbólico.

La cita como apertura crítica

La «igualdad enunciativa» es un reclamo filosófico moderno: todos tienen, por derecho, la libertad de hablar y ser escuchados en igualdad de condiciones, a menos que opere un estado de excepción (ligado, por ejemplo, a razones jurídicas). Paradójicamente, esa filosofía moderna, al obliterar la problematización sobre las desigualdades simbólicas, esto es, sobre las condiciones de acceso a ciertos dispositivos de enunciación, contribuyó a bloquear la construcción de esa igualdad deseada. Efectivamente, la igualdad enunciativa sólo puede materializarse en un contexto donde los sujetos comunicativos participan en situaciones de simetría. La celebrada “comunicación libre de coacciones” habermasiana se encuentra, necesariamente, con el muro blanco de un capitalismo que regula implacablemente las condiciones de acceso y permanencia en ciertos órdenes de discurso.
Por su parte, la ideología meritocrática ha ocultado básicamente esta desigualdad simbólica-material, desconociendo por tanto las condiciones de disparidad de quienes pueden constituirse en enunciadores institucionalmente habilitados. Ni los discursos naturalistas sobre la igualdad (pensándola como atributo dado en la naturaleza) ni el racionalismo (suponiendo la razón como condición universal, dada a priori), posibilitan pensar en las operaciones histórico-políticas que producen racionalidades contingentes, discursos intelectuales (literarios, filosóficos, científicos) construidos a partir de ciertos principios retóricos -generalmente omitidos en sus operaciones simbólicas violentas- y de ciertas habilitaciones institucionales –no menos violentas cuando el proceso de toma de decisiones queda marcado por una lógica autoritaria-.
Parte de esas violencias simbólicas e institucionales se constituyen en umbrales del texto que suelen pasar desapercibidos. Intenté sugerir que los usos de la cita pueden quedar cooptados por mecanismos de acreditación y autorización que no por inconscientes o irreflexivos, resultan menos perniciosos. En cualquier caso, esos gestos irreflexivos de los textos constituyen brechas en las retóricas argumentativas y, más en general, en las retóricas críticas.
Sería un despropósito suponer que alguna vez la producción intelectual puede controlarse en todos sus detalles. No considero, sin embargo, que sea legítimo eximirnos de un examen acerca del modo en que utilizamos los discursos de los demás, en especial, cuando las citas aparecen como un entramado que contribuye a producir una ritualidad de jerarquía y subordinación intelectual.
Puesto que hay una economía de la cita -no necesariamente una economía de la escasez- será importante reconstruir su incidencia en la producción de sentido, que implica también un posicionamiento discursivo de sí (como «autor» o «comentarista», «escritor» o «escribiente», según categorías bosquejadas por una cierta tradición intelectual francesa).
Aunque de ninguna manera considero probada dicha relación, considero acertado sugerir que la escritura originalizada implica una tensión productiva entre nosotros y los otros. La reducción de uno de los términos al otro conduce al monologismo dogmático. Lo que perdura como condición de formulación pertinente es la crítica dialógica. Si los “otros piensan dentro de mí”, como decía Barthes, de ello no se infiere que el pensamiento propio sea reductible al de los demás. De lo contrario, nos enfrentaríamos a la paradoja de un pensamiento que nunca conocería lo nuevo, que siempre se retrotraería a un pensamiento precedente. Ante esta regresión al infinito, podríamos preguntar qué tipo de subjetividad estaría en condiciones de formular un pensamiento originario, ex nihilo. No necesitamos remontarnos, sin embargo, a un “origen” más o menos remoto, que interrumpiría esta cadena de remisiones hacia atrás. Pensamos con los otros y contra los otros. Contrariamente a un cierto tradicionalismo que presume que está todo dicho, hay que decir: “La mejor palabra es la no dicha” (21). La historia del pensar, pero más precisamente, la historia de los discursos institucionalizados no remiten a un gran Otro originario y completo, del que derivarían todas las enunciaciones posibles. Siempre participamos de la trama de los discursos, creando tradiciones y discontinuidades. La relativa singularización de los discursos sólo es posible en el campo de una intertextualidad constitutiva. Esa inter-textualidad es otra forma de referirnos a la condición fundante de lo comunicacional, que no se reduce a la mera identidad de los términos sino que remite a un proceso creador de «diferencias» (22).

Si, al menos en la modernidad filosófica, el campo intelectual apostó por su secularización, eso significó en principio el intento de desterrar los criterios de autoridad como pautas de validez de los enunciados. En ese campo, el criterio de progreso intelectual no residía en la simple continuación de una herencia teórica o artística, sino en el replanteo radical de esas tradiciones, incluyendo la aceptación de herejías pertinentes. En ese sentido, reactivar una «estrategia de subversión» del campo intelectual aparece en el horizonte como una posibilidad de transformar los límites del presente (del campo en cuestión) y dinamizar cierta producción intelectual anquilosada, marcada por un profesionalismo miope. En alguna medida, esta decisión implica algo más que una relación de infinito comentario de los maestros, de ratificación de un pensamiento anterior (el de los otros o el nuestro): es instituir (y alentar) una relación crítica con las creaciones intelectuales heredadas, ponerlas en cuestión, volver a interrogar lo dicho para pensar lo que está aún por-decir. En pocas palabras, algo muy distinto a las «estrategias de sucesión» y «conservación», más o menos facilonas, propias de una situación en que el riesgo se mitiga y el beneficio intelectual (inmediato) se incrementa a costa de recaer en la dogmatización.
Apostar por un uso crítico de la cita expresa un deseo de intercambio simbólico nunca asegurado, que a su vez permita esclarecer los límites que estructuran nuestras posiciones discursivas. Crear una apertura dialógica ante nuestros interlocutores no es una implicación necesaria de toda política de la cita. Es una apuesta que se enfrenta a una economía neoconservadora que hace de la cita el recurso por excelencia para trazar fronteras jerárquicas entre enunciadores convertidos en expertos. Paradójicamente, en la práctica, dicha jerarquización no responde primordialmente siquiera a criterios de mérito, sino sencillamente a un criterio de autoridad y pertenencia (que remite a los lazos privados y semi-privados). Si bien esta primacía no es absoluta, constituye una situación problemática para quienes confiamos en una forma de racionalidad crítica como condición de posibilidad del progreso intelectual.
Las polaridades «puras» que constituyen casos extremos (no citar/ citarlo todo) refieren a típicas posiciones de poder vinculadas a la dominación y a la subordinación en el campo intelectual, pero en última instancia, son polaridades que empíricamente se confunden. La clasificación polarizada es sencillamente un artefacto y ninguno de nosotros está exento de los riesgos previamente identificados. Cada textualidad es un universo de matices, que posicionan múltiple, e incluso contradictoriamente, al enunciador. Que este campo de investigación es en buena medida una promesa no deja de ser cierto. Pero contribuye a pensar no sólo algunas herramientas adicionales para el análisis crítico del discurso, sino también para avanzar en una sociología de los intelectuales contemporáneos.


Arturo Borra

NOTAS
(1) Ducrot, O y Todorov, T, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, S.XXI, México, 1979.
(2) Cf., Ducrot, O y Todorov, op. cit., p. 368. El espacio que se le reserva a la categoría de «intertextualidad» es similarmente restringido.
(3) Me remito al célebre Curso de lingüística general, de F. Saussure (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1985) considerado como uno de los textos fundacionales de la Lingüística.
(4) Cf., Ducrot, O y Todorov, op. cit., p. 400.
(5) “Epistemológicamente, el concepto de intertexto es lo que aporta a la teoría del texto el volumen de la socialidad: todo el lenguaje, anterior y contemporáneo, llega al texto, no por la vía de una filiación identificable, de una imitación voluntaria, sino por la vía de una diseminación, una imagen que asegura al texto el estatuto, no de una reproducción, sino de una productividad” (Barthes, R., Variaciones sobre la escritura, Piados, Barcelona, 2002, p. 146).
(6) Me remito al detallado estudio realizado por Lozano, J.; Peña Marín, C. y Abril, G., Análisis del discurso, Cátedra, Madrid, 2004. Especialmente, cf. p. 147 y ss. Partiendo de una concepción del texto como «polifonía» o pluralidad de voces, los autores señalan la contaminación inevitable entre el sujeto citante y el discurso citado, aunque dicha contaminación sea restringida cuando se apela a ciertos mecanismos de «distancia enunciativa».
(7) Cf., Lozano, J.; Peña Marín, C. y Abril, G., op. cit., pp. 149 y ss.
(8) Barthes, R., op. cit., p. 146.
(9) Todorov, T., La crítica de la crítica, Paidós, Barcelona, 2005, p. 50.
(10) Por mi parte, me contentaré con señalar algunas líneas de desarrollo posible, apoyándome en algunas referencias autorales que permitan apoyar y ampliar mi campo de argumentación. Asimismo, procuraré escenificar algunos usos citacionales que se desplacen de las políticas que cuestiono aquí.
(11) Las citas, desde luego, operan en múltiples tipos de textos, incluyendo el texto cinematográfico.
(12) Cf., Foucault, M., La arqueología del saber, S. XXI, México, 1985.
(13) Cf., Verón, E., La semiosis social, Gedisa, Buenos Aires.
(14) Cf., Pecheux, M., Hacia un análisis automático del discurso, Gredos, Madrid, 1978.
(15) Tomo esta categoría, al igual que el de «formación discursiva» de Laclau, E. y Mouffe, Ch., Hegemonía y estrategia socialista, S. XXI, Madrid, 1997.
(16) Bourdieu, Pierre, “El campo científico" (traducido por Alfonso Buch y revisada por P. Kreimer, de Actes de la recherche en sciences sociales, n° 1-2), p.138.
(17) En un llamativo ensayo, por su intimidad reflexiva, que excede quizás incluso toda biografía intelectual, Adorno distingue entre «investigación crítica» e «investigación administrativa», explicando que esta última es típica de un proyecto en que “(...) todo podía ser objeto de análisis menos este sistema mismo [en referencia al sistema de radio comercial], sus supuestos sociales y económicos y sus consecuencias culturales” (Adorno, T., Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, 1993, p. 112). Más ampliamente, la investigación administrativa es aquella que presupone la validez general del sistema (sea cual sea), ajustándose a la producción de información útil para intervenir en el mismo. A la predeterminación del alcance de la crítica –esto es, una forma de prevenir de la crítica a la sociedad-, en la misma operación, el sujeto se incapacita para avanzar sobre asuntos que no sean observables y registrables en la sociedad contemporánea: la prohibición del pensar se abre en el horizonte mismo del pensamiento irreflexivo. No se trata, claro está, de impugnar la investigación empírica sino evitar hipostasiarla rechazando la centralidad de la teoría.
(18) Tomo esta categoría de G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Guattari, F.; y Deleuze, G., Pretextos, 1997, Valencia.
(19) Bourdieu, P. , “Sobre Karl Krauss y el periodismo” en Rev. “Archipiélago”, Nº 60, abril de 2004, p. 91.
(20) Una vez más, es evidente que estas intrigas pasionales en el contexto de los intelectuales no son novedosas. Con todo, lo que está en discusión es la nueva forma que estas pasiones adquieren. No se trata de una nostalgia racionalista, sino del cuestionamiento a un cierto decisionismo autoritario que se autoconsidera exento de dar razones y, más globalmente, de producir legitimaciones razonables a las disputas discursivas en las que participa. La consecuencia más radical de ello es habilitar procesos decisorios que escapan a cualquier examen público, dando rienda suelta al propio interés, incluso si para ello se hace “necesario” utilizar el insulto o la difamación al contrario. Las designaciones no concursadas de profesores, la asignación discrecional de cargos públicos, la elección predeterminada de escritores por parte de los jurados sobre la base de cercanías personales, etc., participan en esta extensión de una lógica irracionalista que reduce el espacio público (en el que participan los intelectuales) a una cuestión de gustos y, en general, a una pugna de intereses particulares. Lo «normativo» en ese contexto es reducido a la pura arbitrariedad de las conveniencias cambiantes.
(21) Bastos, Augusto Roa, Metaforismos, Seix Barral, Buenos Aires, 1996, p. 35.
(22) En términos más generales, la interdependencia humana es señalada por Todorov de una forma perspicaz. “El otro es, pues, a la vez constitutivo del ser, y fundamentalmente asimétrico respecto a él: la pluralidad de los hombres encuentra su sentido no en una multiplicidad cuantitativa de los «yo» sino en cuanto que cada uno es el complemento necesario del otro” (Todorov, T., La crítica de la crítica, Paidós, Barcelona, 2005, p. 93).

Editado por arturo, el día 23 Septiembre '08 - 20:27, en series.

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