29 Nov '07 -Aquí mis deberes, aquí mis derechos; aquí unos percebes, aquí unos berberechos

Por sólo el gusto de ver qué ocurre y cómo resulta la yuxtaposición, contrapondré ahora dos cartas de derechos (una de ellas con deberes también) de las escritoras o autoras, propuestas para la regulación de tal ocupación aquí y aquí.

Editado por inwit, el día 29 Noviembre '07 - 13:32, en Enlaces de interes, todo es de todos CTP.

Ha dicho algo al respecto:

Comentario de castigatrix - 01 Diciembre '07 - 13:45



¡Inwit, sea Vd. rebienvenida! ¡Qué gusto volver a encontrarse con Vd. por aquí!

Dejando de momento a un lado la cuestión de los llamados “intermediarios” (ya sabe: las discográficas en música, la industria editorial y sobre todo las distribuidoras en literatura…), se me hace evidente, leyendo las dos interesantes referencias que nos ha traído, que algo raro oculta estos “derechos de autor”, centrados casi exclusivamente en la remuneración.

Ya sabe cuáles son nuestras costumbres, así que creo que me permitirá nadar un rato contracorriente, e incluso tal vez se me una. He escuchado con cierta frecuencia, cuando se tratan estas cuestiones de los derechos del autor, una máxima que viene a decir, poco más o menos, “que todo el mundo tiene derecho a vivir de su trabajo, y aquí los artistas no van a ser menos”. El razonamiento suele funcionar como un bálsamo, porque ¿quién se va a atrever a negar a nadie el derecho a vivir honradamente de su trabajo? He de confesar que yo misma lo he utilizado en ocasiones para zanjar una conversación dando tranquilazadoramente la razón al adversario. Sin embargo, a mí la frase me escama.

Vivir suele ser un hecho y en algunas ocasiones, un derecho. Trabajar, sin embargo, se sitúa en un pliegue chungo entre la obligación y el derecho. Obligación para la inmensa mayoría que, como no posee otra cosa que su propia fuerza de trabajo, se ve obligada para subsistir a vender su tiempo y su fuerza. En las sociedades capitalistas (léase todas), es la supuesta “mano invisible del mercado” la que regula cuánto trabajo se necesita y a qué se destina, por lo que los trabajadores se quedan a la espera de “ser necesitados”. Aquí y ahora, vivir es sinónimo de trabajar, por lo que el derecho a la vida y el derecho a trabajar coinciden casi del todo. Excepto que, bien mirado, vivir es un derecho y trabajar, una obligación.

Tenemos el derecho a tener la obligación de trabajar. Necesitamos el mercado, porque necesitamos que el mercado de trabajo nos necesite (y si no, ya sabe Vd. lo que le espera; fuera del mercado de trabajo no existe ninguna posibilidad de subsistencia). Que nos veamos impelidos a experimentar como derecho algo que es una obligación ya es, en sí, una fuente enorme de sufrimiento, creo yo. Sufrimiento en forma de angustia, estrés, ansiedad, neurosis, soledad, enajenación… En definitiva: alienación. Porque “lo que toca” (parafraseando el nuevo spot de la lotería de Navidad) es precisamente asumir como propios y benignos los intereses más ajenos y malignos. Que el trabajo nos hace libres ya lo decían las puertas de Dachau, el infierno nazi.

Ahora bien, ¿es entonces la poesía y la literatura un trabajo? Pues mire Vd., depende de para quién, de cómo, de cuándo, de para qué...

a) Preguntados Fulanito y Menganita, Escritores y/o Poetas amateurs y puede que hasta “alternativos”, nos dicen que no, que escribir no es un trabajo. Fulanito y Menganita consideran que escriben libremente, un poco casi “sólo para ellos mismos”. La publicación de la Obra es sólo un accidente. Vale, es cierto, la mayor parte de las veces, como en el chiste, la publicación “parece un accidente” (aunque sea un asesinato premeditado y alevoso). Sin embargo, cualquiera de los dos, atendiendo a sus intereses, podrían acogerse a “los derechos de autor” que protegen su remuneración como trabajadores, esto es, el derecho a percibir un sueldo por su trabajo (o sea, el derecho a tener la obligación de trabajar).

b) Preguntados Zutanito y Zutanita, Escritores y/o Poetas profesionales, nos dicen que sí, que escribir sí es un trabajo. Por ello, tienen el mismo derecho que cualquier trabajador a percibir una remuneración económica por sus esfuerzos. Zutanito y Zutanita escriben, entre otras finalidades, para publicar y publican para ganarse la vida. Como el resto de los trabajadores, han hecho suyo ese derecho a tener la obligación de trabajar (“así son las cosas y siempre fueron así”, etc.)

Llegados aquí, yo empiezo a ver perversiones de lo más variopintas. La primera sería la cuestión de quién paga la remuneración a los autores. Obviamente, estos “derechos de autor” apuntan a que son los consumidores los que deben pagar por el uso y disfrute de la obra. Y si leen los “derechos de autor”, los consumidores pagan en dinero (“derechos de explotación y patrimonio”) y de reconocimiento social (“derechos morales”). Lo que pasa es que un lector y un consumidor no son la misma cosa. “Lector” y “autor” señalarían dos polos complejos de una estructura de comunicación escrita (y, por tanto, también muy compleja); mientras que “consumidor” y “productor” son los dos polos de una relación comercial. Es completamente absurdo querer objetivar un proceso de comunicación, esto es, pretender coger el enorme y complejo flujo de información que pone en marcha cualquier obra literaria y clausurarlo para producir un “objeto”. Por ahí van los derechos de “integridad de la obra”, que creo que no oculta más que la operación de convertir un proceso de comunicación en una pura mercancia. Eso hace la industria: forzar la situación para que todo lector sea un consumidor, todo autor un productor y toda obra una mercancia. Aquí el papel de los “intermediarios” se invisibiliza, porque juegan de nuevo a “la mano invisible del mercado”. Los intermediarios son, en realidad, los propietarios de los medios de producción (editoriales) y distribución (distribuidoras y comercios). Ya sabemos, que para colmo, los medios de producción y distribución editorial están siendo, cada vez más, acumulados en muy pocas manos (los grandes grupos de empresas editoriales, las grandes superficies de ventas). Son los dueños, los jefes, los que deciden cuándo, cómo y qué se publica. Y hete aquí la segunda perversión, que los jefes aparezcan como simples intermediarios. En la redacción de los “derechos de autor” sólo se mencionan a sí mismos cuando hablan de “los detentores de los derechos de explotación de la obra”. Enmascarados tras los autores-productores y sus suspuestas organizaciones (léase SGAE), los jefes se llaman a sí mismo “intermediarios” y tratan de convencernos que su función es exclusivamente la de ser el canal por la que la mercancia llegue al consumidor y que, por tanto, “cobran honradamente” una parte por su trabajo. Excepto que la producción y distribución de libros no es para nada una labor tan inocente (y más en las actuales condiciones de acumulación de empresas en pocas manos). Lo que me lleva a la tercera perversión, la del trabajo “autónomo” del escritor. Porque eso es un escritor: un trabajador autónomo. Y de la más ínfima categoría casi siempre, diría yo. La propia categoría “trabajador autónomo” es ya un oxímoron de los que le encantan al capital. Autónomos, lo que se entiende por autónomos literalmente, lo serán Bill Gates, Amancio Prada, Emilio Botín… El resto somos trabajadores, que nada tiene de autonomía. La mayoría de escritores no lo hacen por encargo. Es decir, la mayoría de los escritores desarrollan una actividad que no es laboral y producen una obra que no es una mercancía. Sin embargo, para que su obra ocupe algún lugar público (especialmente un lugar notorio) es necesario que la obra se publique y se distribuya. Es la industria (y casi exclusivamente ella) la que se encarga de esto y, por lo tanto, la obra se convierte en una mercancia, el autor en un productor y la actividad de este en puro y claro trabajo (con su correspondiente plusvalía). En fin, que cualquier escritor que se ponga a escribir con la esperanza de ser publicado, en definitiva, espera que su actividad acabe convirtiéndose en trabajo. El problema es que (a no ser que escriba de encargo), mientras está escribiendo, aún no es trabajo, y tal vez nunca lo sea. Y por ahí entra, me parece a mí, la capacidad de cada cual para doblegarse, tragarse a la autoridad, al “censor comercial” y tratar de escribir de manera que la obra encuentre un hueco en el mercado. Y hay escritores y poetas con más fino olfato comercial o fortuna. En cualquier caso, como se ve, la esquizofrenia, enajenación y alienación de un escritor “autónomo” es mucho mayor que la de un trabajador asalariado, pues el primero espera convertirse él mismo en trabajador y su actividad en trabajo, mientras que el asalariado ya lo es (por supuesto, del asalariado son otras preocupaciones, angustias y dolores que a él le corresponden). Y a mayor alienación, también mayor esfuerzo por ocultarla. Me parece que eso de los “derechos de autor” no sea más que un mecanismo ideológico más para invisibilizar la inevitable alienación del autor.

Y en cuanto a los Wu-Ming, pues qué más pedir, comunistas como son me parece que ven todo esto con algo más de claridad. Otra cosa, es que hayan acertado a dar con una vía que permita que la literatura sea lo que es (aunque no tengamos puñetera idea de qué pueda, en puridad, ser), y no una mercancía.

En fin, me he alargado (como de costumbre). Inwit, me gusta verla de nuevo por aquí. Mucho, créame. Y aprovecho para dejar un mensaje a Arturo Borra. Vi que dejó, Arturo, un mensaje en la entrada en que estábamos discurriendo sobre cuestiones de este tipo, pero no pude leerlo: no sé por qué pero el blog no me lo muestra. Quizá pueda Vd. reproducirlo en otro lado.

Saludos afectuosos.

Sospecho que incluso que los que declararían que escribir sí es un trabajo intelectual, recularían ante la perspectiva de afirmarse ellos mísmos como trabajadores, asalariados



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