-I-
“Hay que escribir aquello que no se puede hablar”.
A. Comte-Sponville[i]
Que hay un vínculo entre «comunicación» y «literatura» es sencillo de explicitar. Lo literario es, ante todo, un hecho de lenguaje, y allí donde el lenguaje se actualiza en una práctica social específica como es la práctica literaria, hay «comunicación», si por ello entendemos producción de sentido de unos sujetos (individuales y colectivos) determinados. Podría señalarse así una concurrencia válida entre dos campos que se desbordan mutuamente[ii].
La afirmación, sin embargo, no resulta ni arriesgada –por carecer de novedad- ni demasiado interesante –por tener pocos detractores en la actualidad, salvo para quienes pretenden que la escritura literaria es un fenómeno que no está dirigido más que a uno mismo-. Es cierto que no faltan discursos de corte individualista (habitualmente prologados por el enunciado denegatorio “no escribo más que para mí”) incluso en el espacio literario, pero el hecho mismo de apelar al campo del lenguaje los muestra ya implicados en una relación social, en la que un sujeto, en el mismo momento de afirmar su independencia absoluta del Otro, la niega pragmáticamente, al dirigirse a alguien, al llamar a otros a la escena, sea para ahondar en sus motivos y finalidades (colindantes al acto de escribir), sea para constituirlo como lector (de sus creaciones verbales). Extraña comunicación ésta que niega al Otro y a los otros, e incluso que, bajo pretexto de no interesarse por éstos, los apabulla con su retórica auto-referencial. La coherencia que hay que reclamar a esta posición ideológica no es la petición de un silencio a secas o el llamado a una retórica muda, puesto que al fin y al cabo dicho sujeto bien puede escribir con fines no-literarios, puramente catárticos o terapéuticos[iii]. Pero desde el momento mismo en que la escritura desarrolla pretensiones literarias, desborda la experiencia privada de los sujetos. De ahí que el gesto más coherente de este tipo de escritura que no reclama ningún destinatario es, en última instancia, el mutismo público[iv]. De la misma manera, contraponer una «poesía del conocimiento» a una «poesía de la comunicación» es erróneo, puesto que no hay conocimiento posible sin unas específicas relaciones sociales de producción de sentido, esto es, sin una práctica de intercambio comunicativo. Dicho en otros términos: todo conocimiento tiene como condición de posibilidad la comunicación intersubjetiva, de la que resultan productos discursivos determinados que, en determinados contextos histórico-culturales, identificamos como literarios. Toda poética (sea experiencial o metafísica, sentimental o conciencial, horizontal o vertical, realista u onírica, oficial o resistencial, ensimismada o comunitaria, por usar algunas dicotomías vigentes en el campo poético español contemporáneo[v]) presupone unas concretas relaciones de sentido que exceden cualquier intencionalidad comunicativa. Dicho en otros términos: el autor forma parte de un proceso semiótico del cual no sólo no es su punto privilegiado (como «origen» o «fuente») sino que además ni siquiera controla plenamente en términos de lo que produce. Los efectos de sentido que una producción textual genera en destinatarios específicos (no necesariamente previstos por el texto en cuestión) desbordan claramente las anticipaciones subjetivas, cuestionando así la idea de un «sujeto soberano» que gobernaría la lógica de la relación comunicativa. En esta dirección, cabe sostener que “(...) la necesidad crucial de la teoría literaria, en la actualidad, es desarrollar instrumentos conceptuales capaces de hacer justicia a la experiencia postindividualista del sujeto en la vida contemporánea misma, así como en los textos”[vi].
Dicho lo cual, y como contrapartida, sostener un lazo simple entre comunicación y literatura es relativamente evidente pero irrelevante a principios del S.XXI, porque hoy día todo lo social –incluyendo la literatura como práctica discursiva- es susceptible de leerse en términos comunicacionales. Si unas décadas atrás, éste podría ser un debate –en el que las vanguardias tendrían un papel no menor-, hoy día asistimos más bien a una suerte de generalización de lo comunicacional que paga su precio en una dificultad para distinguir producciones textuales diferenciadas. El valor informativo de este enunciado de partida es entonces más bien bajo: no progresamos en nuestro análisis si no podemos especificar las peculiaridades de este tipo de comunicación que es la práctica literaria.
-II-
Empecemos entonces revisando esa “evidencia” primera: ¿qué significa que la creación literaria es una forma específica de comunicación? No es éste el espacio para reconstruir de forma pormenorizada las respuestas teóricas más típicas que suelen ponerse a consideración.
La más frecuente –aunque los intereses cognoscitivos de sus principales precursores teóricos fueran completamente ajenos a este campo problemático[vii]- podría invocar el siguiente itinerario esquemático: la literatura, como cualquier otro sistema social, es el conjunto de «mensajes» –o «informaciones»- que un «emisor» transmite a un «receptor». En otras palabras, el «mensaje literario» es transmitido desde un polo comunicativo (el escritor o el poeta), mediante un «código» (la lengua elegida), a través de un «canal» (el libro, la mayor parte de las veces), en un «contexto» (la situación a la que el poema o la narración remite), a otro polo comunicativo (lector), quien a su vez «retroalimenta» (o retro-informa) al emisor de los efectos de su mensaje. Lo específicamente literario estaría determinado tanto por la condición del emisor como por el tipo de mensaje. Estableciendo un paralelismo, y apoyándonos en la terminología del formalista ruso R. Jackobson[viii], se podría sostener incluso que lo distintivamente literario de esta comunicación es su «función poética»: el centramiento en el mensaje, más allá de sus referentes. Incluso desde una perspectiva interna habría que clarificar la relación entre «mensaje» y «código» en esta respuesta, puesto que no es claro cómo podría pensarse lo literario con independencia a los lenguajes que utiliza. Por lo demás, en este esquema, la claridad conceptual de las clasificaciones tiene como contracara una restricción más o menos radical del análisis: la dimensión institucional de lo literario, la intervención de diversos sujetos sociales en este campo simbólico, el vínculo entre lo cultural y lo ideológico con lo enunciativo, así como la relación entre lo enunciativo y las posiciones de poder que los distintos participantes ocupan en el campo literario, por mencionar algunas cuestiones, se disuelven o al menos no son suficientemente consideradas. Esta perspectiva comunicacional no sólo concluye allí donde sería preciso ahondar (¿cómo se constituye el «mensaje» o esas polaridades de «emisor»/«receptor»?, ¿cómo se genera ese mensaje, portador de información, que sería decodificada como “literaria”?), sino que hace tanto más difícil pensar lo literario cuanto más rigurosamente nos aferramos a sus categorías de análisis (¿qué sería al fin y al cabo la «información literaria», por poner un caso?, ¿cómo podría percibirse la diferencia entre un mensaje literario y uno extraliterario si ambos mantendrían el uso de un mismo «código»?, etc.). De hecho, el esquema comunicacional aquí supuesto es criticado desde líneas conceptuales diversas, sobre todo, por considerar que no da cuenta de la complejidad de los fenómenos comunicacionales y por incurrir en ciertos reductivismos (a los que habría que añadir los propios reductivismos de la crítica al funcionalismo comunicacional). Digamos elípticamente que la comunicación así representada está basada en una analogía con la cibernética y la teoría matemática de la información y que esa analogía no puede dar cuenta de las especificidades de la comunicación humana, incluyendo la comunicación literaria. Por otra parte, la llamada «crisis de la literariedad» ha producido un marco de nuevas reflexiones en las que se cuestiona la exclusividad de la «función poética» con respecto a la literatura. También otros tipos de discursos despliegan una función poética; la «retoricidad» es una dimensión de toda enunciación (aunque existan grados diferenciales de elaboración retórica según los tipos de juegos de lenguaje) y no un rasgo distintivo de lo literario. No es de extrañar que aquello que identificamos como literatura no sea más que la intensificación de ciertas operaciones que pertenecen al lenguaje en general. Siguiendo a J. Culler, podemos decir que la «literariedad» también está fuera de la literatura: los rasgos que habitualmente se le asignan están presentes, en diferentes medidas, en otros discursos. La lógica narrativa, por ejemplo, es común tanto a la literatura como a la historia. Los recursos retóricos, asimismo, no son privativos de los textos literarios y son usados con frecuencia en textos no literarios[ix].
Una segunda respuesta está relacionada a la «teoría de los actos de habla», procedente de la filosofía anglosajona del lenguaje, filosofía que tampoco se detuvo de forma pormenorizada en el estudio de la literatura. Al respecto, nos dice uno de los más destacados defensores de esta posición en el campo que nos interesa: “(...) una obra literaria es un discurso abstraído, o separado, de las circunstancias y condiciones que hacen posibles los actos ilocutivos; es un discurso, por tanto, que carece de fuerza ilocutiva”[x]. La literatura sería la “desviación” del uso cotidiano del lenguaje; Austin llama a esta presunta desviación “uso parasitario” o incluso “uso no serio” (sic). Una obra literaria sería “parasitaria” o “no seria” con respecto a los actos de habla “normales” (sic)[xi]. Con ello –aclara el autor- no se haría ninguna alusión peyorativa; tan sólo se trataría de señalar la existencia de un lenguaje primero con respecto al que la literatura se estructuraría como mímesis. Lo peculiar sería la depotenciación o decoloración ilocucionaria del acto de habla literario. El acto ilocucionario (lo que hago al decir), se vería reducido al punto cero. Pero el mismo Ohmann se apresura en expresar una reserva: “El escritor realiza, por supuesto, el acto ilocutivo de escribir una obra literaria (...)”[xii]. Con esta reserva, sin embargo, la sencillez y claridad de la definición precedente se muestran radicalmente sospechosas y la plausibilidad de la definición se debilita[xiii]. Sin olvidar el riesgo de fonocentrismo de estas posiciones que privilegian el «habla» y reducen la «escritura» a un fenómeno parasitario o incluso a un apéndice de la voz[xiv], en esa reserva se condensa casi todo: ¿puede decirse que un discurso literario está despojado de fuerza ilocucionaria cuando es estructurado para ser reconocido como “obra literaria”? Dicho de otra manera, ¿resulta irrelevante para el análisis la pretensión literaria de la obra, como primera acción ilocucionaria? Incluso admitiendo que la descontextualización es una operación posibilitada por la escritura en general, abriendo a lecturas en distintos espacios y tiempos relativamente distantes, ¿puede pensarse lo literario fuera de la reinscripción de un texto en unas condiciones sociales e institucionales específicas de manera de enmarcarlo como «juego de lenguaje» literario?
Quizás fue el dadaísmo uno de los movimientos artísticos que mejor mostró cómo un mismo objeto en contextos diferentes puede hacer cambiar su valor simbólico: pasar de una condición no-artística a una artística o a la inversa. Lo decisivo aquí es que el escritor realiza “el acto ilocutivo de escribir una obra literaria”. ¿Podemos decir sin contradicción que lo específico de lo literario es lo que supuestamente le falta, esto es, su carencia de fuerza ilocucionaria?[xv]. Aun admitiendo que este tipo de definiciones permiten subsumir algunas otras (la literatura como «mimesis», «creación de mundos», «retórica», «juego», «drama», «simbolismo representativo», etc.), de ello no se deriva su validez ni su capacidad para distinguir el discurso literario de otros discursos. Al igual que la «función poética», la pérdida de «fuerza ilocucionaria» no es privativa a la literatura o mejor dicho, a la «literariedad».
Autores como Habermas suscriben a esta tradición filosófica, aunque reformule parcialmente el planteo de Austin:
“En la práctica comunicativa cotidiana los actos de habla mantienen una fuerza que pierden en los textos literarios. En la práctica comunicativa cotidiana funcionan en contextos de acción en que los participantes han de dominar situaciones y, por consiguiente, han de resolver problemas; en el texto literario están cortados al talle de una recepción que descarga al lector de la necesidad de obrar: las situaciones a las que se enfrenta, los problemas que se le ponen delante no son directamente los suyos propios. La literatura obliga al lector al mismo tipo de tomas de postura que la comunicación cotidiana a los agentes. Ambos se ven implicados en historias, pero de forma distinta”[xvi].
Sin embargo, en el texto literario no habría pretensiones de validez salvo para los personajes:
“La transferencia de validez queda interrumpida en los márgenes del texto, no continúa hasta el lector a través de la relación comunicativa. En este sentido los actos de habla literarios son actos de habla ilocucionariamente depotenciados. La relación interna entre el significado y la validez de lo dicho sólo permanece intacta para los personajes de la novela, para las terceras personas o para las segundas personas convertidas en terceras –para el lector fingido-, pero no para el real”[xvii].
Lo que vale lo decide el autor como soberano. Si el lector quisiera tomar postura frente al texto literario, destruiría la ficción. Así entonces, lo distintivo aquí ya no sería sólo la depontenciación (compartida con los textos teóricos) sino la suspensión de sus pretensiones de validez. ¿Es aceptable con todo esta respuesta? A mi entender, de ninguna manera, porque desconoce la validez –habitualmente metafórica, pero no menos imperiosa y constitutiva- que reclama un texto literario. No digamos solamente la omisión que hay con respecto a la poesía en este contexto teórico, sino incluso la omisión que se hace del nuevo tipo de referencia que la literatura construye.
Aún cuando una crítica exhaustiva implicaría un espacio mayor de reflexión, me permito remitir al estudio de P. Ricoeur, en La metáfora viva[xviii], que muestran de forma perspicaz que la literatura, en particular sus juegos metafóricos, producen una «referencia de segundo grado» que de ninguna manera puede reducirse a una ornamentación textual. La metáfora viva, la metáfora que la poesía hace suya como forma de producción de significaciones (o incluso, podríamos agregar, la simbología a la que apela la narrativa literaria), no es segunda con respecto a un sentido primigenio; es constitutiva de ciertos conocimientos: su condición de posibilidad. Condenar la metáfora como disfraz es resultado de un malentendido radical: la tesis de una literalidad originaria que podría decir-se al desnudo y que la (mala) literatura vendría a ocultar en una retórica eufemística. Por lo demás, si el juego literario no buscara una verdad artística –de la que nunca podría estar seguro de haber encontrado-, sería un juego que quizás no valdría la pena jugar; a lo sumo, un pasatiempo intelectual o un artificio fulgurante, limitado a un instante de belleza.
En condición de interrogantes, podríamos señalar lo siguiente: ¿puede hablarse de un lenguaje cotidiano primero sustraído de lo poético o incluso de una secuencia fija entre cotidianeidad y poeticidad? ¿Qué relación hay entre lo poético y el lenguaje cotidiano? ¿Cómo concebir los argots nacidos en los márgenes, en los cuales existen no sólo recursos como la metáfora sino también una fuerte codificación?[xix]
Por su parte, Mary Louise Pratt reformula lo precedente: la literatura es un contexto lingüístico que requiere una serie de sobreentendidos, conocimientos, convenciones y expectativas que se ponen en juego cuando el lenguaje es usado en esta situación enunciativa; la «literariedad» no está ligada a propiedades textuales formales más o menos invariantes sino a una disposición de los interlocutores hacia el mensaje; la teoría de los actos de lenguaje permite más bien describir lo literario con los mismos términos que permiten describir otras clases de discurso (inscribiéndose en el mismo modelo básico de lenguaje que todas las otras actividades comunicativas)[xx]. Siguiendo a Caparrós, estas asunciones conllevarían al menos dos implicaciones: 1) la noción de literatura es «normativa» y, 2) la «literariedad» no es problemática, porque de hecho son los participantes en este campo –como escritores, críticos, editores y lectores- los que hacen de una obra literaria una obra artística.
La respuesta anterior, con todo, es insatisfactoria: no hacen más que postergar el tratamiento de la problemática bosquejada; no soluciona estrictamente nada, sino que resitúa la problemática en un marco institucional determinado[xxi]. Bastaría, pues, con repreguntar: ¿qué hace que unos sujetos reconozcan ciertos productos lingüísticos como literarios y que a otros les sea negada su carta de ciudadanía artística? ¿Qué normas –y decididas por quiénes- determinan la pertenencia literaria? Al fin y al cabo, en un plano sociológico, permanece la pregunta: si literatura es lo que unos portavoces -autorizados por unas comunidades específicas- seleccionan de la madeja de textos existentes en una cultura dada, ¿qué ocurre con aquellos textos que no son con-validados por esos portavoces? Bien podríamos señalar aquí la centralidad del desarrollo de pautas literarias críticas, como forma de tomar distancia de los cánones culturales dominantes e incluso como forma de recuperación de textos literarios olvidados. No se trataría, pues, de una función mesiánica de la crítica –que vendría a restituir la verdad de lo reprimido, una suerte de «contra-canon»-, sino más bien, de su potencia para producir debates, para cuestionar cualquier monopolio de la legitimidad literaria, de lo que «es» literatura. El ejercicio de una «crítica dialógica» radical permitiría, así, cuestionar el derecho de unos portavoces institucionalizados a reducir lo literario a sus definiciones y nociones, en suma, a un «canon literario» fijo y necesario. De ahí la centralidad de este tipo de crítica, finalmente, en la producción de una cultura literaria pluralista, resistente a todo intento de reducción desde una perspectiva única[xxii]. Si en ocasiones podemos juzgar unos productos literarios como mejores con respecto a otros, un pluralismo estricto nos prohíbe determinar la mejor obra en términos absolutos. Puesto que el ser (literario) se dice de muchas maneras -parafraseando a Aristóteles- no estamos en condiciones de determinar un único estilo o más ampliamente, una tradición literaria unitaria que sería depositaria exclusiva del valor estético. Antes bien, cada tradición produce determinadas obras cumbre y aunque, en última instancia, dichas tradiciones sean mutuamente comparables, no existe una medida impersonal o un metalenguaje (poético) neutro que conduciría a una elección universal y unívoca por una de estas tradiciones[xxiii]. Dicho lo cual, la apertura acerca de lo que constituye lo literario no resulta en absoluto un obstáculo. Las distintas formas de comprender la literatura han conducido a diversos proyectos de escritura y esos proyectos –a menudo en disputa- pueden ser invocados para cuestionar los intentos prematuros de clausurar los debates acerca de lo literario[xxiv].
-III-
Como respuestas vivas, en curso, estas interpretaciones de la comunicación literaria no son instantáneamente descartables. Habrá que evaluar su fecundidad, las nuevas aportaciones que realizan y su fuerza interpretativa. Con todo, entiendo que una tercera respuesta plausible, incorporando elementos del campo de la pragmática del lenguaje (es decir, recuperando parcialmente la respuesta precedente), puede remitirse no sólo a la filosofía sino asimismo al campo de la semiótica y de los estudios culturales. Al interior de estos campos intelectuales, sin dudas, hallamos líneas diversas de investigación que a menudo producen lecturas contradictorias entre sí. Me contentaré con esbozar algunas hipótesis de lectura que, apoyándose en dichos campos, no pretenden ser más que exploratorias.
Partamos entonces de la afirmación que sostiene que en el mundo humano, la comunicación es una práctica significante en múltiples niveles; lo que Charles Peirce llamó el proceso de semiosis social infinita, o la producción social de sentidos que, dado su modo de funcionamiento, es inagotable, en tanto todo signo es signo de otro signo ad infinitum, esto es, signo que reclama de otros interpretantes a su vez interpretables.
Un texto literario es creación verbal, en primer orden. Y todo lenguaje presupone una relación social que lo sostenga. Al lenguaje como decía magistralmente Barthes, hay que entenderlo como “(...) intercambio de imágenes, como intercambio, efectivamente, de reconocimientos. Cuando hablo, pido ser reconocido por el otro, diga lo que diga. (...) el lenguaje no sirve solamente para comunicar; sirve para existir, sencillamente”[xxv]. Dejo en suspenso la distinción final entre «comunicación» y «existencia», que corre el riesgo de dicotomizar algo que dista de ser dicotomizable; parafraseando a Wittgenstein, que se refería a los distintos «juegos de lenguaje», podemos decir que somos ahí. Al fin y al cabo, no hay vida humana ni identidad por fuera de los intercambios simbólicos (no sólo verbales) que producimos al interior de una comunidad de pertenencia. Lo que ahora en cambio me interesa destacar es que, cuando hablo o escribo, cuando apelo al lenguaje, ya estoy demandando un reconocimiento del otro: reclamo ser escuchado-leído, reclamo otro que está allí para hacer posible esta escena de la escritura en la que, en general, el «yo» ni siquiera es dueño o propietario del sentido de lo que crea y mucho menos en el campo de lo literario en particular, donde la invención está regulada por unas tradiciones artísticas específicas, incluyendo aquella tradición de la invención que acompaña la literatura propiamente moderna[xxvi].
La «comunicación», desde luego, no es algo distintivo de lo literario; hay comunicación donde hay humanidad, donde hay sujetos capaces de dar sentido al mundo que habitan. De forma complementaria, dentro del campo literario, hay formas de comunicación diversas, basadas en estéticas divergentes: desde el realismo que reclama un estilo directo, típicamente anecdótico y sencillo hasta el hermetismo que radicaliza su apuesta por lo indirecto, lo sumergido y complejo. Con todo, con independencia a las estilizaciones del discurso literario, o incluso a las ideologías que necesariamente subyacen a toda búsqueda estética, quisiera remarcar el lazo regular que existe entre opacidad y literatura.
1. No es infrecuente reconocer que, tras la elaboración literaria, se pone de manifiesto la condición opaca del lenguaje, desapercibida en el mundo cotidiano que naturaliza –o incluso, normaliza- ciertos usos lingüísticos. Esta opacidad de la comunicación literaria, en una de sus dimensiones fundamentales, es crítica del lenguaje: muestra que los discursos articuladores de la esfera práctica en general ocultan su contingencia, su carácter político, su apertura radical. Dicho en otros términos: explicitan que el universo lingüístico del presente –sobre el cual se estructuran las prácticas cotidianas- podría ser diferente. La posibilidad de otros lenguajes es también promesa de otros mundos. Al cuestionar la transparencia del lenguaje coloquial, reactiva sus límites: interroga por lo excluido de ese universo, por las formas de nombrar lo real, por los modos en que constituye un mundo. En suma, hace reconocible que el lenguaje no es un instrumento neutro sino un vehículo ideológico que soporta una multiplicidad de luchas sociales, incluyendo los antagonismos de clase. La filosofía marxista del lenguaje -incluyendo a Bajtin y a su alter ego Voloshinov- han enfatizado la «multiacentualidad del signo», queriendo con ello significar que todo significante es susceptible de una multiplicidad de significados, dependiendo de su articulación en una cadena lingüística determinada. En este sentido, la comunicación literaria, al hacer estallar los límites habituales del lenguaje, muestra las mediaciones político-culturales que operan en toda interpretación del mundo, incluyendo aquella que pretende erigirse como “lo real mismo”, como la Cosa en sí, esto es, aquella que se im-pone como «sentido común cotidiano». Con ello, la comunicación literaria pone en juego la oscuridad de toda comunicación o, si se prefiere, muestra la imposibilidad radical de un discurso transparente y neutro que expresaría la realidad a secas[xxvii].
2. Ahora bien, la comunicación literaria es también comunicación de la opacidad. Con independencia a toda sintaxis literaria, a los modos de articulación lingüística –más o menos complejos-, la literatura suele comprometer –incluso arriesgando su comprensibilidad misma- una interrogación por lo desconocido: produce un sentido sobre lo enigmático que hay en lo humano, en el mundo histórico-social y en la comunicación misma[xxviii]. Es por tanto una forma de reenvío a la oscuridad en que moramos. La repetida alusión al carácter elusivo de lo literario, a la condición constitutiva del enigma en el proceso de creación literario, no son simples artilugios para disimular nuestra incapacidad, en cualquier caso recurrente, de especificar aquello que constituye el ser de lo literario. Por lo demás, una experiencia artística que eluda esa opacidad genera habitualmente creaciones estéticas poco interesantes e incluso triviales[xxix]. No es éste el espacio para abordar la compleja relación entre «literatura» y «conocimiento». Digamos, sin embargo, que la literatura es irreductible a toda operación de traducción de unos saberes preconstituidos en otros espacios. La idea de que el arte literario muestra en términos concretos lo que unas teorías previas determinan de forma independiente es al menos unilateral. La literatura no es mera ejemplificación de lo conocido –aunque sin dudas apele en ocasiones a tal recurso-, sino alumbramiento, producción de unas significaciones que desestructuran y reestructuran nuestros conocimientos disponibles o, si se prefiere, que muestran los límites de nuestro saber actual. Sólo así podría sostenerse que la literatura no sólo dice lo no-dicho (y aquí reside su función rememorativa), sino que también dice lo indecible (al menos en otros géneros discursivos, incluyendo el discurso cotidiano).
3. La opacidad no refiere en primer término a una escasez (de claridad, de significados) sino a un exceso semántico producto de una elaboración formal radicalmente abierta, que habilita e incita a múltiples lecturas: la condensación a la que a menudo apela la literatura, así como el conjunto de recursos estilísticos que apuntan a la «intensificación del significante», constituyen un plus de sentido y ese plus es precisamente lo que explica la densidad significativa, la apertura del sentido que, sin ser privativa a la literatura, es reapropiada por este campo para hacer estallar las significaciones sociales habituales. Ese exceso es precisamente lo que hace de cada lectura una batalla interpretativa, una pugna por reasignar un sentido que se fuga en una multiplicidad –potencialmente inagotable- de otras interpretaciones más o menos interesantes. Así pues, «opacidad» y «exceso», aparecen interrelacionados en la literatura, bajo la forma de una resistencia a convertir sus creaciones simbólicas en meros ejemplos de teorías preexistentes clarificadas. El carácter relativamente inasimilable de la literatura moderna, quizás, se explique por estos rasgos coexistentes. El lenguaje poético, en este sentido, más que instaurar una nueva codificación, es destrucción de la lógica codificadora, que en última instancia instaura la pretensión de univocidad para todos los juegos de lenguaje: es estallido y ese estallido sólo puede significar puesta en acto de la opacidad que habilita a múltiples lecturas de una superficie de por sí necesariamente ambivalente, dado tal excedente de sentido.
-IV-
Sin pretender cancelar debates incipientes, que requieren elucidaciones críticas, vale remarcar aquello que ya puede entreverse: un escritor, con independencia a su intencionalidad comunicativa (esto es, si quiere o no comunicarse), es lanzado a un intercambio simbólico desde el momento mismo en que irrumpe públicamente con su discurso. Sólo en ese momento en que un texto adquiere notoriedad pública -esto es, que se extraña de quien lo formuló, que se abre a la mirada de los otros, autonomizándose de su productor- nace como literario[xxx]. Lo dicho permite avanzar en la distinción entre «composición literaria» y «literatura». En parte, despeja la pregunta de si un texto inédito puede ser literario o no, dado que no niega su constitución formal inmanente, sino que cuestiona que baste por sí misma para ser aceptado como producto literario por una comunidad interpretativa. Estrictamente, permite explicar por qué un texto puede devenir literario –lo que requiere que esté dispuesto de tal forma que alguien pueda reconocerle una condición literaria inmanente- sin necesariamente serlo en la actualidad[xxxi].
Ahora bien, si el «ser» o incluso el «estatuto» de un texto literario depende de su notoriedad pública y, en general, de cierto reconocimiento social como tal, en suma, de su circulación dentro de una comunidad cultural que le asigna un sentido específico –enmarcándole dentro de clases o géneros de discurso-, eso no niega la incidencia decisiva de esa comunidad en el momento de su producción. Digamos de forma anticipada que esa incidencia social en la producción textual no determina el posicionamiento del sujeto en cuanto al tipo de discurso en que se emplaza. Ese sujeto está marcado socialmente, esto es, fijado en sus pertenencias y filiaciones y puede que incluso esas marcas prefiguren los órdenes de discurso a los que podría aspirar legítimamente. Pero es la decisión del sujeto –decisión a menudo inconsciente, basada en unas identificaciones determinadas- lo que hace que un texto sea elaborado con pretensiones artísticas o no. Podría darse el caso de que un texto sea reconocido como literario sin tener pretensiones de serlo; a la inversa, hay textos con pretensiones literarias que no consiguen ser reconocidos nunca como tales. En ninguno de los dos casos las condiciones sociales de producción de un discurso determinan de forma unilateral la «literariedad» (y más ampliamente, la «artisticidad»), aunque sin dudas, jamás podría ser reconocido como tal si en sus propiedades formales no hubiera al menos componentes que dejen asimilarlo a tal campo. Como contrapartida, la literariedad de un texto tampoco es determinable de forma exclusiva a partir de su inmanencia textual. Esto es decir: la producción literaria está sobredeterminada por condiciones sociales e históricas de producción y recepción específicas, lo que supone a su vez una relativa autonomía de lo literario con respecto a otras dimensiones de la vida social[xxxii]. En este sentido, tal como M. Bajtin hubiera remarcado, la «intertextualidad» es una de esas condiciones de formación de los enunciados.
¿Cuáles son entonces las marcas distintivas de la comunicación literaria? Antes de avanzar en una tercera respuesta, intentaré despejar un malentendido. No faltan quienes cuestionan las creaciones literarias que no prestarían atención a la “comunicación”, queriendo con ello decir que habría creaciones literarias herméticas y de difícil acceso, cuando no directamente inaccesibles. Hacer literatura “comunicable” sería hacer textos de comprensión más o menos universal. Pero tanto para quienes sostienen que la literatura no está relacionada con la comunicación como aquellos que ponen lo comunicacional como una propiedad normativamente exigible del texto literario, desconocen de manera crucial –y es lógico o internamente coherente que así sea- no sólo la presencia insoslayable de esta dimensión, sino el hecho más fundamental de que la comunicación no constituye una opción lingüística o una forma electiva de desarrollar inteligibilidad, sino una condición constitutiva de todo texto (literario o no).
Ya dijimos que una cierta función poética se despliega en diversos géneros escriturales, por lo que no es sostenible que el despliegue de una estética del lenguaje sea distintiva del juego literario. Aun admitiendo que existieran fronteras porosas entre los discursos sociales en un contexto cultural dado, también aquí podríamos apelar a la pragmática, para señalar que la comunicación literaria suele tomar distancia, de forma deliberada o no, de los juegos de lenguaje cotidianos: la historia de la literatura, entonces, sería entonces la historia de un alejamiento, de una autonomización tanto formal como semántica del discurso, no sólo como función de una efectiva voluntad de distinción, sino como posibilidad misma de decir lo que permanece indecible en el mundo cotidiano. Al respecto, J. Kristeva resume esta posición en un bello texto:
“Lo que escritor –y el extranjero, ese traductor- transfiere a la lengua de su comunidad es la lengua singular de su «memoria involuntaria» y de sus sensaciones. (...)
Traductor en este sentido, el escritor es radicalmente otro, el extranjero más escandaloso”[xxxiii].
La literatura, testimoniante de una experiencia de extranjería, de los dramas de la individuación, es permanente «borrador de inconsciente», que se transpone en la forma del texto. En este sentido, este amor por la otra lengua supone violentar el discurso de los clanes: el escritor con sus trazas conquista la extranjería, abandonando así la familiaridad de su lengua materna. “El que habla la «otra lengua», nuestro extranjero-traductor, es invitado a callar, a menos que se una a alguno de los clanes existentes, a una de las retóricas en vigor”[xxxiv].
Ahora bien, ¿podríamos incluir en ese espacio literario la literatura de cordel, el melodrama, la sátira, o, para decirlo refiriéndonos a un continente mayor, la «literatura popular»? Quizás no desde la perspectiva del extrañamiento lingüístico[xxxv], aunque no deberíamos dejar de preguntar si pérdida de extrañeza no suele conducir a una asimilación sistémica como «producto masivo» (en la que lo «popular» es usado como clave hegemónica y no como distancia crítica).
Admitamos, de forma provisoria, la regionalidad del intento de fijación del sentido de lo literario como «extrañamiento». Al fin y al cabo, podría alegarse, también el arte literario puede concebirse como «proximidad» con respecto a experiencias sociales mayoritarias (y así lo pretenden algunas vertientes estéticas), pese a que esta proximidad no remita habitualmente a la pertenencia común de enunciador y enunciatario, sino más bien a un intento de aproximación que, por lo demás, no podría evitar vestigios de una distancia social de partida. Desde luego, sería difícil justificar por qué habría que seguir considerando esa literatura como popular, pero en cualquier caso, podría admitirse que hay cierto tipo de literatura que no se reconoce en el discurso de la extranjería.
Una conceptualización que no pueda incluir esas otras producciones literarias (con independencia al valor estético que le asignemos) me parece no sólo teóricamente débil, sino políticamente perniciosa. Sería, asimismo, un prejuicio asimilar literatura popular a un tipo de escritura que prescinde de la distancia crítica, como si la «crítica» fuera un atributo inherente a ciertas clases sociales. ¿Por qué deberíamos aceptar la invisibilización de un cierto tipo de «literatura», especialmente de la «literatura popular», incluso asignándole un supuesto familiarismo? ¿Por qué repetir en el campo de los estudios literarios el típico etnocentrismo cultural, por no mencionar el clasismo que le colinda?
Una respuesta que evite estas objeciones (de la que aquí no puedo más que trazar un esbozo preliminar), partiría pues de la consideración comprehensiva de que la comunicación literaria es aquella que tiende a subvertir, mediante procedimientos diversos (como la ficcionalización, la metaforización, el distanciamiento, la apelación a un lenguaje simbólico e incluso la parodia), lo que públicamente se considera comunicable en un momento dado[xxxvi]. Entre el mundo cotidiano y el mundo artístico no hay una relación de pura continuidad ni de radical ruptura: cada formación literaria especifica una distancia determinada con respecto a lo cotidiano –que sigue siendo una de sus referencias fundamentales-, planteando de forma simultánea líneas de continuidad y discontinuidad. Más que un corte con el mundo primario de la vida, la literatura lo recupera de forma selectiva –para ponerlo en tensión, apelando a la alteridad de lo ausente (de ahí la centralidad no sólo de las rememoraciones sino también de las invocaciones utópicas). La comunicación literaria –caracterizada por su opacidad en el sentido antes especificado[xxxvii]- pone en cuestión los límites de lo enunciable y al hacerlo, desafía una «voluntad de verdad» prevalente en una sociedad, en el sentido que M. Foucault da a esta categoría[xxxviii]. Por lo demás, el vínculo de lo literario con respecto al mundo cotidiano dista de ser invariante: puede ser (y a menudo es) usado como apoyatura estratégica para cuestionar la intrusión de «poderes extraños», esto es, para antagonizar con los «imperativos sistémicos» tanto del mundo político-económico como de la cultura oficial. Eso explica, sin dudas, la tendencia de la literatura moderna a ser leída como un campo de resistencia político-cultural, aunque en el contexto presente, no cabe desconocer la reapropiación económica que se hace de ésta como mercancía cultural específica[xxxix]. Cuando el discurso literario prescinde de esta relación crítica con la realidad histórica se hace romo.
Esta tercera hipótesis de lectura quizás no constituye una regularidad universal; podría ayudar a pensar ciertas producciones artísticas (entre las que estarían incluidas las del vanguardismo), pero posiblemente no la totalidad de la «literatura» como objeto teórico. Así, hay comunicación literaria que cuestiona lo que en los discursos cotidianos aparece como comunicable y que, en nuestros términos hay que redescribir como aquello que aparece como «horizonte de comunicación», esto es, como las fronteras del campo de significación en el que los participantes se mueven en su interacción concreta. La opacidad tendencial que está presente en estos productos comunicativos no es descartada bajo el descrédito, la sospecha o incluso la acusación de estar ante algo absurdo o insignificante, sino que es aceptada como parte constitutiva de esa producción (aun cuando su contenido pudiera ser leído como escandaloso o como una infracción de ciertos códigos morales o de ciertas prohibiciones). Es lo que se conoce como «principio de cooperación hiperprotegido»[xl] que se puede condensar en una fórmula: cuando un lector reconoce un texto como literario, está dispuesto a hacerse cargo de sus oscuridades, sin suponer que carecen de sentido, incluso cuando éstas fueran provocativas o perturbadoras.
Esa respuesta permitiría explicar por qué a menudo la literatura pone de manifiesto, llevándola al límite, la opacidad del lenguaje, visibilizando los modos de funcionamiento de lo lingüístico, esto es, desnaturalizando nuestros universos significantes. Quizás habría que precisar restringiendo nuestra respuesta: las obras artísticas modernas (por más problemática que resulte la categoría de “obra” en la época del pastiche) ponen en crisis la presunta transparencia del lenguaje cotidiano, esto es, la supuesta naturalidad que adquiere a fuerza de sedimentación. Esa transparencia, en última instancia sospechosa, es efecto de la dominación simbólica, en la que se instaura un universo lingüístico que favorece a ciertos sujetos hegemónicos (el sujeto burgués, masculino, blanco, europeo, heterosexual, joven, católico). En particular, los mejores exponentes de la literatura moderna siembran inquietud, dislocando nuestro horizonte de sentido previo. La perplejidad que tan a menudo se produce ante ese tipo de literatura no es accidental; constituye un efecto estético decisivo. Se trata de una puesta en crisis de nuestro horizonte interpretativo –mediante el cuestionamiento de las categorías de lenguaje y pensamiento que estructuran y reproducen la vida cotidiana. Estas operaciones, en última instancia, son subversivas aún contra la intencionalidad del escritor: no remiten en primer lugar a una disidencia explícita con un orden social efectivo, sino más bien a modos de discurso que producen efectos desestructurantes sobre ciertas identidades sociales, condición de todo cambio histórico.
-V-
No dudo de la precariedad de la respuesta esbozada. Pero puede que aunque insuficiente, ayude a construir apuntes relativamente valiosos para distinguir el discurso literario de otras matrices discursivas, lo que no implica que el discurso literario sea el único registro que produce estas dislocaciones con respecto a las prácticas de comunicación. Tampoco desconozco que lo precedente no vale para todo género literario de la misma forma ni mucho menos para todas las orientaciones estéticas (desde los vanguardismos hasta las transvanguardias).
Admito sin reservas que ninguna de estas conceptualizaciones permite identificar un conjunto estable de rasgos que permitirían arribar a un concepto universal de lo literario, en su heterogeneidad radical. Pero arribar a una «definición» -la más de las veces dudosa y hasta donde conozco, no demasiado convincente- no es una condición indispensable para avanzar en nuestro conocimiento de lo literario. Es probable que ni siquiera existan algo así como “rasgos estables” de la literatura: su historicidad es un fenómeno insoslayable y cualquier intento de conceptuación (cualquier teoría literaria), debe pasar por el tamiz de su historia interna, conectada a la historia en general.
Ahora bien, si el ser inestable de lo literario –y de aquello que aparece históricamente como valioso dentro de ese campo- es significado por prácticas discursivas en las que necesariamente participan sujetos diversos (autores, lectores, editores, críticos, etc), entonces, toda «definición» con pretensiones universales será objeto de disputa social y política por instituir ciertas pautas de legitimidad. A menudo, serán puestas en cuestión apelando a contraejemplos que esas definiciones excluirían de forma inválida. En cualquier caso, la condición histórica de la literatura y la pluralidad de sentidos que adquiere en la historia humana, preservaría de toda cristalización en un concepto cerrado, aunque desde luego nada nos prohíbe hacer uso de éstos en tanto construcciones abiertas.
Comprobar esta precariedad de nuestros conceptos es al mismo tiempo reconocer que los discursos literarios no pueden aislarse del campo general de la discursividad (tal como parecen señalar algunos estudios culturales ingleses). La inscripción de un texto como literario no se efectúa simplemente por una serie de atributos esenciales (si así fuera, una obra no podría devenir literaria), sino por su entrada en una red de relaciones de comunicación: aquellas que permiten significar socialmente un discurso como literario[xli]. Que un discurso sea identificado así por un conjunto de actores deja intacta la problemática. La respuesta que aquí esbocé en otro nivel permite evitar la objeción etnocéntrica: no determina una sola manera de producir distancia con respecto al mundo histórico-social ni señala el grado de lejanía (o proximidad) con respecto a ese mundo. Si la comunicación literaria pone en crisis aquello que socialmente se considera públicamente comunicable –y aquí lo grotesco, lo sucio, lo bajo y lo feo suelen tener un espacio, aunque retóricamente elaborado-, de ahí no se deduce ningún procedimiento en particular ni mucho menos una posición ideológica en relación a una formación social concreta.
Dejaré en suspenso, pues, el intento de conceptuar la «literatura» como totalidad abierta o en devenir. Lo precedente señala, al mismo tiempo, que producir una conceptualización válida de lo literario supone enfrentarse a serias dificultades, a irresoluciones concretas y específicas que, hasta donde conozco, siguen abiertas y pendientes.
-VI-
Asumiendo la esencial indefinición de lo que significa un «texto literario», en cualquier caso, emerge en esta red de interacciones simbólicas -a las que llamamos comunicación-. La pretensión monádica (a la que suscribiera T. Adorno en su Teoría estética) sólo podría sostenerse como una estrategia de resistencia a la integración con respecto a un mercado artístico serializado en el que las exigencias de comunicabilidad son, meramente, exigencias de transparencia para un consumo fácil que reafirma las formas de conciencia y el orden existentes. Pero incluso estas formas de resistencia textual comunican una distancia social e ideológica a la vez. Marca un posicionamiento que, lejos de quebrar una relación de sentido entre determinados interlocutores, señala más bien su asimetría radical. Esta soledad de la obra, en todo caso, sería resultado de un deliberado aislamiento, tendente a denunciar una condición histórica del ser humano: la de su creciente reificación. Cabría preguntarse si un aislamiento tal, finalmente, no impotencia el deseo de la obra, esto es, su voluntad de ser leída, de afectar, de comprometer. Siguiendo esta línea, podríamos arriesgar la siguiente paradoja: para criticar la cosificación de las masas, Adorno apuesta por un arte monádico; pero al resistirse a todo intento de comunicación, termina la obra misma convirtiéndose en una cosa, privada de sentido. La resistencia a la cosificación mercantil lleva a la cosificación en este caso inútil del arte. Es probable que se replique que esta cosificación no mercantil es su forma de resistencia: la autonomía de la obra cuestionaría la sociedad de la que nace, pero la sociedad, al no poder comunicarse con la obra, sería perturbada: quedaría manifiesta la “incomunicación” colectiva. Puede que ésta sea la astucia de Adorno, réplica de la astucia de Kafka: “Para él, la única, débil, mínima posibilidad de impedir que el mundo tenga al final razón consiste en dársela”[xlii]. Pero en última instancia, no podría haber «conmoción», ni «disonancia» ni «negatividad» si el arte no produjera determinados efectos de sentido, y sin dudas, esos efectos tienen como condición un discurso resultante de un práctica comunicacional. Entiendo que algunas dificultades que surgen de esta postura podrían ser salvadas si lo comunicacional fuera resemantizado, en la dirección aquí reconstruida.
En cualquier caso, nunca estamos suficientemente solos para escribir, tal como decía Kafka. Hay que despejar el eterno malentendido de que la soledad buscada del escritor es deseo de no tener un destinatario (por más difusos que sean sus contornos). Puede que el sujeto de la escritura no logre tomar distancia de sus predecesores e, incluso, que retornen cuanto más quiera conjurarlos. Pero en cualquier caso, ese sujeto necesariamente tiene al Otro como destinación, al Otro incluso como aquel que (imagino) me llama a esta escena para decir algo –un llamado al que respondo necesariamente mal, dada la magnitud del llamado y al que, sin embargo, debo responder con mi responsabilidad-. Como contraparte, la labor del escritor es menos la preocupación de hacer comunicable, que de articular modalidades comunicativas específicas en vista a determinadas finalidades. Incluso el más radical hermetismo comunica una distancia con el lector, una región de ininteligibilidad deliberada, que lejos de suspender o cancelar la diseminación semántica, la incita.
La comunicación (y el malentendido que le es co-sustancial) no es entonces, en primera instancia, una decisión del escritor, sino una dimensión irreductible de la condición humana. Plantearla como algo opcional –que podría estar ausente en un específico juego de lenguaje literario- resulta engañoso. Lo comunicacional, sin embargo, dista de ser un intercambio armónico y transparente. La ambigüedad (y la pluralidad de lecturas) son condición misma de lo comunicacional y no fenómenos que la interrumpen. La incomunicación total, en este sentido, es la muerte.
Habría pues que insistir en que la comunicación literaria no es ni clara ni distinta y, cuando lo es, termina socavando su propio registro. Antes bien, recuerda lo que el racionalismo olvida: el espesor del ser humano, en su danza pasional, sus luchas agónicas, sus esperanzas y temores a menudo enfrentados a los de otros. Por eso la literatura es diálogo y pugna de sentido; la dificultad de asimilación es medida de su fuerza inventiva y subversiva. Eso no significa, desde luego, que la «incomprensibilidad» sea de por sí indicio de literariedad; a menudo, sin embargo, los textos literarios más valiosos exigen una auténtica batalla, un intento por construir una relación de inteligibilidad plena entre un discurso y un lector dispuesto a darle crédito. Una obra que juzgamos bella, imprescindible o incluso valiosa más allá de su belleza, suele estar ligada a cierta dificultad para asimilarla, a un enigma difícil de desentrañar, que poco o nada tiene de común con una actitud oscurantista. Ante la exigencia de una «obra», se erige el desafío, la promesa de un sentido (de belleza, de verdad, de justicia).
Todo lector desarrollará alguna hipótesis de lectura, en la que pone en juego un grado específico de comprensión e incomprensión a la vez. Nunca se comprende todo, pero eso no quita que nos privemos de una interpretación. Dentro de la experiencia literaria hay entonces una dimensión a interrogar que es la comunicación (intersubjetiva), pero esa experiencia también tiene que habérselas con otras dimensiones, incluyendo la dimensión estética. Estética y comunicación se enlazan y se rebasan: nada nos exime, pues, de tener que elaborar juicios estéticos, sobre la base de razones y motivos que articulan una crítica literaria particular. No es este, sin embargo, el lugar para intentar trazar esos lineamientos.
-VII-
¿Qué hay del silencio en la literatura? En último término, introducir lo comunicación en lo literario es preguntarse no sólo por el campo de la palabra sino también por el campo del silencio que excede los espaciamientos, las pausas versales y estróficas, las elipsis, las perífrasis, las capitulaciones. También el decir literario nace de un silencio, de un intervalo o, como ya insinué, de una distancia incluso consigo mismo. ¿Cómo se comunican los silencios? ¿Cómo se coexiste con los límites del lenguaje, incluso de ese lenguaje que la institución literaria radicaliza con voluntad de construir un lenguaje de los límites? ¿Qué lugar da a lo indecible cada poética? ¿Qué economía lingüística -más o menos reticente- produce cada formación literaria? Ante estos asuntos, más que determinar si una «obra» (concepto problemático pero no menos requerido desde el punto de vista interno a la exigencia creativa, como captó M. Blanchot en El espacio literario) transmite un “mensaje comprensible”, resulta clave saber por qué el autor queda apresado en ciertas modalidades comunicativas específicas, qué genera en la diversidad de lectores, con sus itinerarios diversos (independientemente a la voluntad de quien escribe) y aun, por qué se puede producir una comunidad de sentido más allá del desfasaje constitutivo entre creación y recepción. Son interrogantes sobre los que habrá que volver.
En todo caso, tomar la decisión teórica de cruzar unas categorías, de poner en relación dos términos, no es simplemente aplicar un sentido sedimentado sobre lo comunicacional y lo literario, en buena medida porque no son tan claros como quisiéramos y, en segundo lugar, porque aquellas instancias que atestiguan lo sedimentado -como es el caso del saber enciclopédico- no resuelven las disputas sociales por el sentido de ciertos términos y en particular, los debates (en las ciencias sociales y en la filosofía) acerca de la comunicación humana y la literatura.
No alcanza con sostener que el enunciador (en este caso el poeta o el escritor) no tiene privilegio; hay que descentrarlo radicalmente: la comunicación no depende ni principal ni exclusivamente de su decir como instancia voluntaria, aunque el sentido común diga lo contrario. Hacer centro en la voluntad tal vez no sea más que una fantasía de control: el sujeto literario, como cualquier humano, dice más de lo que (cree que) dice (y J. Lacan nos lo recuerda). Porque siempre que nos comunicamos, sea de forma lingüística o no, se produce una relación de sentido que el sujeto no domina en absoluto: el discurso se autonomiza dando lugar a un juego de interpretaciones diversas que a veces ni siquiera el propio sujeto conoce. Hay resemantización permanente incluso contra el enunciador. El desfasaje entre enunciador y destinatario es fundante de todo proceso comunicacional –y eso vale especialmente para el texto literario como «texto abierto».
Reclamar univocidad a la literatura es negar, de este modo, uno de sus rasgos distintivos. La multiplicidad de lecturas no es una amenaza, a pesar de los contrasentidos que habitualmente produce: activan interpretaciones con acentos múltiples y tal es su riqueza, contra los sentidos sedimentados por unos discursos dominantes. De ahí, también, la silenciosa crítica al «discurso del amo» que pretende gobernar de forma soberana el «Sentido», pretensión que se opone a la «diseminación» en nombre de una verdad extra-textual de la que sería portador único y excluyente.
No es precisamente éste el tiempo de concluir, sino más bien el tiempo de una interrogación sin término. Puede que esas preguntas nos permitan reactivar algunos límites de nuestros discursos -mostrando sus omisiones y clausuras- y a través de esa reactivación, podamos devolver la «literatura» a las prácticas contingentes que la instituyeron en los límites de lo (in)decible.
Arturo Borra