10 Ene '07 -Apuntes críticos sobre la belleza artística (Arturo Borra)

En el presente artículo se cuestiona el sentido clásico de lo bello -recluido en un mundo espiritual idealizado-, para repensarlo en el contexto de elaboración de un proyecto artístico crítico. Antes que un mero rechazo de toda forma de belleza, se discute la posibilidad de reincluir esa cualidad dentro de una constelación estética que no se desentiende de la crítica del presente y de la enunciación de otras formas de institución social.

En suma, se apunta a la resemantización de lo bello en el arte, cuestionando el típico idealismo artístico que, en su afán de belleza, tiende a encubrir el sufrimiento humano y a ponderar las virtudes del alma en un mundo social marcado por la desdicha. El arte tiene una responsabilidad política: contribuir en la producción de otro mundo posible, en el que la belleza no sea un simple consuelo a la penuria corporal.


I. La reclusión de lo bello
 

“Y después de Auschwitz

 y después de Hiroshima, cómo no escribir”

J. A. Valente[i]


 

Desde la antigüedad, siguiendo un ensayo de H. Marcuse[ii], la filosofía –signada por el idealismo- desconectó lo «bello», lo «bueno» y lo «verdadero» (recluido al mundo espiritual) de lo «útil» y lo «necesario» (remitente al mundo material). Con esta separación dicotómica fundamental, el concepto de belleza históricamente quedó ligado a la idea de una pura interioridad, contrapuesta a una sensibilidad estigmatizada. Con el imperio de la mercancía, en el que los humanos reproducen su existencia material a costa de instaurar la miseria de una sociedad de clases, esta tríada tiene que trascender la vida. Los “valores eternos” se separan por un abismo de sentido de lo (fijado históricamente como) necesario. Tras la separación ontológica y gnoseológica entre «sentidos» y «razón», se hace tolerable una reprobable forma de existencia. La praxis material queda eximida de tener que responder a estos valores supremos, irreconciliables con respecto al mundo corporal.

Siguiendo esta argumentación, el idealismo burgués no sólo reafirma esta dicotomía antigua entre lo «espiritual» y lo «corporal», sino que además enfatiza la obligatoriedad de ocuparse de lo bello, lo bueno y lo verdadero como tríada suprema del espíritu (énfasis ausente en la era pre-moderna). Se abre camino a una despreocupación filosófica por los procesos materiales de la existencia. Como seres abstractos, todos los hombres deben aspirar a estos valores; como sujetos corporales, sin embargo, apenas si cabe pensar en el acceso a este mundo elevado por parte de las mayorías sociales, ocupadas en reproducir su existencia material. Con ello, se plantea una configuración cultural que Marcuse denomina «cultura afirmativa», que encubre los antagonismos sociales en una aparente unidad interna: anuncia como deseable la felicidad interior, pero en un contexto de servidumbre externa, posibilitando la reafirmación de lo existente. La igualdad abstracta («jurídica», dice también el autor, en tanto equivalencia formal desmentida por la práctica) tiene como contracara la desigualdad social concreta. La realidad histórica es perpetuada por una cultura afirmativa que celebra un ideal de felicidad espiritual en un contexto de muerte y miseria material. A la vez que anuncia una humanidad universal, consolida la represión de las masas[iii]. En suma, dentro de la cultura afirmativa, el mundo anímico-espiritual queda escindido del mundo material, planteando al primero como bien universal, valioso en sí mismo y vinculante u obligatorio, esencialmente superior a la facticidad de las luchas cotidianas por la subsistencia[iv].

En este marco, se plantea la ambivalencia del «arte burgués»: por un lado quiebra con la “resignación irreflexiva ante lo cotidiano” pero a la vez pone estas fuerzas como metafísicas. Lo que en última instancia importa a nuestros fines es que incluso ese tipo de arte muestra que este mundo puede cambiar, dando lugar a una existencia venidera de felicidad. Si el “arte burgués” plantea como metafísico lo político, una apuesta contraria es precisamente politizar la metafísica -denunciarla por eternizar en una condición abstracta general, una infelicidad histórica, vinculada a la penuria y a la esclavitud modernas[v]. Lo interesante aquí es que todo arte que anuncie una «promesa de felicidad» se hace peligroso en un mundo de privaciones. “El verso hace posible lo que en la prosa de la realidad se ha vuelto imposible”[vi]. Lo problemático, sin embargo, no reside tanto en la promesa como en su incumplimiento sistemático en el mundo de la vida cotidiana.

El alma bella en lo ominoso de la existencia, “sublimiza la resignación”, le da una falsa dignidad, en tanto tiende a aceptar lo real como fatalidad trágica. En el arte burgués retornan las verdades olvidadas por la realidad cotidiana, aunque alejadas del presente en cuanto a su realización efectiva. La belleza se hace promesa de una felicidad –como tal legítima-, pero en cuanto desconectada de lo corpóreo (o de lo sensible), se hace cómplice, por hacer soportable el desasosiego del presente. “El arte, al mostrar la belleza como algo actual, tranquiliza el anhelo de los rebeldes”[vii]. De esta manera, y simultáneamente, la belleza que muestra otro mundo histórico posible, amenaza con aplacar los impulsos políticos transformadores. El problema dentro de este horizonte dialéctico, por tanto, no es todo sueño de belleza y libertad, sino aquellos que se desconectan de una materialidad sangrante, del deterioro de un cuerpo sufriente, haciéndose cualidades del alma –último consuelo ante la desdicha.

Por un lado, entonces, existen formas de belleza que ocultan el desamparo vital. Constituyen modos específicos de olvido –más o menos deliberado- de las condiciones del presente, en particular, del sufrimiento humano producido, entre otras cuestiones, por una cultura dualista que desconecta el padecer del ser social e histórico.

De ahí, sin embargo, no cabe derivar ningún rechazo general a toda forma de belleza, en tanto «esplendor ontológico» al decir de Heidegger. Ese rechazo unilateral conduciría a negar la existencia de sentidos diversos de lo bello, como si necesariamente condujeran a un aplacamiento del desasosiego ante lo real. De ahí que la crítica aludida refiere a aquel tipo de belleza que se plantea como consuelo interior en una sociedad desgarrada. No faltan legítimas denuncias de lo bello como una forma de encubrimiento de la indigencia y desigualdad generalizadas, e incluso como complicidad con el orden social existente[viii].

Ahora bien, ¿ocurriría algo semejante con una belleza desgarrada, con una belleza ligada al orden de la existencia material? ¿Lo mismo sucede con una belleza que brota, por decirlo así, de las grietas de lo real, del hontanar del deseo? Si el cuerpo deseante es un cuerpo que reclama satisfacción corporal, eso supone que la belleza que reclama es estructuralmente otra a la que se restringe a una pura espiritualidad: aquella capaz de materializarse en la vida cotidiana. En suma: un arte bello que promete cierta felicidad, por un lado, aparece como un consuelo momentáneo a la desgracia extendida; por otro, sin embargo, muestra un mundo deseable: produce deseo, voluntad de perpetuar un placer sensible ante las cualidades fulgurantes de la creación estética, necesariamente fugaz en el contexto del capitalismo (y, probablemente, en todas las formaciones histórico-sociales que conocemos hasta el presente).

¿Podríamos sustraernos de esta ambivalencia de alguna manera? En el texto analizado, no hay demasiados rastros para elaborar una respuesta aceptable desde un horizonte político de izquierdas. Tal respuesta sólo puede estructurarse de forma indirecta y negativa. Aunque cabría contrastar con otras aportaciones de este autor, deberíamos incluir como momentos internos de esa estética al menos dos cláusulas: 1) que la belleza no aparezca como actual, esto es, que permanezca señalando su distancia insalvable con respecto a la existencia cotidiana presente, mostrando a su vez una potencialidad humana que puje por un cambio histórico-social concreto[ix]; y 2) que tal belleza inactual sea, al mismo tiempo, ligada al mundo material, des-idealizado, no desconectado del sufrimiento humano y de posibles prácticas de la vida cotidiana, contrapuesta a un modelo de “belleza metafísica” (como cualidad del alma o relativa a una espiritualidad desconectada de las condiciones de vida). Con ello, se mantendría la “fuerza crítico-revolucionaria del ideal”, que en su irrealidad permite mantener las añoranzas legítimas del ser humano, así como el deseo de que éste pueda encarnar. Esa crítica, por lo demás, no puede sostenerse si se desconecta lo bello de la aspiración a la verdad (por más provisoria que la consideremos) que supere lo meramente aparente.

Sin dudas, estas cláusulas distan de constituir por sí solas un proyecto estético crítico, pero pueden ser apuntes valiosos para tomar en consideración. Tampoco están exentas de ambigüedad. Con respecto a 1), existe una tensión entre la presunta belleza actual y la inaccesibilidad de las mayorías a esta experiencia. ¿Cómo podría una belleza ser tranquilizadora si, a su vez, no es siquiera asequible para esas mayorías sociales? Esta tensión lógica podría resolverse apelando a la condición circunscripta de la belleza actual, recluida en experiencias como la experiencia artística o la experiencia amorosa (también modalizada por esta dualidad). De ahí que resulte conveniente enfatizar una distancia radical, insalvable en el capitalismo, entre vida cotidiana y la belleza. El mismo Marcuse señala la impudicia de la belleza, en tanto “muestra lo que no puede ser públicamente mostrado”, negándose a las mayorías. Con respecto a 2), siempre se corre el riesgo de invertir simplemente los términos de la dicotomía espiritualidad/ materialidad, sin desmontarla como tal, esto es, sin asumir la condición material de los procesos culturales[x]. Tampoco sabemos cómo podríamos proceder en esta dirección poética. No resulta fácil de determinar y quizás sea indeterminable en el texto citado, pero la adhesión de Marcuse a algunas vanguardias estéticas como el surrealismo parecen señalar el camino en el que estaba pensando: la (fallida) fusión entre arte y vida, en la que los sueños –como vía regia del inconsciente, tal como decía Freud-, adquieren fuerza revolucionaria en una reescritura de la historia.


II. La restitución de una promesa
 

Incluso dentro del círculo de Frankfurt de la primera generación[xi], autores como Adorno han observado con respecto a la postura marcusiana un cierto nivel de indeterminación con respecto al “arte burgués”. Allí donde cabría hacer un análisis más pormenorizado, el texto de Marcuse se detiene. También podríamos observar que, en este marco, la totalización efectuada por Marcuse omite las luchas y resistencias efectivas con respecto a la «cultura afirmativa», simplificando el análisis de los procesos sociales. La reinterpretación de esta perspectiva desde una teoría de la hegemonía nos conduciría a hacer reconocibles conflictos sociales específicos, más o menos organizados, que si por un lado no constituyen configuraciones políticas, intelectuales y morales alternativas –por decirlo en términos de Gramsci-, tienden a una resemantización de los discursos dominantes que limitan su efectividad. En otros términos, habría que detenerse no sólo en el direccionamiento global que un «bloque histórico» establece, sino en los «contrapoderes»[xii] que se constituyen en ese mismo movimiento, alterándolo y subvirtiéndolo. Asimismo, en ese contexto teórico cabría preguntarse por la relación entre lo real y configuraciones de condición utópica (que no suprimen sin más lo bello, sino que lo reconstituyen). Tampoco Marcuse parece sin más querer desprenderse de esta promesa que, estrictamente, permite romper con la unidimensionalidad de la sociedad de la opulencia[xiii]. Más todavía, si la cultura afirmativa anuncia un mundo de posibilidades correctas, lo decisivo está en la imposibilidad estructural del sistema capitalista de cumplir con tales promesas. La belleza, de este modo, forma parte de esos valores deseables aunque inaccesibles en las condiciones del presente, como no sea de forma efímera.

Retengamos sin embargo, algunos componentes de la argumentación. Marcuse enfatiza en su indagación sobre la relación entre estética y cultura, la ambigüedad del arte burgués, en tanto forma del idealismo que tiende a descontextualizar a los sujetos de sus condiciones materiales de vida. Ideales como la armonía, la belleza y una reconciliada totalidad se tornan problemáticos. Pero ¿no deberíamos reconocer que la ambivalencia del "arte burgués" en nuestra formación social contemporánea es el riesgo de cualquier arte que enuncia un mundo diferente en las condiciones del presente? ¿O el riesgo se genera, precisamente, cuando ese mundo diferente es desatado de las posibilidades concretas, reducido a una fantástica idealidad? ¿Es cómplice todo proyecto de belleza por resultar inviable su institución? ¿Mero bálsamo que refugiado en la interioridad bella y plácida eterniza las penurias cotidianas? Más radicalmente, ¿puede pensarse una «utopía histórica» falta de toda belleza? Cuidarse de una política esteticista (una sociedad gobernada por la belleza antes que por la justicia), no implica, sin más, renunciar a toda forma de belleza. ¿O deberíamos privarnos ahora de toda belleza para gozar luego de su presencia?
En todo caso, si hay formas de belleza deseables, no serán aquellas que se estructuran sobre la base de un ocultamiento de los antagonismos sociales. Antes bien, pensamiento crítico –como camino necesario para toda posible emancipación- y belleza deberían articularse, poniendo en crisis, parafraseando a Marcuse, la irracionalidad de la razón capitalista. Habría, pues, que poner la belleza en otra constelación artística, comprometida con la verdad estética, que es en última instancia lo que determina el valor de una obra artística)[xiv].

Más en general, en el contexto teórico frankfurtiano, el arte, lejos de constituirse en un don que legitimaría la distinción cultural -estudiada desde una perspectiva diferente por P. Bourdieu-, es producto de la división social del trabajo. Lo que es más inquietante: el arte como mercancía es posible por esos ideales de belleza, armonía y totalidad (planteados como universales), que la hacen aceptable como producto de consumo cultural y, en particular, de goce estético. Las vanguardias estéticas, en este sentido, apuntaron a cuestionar esta pura circunscripción del arte, enfatizando la participación de lo artístico en la construcción de una sociedad específica[xv]. De la puesta en cuestión de estos ideales emerge la posibilidad de una producción estética crítica, capaz de desnaturalizar ciertas esquemas de percepción y cognición cotidianos. No es la «genialidad» ni la «originalidad» lo que explica un producto literario, sino la apropiación de unos modos de producción sociales por parte de unos sujetos formados en el proceso de división social del trabajo. Una estética de la negatividad, en vez de conciliar los materiales entre sí, muestra las operaciones de montaje, apelando a  la fragmentación, la dislocación e incluso a una forma de destotalización (y recordemos que Adorno no se cansa de decir que “el todo es lo no-verdadero”).

Dicho lo cual, cabe todavía preguntarse, desde un horizonte crítico por la belleza –y tanto más apremiante cuanto más ausente o mitigada en las experiencias cotidianas-. Hasta donde conozco, esa reflexión no fue prioritaria para Marcuse, ocupado en indagar sobre problemáticas más extensas como el vínculo entre sociedad, capitalismo y subjetividad (pienso en El hombre unidimensional, en Eros y civilización o en el ensayo aquí comentado). El “excursus sobre Odiseo”, efectuado en Dialéctica del Iluminismo, de Adorno y Horkheimer, quizás ayude a ahondar en esta cuestión. La objeción histórica que puede formularse a ese excursus (a saber: que la racionalidad instrumental moderna no es extrapolable sin más al mundo antiguo) no impide recuperar esas reflexiones desde un ángulo diferente, como metáfora de una determinada sociedad de clases.

Repasemos brevemente los argumentos de Adorno y Horkheimer: el astuto Odiseo apela a algunos ardides para engañar a los dioses y regresar a su Itaca añorada. Escapa de los Cíclopes haciéndose pasar por nadie, es decir, engañando nominalmente a la diosa ciclópea. En su huída por el mar, se hace atar por sus remeros, para resistir sin naufragar el bello encanto de las sirenas. Si por un lado logra escuchar su canto embelesador, esa escucha no pasa de ser un goce efímero. La felicidad que ese canto promete, en última instancia, queda excluida: es la renuncia misma que el orden burgués instaura, al poner como imperativo el dominio de la naturaleza y, por extensión, del ser humano.

Homero es exponente de esta fusión entre mito e iluminismo: en la aventura de su héroe, Odiseo no sólo no se entrega a lo desconocido sino que lo nomina para establecer un poder racional sobre esta realidad desencantada, sustraída de toda magia.  El fin de la autoconservación -llegar a la patria en la que él es propietario- termina haciendo imposible el goce. Su extrañamiento con respecto a la naturaleza y su intento de dominarla implican renunciar a la belleza, comprometida en toda dicha posible, como insistieron algunos filósofos como F. Nietzsche.

Este personaje épico encarnaría, en términos globales, la metáfora de la separación entre arte y sociedad burguesa: el canto representa una felicidad perdida; escuchar el canto es perderse de la condición actual. Pero Ulises desea volver para no perder sus privilegios; no quiere renunciar a su posición de amo –y para ello termina renunciando a sus emociones-. Amo y esclavos sobreviven. Pero el primero resigna la felicidad perdurable a la que podría acceder si se dieran otras condiciones. En el caso de los esclavos, ni siquiera pueden acceder a esa felicidad efímera (pues como en la narración queda manifiesto, tienen los oídos tapados).

Burlar la belleza es mantenerse en el rumbo previsto, que es también un rumbo sacrificial. El amo que domina queda atrapado por las amarras de la dominación, que vuelve contra sí. La desigualdad entre el amo y el esclavo es indisimulable, pero ambos pierden la belleza, transformada en una cuestión estética recluida (el arte como esfera puramente autónoma y desconectada de la vida) y con ello, una vez más, se convierte en sacrificio de la felicidad: ser un consuelo en la miseria extendida, una isla sublime en un continente hundido.

La astucia de Odiseo es contracara subjetiva de la falsedad objetiva del sacrificio. Sobrevive pues, por una racionalidad instrumental que hace de lo emocional algo peligroso. Como consecuencia de esta racionalidad del dominio, lo que termina excluyéndose es la diferencia en su independencia. Dicho lo cual, es evidente que los autores no están planteando una renuncia radical a toda forma de belleza ni mucho menos. Antes bien, lo que estos autores cuestionan es la condición efímera de la belleza en este orden social. La apuesta por otra sociedad, entonces, es también, apuesta por una belleza diferente, por un esplendor que no se apague tras la aventura negada (en cuanto incursión en lo desconocido) por un sujeto heroizado como Odiseo, que bien podría ser también la no-aventura del gentil hombre que admira un Picasso unos instantes antes de comercializarlo en una galería de arte y reconvertir su capital cultural en capital económico en la Bolsa.
 
III. El deseo de una escritura
 

Las reflexiones efectuadas en estas notas sobre la belleza artística no pretenden ser más que trazas incompletas (y todas lo son) de una estética que asume los riesgos de la estetización, pero sin renegar de su aspiración a cierta belleza sustraída del mundo cotidiano presente. Aún así, puede contribuir a disipar el equívoco que presupone que un arte crítico debe por principio excluir toda experiencia de belleza. En todo caso, esas experiencias –en cuanto coexistentes con experiencias del sufrimiento-, contribuyen a mostrar una distancia radical entre lo real y lo añorado. Esa añoranza incluye la legítima aspiración a la felicidad –aunque, en última instancia, sea una aspiración siempre diferida-, que supone también el acceso a cierta belleza. Por tanto, en determinadas constelaciones artísticas, la belleza se convierte en denuncia de lo existente, marcado -entre otras cuestiones- por la reclusión de lo bello a los fantásticos mundos de las industrias culturales. Ciertamente, en el marco de un horizonte crítico, la belleza no es ni debe ser el valor estético por excelencia: lo ominoso, lo repugnante, lo grotesco, lo feo, lo caricaturesco, también informan sobre nuestra sociedad de clases. Una sociedad deseable no es una sociedad donde gobierna lo bello sino lo justo. Contra todo esteticismo político, cabe reafirmar con firmeza una política de la justicia y la igualdad humanas.

No obstante, una belleza material inactual (no desconectada de un conocimiento del presente) puede activar, por retomar la expresión de Marcuse, el anhelo de los rebeldes sin por ello tranquilizarlos. Esa añoranza es tan vital como la desesperación presente. Pero mal podría movilizarnos en términos políticos una estética que se compusiera de forma exclusiva sobre la tristeza del mundo. A esa tristeza bien se la puede iluminar con una promesa estructuralmente irrealizable bajo las condiciones del capitalismo globalizado, pero no de toda condición política posible.

Hacer imaginables esas condiciones diferentes de existencia es producir lo artístico como intervención política, como poiesis dispuesta a mostrar la contingencia del mundo actual. En esa labor estético-política, sin dudas, la esperanza de belleza ocupa un lugar crucial, aunque no exclusivo ni excluyente. Puede que entonces la belleza pierda esa condición predominante de medio de disimulación y constituya una forma específica de conmoción. Ese mundo porvenir no será acceso a una transparencia final –propia de una sociedad reconciliada, sin conflictos, donde el arte se limita a reflejar el advenimiento de lo nuevo-, sino asunción de la autonomía humana, de la capacidad del ser humano de reinventarse de forma radical, tal como lo hizo en algunas ocasiones históricas[xvi].

Pero incluso más allá de aquello que está porvenir, más que nunca, ante el horror, ante la escandalosa naturalización del escándalo –la masacre, la guerra, el hambre, las pandemias, las catástrofes, la marginalidad, las injusticias permanentes y la desigualdad absoluta- también cabe luchar por recuperar una belleza expropiada, una promesa de goce estético que nace de las fracturas de lo existente y que apunta a dislocarlo de forma radical. Tal es uno de los deseos de una escritura poética que parte del reconocimiento de que después de Auschwitz e Hiroshima, aunque quisiéramos, no podemos no escribir: quizás más que nunca, necesitamos seguir soñando una belleza posible.


[i] Valente, J.A., Obra poética II, Material memoria, Alianza Literaria, Madrid, 2001, p.234.
[ii] Tomo aquí las reflexiones realizadas en  H. Marcuse, “Acerca del carácter afirmativo de la cultura”, en Cultura y sociedad, Sur, Buenos Aires, 1967.

[iii] Al referirse a la «cultura afirmativa», dice Marcuse: “A la penuria del individuo aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber. Si en la época de la lucha ascendente de la nueva sociedad, todas estas ideas habían tenido un carácter progresista destinado a superar la organización actual de la existencia, al estabilizarse el dominio de la burguesía, se colocan, con creciente intensidad, al servicio de la represión de las masas insatisfechas y de la mera justificación de la propia superioridad: encubren la atrofia corporal y psíquica del individuo” (Marcuse, H., op.cit.).

[iv] Los antiguos, por el desarrollo precario de las fuerzas productivas, no imaginaban la posibilidad de una felicidad material colectiva. De ahí que pensaran que sólo en la filosofía los humanos podían encontrar lo bello, lo verdadero y lo bueno. Pero la economía capitalista, a la vez que hace factible en términos técnicos esta aspiración (la de una felicidad material colectiva, posibilitada por una voluntad política), despliega una cultura que recluye la felicidad a un logro interno, sin pujar por otras formas de distribución de las mercancías. La sociedad opulenta a la vez que muestra posibilidades ilimitadas de consumo, construye una cultura que obstruye el ideal mismo de igualdad material, por idealizarla -es decir, por hacerla abstracta, al situarla en el reino del alma. Tal es, según el autor, “la mala conciencia de la burguesía”. En suma, la falta de felicidad no es un problema metafísico sino producto de una modo específico de institución de la sociedad.
[v] Algo análogo planteaba Walter Benjamín cuando cuestionaba la “estetización de lo político” efectuada por el nazismo, a lo que replicaba con una “politización del arte” por parte del comunismo (cf., Benjamín, W., La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, Madrid, Taurus, 1991). También allí sostenía: “Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política”.
[vi] Marcuse, H., op.cit., p.55.
[vii] Marcuse, H., op.cit., p.69.
[viii] No sería difícil mostrar cómo ciertas poéticas actuales -p.e. aquellas que se refugian en cierto lirismo romántico e intimista, en la pureza del juego musical perdiendo de vista las correlativas configuraciones de sentido o incluso en un pseudomalditismo académicamente rentable-, desconectan a los sujetos de sus contextos sociales, políticos, económicos y culturales, culminando en construcciones estéticas más o menos inocuas y acríticas. A menudo, estas poéticas idealistas -que desconectan poesía y sociedad-  constituyen al poeta en una especie de sujeto épico.

 [ix] En un importante texto centrado en la pregunta que antaño formulara Lenin con respecto a qué hacer, Derrida nos recuerda una vez más la necesidad política de soñar. No hay cambio –sea revolucionario o reformista- que no se ampare en un sueño, en la posibilidad de imaginar lo porvenir. La diferencia radical que media entre Lenin y Derrida es que, mientras para el segundo la distancia entre lo real y lo soñado resulta insalvable, abriendo a una política de la justicia, para el primero tal distancia es susceptible de ser suturada, abriendo camino al riesgo totalitario. “Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en otros lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del marxismo-leninismo en bloque (es fácilmente imaginable que la cosa no me interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que Lenin, a su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?», sea esta posibilidad radical de distinción sin la que no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación con el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad totalizante y totalitaria tanto a los revolucionarismos de izquierda cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la «realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento adecuado de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida. El telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura el porvenir de lo que viene. Prohíbe pensar lo que, en la justicia, supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción, trascendencia infinita” (Derrida, J., “¿Qué hacer de la pregunta «¿Qué hacer?»?”, en El tiempo de una tesis. Desconstrucción e implicaciones conceptuales, Proyecto A Ediciones, Barcelona, 1997.

  [x] Un desarrollo teórico sobre el «materialismo cultural» puede consultarse en Williams, R., Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.
[xi] Dentro de la primera generación de intelectuales de esta heterogénea línea teórica –no exenta de debates internos más o menos persistentes-, también suelen situarse a autores como Pollock, Horkheimer, Benjamin, Reich, Fromm y Marcuse. Estos dos últimos autores, por diferencias interpretativas con respecto a algunos autores como Freud y Heidegger, terminaron distanciándose de este círculo.
[xii] La noción de «poder» ha sido reformulada de forma radical por M. Foucault, cuestionando las interpretaciones más comunes del poder como “aparato de estado” o como “fuerza puramente represiva”.  El desarrollo teórico alternativo de esta categoría puede consultarse en Foucault, M., Historia de la sexualidad, Tomo I, Siglo XXI, Buenos Aires, 1997, especialmente, el capítulo “El método”. Del mismo autor, cf., Vigilar y Castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 1989, así como Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990.
[xiii] Remito aquí a El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona, 1968.
[xiv] En su Teoría estética (Orbis, Barcelona, 1983), Adorno nos dice: “En la aparición de algo inexistente, como si existiera, es donde encuentra su piedra de escándalo la cuestión sobre la verdad del arte. Por su misma forma está prometiendo lo que no existe y formulando objetivamente la exigencia, por precaria que sea, de que eso, por el hecho de aparecer, tiene que ser posible” (p. 114). El deseo de belleza no es sino el deseo del cumplimiento de lo prometido, pero todo arte flota sin garantías de cumplir su promesa objetiva. “Cualquier teoría del arte tiene que ser también su crítica. (...) El crédito de las obras de arte se torna en préstamo de una cierta praxis que todavía no ha comenzado y de la que nadie sabría decir si honra su propio cambio” (p.116). 
[xv] No pretendo con estas líneas abordar la problemática de las vanguardias artísticas, sino referirme específicamente a aquellos ideales que éstas pusieron en cuestión, pese a su reinclusión posterior como mercancías culturales legitimadas socialmente a partir, paradójicamente, de su rótulo de “vanguardias”.
[xvi] Para una reflexión al respecto, cf., Castoriadis, C., El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires, 1993. Tal como argumenta este filósofo, no hay ninguna instancia extra-social (o algún Mesías) que garantice cambio alguno. Sólo la humanidad puede auto-transformarse: ni la Historia, ni la Naturaleza, ni la Razón, ni Dios constituyen fundamentos de lo social que prefiguraren un destino colectivo o una ascensión histórica.
 

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