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La butaca Frau.

Álvaro Moreno.

"Habla Voland a Fagot-Koróviev interrogándose por Moscú:
-Tienes razón. Los ciudadanos han cambiado mucho..., quiero decir en su aspecto exterior..., como la ciudad misma. Ya no hablo de indumentaria, pero han aparecido esos..., ¿cómo se llaman?.., tranvías, automóviles...
-Autobuses -le ayudó Fagot con respeto. (...)
-Eso es, muchas gracias -decía despacio el mago con su voz pesada, de bajo-, otra cuestión más importante... ¿Estos ciudadanos habrán cambiado su interior?"
El maestro y Margarita, Mijail Bulgákov.
Escrita en 1929 y prohibida por las autoridades de la URSS hasta 1966.

Me encontraba en una ceremonia de entrega de "premios a las artes" acompañando a un amigo premiado, cuando noté, en aquel teatro y de forma brutal, lo absolutamente perdidos y aturdidos estéticamente que llegamos a estar.

Acarreando el lastre de la democracia liberal no encontramos nuestro lugar estético y en este imperdonable despiste nos quedamos en objetos como la "Butaca Frau", modelo utilizado en el gallinero del teatro de Alcorcón, lugar de la entrega. Este esperpento era una suma de virtudes rosáceas, modernas, doradas, que hacia las veces de lugar de asiento. No era, aún así, sino un elemento más dentro del recinto que hacía de decorado en aquella entrega de premios, frontoncitos, "implastes" de columnas, guirnaldas, flecos dorados... El más terrible post-modernismo pastelón atacaba desde cada esquina recordándonos las peores producciones del imperio, y esto ocurría en uno de los últimos reductos, posibles viveros, de lo que debe ser nuestra estética. Alcorcón, ciudad periférica, obrera, luchadora. Su teatro (como el de Alcobendas en el norte y tantas otras periferias y teatros) es una canción lastimera a la ocasión perdida. Ocasión de investigar, de empezar a encontrar, de renovar, de sustituir la decadente estética liberal, por la nuestra (no hablo ya de la neoliberal que se nos ha escapado y está tres manzanas más allá en sus formas inverosímiles, su exhibicionismo de fotografía de suplemento dominical, su plasticidad onanista, sus materiales imposibles, sus presupuestos incontenibles en ceros a la derecha...).

El teatro de Alcorcón (lo tomo como tipo, pero hay tantos ejemplos: ayuntamientos periféricos, la réplica de van Dyck -S. XVII- en una iglesia de Móstoles, la nueve sede del PCE en Madrid, las circonitas del día de los enamorados del PRYCA) es, decía, una ocasión perdida para encontrar la entidad de estas nuevas urbes. La naturaleza de estas ciudades, el sufrimiento que llevan marcado a fuego en su crecimiento, se merecen su propia estética, su propia imagen. En estas ciudades del llamado (si logramos sobrevivir a este "todo va bien") cinturón rojo, está el espíritu que nació de las moles-dormitorio que decidieron plantar cara al casticismo de la capital y emprender su camino para retar a esa ciudad donde supuestamente debían vivir. Un espíritu doblemente luchador: contra sí mismas en el papel que les habían encomendado y contra el favoritismo hacia el omnipresente noroeste. Surgía, sin poder ser controladas como ellos deseaban, ciudades sin la coletilla "dormitorio" y orgullosas de sí mismas decidían iniciar su discurso de independencia para salir de su impuesto letargo. Mezcla de pobreza, de inmigración, de paro, de droga, de solidaridad (con toda la seriedad que merece la palabra), crecían ante la mirada temerosa de los que las creían dormidas. Han hecho el esfuerzo más grande, el de respetarse (hablo de ciudades pero léanse también personas), y ahora no pueden quedar exhaustas y abandonar la lucha por su propio destino, su propio camino, su propio ser, caer en el peligro de la autocomplaciencia, de la imitación burda y decadente, de la pretensión vulgar (seamos pueblo, no vulgo). Deben hacerse a su imagen y semejanza -ciudad de trabajadores-, aunque cueste más. Y ha de ser así por lo que su nacimiento significó y significa. Han surgido del sufrimiento de miles de obreros, de chachas, de reconversiones, reducciones de plantilla, flexibilidades, despidos, trabajo negro, pueblo de La Mancha, televisiones robadas, autobús y metro... y no de accionariado, colegio extranjro, verano en Santander, Arthur Andersen Consulting, la otra cara de las reconversiones, reducciones, flexibilidades. Estas ciudades se merecen su estética, una estética nueva, nacida de sí mismas, de su ser auténtico. No vale el populismo artesano de algunos intelectualoides paternalistas, ni las espléndidas descripciones de "lo que ahora es" de Almodóvar, pero aún vale menos la copia de los modelos nacidos de esa cara que está eternamente enfrente, aún menos la imitación de sus dorados, de su salón imperio, de su pastel nupcial.

En esta imitación sin objetivos nos humillamos, perdemos el respeto ganado, se ríen de nuestra torpe imitación, de nuestros salones de boda-bautizo Mily, de nuestras cenas de traje negro en el chino de la esquina, de nuestro móvil sonando en el cine; pero se ríen aún más fuerte, en proporción a su tamaño, con productos como este teatro (¡y la sede del PCE...!, ¡ni la peor de las calles Génova!). Este teatro, lleno como concepto de buenas intenciones, de teatro popular (frente a populista), de posibilidades ganadas de cultura, se hunde en la imitación del modelo contra el que se lucha, contra el que eternamente hemos luchado, dándonos cuenta o no.

Debe existir esa estética. Nuestra estética empezó a nacer hace mucho tiempo y es continuamente reprimida en su desarrollo (por nosotros mismos en la mayor parte de las ocasiones), nacía con la Unión Soviética de los primeros años revolucionarios, con el nacimiento del jazz, la república española, las manifestaciones obreras (y no los bodrios que en su afán de confundirnos nos encasquetan en favor de los mártires del PP, retransmitidos por Vía Digital), los primeros cantautores, Cortázar, Benedetti, los barrios holandeses, berlineses, el flamenco, Fellini. Pequeños despuntes ante los que, en seguida, se echan a temblar. Esta estética es y será una estética que sepa la cantidad de sufrimiento que hay detrás de cada línea, de cada ladrillo, de cada centímetro de película, de cada nota, que sepa siempre lo que se ha ganado y lo respete en su administración. Que vea el ridículo de sí misma, que absorba, que analice, que suprima, que produzca, que respete, que ayude, que dignifique (en un sentido nuevo, una ganada dignidad), que nazca y que viva.

Una estética que aprenda de las iglesias sin quemarlas (todas) pero sin volverlas a construir jamás.