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Cuatro miradas para un estremecimiento.

Josu Montero.

Alguien hace unos días me dijo esto que sigue: "El lenguaje tiende a nacer en la izquierda y a morir en la derecha". Y esa frase, en estos tiempos de confusión e impostura, lo cierto es que me aportó una profunda tranquilidad. 

De que habitamos una época conservadora, reaccionaria incluso, son una señal inequívoca todos esos vertederos de palabras, todos esos cementerios de lenguaje, que cuando damos un paseo hallamos en cualquier lugar en forma de mass media, de publicidad, de discurso político, de spot y de eslogan, de empaquetada mercancía, de cháchara insignificante. Y recuerdo entonces unos versos del poeta norteamericano Jherome Rothemberg: "Para nutrir la lengua de los ricos, / cloaca de todos los lenguajes, / para cualquier lenguaje que falte aún por vender". Y me pregunto: ¿y en el otro extremo de este cauce cada vez más seco y enfangado del lenguaje, allá arriba, en la montaña, en las fuentes, en el despeñadero, más allá incluso, en el subsuelo, en las entrañas de la tierra, quién debe gota a gota hacer que de la roca de la vida surja el lenguaje, otro lenguaje?

No es difícil imaginar el lenguaje como si de un río se tratara. Sólo unos kilómetros más abajo de su nacimiento, sus aguas son ya polucionadas por el hombre, y poco a poco el río se llena de fango, se estanca, se corrompe. En su curso medio, y sobre todo a medida que se acerca a su desembocadura, el río es domesticado -si es necesario, hasta cegado para evitar la cloaca al aire libre en que el hombre lo ha convertido-; siempre es convenientemente encauzado, canalizado. 

Todas esas circunstancias tienden a fijar el lenguaje, a hacerlo indiferente, insignificante, a convertirlo en un agente de orden que contribuya a paralizar la poliédrica realidad y a reflejar como objetiva sólo una cara miserable de la misma. "Las alambradas de acero han sido sustituidas por alambradas de palabras", afirmó Jesús Ibáñez. En este contexto, la finalidad de la poesía no puede ser sino ofrecer resistencia al lenguaje. La poesía debe inquietar al lenguaje, eliminar su bárbara indiferencia. Lo ha escrito John Berger: "La poesía se dirige al lenguaje de tal manera que elimina esta indiferencia y suscita una inquietud. ¿Cómo causa inquietud la poesía? ¿Cuál es la tarea de la poesía? La poesía inquieta al lenguaje porque todo lo hace íntimo". El lenguaje ha de temblar, estremecerse, en manos del poeta. Alcanzar la intimidad del manantial; hacerlo nacer, gota a gota, de la tierra, de nuestra esclavizada existencia. 

Hoy el poeta está donde debe, recluido en la caverna, montaraz. La poesía no puede hacer hoy que nada se tambalee, pero sí debe hacer que el lenguaje se estremezca. Un pacífico y esperanzado guerrillero, recluido también en las montañas, ha afirmado hace poco: "Hay hombres que se reúnen en la caverna y callan". El silencio más profundo es condición necesaria para hallar la propia voz, el agua más pura. Aprender a declinar la propia lengua con una gramática ajena. Uno de los poetas más silenciosos y subterráneos del siglo, Samuel Beckett, afirmó que cuando uno, tras mucho callar, halla el hilo de su voz, se encuentra con que su lenguaje no refleja el orden, sino el caos, esa confusión que invade continuamente nuestra experiencia, y que el trabajo verdadero -titánico y contradictorio- consiste en perseguir una forma que acoja ese caos: "La forma en sí misma se convierte en una preocupación porque existe como un problema desligado del material al que a c o g e " . Y añade con valentía: "Esa forma tiene que ver con la verdad, no con la belleza". 

Últimamente me rondan a menudo por la cabeza cuatro momentos fugaces de los que he sido testigo; instantes aparentemente insignificantes, pero para mí profundamente poéticos y políticos. Los protagonistas de esos flashes son cuatro mujeres. También de una mujer, de la poeta norteamericana Adrienne Rich, es el verso al que asocio esas imágenes: "El instante en que un sentimiento penetra al cuerpo, es político. Esa caricia es política". De esos cuatro instantes me he propuesto hacer otros tantos poemas, poemas que señalen aquello que mi mirada sintió latir en ellos y que los cargan de significado convirtiéndolos en fragmentos que en su sutileza nos hablan de algo más, de mucho más. 

Con el primero lo he intentado sin demasiados frutos. Algo falla. El resultado es, por ahora, éste: "Se hace imposible remontar la calle, / la multitud / sudorosa / canta, grita, arde. / Tras los fuegos de artificio / todos descienden a la fiesta. / La noche de verano estalla / aturdida. / Lentamente, / con paciencia, / me voy abriendo paso. / Mis ojos encuentran los suyos, / durante tres segundos. / Está tras su tenderete, apoyada, en cuclillas, / contra la pared, / con una mano / come el arroz / del cuenco que con la otra sostiene. / Come con sus dedos. / Tiene la cabeza agachada / y eleva sus ojos. / Ella es negra. / El arroz, blanquísimo. / Pronto queda oculta / tras la muchedumbre. / Desaparece." 

Del segundo poema estoy un poco más satisfecho. "Parada ante un bar / la mujer lee atentamente / la pizarra donde, / con mala letra, / alguien escribió el menú del día. / Está encorvada / y de su brazo / cuelga un pequeño bolso / negro. / Parece ver mal. / Son las cinco de la tarde / de un domingo / demasiado caluroso. / Aún no hay gente / por la calle." 

Con el tercer recuerdo ni siquiera lo he intentado aún. Era verano, a las ocho y media el sol ya poniente inundaba las calles. Yo descendía por una calle que desde el monte entra en la ciudad; el desnivel es grande, de tal manera que las ventanas de los pisos altos quedan a la altura del camino, a pocos metros. Las altas casas. Entre las fábricas de Lutxana, la autopista y los depósitos de agua del monte Rontegi. A través de una ventana abierta, una mujer de mediana edad, sola, sentada en el sofá de una pequeña sala de estar, iluminada por el sol y por el brillo tembloroso de un televisor invisible. Sus ojos dirigidos al televisor, pero la mirada, lejos, en algún lugar, fuera o muy adentro. Hablar de ese lugar, intuirlo, es lo que aún no sé cómo hacer. Ese sitio al que miran las mujeres y los hombres en algunos cuadros de Hopper. Ese sitio que está fuera del cuadro, más allá. Ese lugar intuido en unos ojos, en un rostro percibido durante tres segundos, antes del estremecimiento. 

Otra mujer. Otra mirada. Cuando ya había empezado a escribir todo esto. Viajo en un autobús a mil kilómetros de casa. A la orilla de la carretera, en una curva, muy a las afueras de un pequeño pueblo, un viejo y remodelado caserón de piedra, nada sombrío, con un cartel: un eufemismo que quiere indicar que se trata de un asilo. En el instante en que el autobús pasa a su lado, una anciana descorre con la mano los visillos blancos y contempla inmóvil el veloz río por el que nosotros descendemos.

 Y para dar por terminado este texto, otras palabras de Jherome Rothemberg: "Se puede racionalizar la historia de la poesía para enmascarar su carácter subversivo. Pero aun como diversión y moda, la poesía sigue siendo subversiva, sigue destruyendo los sustentos de un orden viejo al ir construyendo los sombríos sustentos de uno nuevo". Ojalá.