El Martinete - Número 22
Mayo de 2009
El Tío Tom
 

 

Barack Obama

El Tío Sam ha salido de la Casa Blanca; pero ha entrado el Tío Tom. Esta alegoría resume todo lo que da de sí el cambio que se ha producido a raíz de las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos (EE.UU.). Pura apariencia. Una operación de merchandising para consumo de masas de la imagen de una especie de nuevo mesías de los desesperanzados, operación pagada y animada por la clase dominante norteamericana con el objeto, precisamente, de recuperar el apoyo social –nacional e internacional– para su política hegemonista que la era Bush había dilapidado groseramente. Obama pretende ser la nueva esperanza blanca, una especie de bálsamo con el que se quiere ofrecer optimismo y confianza en un momento de incertidumbre y crisis. Esta operación de imagen a gran escala ya tuvo su precedente en J. F. Kennedy, elevado al poder –y apartado de él– por el método del golpe de Estado (quien realmente ganó las elecciones de 1960 fue Nixon) como tabla de salvación de la credibilidad del sistema. Para aupar a Obama, sin embargo, ha bastado con un golpe mediático. Sólo esperamos, por el bien de la clarividencia futura de esa progresía que hoy experimenta una especie de catarsis colectiva a nivel planetario, que a este nuevo prócer de la humanidad se le dé tiempo para mostrarse como el gran fraude que es y no lo conviertan en un nuevo mártir de la democracia y en otro mito para consumo de la beautiful people americana.

Obama superó la última prueba de su proceso de conversión en Tío Tom en plena campaña electoral, cuando rompió con su mentor espiritual, Jeremiah Wright y su Iglesia Unida de la Trinidad de Cristo, uno de esos reductos de negros donde, entre cánticos e invocaciones de redención supramundana, se intenta que no se borre de la memoria de la comunidad afroamericana la conciencia de que el amo blanco sólo se disfrazó de abolicionista cuando fue necesario y que el negro sigue siendo esclavo: de la plantación de algodón a la fábrica y del látigo al suburbio urbano, esos fueron todos los cambios. Como negro domesticado, Obama ha sido colocado ahí por el sistema de los blancos como lenitivo espiritual de las masas, mientras se aplican las medidas necesarias para recuperar y justificar el reflote del capitalismo. Ya ha puesto manos a la obra dirigiendo sus esfuerzos en la revivificación de las instituciones del capital, hundidas en el marasmo de la crisis, y diseñando una política internacional de gran potencia claramente continuista. Eso sí, como el personaje de la novela de Harriet Beecher Store, siempre comprensivo con la autoridad del amo y las relaciones de explotación que representa, este nuevo Tío Tom adobará toda su política con cierto grado de caridad y de mística cristianas, para que el imperialismo norteamericano presente ante la opinión pública un perfil bajo. En resumen, el mismo palo, pero un poco más de zanahoria.

Palestina

Aparte de las puestas en escena y de los grandilocuentes discursos, el continuismo de la política del actual inquilino de la Casa Blanca se puso de manifiesto no sólo con la elección de un equipo extraído directamente de los colaboradores de la Administración Clinton y con los escándalos de corrupción que acompañaron a varios de ellos, que emborronaron la imagen de impoluta moralidad que pretende dar su mentor, sino, sobre todo, cuando éste se inhibió de la crisis de Gaza de las navidades pasadas, mientras, como Presidente Electo, se involucraba personalmente en las decisiones del todavía mandatario Georg W. Bush sobre el rescate de las grandes empresas financieras norteamericanas en quiebra. Para los palestinos no hubo grandes palabras. Tras la tregua, Hillary Clinton ha llevado a Oriente Próximo la misma hoja de ruta que Washington defiende como solución al conflicto desde los acuerdos Madrid-Oslo: dos pueblos, dos Estados en Palestina. Este programa es también el de la burguesía palestina aliada al imperialismo, dirigida por Al Fatah y el traidor Mahmud Abbas, amigos del sionismo y enemigos de su pueblo. Por su parte, la dependencia del Estado israelí del imperialismo obliga a sus líderes a aceptar formalmente esa hoja de ruta, pero aplicando de hecho una política de obstaculización y de imposición del statu quo por medio de la provocación sistemática a Hamás, con el propósito de alargar el conflicto todo lo posible, hasta que la comunidad internacional acepte poner un techo a la soberanía del pueblo palestino que no sobrepase la actual autonomía de la Autoridad Nacional Palestina. Al imperialismo le interesa la articulación política de Palestina sobre la base de la alianza entre las burguesías judía y palestina, con el fin de generar un escenario de equilibrio geopolítico que permita frenar la influencia siria e iraní en la zona; el sionismo sólo añade a este proyecto que, en esa alianza, los palestinos jueguen un papel subordinado.

Tras el fracaso de las organizaciones revisionistas y su política de frente único con la burguesía (OLP), quien se ha puesto a la cabeza de la lucha del pueblo palestino por su verdadera independencia ha sido Hamás, que, como vanguardia de la resistencia de las masas, domina la Franja de Gaza y gana progresivamente adeptos en Cisjordania. Pero, la evolución política del grupo sunní hacia larealpolitik –sobre todo, desde su participación en las elecciones de 2006– para su reconocimiento internacional como interlocutor en el conflicto, evolución que le conduce progresivamente a la rebaja de su programa original de liberación de todo el territorio palestino ocupado desde 1948 y abre la tendencia, cada vez más marcada, de limitar sus reivindicaciones a la edificación de un Estado islámico en los territorios de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, ha conducido a Hamás hacia la convergencia con un marco estratégico que comparten o pueden compartir, en lo fundamental, el resto de los actores en la región, al mismo tiempo que le aleja de la verdadera solución del problema palestino: la destrucción del Estado sionista. El programa basado en la autodeterminación nacional sobre los territorios ocupados en 1967, con garantías de respeto a la forma de gobierno elegida por el pueblo (probablemente, un Estado islámico), de comunicación geográfica entre Cisjordania y Gaza, de liberación de los presos y de retorno de los exiliados, etc., implica el reconocimiento del Estado sionista y supone la bancarrota política de la pequeña burguesía para encabezar la lucha de liberación del pueblo palestino. La única clase que puede tomar en sus manos este proyecto de manera consecuente es el proletariado, integrándolo dentro de un programa más amplio y completamente diferente de emancipación, el programa de la Revolución Proletaria Mundial. La revolución palestina tiene indudablemente un carácter democrático-nacional; pero su consecución no puede ni debe seguir la línea de confrontación nación contra nación, como hasta ahora, sino la de confrontación entre clases. También es indudable el carácter antiimperialista de esa revolución y que, entre sus tareas, se encuentra el barrimiento de la hegemonía del imperialismo en la zona, hegemonía por la que vela el Estado polizonte de Israel. Por estas razones, la solución no puede recaer en manos de la alianza nacional de la burguesía y las clases populares palestinas, sino en las de una nueva alianza internacionalista entre el proletariado judío y las masas árabes contra el sionismo, el imperialismo y la burguesía palestina, con el objetivo de un Estado democrático plurinacional dirigido por el proletariado en todo el territorio de Palestina. Si esto, hoy, puede parecer una quimera, se debe a las décadas de dominio revisionista, que ha imposibilitado la elaboración de una línea de clase independiente que pudiera influir en el decurso del conflicto. En Palestina, todos los agentes sociales tienen un programa, excepto la clase obrera. La lucha por el derecho de autodeterminación nacional forma parte del ideario de la revolución proletaria, pero no puede aplicarse en abstracto, independientemente de las condiciones específicas y concretas de la lucha de clases en un escenario tan complejo como el de Palestina. Pero, antes, se precisa de la reconstitución de un verdadero Partido Comunista revolucionario, que pugne por la dirección ideológica y política y por imponer un nuevo programa de liberación para transformar la guerra de resistencia popular de Hamás en guerra popular de todas las clases explotadas y oprimidas en Palestina.

El espíritu de Praga

En cuanto a los síntomas de continuismo de la política imperialista norteamericana que ofrecen las primeras decisiones de Obama, deben destacarse el temprano rifi rafe que ya le ha enfrentado con Chávez y el mantenimiento del bloqueo, algo rebajado, a Cuba, que ponen de manifiesto su baja tolerancia con quienes traten de discutir la primacía yanqui en América Latina.

Respecto a otras potencias, demuestra su deseo de mantener la dialéctica de la tensión, insinuando que China representa una amenaza militar, o excluyendo de su agenda política toda negociación con Moscú acerca del escudo antimisiles instalado en Polonia y la República Checa o acerca del estrechamiento del cerco de la OTAN sobre las fronteras occidentales de Rusia.

En su discurso del 5 de abril, durante su visita a Praga, Obama habló, emulando a Kennedy en Berlín, sobre sus grandes planes para el mundo, entre ellos, la paz universal y la eliminación de las armas nucleares. Ya se habla del espíritu de Praga. Desde esteespíritu, censuró la prueba balística que Corea del Norte realizó ese mismo día, denunciando, como si repentinamente se hubiera olvidado de que representa a la primera potencia nuclear, la falta de respeto de algunos por las reglas del juego. Las reglas del juego, naturalmente, son las que impone el imperio y las que debe respetar todo aquél que quiera jugar en la cancha del nuevo orden que quiere traer Obama. En este juego sólo puede participar un selecto club de países, fuera del cual todo pretendiente segundón a potencia nuclear recibirá amenazas como toda respuesta: la escalada de la tensión como método de relaciones internacionales, el mismo método que aplicó su admirado Kennedy (Cuba, Alemania, Vietnam…). El espíritu hegemonista de Praga, sin embargo, va dirigido fundamentalmente contra Rusia y China. La idea de instalar un escudo antimisiles en Europa se remonta a la época de la Administración Reagan. En los 80, los EE. UU. ofrecieron a la URSS una propuesta parecida de desnuclearización armamentística. Pero la reducción del arsenal atómico, con un escudo antimisiles instalado al oeste del telón de acero, suponía, de hecho, la superioridad estratégica para la OTAN. Lógicamente, los soviéticos no cayeron en la trampa –como no caerán hoy los rusos, que ya han anunciado un programa de rearme– y respondieron que preferían continuar con la política de distensión nuclear y de limitación del armamento atómico en el marco de los acuerdos SALT-START. Reagan retiró el proyecto de guerra de las galaxias por su alto coste, pero el fin de la guerra fría y su condición de superpotencia permiten hoy a los yanquis recuperar ese antiguo plan fuera del alcance de las posibilidades económicas y tecnológicas de sus contrincantes, que le garantizará su hegemonía militar durante muchos años. Algo importante desde sus intereses como potencia mundial, ahora que la crisis ha puesto de manifiesto el deterioro de su pujanza económica. Así, pues, el espíritu de Praga no sólo huele a rancio, sino que trata dedisfrazar de paloma al halcón y persigue salvaguardar el papel de gendarme de EE. UU. en el concierto mundial.

Finalmente, en el Medio Oriente, más de lo mismo. A cambio de la promesa de una futura retirada de Irak, con el gobierno títere ya relativamente consolidado, Obama quiere iniciar la escalada militar en Afganistán, con el envío de 17.000 soldados más, que se unirán a los 36.000 efectivos norteamericanos ya existentes. Peor aún. Como Kennedy en Indochina, augura una escalada regional, ya que pretende abordar la situación en Afganistán y en Pakistán como un único y mismo problema. Algo que ni siquiera planteó el militarista Bush. Las decenas de civiles muertos que han dejado como saldo los sucesivos raids aéreos no tripulados que los yanquis han realizado desde enero sobre territorio fronterizo pakistaní dan buena cuenta de los verdaderos planes de Obama para la zona.

Londres

En política económica es donde mejor se muestra Obama como genuino representante del capital financiero, como el hombre de Wall Street. A la Cumbre de Londres del G-20, celebrada en abril, el presidente norteamericano llevó la misma receta de reactivación para la economía mundial que ha aplicado en su país, receta basada en la socialización de las pérdidas del mercado financiero y en la inyección sin condiciones de crédito a favor de los empresas financieras sin contraprestación alguna. La medida de poner límite a las primas de los ejecutivos de las empresas que han recibido ayudas, provocada por el escándalo de la aseguradora AIG, es una concesión a la ciudadanía sobre cuyas espaldas van a recaer, como ya ha confesado públicamente Obama, los costos de la recuperación económica. Esta medida tiene algunas lecturas de orden ideológico. En primer lugar, pone fin al mito del sueño americano. En el país de las oportunidades se está tomando cada vez más conciencia de que el ideal del enriquecimiento egoísta debe ser contrastado con el coste social que produce y que la ideología del lucro individual como lema de la actividad económica se revela cada vez más claramente como lo que en realidad es, la ideología del pelotazo. En el paraíso del enriquecimiento personal sin trabas, fundado en la competencia sin escrúpulos entre los individuos y en la cultura del triunfador, el correctivo a los directivos de AIG es algo inusitado porque pone en cuestión ese mismo esquema de valores, reconociendo tácitamente límites al derecho al enriquecimiento particular a costa de otros; significa la bancarrota del derecho de cada particular a soñar con el pelotazo que le permita triunfar en la selva del mercado capitalista.

Los directivos de AIG y similares no sólo han pagado de sus bolsillos el cambio repentino de reglas en un juego ayer plenamente lícito, como víctimas propiciatorias sacrificadas por la situación de emergencia en nombre del consenso social y la unidad de clases, sino que también se han cargado con el sambenito de ser los causantes de la quiebra de sus empresas y, por extensión, de la crisis, mientras, irónicamente, la libertad de mercado y las corporaciones se libran de toda responsabilidad y se benefician de los fondos públicos. Por consiguiente, naturalmente, la culpa de la crisis no es del sistema capitalista, sino que, como reza la Declaración final de Londres, es achacable a “grandes fallos en el sector financiero y en la regularización y la supervisión financieras”. Encontradas las cabezas de turco adecuadas –los ejecutivos o los riesgos tomados por algunas empresas–, se puede remitir todo a un problema de gestión del sistema y no a una cuestión de estructura del mismo. Nada extraño, procediendo dicha Declaración de los representantes del capitalismo como estructura económica mundial; aunque algo paradójico, tratándose como se trata de los responsables más altos de su gestión. Al menos, no se ha alcanzado el extremo de las afirmaciones de Sarkozy, quien ha llegado a decir que esta crisis “no es la del capitalismo”, que, al contrario, es “la crisis de un sistema que se aleja de los valores más fundamentales del capitalismo”. Y es que el espíritu del capitalismo consiste, según el credo neoliberal del Presidente de la V República, en que los bancos financien el desarrollo económico en lugar de dedicarse a la especulación. ¿En qué sistema habrá vivido este señor todos estos años?

Entonces, como el sistema es viable y sus instituciones inocentes, de Londres sólo podían esperarse reformas alicortas. No sólo no se han reformado los organismos del capitalismo mundial, ni se han puesto en cuestión las relaciones económicas desiguales que produce (sólo se han puesto objeciones al proteccionismo y a los paraísos fiscales), sino que, muy al contrario, han salido reforzados con el aumento de sus competencias y de sus dotaciones. El FMI, por ejemplo, triplicará sus recursos y seguirá ejerciendo el papel de gran oráculo de la economía internacional. El pretendido nuevo orden que los crédulos esperaban que saliera de la Cumbre de Londres es un fraude: el G-20 sólo ha acordado el apuntalamiento del viejo y podrido sistema de Bretton Woods. Al parecer, a Obama le acompaña, por donde quiera que vaya, el olor a rancio de su nostalgia por sus admirados héroes del pasado y del traje raído de Lincoln con el que se ha vestido.

La crisis

Si alguien ha salido fortalecido de esta crisis es Marx (mucho más que el marxismo). Nos hallamos ante una típica crisis cíclica de superproducción capitalista, que sigue al pie de la letra el canon establecido por los análisis de Marx en El capital. Naturalmente, en su expresión fenomenológica, la crisis presenta en esta ocasión peculiaridades originales. No en vano, el capitalismo actual no es el de 1929, cuando la crisis se inició con un crash bursátil; la de 2007 comenzó con el estallido de la burbuja de las hipotecas subprime, que arrastró al mercado financiero a través de los bonos tóxicos. Dicen que, tras el viernes negro, había que andarse con cuidado al caminar por las aceras de Wall Street, porque te podía caer encima alguno de los desesperados magnates recién arruinados. Hoy, los magnates se van a balnearios de cinco estrellas tras cerrar por quiebra para desestresarse, y los únicos desesperados son los obreros despedidos y los pequeños empresarios, que amenazan con huelgas de hambre o con inmolarse a lo bonzo, o que se cuelgan de las grúas de las obras exigiendo que se les pague lo que se les debe. En los años 30, los Estados metieron en cintura a los mercados; pero las medidas tomadas hasta ahora por los gobiernos van en la línea de redimir al mercado y al capital: el capital social, la burguesía capitalista como clase, no pagará la crisis; sólo los capitalistas tomados individualmente, y preferiblemente los más pequeños; en cambio, los trabajadores sí que la sufrirán como clase.

No es éste el lugar para extenderse en un análisis pormenorizado de esta nueva crisis de superproducción capitalista. Sólo señalaremos que presenta dos componentes estrechamente vinculados entre sí. Por una parte, es efecto de la ley, inherente al modo de producción capitalista, de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, después de un periodo de prosperidad basado en la expansión y la saturación del mercado de ciertas ramas de la producción (superproducción), principalmente la construcción (adonde se dirigieron mayoritariamente las inversiones, sobre todo a partir de 2000, tras la crisis de las .com), y que ha afectado directamente al sistema financiero, que respaldaba crediticiamente esa expansión. Por otra parte, la crisis es efecto del colapso de los instrumentos de compensación –o “contrarrestantes”, como diría Marx– de esa ley económica del capitalismo que habían sido ideados principalmente por el mundo de las altas finanzas –que, en el capitalismo moderno, controla omnímodamente mercados y esfera productiva– y había aplicado durante dos décadas. Aunque la crisis se manifieste primeramente en determinadas ramas económicas, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia afecta a todo el capital social; por eso, la concentración de las inversiones en esos sectores no había sido más que el efecto reactivo del mercado, que permite el flujo de capitales entre las distintas ramas para compensar los desequilibrios entre las distintas cuotas de ganancia sectoriales en función de una tasa media de beneficios. Pero, como el movimiento del mercado de capitales sólo determina la tendencia a una tasa media de ganancia para el capital y, por sí solo, apenas influye en la tendencia a la baja de esa tasa media y no puede neutralizarla, el capitalismo busca otros mecanismos que vayan más allá de la compensación concurrencial y permitan la inversión de esa tendencia. En el Libro III de su magna obra, Marx describe algunos de estos mecanismos: aumento del grado de explotación del trabajo, reducción del salario por debajo del valor de la fuerza de trabajo (medidas que pide a gritos ahora la CEOE cuando habla de trabajar más y cobrar menos, de abaratar y flexibilizar el despido, etc.), abaratamiento de los elementos del capital constante (por el que vela, por ejemplo, el ecologismo, al que se ha apuntado Ruiz-Gallardón, que quiere multar a los madrileños que no separen sus basuras para reciclar y ofrecer, así, a la industria materias primas semielaboradas y mucho más baratas), etc. El capital trata de imponer estos medios contrarrestantes de manera permanente; depende de la lucha de clases que tenga éxito o no. En todo caso, constreñir, por parte del proletariado, su lucha en el marco de la resistencia contra esas medidas no le coloca en posición de cuestionar sus causas ni los presupuestos económicos sobre los que se sostienen, las relaciones de producción capitalistas.

Desde la década de los 90, ya sea por la dificultad en aplicar esos mediosclásicos de compensación de la caída de la tasa de ganancia, ya por su relativa inoperancia (Marx habla también del comercio exterior y del aumento del capital en acciones, fórmulas muy integradas por el capitalismo monopolista moderno, y por ello, tal vez, bastantes agotadas), los capitalistas han ido inventando nuevos métodos que suplieran o se superpusieran a aquellos otros. La mayoría de ellos son producto de la ingeniería financiera, que ha puesto en práctica una idea tan pretenciosa como original en la historia del capitalismo. Como la cuota de ganancia es la proporción entre el trabajo no retribuido a los obreros, el plustrabajo o plusvalía, y todo el capital invertido, y como la creciente composición orgánica del capital social, que se deriva del mayor crecimiento relativo de las inversiones en capital constante frente al capital variable, propio de este modo de producción, reducen progresivamente la masa de trabajo vivo, con lo que se obtienen tasas de ganancia cada vez más bajas, aunque la cuota y la masas de plusvalía aumenten, ¿qué mejor método para compensar el progresivo menor peso relativo de la plusvalía generada por la fuerza de trabajo en la economía social que, a través de nuevos instrumentos financieros inventados ad hoc, se pueda introducir en el mercado y contabilizar a crédito también la plusvalía que la fuerza de trabajo generará en el futuro? De este modo, el agregado contable de una mayor masa de valor nuevo creado ––aunque sea ficticiamente– permite compensar, en mayor medida, la tendencia a la caída de la tasa de beneficio del capital social. El problema es que esto sólo puede hacerse en la esfera de las finanzas y dispara la especulación financiera. Frente a la producción real, se desarrolla toda una economía ficticia paralela, que pronto se acercará a aquélla bajo la forma de créditos basura, única manera de capitalizar la plusvalía aún no creada. Pero, mientras tanto, el sistema ha ampliado sus márgenes permitiendo que los capitalistas compitan entre sí por el reparto de la plusvalía presente y futura, y su éxito ha sido tal que permitió a este sector del capitalismo financiero diferenciarse e independizarse de la banca tradicional. La hipertrofia de esa economía fantasma (superproducción de efectos financieros y saturación del mercado de estos productos) terminará haciendo que se desmorone en el momento en que algún factor de confianza falle y ponga en cuestión todo el artificio. Los futuros financieros son instrumentos de crédito, es decir, de confianza entre los capitalistas. Si en algún punto del edificio especulativo falla la confianza, todo se derrumba como un castillo de naipes. Si por sus características propias, este entramado especulativo se había vinculado más estrechamente al sector de la construcción que a otros (tasas de ganancia más altas y alto grado de sujeción del consumidor) como punto de apoyo en la economía real, ha sido a partir de los desequilibrios detectados en este sector que se ha encendido la luz de alarma en el sistema financiero y, a través de él, en la economía capitalista global.

Los límites del capitalismo

Por consiguiente, los agentes que han provocado esta crisis no son ajenos al capitalismo, como pretenden Sarkozy y los ideólogos neoliberales. Al contrario, son producto genuino de las contradicciones del capitalismo y responden a una necesidad inherente a este modo de producción, la de garantizar una cuota de ganancia a las inversiones de capital. En el capítulo de El capital dedicado al análisis de la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, Marx asocia esta ley con el problema de los límites de la producción capitalista. Precisamente, es en la lucha contra estos límites que el capitalismo debe hallar o inventar mecanismos que le permitan extenderlos más allá en cada rotación del capital o en cada ciclo económico. Al hacerlo, crea sus propios monstruos, que acercarán la próxima crisis.

Marx, sin embargo, nunca afirmó que existiera un límite absoluto en el desarrollo del capitalismo. Por eso, insistió en que la ley de la decreciente tasa de ganancia refleja únicamente una tendencia, y que el fenómeno de la superproducción capitalista –la mejor expresión de esta tendencia– no impone ningunos límites, ni a la producción en general ni al modo capitalista de producción en particular. La contradicción, propia del capitalismo, entre el desarrollo absoluto de las fuerzas productivas y la valorización del capital –contradicción que determina aquella ley–, se resuelve o puede resolverse dentro del capitalismo, aunque sea al precio de la desvalorización del propio capital, como ocurre con la destrucción de medios de producción y valores de uso durante las crisis, o con la destrucción de fuerzas productivas durante las guerras que provoca el capital para hacer tabla rasa y reiniciarse de nuevo con inversiones de nueva planta y cuotas de ganancia altas. Los límites del modo de producción capitalista son sus crisis cíclicas, que no pueden destruir el sistema, sino sólo crear condiciones objetivas, sociales y políticas, para ello. Pero esto obliga a salirse del marco de las relaciones económicas y obliga a abordar tareas de otra índole, principalmente, política e ideológica. En la época del imperialismo, en la época de la crisis general del capitalismo, los ciclos críticos sólo acentúan la caída histórica del modo de producción, ampliando la base de los elementos objetivos sobre los que apoyar un proyecto político de destrucción del capitalismo, al mismo tiempo que demuestran palmariamente que no existe un punto crítico económico que, por sí solo, provoque el derrumbe del capitalismo. Por eso, en las condiciones del imperialismo, para los marxistas no está en el orden del día el problema del análisis de la coyuntura económica y su aprovechamiento político, ni siquiera en época de crisis, sino el programa de acción y organización revolucionarias del proletariado.

Sin embargo, la teoría del derrumbe capitalista –obra del revisionismo de la II Internacional–, que introduce el determinismo y el fatalismo filosóficos en el marxismo, sigue formando parte del credo de los revisionistas modernos, que dominan el movimiento comunista en la actualidad. Es por ello que insisten en poner en el centro la lucha de clases económica del proletariado y en dotar a su línea política de una orientación resistencialista y reformista. Pero, esta línea sólo servirá, aun en caso de éxito, para que el capitalismo pueda realizar sus ajustes, aunque sea a un precio más alto, pero nunca para desbordarlo. La historia ofrece muchos ejemplos de ello, como la España del periodo 1975-1982, cuando, en plena crisis, la burguesía hizo muchas concesiones económicas a un activo movimiento obrero mientras ultimaba la transición política, para, una vez consolidada la nueva forma de Estado, recuperar sin mucho esfuerzo lo que antes había perdido. Desde la experiencia de la historia, la persistencia en la estrategia sindicalista o economicista, que pretende aprovechar la lucha espontánea de las masas, espoleadas por la crisis, para elevarlas desde la lucha por sus reivindicaciones inmediatas hacia la lucha política revolucionaria, ha fracasado estrepitosamente una y otra vez.

Esta estrategia se fundamenta en la creencia de la posibilidad del derrumbe, es decir, en que las crisis debilitan tanto al capitalismo y predisponen a las masas tanto contra él que bastará con patear al sistema (con una insurrección) para que caiga casi por sí solo. Pero, el sistema de dominación del capital no se derrumbará porque se debiliten en un momento determinado sus bases económicas, si no se resiente y sufre también un grave desgaste su aparato político e ideológico. La línea oportunista de derribar un gobierno para instalar otro no sirve a la revolución proletaria, porque no se trata de un relevo entre clases en el control del Estado, sino de destruir al Estado. La experiencia de nuestro movimiento en la construcción del socialismo ha demostrado que fracasará toda iniciativa en la medida en que instrumentalice al viejo Estado o a parte de él para cumplir las tareas de la revolución y no sea capaz de generar nuevo poder para ese fin. Por esta razón, el capitalismo no puede derrumbarse desde su crisis económica, sino sólo desde su crisis política, que sólo es posible desde la construcción de nuevo poder en guerra popular como el único modo de quebrar y destruir el poder del viejo Estado. En este cometido, la crisis económica –y la lucha económica en general– sólo puede ser punto de apoyo de la lucha del proletariado, nunca el centro o el campo principal de esa lucha.

El proletariado frente a la crisis

Los análisis económicos de la presente coyuntura que realizan los revisionistas, a veces sesudos y en ocasiones interesantes, tienen como denominador común el atribuir la crisis tanto al capitalismo como sistema como a las políticas neoliberales de los gobiernos. Esta ambigüedad les permite, a la hora de proponer programas de acción, remitirse a medidas de tipo socialdemócrata, en el sentido de reivindicar un mayor control del mercado y de los factores de la producción, o de corte keynesiano, en el sentido de reforzar al Estado como agente económico. Defienden que con medidas como la nacionalización de la banca y de las grandes corporaciones se golpea al capitalismo, reduciendo su campo de acción al mismo tiempo que se mejora la situación de los explotados y se amplía el margen de maniobra de sus organizaciones políticas. El hecho de que no se alce ninguna voz del lado de la burguesía a favor de la intervención más acentuada y dirigista del Estado en la economía parece que refrenda la idea de que ese programa reformista del revisionismo se corresponde con los intereses inmediatos de las masas desde el punto de vista del camino que ha de tomarse para superar la crisis. Pero que el retorno del keynesianismo como principio teórico orientador de la política económica no forme parte del debate entre los economistas burgueses no significa que, en la práctica, los Estados no estén tomando ya medidas propias de esta escuela. Los miles de millones para el fomento de las obras públicas cedidos a los ayuntamientos por el Gobierno Zapatero son buena prueba de ello; por no hablar de las billonarias ayudas y las nacionalizaciones de empresas que ya han realizado los Estados, que hacen ocioso este debate. Lo que ocurre es que la oposición liberalismo-intervencionismo, que se dio en los años 30, ya no existe. En la actualidad, ambas corrientes del pensamiento económico burgués son complementarias (y contra lo que se cree habitualmente, esta complementariedad ha devenido en lo que se conoce como neoliberalismo económico). Si algo ha hecho esta crisis ha sido demostrar palmariamente esta verdad. El capitalismo, en su desarrollo, se ha transformado: del capitalismo monopolista de la primera mitad del siglo XX, ha pasado a capitalismo monopolista de Estado. La socialización de las fuerzas productivas por el capital ha alcanzado tal grado que resulta imposible la estabilidad del sistema sin la acción permanente del Estado. La defensa, por parte del revisionismo, de medidas socialreformistas, de la economía estatal y del control público del mercado, sólo indica el traslado paralelo de las posiciones de clase de ciertos sectores sociales que ha tenido lugar, después de la Segunda Guerra Mundial, en los países imperialistas, principalmente por lo que se refiere a la aristocracia obrera. Esta fracción privilegiada de la clase obrera hace tiempo que cruzó el Rubicón, y se ha pasado al otro lado de la frontera que separa los intereses de la burguesía de los del proletariado, aliándose con el capital y compartiendo con él la explotación imperialista de los países oprimidos y de las masas trabajadoras propias. Por esta razón, su ideología incluye una imagen del Estado como aparato político neutral o como benefactor social y, por eso, diseñan políticas en las que prima la unidad de clases sobre la lucha de clases. Los sindicatos y las organizaciones revisionistas son los principales representantes de esta fracción privilegiada del proletariado, y son ellos los que se han apropiado del programa económico que la burguesía reformista abandonó en los años 70, con la última gran crisis capitalista, con el fin de articular un discurso propio e independiente, que le permita consolidar su base sociológica y organizarse políticamente para concurrir en las luchas de clases y en el reparto del poder dentro del sistema de la dictadura del capital, tenga ésta la forma que tenga.

El reformismo social y la estatalización económica no son el programa del proletariado frente a la crisis. Quienes defienden este programa están integrados o desean integrarse en el sistema burgués. Por ello y para ello, ofrecen la paz social, a veces escondida tras la verborrea radical de los republicanistas. Ni los sindicatos prevén convocar una huelga general, a pesar de que los parados ya llegan a casi 4 millones –algo inaudito en los últimos 30 años, en que se convocaron huelgas generales con menos motivos–, ni los revisionistas difunden consignas que vayan más allá de la necesidad de “salir de la crisis” o de que ésta “la paguen ellos”. Pero este tipo de llamamientos sólo pone de manifiesto la voluntad de alcanzar, en el largo plazo, un pacto para el reparto justo entre los agentes económicos de los costos de la crisis. Las consecuencias ideológicas de esta línea conciliacionista, aplicada durante décadas, ha conducido, y sólo podía conducir, a episodios como el de los trabajadores de la SEAT en Martorell, digno de elogio y ejemplo a seguir para el gobierno y la patronal. El obrero bien pagado es el prototipo social, al mismo tiempo que la base sociológica, de los sindicatos y del revisionismo; por eso, han terminado reduciendo su política a la defensa del modo de vida del obrero acomodado y han cultivado su conciencia de esclavo asalariado. La hipóstasis de reivindicaciones como el salario digno o justo y el puesto de trabajo en el programa de acción del movimiento obrero, no sólo ha alejado completamente a las masas de los problemas de la revolución, sino que también, y sobre todo, ha enajenado a las organizaciones obreras, del tipo que sean, de las masas hondas y profundas de la clase proletaria. Estas masas no están, por supuesto, con los partidos revisionistas; ni tampoco en los sindicatos, como pretenden esos partidos para justificar su táctica entrista-colaboracionista de “ganar a los sindicatos” de clase y expulsar a sus direcciones “burocráticas” (por cierto, luego dirán que esta táctica no vale para la revolución y que ellos no quieren cambiar el sistema desde dentro, a pesar de que, para empezar, piden un cambio republicano en la forma de gobierno del mismo Estado). Por eso, no sienten ninguna presión desde la base que les obligue a cambiar su política de parálisis y desmovilización social, porque las grandes masas están desorganizadas y han dado la espalda a los representantes del obrero de cuello duro. Es el servicio que éstos han prestado al capital.

El programa del proletariado frente a la crisis es la revolución. Acabar con el capitalismo es la única verdadera solución. Los oportunistas dirán que esto es maximalismo o doctrinarismo; pero lo cierto es que su rebaja reformista del programa del proletariado tampoco resuelve las reivindicaciones acuciantes de los trabajadores ahora mismo. Los oportunistas no dan trabajo a los parados. Sólo les ofrecen luchar por un puesto de trabajo. Entonces, si se trata de luchar, ¿por qué no hacerlo por la revolución? ¿Porque los obreros no comprenden esto, porque no tienen conciencia revolucionaria? Será porque los revisionistas, sindicalistas y demás ralea oportunista se han dedicado a negársela durante décadas. Pero los obreros sí tienen disposición para la lucha. En Grenoble y otros lugares de Europa han llegado a secuestrar a los directivos de sus empresas con el fin de… ¡negociar los despidos! La desproporción entre fines y medios es tan descabellada y la escena tan rocambolesca que resulta alarmante. Desde luego, tales excentricidades hay que asignárselas al haber del revisionismo y del sindicalismo, que han educado al obrero en el culto de la propiedad de su puesto de trabajo, siempre, eso sí, desde la moderación y el pragmatismo; aunque, esta vez, la cosa se les ha ido de las manos. Sin embargo, estos hechos tienen dos lecturas positivas. Primero: los obreros pueden desbordar, en determinadas circunstancias, los cauces que le imponen la burguesía y el sindicalismo. Segundo: si los obreros están dispuestos a ir a la cárcel por negociar con sus explotadores, ¿hasta dónde no llegarán por deshacerse de sus explotadores? Únicamente hay que infundirles este deseo; sólo es preciso que su partido les eduque y organice para que la causa por la que luchen sea la única por la que merece la pena poner en peligro la propia seguridad: la revolución comunista.

Frente a la crisis, la revolución. Pero, no con esta crisis. Antes, hay que reconstituir el Partido Comunista que organice la crisis social y política del capitalismo y su Estado.

Movimiento Anti-Imperialista
Mayo 2009

 

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