EDITORIAL

El eterno retorno sobre sí mismo: las luchas de clases sin el proletariado revolucionario

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Uno de los mayores absurdos que pueden escucharse por pseudo politólogos, tertulianos, filósofos de bar y expertos sabelotodo es que “ya no existe la lucha de clases” y que “la clase obrera ha desaparecido”. Sin duda estas ideas vienen de una vulgarización de estos conceptos marxistas según la cual la lucha de clases “es cuando hay luchas de calle”. Estos sabios quizá estén extrañados por algunos acontecimientos como las recientes revueltas en algunos países musulmanes, el gran movimiento de masas que ha recorrido el Estado Español este mayo o la menos reciente huelga general del 29 de septiembre.  

Aunque la lucha de clases existe mientras las clases existen, pues hace referencia a la contradicción objetiva entre clases sociales, hay momentos en que esta lucha se hace más patente, se agudiza, como es el caso de las revoluciones, o lo que los filisteos burgueses llaman “momentos de tensión social”. Si bien para los comunistas el objetivo es revolucionar la lucha de clases mediante su principal herramienta, el Partido Comunista, esta labor se vuelve más complicada o, más bien, inviable, cuando no contamos con el sujeto revolucionario. A esto se suma, a día de hoy, la confusión ideológica que domina en nuestro movimiento, gracias a décadas de hegemonía del revisionismo, y, relacionado con ello, por la falta del balance de la experiencia histórica del Ciclo de Octubre. 

Así pues, la lucha de clases sigue adelante, pero ¿qué clases? ¿Cuáles están obteniendo beneficios de esta lucha y cuáles los están perdiendo? Por una parte, las revueltas en los países musulmanes parecen dar la razón a esos comunistas amigos del espontaneísmo que nos invitan a esperar que ocurra lo mismo en el Estado Español (aunque sus reticencias y reparos ante el movimiento de mayo vuelvan a poner en evidencia su cinismo ultraoportunista), sin pararse a hacer una mínima reflexión desde una perspectiva de clases y a la luz de los textos clásicos de nuestra tradición. Si la hicieran se darían cuenta que estas saludables explosiones de ira popular que saludamos desde el MAI están siendo canalizadas por facciones de las clases dominantes (tanto locales como extranjeras), haciendo pagar muy cara la falta de independencia política del proletariado. 

Por otra parte, esta situación de ascenso revolucionario en el mundo árabe, que no parece haberse agotado del todo en el momento de escribir estas líneas, contrasta con la situación en casa, donde la esperada huelga general del pasado septiembre fue una broma de mal gusto, donde lo único de lo que cabria alegrarse es del aislamiento manifiesto de la aristocracia obrera, si no fuera porque este aislamiento se debe más a la pasividad de las masas que a una supuesta toma de conciencia revolucionaria. Aunque el movimiento de mayo ha sido un soplo de aire fresco y una muestra de vitalidad de la sociedad española, no ha dejado de estar hegemonizado por otras clases, como muestra su ideario utópico pequeñoburgués y su marcado sesgo reformista. Este movimiento, aunque poco aporta desde el punto de vista de la reconstitución (salvo, que no es poco, destapar una vez más las vergüenzas de los revisionistas), sí es una poderosa señal de hartazgo que puede alterar las correlaciones de fuerza entre clases, así como acentuar el ambiente social y cultural de desencanto, cosa indudablemente más saludable que esa resignación callada que dominaba la escena hasta ahora. De todos modos, es un fenómeno, cuya espontaneidad ha sorprendido a propios y extraños, que merece un tratamiento específico del que, por razones de tiempo y espacio, no nos vamos a ocupar en este editorial. 

La descomposición ideológica y política de nuestro movimiento es el principal motivo que nos impide movilizar a las masas hondas y profundas hacia la revolución, sin embargo, el principal enemigo dentro del movimiento obrero, la aristocracia obrera, se ha mostrado incapaz de movilizar a un desdolido proletariado falto de toda esperanza. ¿Será tal vez un sector de la pequeña burguesía, desesperada pero temerosa de las consecuencias de ese desespero, la que canalice el desencanto? Aunque es pronto para contestar, realmente es dudoso, debido precisamente a ese miedo, que consiga movilizar a sectores significativos de esas masas profundas. Pero vayamos por partes, centrándonos en los acontecimientos árabes y en la pasada huelga general del 29-S:

 

África y la revolución democrática.

           La revolución ha comenzado: Túnez, Egipto, Libia… En estos últimos meses hemos asistido, desde la agobiante estabilidad que ha caracterizado a los países imperialistas en un momento de crisis económica mundial, a un acontecimiento histórico. La revolución se ha extendido como un mar de llamas por el norte de África amenazando  el statu quo de las clases dominantes y sus benefactores imperialistas, representados ambos en los corruptos gobiernos autocráticos.

Contemplando este escenario de crisis revolucionaria se nos plantea como necesaria, una vez más, la tarea de repasar la teoría marxista sobre la revolución democrática con el fin de poder entender desde el punto de vista táctico el carácter común que manifiestan las acontecimientos revolucionarios en el norte África y las diferencias tácticas sobre las que se desarrolla la revolución en los países imperialistas. Para esto, nos centraremos, principalmente, en los acontecimientos acaecidos en Túnez y Egipto por ser ejemplos paradigmáticos y haber marcado, debido a que han acontecido en primer lugar, la línea a seguir por los diferentes actores sociales que intervienen en este contexto revolucionario.  

La realidad socioeconómica que nos encontramos tanto en Egipto como en Túnez y en el resto de países africanos es similar: después de una historia de explotación imperialista, el colonialismo decimonónico se transformó en neocolonialismo después de la Segunda Guerra Mundial; esta transformación se caracterizó porque la estabilidad política de los diferentes estados africanos, hoy en día, viene condicionada por la dependencia económica de las anteriores metrópolis. Por tanto, las diferentes economías africanas se caracterizan por ser predominantemente agrícolas, con escasa industria pesada, y dedicadas a la exportación de materias primas y de petróleo. Esto es característico de los países semi-coloniales y semi-feudales, donde se combina una abundante masa campesina y un escaso desarrollo del proletariado (salvo en las localizadas áreas industrializadas), con un bloque de dominación formado por la dictadura conjunta de la burguesía burocrática y la clase terrateniente, ambas sostenidas por la dominación imperialista. En el caso de Túnez los países imperialistas que sostienen más intereses son los EEUU y el imperialismo europeo; en el caso de Egipto, los imperialistas yanquis sostienen con ayuda militar y económica un equilibrio de fuerzas en la región que no cuestione la supremacía israelí.  

Así pues, partiendo del análisis de clase anterior podemos deducir que si en el plano histórico-estratégico nos encontramos en la era de la revolución proletaria, en plano táctico, en el contexto de países semi-coloniales y semi-feudales, las tareas del proletariado son de naturaleza democrática y por tanto el carácter de clase de la revolución es burgués. Tal y como Lenin decía en sus “Dos tácticas…”:  

“Los marxistas están absolutamente convencidos del carácter burgués de la revolución rusa. ¿Qué significa esto? Esto significa que las transformaciones democráticas en el régimen político y las transformaciones económico-sociales, que se han convertido en una necesidad para Rusia, no sólo no implican de por sí el socavamiento del capitalismo, el socavamiento de la dominación de la burguesía, sino que, por el contrario, desbrozarán por primera vez el terreno como es debido para un desarrollo vasto y rápido, europeo y no asiático, del capitalismo; por primera vez harán posible la dominación de la burguesía como clase.  (…)”[1]  

En un primer momento se puede entender en esta definición que la revolución burguesa sólo beneficia a la burguesía, en cuanto que esta revolución expresa las necesidades del desarrollo del capitalismo no sólo sin destruir sus bases, sino al contrario, ensanchándolas. Por tanto, si la revolución burguesa beneficia a la burguesía parece legítimo preguntarse en qué medida puede beneficiar al proletariado.  

“(…) En países tales como Rusia, la clase obrera sufre no tanto del capitalismo como de la insuficiencia de desarrollo del capitalismo. Por eso, la clase obrera está absolutamente interesada en el desarrollo más vasto, más libre, más rápido del capitalismo. Es absolutamente beneficiosa para la clase obrera la eliminación de todas las reminiscencias del pasado que entorpecen el desarrollo amplio, libre y rápido del capitalismo. La revolución burguesa es, precisamente, la revolución que de un modo más decidido barre los restos de lo antiguo, las reminiscencias del feudalismo (a las cuales pertenecen no sólo la autocracia, sino también la monarquía) y que de un modo más completo garantiza el desarrollo más amplio, más libre y más rápido del capitalismo.”[2]

“(…) La revolución burguesa es absolutamente necesaria para los intereses del proletariado. Cuanto más completa y decidida, cuanto más consecuente sea la revolución burguesa, tanto más garantizada se hallará la lucha del proletariado contra la burguesía por el socialismo. (…) Y de esta conclusión, dicho sea de paso, se desprende asimismo la tesis de que, en cierto sentido, la revolución burguesa es más beneficiosa para el proletariado que para la burguesía. (…) a la burguesía le conviene apoyarse en algunas de las supervivencias del pasado contra el proletariado, por ejemplo, en la monarquía, en el ejército permanente, etc. A la burguesía le conviene que la revolución burguesa no barra demasiado resueltamente todas las supervivencias del pasado, (…) Los socialdemócratas expresan a menudo esta idea de un modo un poco distinto, diciendo que la burguesía se traiciona a sí misma, (…) A la burguesía le conviene más que los cambios necesarios en un sentido democráticoburgués se produzcan más lentamente, más gradualmente, más cautelosamente, de un modo menos resuelto, por medio de reformas y no por medio de la revolución, que estos cambios sean lo más prudentes posible (…)”[3]

En estas citas Lenin nos explica claramente por qué la victoria decisiva del proletariado en la revolución burguesa beneficia más a éste que a la burguesía inconsecuente, la cual por miedo a que el proletariado cambie de hombro el fusil prefiere el camino, más doloroso para el proletariado, de la reforma y el arreglo con el “antiguo régimen”.

El proletariado debe llevar a término la revolución democrática, atrayéndose a la masa de los campesinos, para aplastar por la fuerza la resistencia de la autocracia y paralizar la inestabilidad de la burguesía. El proletariado debe llevar a cabo la revolución socialista, atrayéndose a la masa de los elementos semiproletarios de la población, para des trozar por la fuerza la resistencia de la burguesía y paralizar la inestabilidad de los campesinos y de la pequeña burguesía.[4]

Estas son las tareas del proletariado en la revolución. Históricamente, la revolución burguesa ha concluido. El dominio mundial y concentrado de las relaciones capitalistas en la forma de imperialismo es su consecuencia natural. Sin embargo, debido precisamente a la naturaleza del imperialismo, en numerosas zonas del globo aún quedan sustanciales tareas democrático-burguesas que resolver. Al proletariado le interesa la consecución revolucionaria de esa resolución, es decir que ésta se realice demoliendo el aparato del viejo Estado, que es lo único que garantiza, no sólo el desarrollo veloz del capitalismo, sino también las mejores condiciones para el paso ininterrumpido a la revolución socialista.  Al proletariado, por ser la clase más consecuentemente revolucionaria, le corresponde ocupar la posición de vanguardia en la revolución democrático-burguesa. Por tanto, para contrarrestar a la burguesía, que no puede ser consecuente con la revolución democrática, el proletariado encuentra en el campesinado su aliado natural, porque la inestabilidad de éste es diferente, ya que el campesino no está tan interesado en que se mantenga indemne la propiedad privada como en arrebatar a los latifundistas sus tierras. Por tanto, es la revolución democrática la única que puede garantizar al campesinado las reformas que tanto necesita para mejorar sus condiciones de existencia; al mismo tiempo, el régimen democrático expresa sus intereses como mayoría, por lo que la consigna ¡Tierra y Libertad! en los países semi-feudales es de por sí una consigna revolucionaria.

“En esta era, toda revolución emprendida por una colonia o semicolonia contra el imperialismo, o sea, contra la burguesía o capitalismo internacional, ya no pertenece a la vieja categoría, a la de la revolución democrático-burguesa mundial, sino a la nueva categoría; ya no forma parte de la vieja revolución burguesa o capitalista mundial, sino de la nueva revolución mundial: la revolución mundial socialista proletaria. Estas colonias o semicolonias en revolución no pueden ser consideradas como aliadas del frente de la contrarrevolución capitalista mundial; se han convertido en aliadas del frente de la revolución socialista mundial.”[5]

“En su primera etapa o primer paso, tal revolución de un país colonial o semicolonial, aunque por su carácter social sigue siendo fundamentalmente democrático-burguesa y sus reivindicaciones tienden objetivamente a desbrozar el camino al desarrollo del capitalismo, ya no es una revolución de viejo tipo, dirigida por la burguesía y destinada a establecer una sociedad capitalista y un Estado de dictadura burguesa, sino una revolución de nuevo tipo, dirigida por el proletariado y destinada a establecer, en esa primera etapa, una sociedad de nueva democracia y un Estado de dictadura conjunta de todas las clases revolucionarias.”[6]

En la era del capitalismo concurrencial era posible la revolución democrático-burguesa dirigida por la burguesía, pero en la era de la revolución proletaria mundial, en el imperialismo, la victoria decisiva de la revolución democrática en los países semi-coloniales sólo es posible si es dirigida por el partido del proletariado en alianza con el resto de las clases populares (el Partido Comunista); por lo tanto, la revolución democrática ya no forma parte de las viejas revoluciones burguesas, si no que forma parte de la revolución socialista por el hecho de crear las condiciones para el desarrollo del socialismo en una segunda etapa de la revolución, y por su carácter antiimperalista, al romper uno de los eslabones de la cadena imperialista. Es por ello que la revolución democrática es una revolución de nuevo tipo, una revolución de Nueva Democracia.  

Sólo es posible garantizar el triunfo de la revolución democrática frente a la transacción mercantil entre la burguesía nacional inconsecuente y el viejo régimen de las cosas, si:  

“(…) sólo un gobierno provisional revolucionario, con la particularidad de que sea el órgano de la insurrección popular victoriosa, es capaz de garantizar la libertad completa de la agitación electoral y de convocar una asamblea que exprese realmente la voluntad del pueblo.”[7]  

“(…) La Asamblea Constituyente debe convocarla alguien; las elecciones libres y justas deben ser garantizadas por alguien; alguien debe otorgar enteramente a esta Asamblea la fuerza y el poder; sólo un gobierno revolucionario que sea el órgano de la insurrección puede querer con entera sinceridad esto y tener fuerzas para hacer todo lo necesario con el fin de realizarlo. (…)”[8]  

Por lo tanto, en la Rusia de 1905 este gobierno provisional, órgano de la insurrección popular victoriosa con poder para constituir y garantizar la supervivencia de la República democrática frente a la contrarrevolución, era la dictadura democrática del proletariado y el campesinado, únicas clases consecuentes en la revolución democrática. Y en el caso de los países semi-coloniales y semi-feudales, se trata del establecimiento de una sociedad de nueva democracia bajo la dictadura conjunta de todas las clases revolucionarias del país dirigida por el proletariado.  

Después de este repaso sobre la teoría marxista de la revolución democrática, podemos comprender mejor el alcance y limitación de los hechos acaecidos en el norte de África. El principal problema que nos encontramos al analizar los acontecimientos revolucionarios en Túnez y en Egipto es la ausencia de sujeto revolucionario. Como bien sabemos, la revolución democrática sólo puede triunfar frente a la burguesía recalcitrante si es dirigida por el proletariado revolucionario en alianza con el resto de las clases populares, esto es, si el proletariado ha alcanzado, por un lado, su independencia política con respecto al resto de clases en pugna, y por otro, el grado de organización necesaria para poder ocupar la posición de vanguardia dirigente en todo el proceso revolucionario. Esta ausencia de sujeto revolucionario ha sido decisiva en el rumbo que ha tomado la revolución tanto en Túnez como en Egipto; esta falta del Partido Comunista como director del proceso revolucionario ha permitido la instrumentalización de dicho proceso por la pequeña y mediana burguesías recalcitrantes, que, lejos de llevar la revolución a buen puerto, han terminado pactando un arreglo con el “antiguo régimen” en los límites marcados por el imperialismo. De este modo, las clases dominantes han ganado el tiempo suficiente para pactar con los sectores recalcitrantes y volver a ganar legitimidad frente a las masas en un proceso constituyente dirigido por ellos, y que lejos de transformar el viejo statu quo, éste ha conseguido recomponerse y salir reforzado, manteniéndose intactas las viejas relaciones de dominación imperialista.  

Y aquí es donde entroncamos el análisis general de la situación respecto a las revoluciones democráticas en África con el análisis concreto de nuestro propio entorno. Porque, a diferencia de los países semi-coloniales, en los países imperialistas ya se han concluido todas las tareas democráticas que históricamente correspondían a la revolución democrático-burguesa. En el Estado español, en el siglo XIX, se dieron las condiciones jurídicas y políticas para el desarrollo del capitalismo, principalmente en sus tres características básicas: expansión y dominio de la propiedad privada burguesa, separación entre fuerza de trabajo y medios de producción y articulación de un mercado interno.  Por eso mismo hoy en día no quedan tareas económicas pendientes que justifiquen programas de tipo democrático. Por tanto, para el MAI, desde la monarquía alfonsina, pasando por la II República y el franquismo, hasta la monarquía parlamentaria actual, todos los gobiernos han sido diferentes formas de dictadura de la burguesía sobre el proletariado. De ahí que las tareas inmediatas del proletariado en los países imperialistas, en la era de la revolución proletaria, son la toma del poder mediante la revolución y la instauración de la dictadura del proletariado. Todo programa que pretenda justificar una etapa intermedia democrática, tipo III República, sólo puede ser un programa reformista que lejos de avanzar en el camino de la organización y desarrollo de la revolución socialista, apuntala el viejo Estado y desangra a las masas proletarias, canalizando la revolución hacia quimeras democráticas que limitan en realidad el verdadero potencial revolucionario de nuestra clase.

 

Alrededor del 29-S: más razones para la Reconstitución del comunismo

        Finalmente, el tan esperado toque de corneta para la movilización de las masas de la clase obrera en defensa de sus derechos, ese esperado punto de inflexión promisorio, en el que las condiciones objetivas iban a coincidir con el movimiento de masas, a partir del cual empezar un otoño caliente de movilización sostenida, ese 29 de septiembre marcado en rojo en el calendario de los comunistas sindicalistas (pues todas estas cosas, y más, esperaba este sector político de ese día), pasó sin pena ni gloria; tal como había llegado, dicho sea de paso.         

        No obstante, y a pesar de ello, el ala mayoritaria del movimiento comunista del Estado español –verdaderos últimos mohicanos de un añejo sindicalismo combativo que la historia de la lucha de clases ha sumergido ya en formol—, contra nuestras advertencias, y contra las lecciones de la práctica, esa maestra tozuda a la que tanto apelan y tanto nombran pero a la que suelen ignorar cuando sus enseñanzas no coinciden, la mayoría de las veces en verdad, con sus gastados recetarios, ha seguido batallando, con farisea y afectada responsabilidad, por que las centrales sindicales convoquen una nueva huelga general, a ver si, contra todo pronóstico, en esta ocasión se puede rescatar alguna ramita verde que sirva para replantar el árbol, talado hace tiempo, del sindicalismo de clase.            

            Pero dejemos un momento a nuestros prácticos ignorando las lecciones de la práctica y estrellando su cabeza una y otra vez contra el mismo muro de esa realidad que ellos pretenden conocer de primera mano, y hagamos un sucinto y sumario balance de la jornada de huelga general del 29-S y de aquellos elementos históricos y políticos que explican cómo acaeció finalmente.          

            Desde el MAI hemos criticado incesantemente, y continuaremos haciéndolo, las concepciones dominantes en el seno de la vanguardia acerca de las bases desde las que empezar a construir movimiento revolucionario, negando que esto pudiera hacerse desde las simples luchas parciales de resistencia de las masas, ya que ellas reproducen y apuntalan la causa última, el capitalismo, que las ha propiciado, y hemos llamado a la conformación de un incipiente movimiento de vanguardia nucleado en torno a la teoría revolucionaria, como primer basamento necesario de ese movimiento revolucionario. Esta última huelga general nos ha vuelto a dar la razón en este aspecto, tantas veces confirmado por la historia de la lucha de clases y el marxismo. No se vislumbra, ni los propios comunistas sindicalistas, a pesar de esforzar al máximo su miope mirada, lo consiguen hacer, cómo de lo acaecido el 29-S puede surgir movimiento revolucionario o, al menos, allanarse el camino hacia el mismo. Sólo este hecho debería ser suficiente para que los militantes honestos, aunque sea en pequeño número, se replanteen algunas de sus gastadas concepciones. Sería éste un necesario ejercicio de autocrítica, receta ya prescrita por la tradición de nuestro movimiento, muy útil para reencontrarse con los principios y valores del comunismo.       

            Sin embargo, y esto es algo que debería también despertar las luces de alarma de nuestros sindicomunistas, la huelga general no sólo no ha servido, como era más que previsible, para la revolución, sino que ni siquiera ha sido útil para los propios propósitos de la resistencia. Así, la movilización no sólo no consiguió parar las medidas reaccionarias que el capital, a través de su Gobierno social-liberal, estaba implementando hasta ese momento, sino que tampoco valió para evitar que, con posterioridad a la huelga, el ejecutivo implantara nuevas medidas de hondo calado que afectaban gravemente a las condiciones de la clase obrera, como la Ley de reforma de las pensiones.   

            Hablando en general, el 29-S vuelve a confirmar que, frente a la perorata espontaneísta y practicista dominante, es absolutamente vital, respecto a la posibilidad de aprovechar o actuar sobre un movimiento de resistencia espontáneo, la situación en que se encuentre la vanguardia, que haya conseguido resolver las tareas que le permitan convertirse en un referente ideológico y político de entidad. Sólo realizado este trabajo puede pensarse en actuar sobre los movimientos de masas, o más bien sobre los sectores que son la vanguardia más consecuente de estas luchas de resistencia (lo que nosotros denominamos vanguardia práctica). De este modo, el comunismo revolucionario, el marxismo, debe conquistar primero una posición referente en el seno de la vanguardia, en lucha contra el revisionismo y los recetarios utópico-pequeñoburgueses que la dominan, como condición necesaria para una aproximación revolucionariamente fructífera sobre las masas.        

            De lo que sucede cuando se hace lo contrario, cuando se ignora la necesidad de un periodo de conformación y maduración de la vanguardia, fundamentalmente en torno a la teoría revolucionaria, y se hace imperativo categórico del estar siempre y bajo cualquier circunstancia, independientemente, por ejemplo, del estado de la ideología revolucionaria, en contacto y actuando en el movimiento de masas económico, tenemos un ejemplo elocuente en el movimiento comunista del Estado español y, más en general, en la situación del movimiento obrero en este país en las últimas décadas.

Estos largos años han ejemplificado y demostrado una y otra vez –pues una y otra vez los grupos comunistas, disueltos y renacidos una y mil veces, bajo multitud de siglas, pero con un instrumental y unas concepciones ideológicas y políticas similares, han actuado implementando una línea política idéntica (economicista-espontaneísta)— la imposibilidad de reconducir este tipo de movimientos económicos espontáneos desde sí mismos a la revolución, resultando que la vanguardia no sólo no elevaba al movimiento, sino que era irremisiblemente fagocitada por él, impidiendo la recomposición e independencia política del comunismo. El sindicato engullendo al partido. Ésa es la realidad de las últimas décadas de relación de la gran mayoría de la vanguardia comunista con el movimiento obrero.

           

Pero no terminan ahí las desventuras de nuestra clase. Décadas de postración de la vanguardia ante el movimiento espontáneo, en un contexto general de derrota de las fuerzas revolucionarias a nivel mundial (ni siquiera acontecimientos de tal magnitud en el plano histórico han alterado las ideas y prácticas de nuestros sindicomunistas, y eso que llevan su supuesta atención por lo que llaman “la situación concreta” como prenda de orgullo), no sólo no han obtenido nada para el comunismo y la revolución, sino que han ido degradando el propio movimiento de resistencia de las masas hasta los paupérrimos niveles actuales.       

Basta comparar la última huelga con las realizadas, también con el partido social-liberal en el Gobierno, en 1994 o, ya no digamos, 1988, cuando la huelga general consiguió paralizar completamente el país, y eso que las condiciones económicas –lo único que nuestros revisionistas, en su reducción economicista-sindicalista del marxismo, suelen entender como condiciones objetivas— distaban mucho de estar tan degradadas como en la actualidad (mencionar, como ejemplo significativo, que el año 1988 se cerró con unos 2.760.000 parados, casi dos millones menos que 2010[9]). Prueba palmaria de lo metafísico y supersticioso de la teoría que considera que la crisis social, e incluso la crisis revolucionaria, se deriva mecánicamente de la crisis económica, y cargo acusador contra esa visión comunista dominante que pretende hacer derivar las tareas de construcción del movimiento revolucionario de la situación económica inmediata y de la constante permanencia de los comunistas en el movimiento espontáneo reivindicativo.  

Es decir, décadas de inmersión comunista en el movimiento práctico-espontáneo de masas, sirviendo como mero apéndice del mismo, no sólo no han acercado la revolución proletaria un paso, sino que incluso han degradado el propio movimiento de resistencia, huérfano de cualquier contexto revolucionario favorable, forjado conscientemente por la vanguardia, que hiciera medrar la causa reformista como subproducto de un movimiento revolucionario que azuzara el temor de la burguesía ante “males mayores” (tal y como sucedió durante el Ciclo de Octubre). Ahí tienen señores practicistas, algunas contundentes e inapelables lecciones de esa diosa suya, la práctica, que no hace más que volverles la espalda.  

Otro factor, de hondo calado histórico, también ayuda a explicar los ridículos resultados de esta huelga general sobre la que tantos tenían depositadas tantas esperanzas. Este factor se refiere a los profundos cambios sufridos por la estructura del capitalismo y la composición de la clase obrera, así como la posición objetiva del sindicalismo en este contexto, cambios que no por antiguos y ya señalados por el marxismo son menos ignorados por la mayoría de los comunistas en la actualidad.  

Con la entrada del siglo XX el capitalismo concurrencial decimonónico se transformó en imperialismo, elevando consigo a una importante fracción de la clase obrera de los países imperialistas, la aristocracia obrera, a una posición privilegiada que se sostenía sobre la posición de predominio de su potencia en el contexto internacional. Es decir, ese sector de la clase obrera elevó su posición social sobre la rapiña y la explotación de los países oprimidos y las masas hondas y profundas del propio país. Así, se transformó objetivamente en una fracción de clase de la burguesía, pues su posición se basa primordialmente en la redistribución, a través de múltiples mecanismos, de la plusvalía imperialista. Por eso su interés es la correcta reproducción de las relaciones capitalistas, de las que participa y de las que se beneficia. De hecho, es una fracción de clase sobre la que descansa una gran responsabilidad en el mantenimiento de la estabilidad social y política de las metrópolis imperialistas.  

Paralelamente a este fenómeno, el sindicato, que había nacido en los albores del movimiento obrero como mecanismo para la defensa de las condiciones del proletariado como clase en sí, y que contribuyó históricamente a la conformación de nuestra clase, se transformó en el organismo estrella fundamental de esta aristocracia obrera. Las razones son varias, siendo la más importante que el sindicato como organismo que pugna por las mejores condiciones de venta de la mercancía fuerza de trabajo nunca fue realmente un elemento anti-capitalista, sino que siempre representó a la clase obrera como derivación mecánica del engranaje capitalista, como la organización que pugna por la parte del capital social global asignada a la reproducción del trabajo vivo; aunque ello en algún momento, el siglo XIX, fuera necesario y progresivo de cara a la conformación histórica del proletariado como clase. Cumplida su función histórica, el sindicato se convirtió en su contrario, como ya advirtiera Lenin, un elemento reaccionario que ha profundizado su carácter reproductor de las relaciones sociales capitalistas[10]. A ello hay que añadir que el que efectivamente fue la vanguardia de la combatividad proletaria en este periodo de conformación de la clase, el obrero fabril, resultó ser al final del mismo el mejor organizado y encuadrado en los sindicatos; justo cuando éstos se convertían en engranajes aceptados del orden político burgués. Ése fue precisamente el estrato que concentró sobre sí la mayoría de los privilegios y prebendas que el imperialismo se dignó a distribuir sobre la clase obrera de ciertos países.  

Ahondando en este sentido, por último, con la nueva reestructuración del capitalismo tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la socialización de las fuerzas productivas alcanzó tal grado que ya no era suficiente el monopolio, el Estado burgués hubo de tomar parte en la gestión y regulación de las relaciones de producción capitalistas, estableciéndose así el capitalismo monopolista de Estado. En esta nueva estructura el sindicato y esa aristocracia obrera que representa, profundizadas esas características históricas que hemos ilustrado sucintamente, entraron a formar parte como cogestores económicos y sociales, a través de múltiples mecanismos institucionalizados de negociación, gestión y planificación. De este modo, el sindicato se convirtió, no en un mero “agente de la burguesía en el seno del proletariado”, sino en un auténtico organismo de encuadramiento del Estado capitalista, en parte del aparato de dominación política de la burguesía. Y no sólo eso, en esta convergencia, necesaria y estructural, el sindicato se ha convertido ya, no sólo en un elemento de encuadramiento del sistema como conjunto, sino en un verdadero capitalista con intereses privados propios (por ejemplo, CC.OO. y UGT manejan millones de títulos como accionistas en el BBVA, Seguros Atlantis y otras empresas aseguradoras y gestoras de fondos de pensiones privados, etc.). Como decimos, nada de esto se debe a la “corrupción de algunos dirigentes” o a la maldad de la “burocracia sindical”, sino que es el resultado necesario de los cambios operados en el sistema a nivel de estructura y de la propia lógica del sindicalismo en este contexto. Cambios y lógica que, unidos al alto grado de desarrollo histórico alcanzado por la lucha de clases revolucionaria del proletariado (no olvidemos la observación de Lenin que hemos reproducido más arriba), llevaron al sindicalismo a integrarse plena y coherentemente a las estructuras políticas capitalistas, más allá, insistimos, de los lamentos anti-materialistas sobre la “traición” o la “corrupción” de los “dirigentes” o “burocracias” sindicales. Un ejemplo prístino de la ley dialéctica de la transformación de un objeto en su contrario.   

Con estas consideraciones era natural que nos mostráramos escépticos ante la convocatoria de huelga general y que advirtiéramos contra las expectativas que el revisionismo había generado entre la vanguardia e, indirectamente, entre algunos sectores de la clase obrera. El 29-S el proletariado, las masas hondas y profundas de nuestra clase, ésas que no están organizadas, ni afiliadas al sindicato, ni hacen demasiado caso de los cantos de sirena electorales, no tenía ni voz propia ni capacidad de actuación independiente. Aunque desde el MAI no desaconsejamos su participación en la huelga (ya que con la Reforma Laboral sí que no tenían nada que ganar), nos cuidamos de advertir muy claramente que lo que se ventilaba en esa jornada de huelga no era un enfrentamiento de “clase contra clase”, como nuestros trasnochados revisionistas pretendían, sino que era una expresión del conflicto en el interior de la clase dominante, entre el gran capital monopolista y, secundariamente, un sector de la mediana burguesía, por un lado, contra la aristocracia obrera, por el reparto del pastel de los beneficios imperialistas.  

Y desde luego el desarrollo de la jornada nos dio la razón. Mientras que en los sectores donde más éxito tuvo la jornada correspondían con los ámbitos de más tradicional implantación del sindicalismo y donde se encuentra nucleada la médula de la aristocracia obrera (la gran industria, el metal, etc.), la escasa participación de la masa de parados, precarios y sin papeles, observando con indiferencia desde casa, el bar o su puesto de trabajo a los emperifollados cortejos sindicales, muestran que todo ese sector, hondo y profundo, no veía como suyo ese conflicto. Es más, se puede sacar la conclusión materialista de que esa indiferencia fue una expresión del antagonismo de clase entre un proletariado desmoralizado y desmovilizado (algo de lo que los únicos responsables somos los comunistas y la política sindicalista que desde hace décadas implementa mayoritariamente nuestro movimiento en este país) y la aristocracia obrera.  

Lo único que demostró la jornada de huelga a nivel de la correlación de fuerzas clase, aparte de la ya consabida impotencia del proletariado revolucionario, fue lo aislada que se encontró la aristocracia obrera, que en otras ocasiones sí había conseguido arrastrar a segmentos importantes de otras clases (pequeña burguesía, sectores del proletariado..) tras sus movilizaciones.  

Por su parte, la mayoría de los autodenominados comunistas, coherentemente con sus recetarios economicistas desgastados por la historia, corrieron tras la convocatoria sindical, haciendo gala de la responsabilidad del filisteo, negándose a la crítica de los sindicatos y concentrando sus energías en la neutralización de los peligrosos “izquierdistas” que osaran criticar esa política de unidad a cualquier precio con los sindicatos reaccionarios, haciendo caso omiso del imperativo de Lenin, al que tanto suelen citar en estas ocasiones, de que a la unidad con otras fuerzas nunca debe sacrificarse la independencia política y la libertad de crítica del proletariado revolucionario.  

Nuevamente, el ala mayoritaria del movimiento comunista volvió a mostrar lo que representa objetivamente, que es a la aristocracia obrera, o más bien, como hemos señalado en alguna ocasión, a los sectores radicalizados de la misma por hallarse en trance de proletarizarse y perder su posición privilegiada entre los trabajadores manuales. Ése es objetivamente el fondo de clase de la política de nuestros sindicomunistas, y por eso su comunismo es reaccionario y sin derrotarlo será imposible acumular las fuerzas de vanguardia necesarias para movilizar a los sectores hondos y profundos de nuestra clase, reactivando, ahora sí, sobre bases sociales y políticas coherentes la revolución proletaria.  

La derrota del revisionismo y la consecución de la hegemonía del marxismo en el seno de la vanguardia son hoy las tareas y los objetivos fundamentales de los comunistas revolucionarios. Debemos derrotar esa concepción empirista que pretende repetir mecánicamente el modelo histórico de conformación de nuestra clase desde las luchas económicas, concepción que hace caso omiso del desarrollo histórico alcanzado por la lucha de clases revolucionaria del proletariado (y que, por ello, la incapacita de entrada para convertirse en teoría de vanguardia), pretendiendo que cada generación de obreros describa el mismo tortuoso camino desde su experiencia personal. No, la lucha de clases del proletariado y el desarrollo del capitalismo han alcanzado históricamente un elevado grado de desarrollo. El deber de una vanguardia proletaria digna de tal nombre es empezar desde ahí, desde la síntesis de la experiencia histórica de la lucha de clases revolucionaria del proletariado a través del Balance del Ciclo de Octubre, lo que nos dotará de las herramientas ideológicas para conseguir esa hegemonía del marxismo (posición que nuestra ideología ya tuvo un día, pero que perdió) y constituir, o más bien reconstituir, el principal organismo de la revolución, el Partido Comunista.  

Teoría y Partido, he ahí los dos pilares alrededor de los cuales ha de empezar a laborar la vanguardia para salir del atolladero del sindicalismo y el resistencialismo que reproducen una y otra vez, desde multitud de planos fragmentarios, la única causa de nuestros males: las relaciones sociales capitalistas.

 

 

 

Movimiento Anti-Imperialista
Junio 2011

Notas

[1] LENIN, V.I.: Obras Escogidas. Ed. Progreso. Moscú, 1976. Tomo III, pág. 32

[2] LENIN, V.I.: OE., t. III, p. 33

[3] Ibídem

[4] LENIN, V.I.: OE., t. III, p. 85

[5] MAO TSE-TUNG: Obras Escogidas. Ed. Fundamentos. Caracas, Madrid, 1974. Tomo II, pág. 358

[6] Ibídem

[7] LENIN, V.I.: OE., t. III, p. 10

[8] Ibídem

[9] Aunque el Sistema de Contabilidad Nacional sufre frecuentes cambios en su metodología, lo que impide hacer una estadística fiable de larga duración, desde luego no hay artimaña técnica que impida ver la contundente realidad, no sólo de la actual situación social y económica, sino de la comparación con otras coyunturas pasadas. Todo ello no sólo ayuda a destapar la superchería economicista-sindicalista del revisionismo, sino también los ardides académicos y tecnocráticos que la burguesía levanta como un foso para obstaculizar el conocimiento de la realidad por parte de las masas.

[10] No es casual que estos rasgos reaccionarios se manifestaran visiblemente ante la presencia de las nuevas y superiores formas de organización del proletariado, como el Partido Comunista: “Cuando empezó a desarrollarse la forma superior de unión de clase de los proletarios, el partido revolucionario del proletariado (que no merecerá este nombre mientras no sepa ligar a los líderes con la clase y las masas en un todo único, indisoluble), los sindicatos empezaron a manifestar fatalmente ciertos rasgos reaccionarios, cierta estrechez corporativa, cierta tendencia al apoliticismo, cierto espíritu rutinario, etc.” LENIN, V.I.: La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín, 1972, pág. 41. Rasgos reaccionarios, si se nos permite, que no han hecho otra cosa que profundizarse durante todo el tiempo transcurrido desde que el gran líder bolchevique escribiera estas palabras.