Una crisis… de indolencia revolucionaria

 
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Hace ya más de año y medio que parecía que ante el mundo se abría un radical punto de inflexión. El crack financiero mundial del otoño de 2008 se propagó rápidamente a la economía productiva creando una crisis económica de proporciones inauditas en décadas. A su vez, la victoria del candidato demócrata Barack Obama en las elecciones presidenciales estadounidenses de ese año marcaba para muchos un “hito histórico”, el triunfo de la esperanza de un sistema económico y un orden mundial menos injusto. El escenario parecía propicio, en sus diversos planos, para las expectativas de toda una amplia gama de utopistas. Toda suerte de cínicos social-liberales y bienintencionados humanistas unían sus voces a coro asegurando que el triunfo de la voluntad de un “nuevo” liderazgo podía suponer la transformación en algún grado de las frías leyes sociales y económicas objetivas que rigen nuestro mundo. Asimismo, también se debía abrir un esperanzador horizonte para aquellos que basan sus concepciones en el plano meramente económico de la realidad y su accionar político en los efectos que esta variable pueda tener sobre la movilización y actividad de las grandes masas. Para unos y otros, con el cambio de color en la cabeza del orden unipolar imperialista y la crisis económica, con sus efectos sobre grandes sectores del proletariado y de la población en general, la coyuntura histórica ponía en bandeja la posibilidad de una fructífera actividad. Sin embargo, pareciera que para los adalides de la izquierda y del comunismo posibles nada hubiera ocurrido.

La burguesía y la crisis en el Estado español y la UE

Pero por supuesto los hechos se han sucedido y los lineamientos políticos están ampliamente planteados. En el Estado español, con la cifra de parados superando ampliamente los cuatro millones, y subiendo, las fracciones del gran capital ya han diseñado su política y la reestructuración “necesaria” para superar esta crisis de su modelo de acumulación. La clave pasa por el acuerdo estratégico de todas las fracciones del gran capital acerca de las medidas a tomar, más allá del griterío electorero sobre cuestiones puntuales, y por el pacto de clase como método, a través del Estado, entendido como la cristalización de un determinado equilibrio de clases. Así, a pesar de todas las pequeñas disputas entre los partidos de gobierno sobre cuestiones secundarias en este momento, como por ejemplo las relaciones exteriores (Cuba…) o la podredumbre que se acumula en las trastiendas de sus respectivos aparatos políticos (diversos casos de corrupción que han sido aireados a la opinión pública), venalidad crónica e intrínseca a la época de dominio del capital financiero, tanto el PP como el PSOE están de acuerdo en las líneas maestras de cómo se debe afrontar la crisis.

Éstas se asientan sobre varios pilares fundamentales. En primer lugar, la paz social como principio indiscutible, a través del pacto de clase, con la mediación del aparato del Estado, entre la burguesía, representada como agente económico, como asociación de patronos, y la clase obrera, pero solamente representada como clase en sí, como un componente más del capital social global, como la variable asignada en éste a la reproducción del trabajo vivo en las condiciones dadas. El capital, a pesar de la trasnochada política sindicalista del revisionismo, hace tiempo que ha reconocido a ese amplio sector de la clase obrera que por su privilegiada posición en el sistema imperialista no admite políticamente otros límites que los del capitalismo como el interlocutor necesario e imprescindible para la buena marcha del sistema. Es este sector privilegiado del mundo asalariado, la aristocracia obrera, a través de sus representantes y de sus órganos de encuadramiento, el sindicato fundamentalmente, el principal baluarte social del capital, que acude a ellos a la hora de diseñar su política económica. Así, la aristocracia obrera como parte y cogestor del sistema capitalista y su Estado, que toma en esta época y con, entre otros, estos mecanismos institucionalizados de negociación y pacto de clase la forma perfeccionada de capitalismo monopolista de Estado. A ella, y a la seguidista mayoría del movimiento comunista, se debe que a la crisis económica en el Estado español no se le vean trazas de desembocar en una crisis social, pues la posición de clase de la aristocracia obrera y su situación privilegiada en el Estado como interlocutor preferente y puntal social bien vale la desgraciada suerte individual de algunos de sus componentes, aunque en esta situación se cuente por muchos miles. De este modo, a pesar de la astronómica cifra que alcanza el ejército industrial de reserva y la multiplicación de los EREs durante el último año y medio, ni se espera una huelga general ni ha habido un repunte significativo de la conflictividad social.

En segundo lugar, y al hilo de lo anterior, ya se ha acordado una moderación salarial. La CEOE y los sindicatos mayoritarios han llegado a un acuerdo para tres años que fija el máximo de aumento salarial para este periodo. Para 2010 fija un tope de subida de “hasta” un 1%, cifra inferior a la subida de la inflación prevista para este año, previsión realizada sin tener en cuenta el aumento del IVA (otra medida que afectará fundamentalmente a los sectores populares) a partir de julio, que muy probablemente impulsará aún más este alza inflacionaria. Este acuerdo, groseramente, se ha presentado como la condición de los sindicatos para negociar la reforma laboral, encaminada por la senda del despido libre y el contrato basura, y que tiene como piedra de toque la reforma de la negociación colectiva, que irá en la línea de reforzar el poder de las cúpulas sindicales, representantes genuinas de la aristocracia obrera como clase y cogestora del sistema, mientras que la negociación concreta de las condiciones de trabajo se lidiará cada vez más entre el patrón y el obrero individual, en una profundización de la convergencia de las reglas de la representatividad burguesa del Estado con las que rigen el mundo de las relaciones laborales.

Por último, todas las facciones del gran capital y sus respectivos aparatos están de acuerdo en la necesidad de restringir el gasto público, certificando la bancarrota del modelo europeo de bienestar, cuya crisis comenzó en la década de los 70. Así, se reducirá, además del salario directo, el salario diferido, aquél que el obrero recibe a través del mecanismo social del Estado, y que supone una importante fracción del valor social total destinado a la reproducción de la fuerza de trabajo.

Así, es importante insistir en ello, todas las fracciones del capital están de acuerdo en las medidas estratégicas que consideran necesarias para salir de la crisis, cuyos costes se van a descontar ineluctablemente de la riqueza social destinada al trabajo (disminución de salarios, tanto directos como diferidos, abaratamiento del despido y de la seguridad de los contratos, aumento de los impuestos indirectos). Las diferencias entre PP y PSOE no son programáticas sino de oportunidad política, con la intención de evitar los costes electorales que estas medidas traerán consigo. Así, el PP exige la aplicación inmediata de este programa mientras que el Gobierno busca diferirlo para ahorrar desgaste político y el pacto para compartir este deterioro. Ésas y no otras son las razones de la riña parlamentaria en materia económica.

Como señalábamos, este programa supone la bancarrota definitiva del cacareado Estado benefactor europeo; no en vano, supone que las recetas que el FMI había impuesto siempre en el llamado Tercer Mundo, en los países oprimidos, se van a aplicar en Europa, en un polo imperialista. Paradigmático de ello resulta el caso de Grecia.

Tras arduas negociaciones, en las que han vuelto a aflorar las contradicciones que el proyecto imperialista europeo lleva en su seno, por fin se ha aprobado un plan de rescate europeo a Grecia. A pesar de rebajar sus exigencias iniciales, Alemania ha impuesto su posición para que a la debacle económica griega se le apliquen rigurosas medidas, como las que suele impulsar el FMI en los países oprimidos, a pesar de la presión de otros miembros de la UE para aplicar un tipo de interés especial para el rescate de Grecia. Ciertamente se le ha aplicado un tipo especial, pero sólo es una verdad a medias, ya que es del 5%, más de un punto por encima del que suele aplicar el FMI en las actuales condiciones, aunque inferior al tipo que alcanzaba la deuda griega en los mercados financieros. Por supuesto, esto ya se había traducido en las draconianas medidas económicas que Atenas se ve obligada a imponer para mantener la confianza de los mercados, es decir para satisfacer los apetitos especuladores del capital financiero. De nuevo, serán los pueblos los que costeen la cohesión y la renqueante continuidad del proyecto europeo, pero en este caso será la población de uno de los países que pretenden integrar el proyecto imperialista el que cargue con las medidas tercermundistas. A ello se suman las insinuaciones de los dirigentes alemanes de que una posibilidad para reducir el déficit y la deuda helena podría ser ¡la venta de algunas de las numerosas islas griegas en el Mediterráneo!

De nuevo, vemos un claro síntoma de la grave crisis que sufre el proyecto de unos Estados Unidos de Europa, en coma práctico desde la debacle de las consultas sobre la Constitución europea hace cinco años. La figura de Lenin, con su certera visión sobre lo reaccionario o la imposibilidad de tal proyecto, vuelve a erguirse con fuerza sobre el continente. Y es que cada vez resulta más claro, incluso para los no avisados y los ingenuos, que la UE, lejos de un polo cohesionado y equilibrado, capaz de salir a la palestra de la pugna y la expansión imperialista a la altura de los EE.UU., es un proyecto franco-alemán, y fundamentalmente alemán, que se va pareciendo cada vez más a esa idea de la Mitteleuropa, que los dirigentes del imperialismo alemán trazaron como objetivo de guerra y rapiña durante la carnicería imperialista de 1914-18: la hegemonía política y el dominio económico alemán sobre el continente. De nuevo, los Balcanes son la zona de preferencia, junto a la Europa oriental, para la penetración y expansión del capital alemán. Los dirigentes de la liberal Alemania ya han conseguido lo que no pudo la Wehrmacht hitleriana, la disolución y el troceo de Yugoslavia, un Estado eslavo de entidad capaz de suponer cierto contrapeso al poderío germánico en esa zona, y parece que los apetitos financieros siguen apuntando al sur. La insolente sugerencia sobre la venta de territorio griego es una indicación clara de por dónde van los proyectos alemanes: hegemonía en Europa, control sobre el este y el sureste del continente y salida estratégica al Mediterráneo.

La crisis, y con ella el afloramiento de las contradicciones en el naciente polo imperialista europeo, que van en la dirección de constituir una diferencia aún más marcada entre un centro y una periferia en su propio seno, no hacen sino mostrarnos que, del mismo modo que el principio materialista de que la guerra es la política por otros medios, la política, bajo las leyes imperialistas, no es sino la guerra, a todos los niveles, de los poderosos contra el débil para asegurar su sojuzgamiento y perpetua dependencia.

Año y medio de efecto Obama

Del mismo modo, más de un año de presidencia del mesías negro en Washington constituye la enésima prueba de lo vacío de los discursos grandilocuentes y las bellas palabras, y de su esterilidad para conseguir transformar este planeta en un lugar más justo. Todo lo contrario, muestra la capacidad del imperialismo para crear y dirigir esperanzas que alejen a las masas del camino de la verdadera comprensión del mundo para su transformación y le permiten ensanchar su margen de maniobra. Efectivamente, ése ha sido el único sentido del efecto Obama: una operación de imagen y un ligero cambio de formas destinados a apuntalar el dominio del imperialismo yanqui sobre el globo. Precisamente, los años de la Administración Bush han tenido el efecto de empantanar costosamente a la maquinaría militar yanqui a la par que socavaban las instituciones y construcciones ideológicas que legitimaban ese dominio. El ladeamiento de organismos como la ONU y de importantes socios occidentales para la búsqueda de intereses particulares sólo han conseguido debilitar la posición e imagen de EE.UU. en el mundo. La llegada de Obama a la Casa Blanca no es más que la constatación de este hecho y la necesaria reorientación política tendente a corregirlo. Conceptos como “multilateralidad” o “consenso” han vuelto al discurso imperial yanqui, a la par que las peticiones de ayuda militar a los aliados europeos han sustituido a las frases sobre la “nueva” y “vieja” Europa, esto es, la expresión de la cooperación imperialista para salir de los atolladeros donde los norteamericanos se habían metido, así como la bancarrota de las esperanzas revisionistas de una agudización de las contradicciones interimperialistas y el apoyo a un polo europeo que supuestamente contrapesase el militarismo yanqui. La colusión de las potencias ha vuelto a demostrarse como la otra cara de la contradicción principal que hoy rige el mundo, la que enfrenta al imperialismo con los pueblos oprimidos. Y aquí el balance no puede ser más desalentador para todos esos utopistas y pretendidos humanistas a los que hacíamos referencia al principio. La petición de ayuda a los rapaces europeos ha ido seguida de una escalada militar en Afganistán, a la par que, siguiendo los dictados de los halcones del Pentágono, Afganistán y Pakistán han empezado a tratarse como un solo escenario (estrategia Af-Pak), mientras el baño de sangre se extiende por toda la región. A su vez, sumariamente, el chantaje sobre Irán, Corea del Norte y el bloqueo de Cuba se mantienen, el expansionismo sionista sigue impune, el cinturón de bases militares por todo el hemisferio occidental (Colombia, Perú…) sigue edificándose y, por supuesto, la cárcel de Guantánamo, símbolo del oprobio de la anterior administración, sigue abierta. Sin embargo, y aunque la colusión y el entendimiento entre imperialistas sigue siendo la tendencia principal, aprovechando los tropiezos yanquis, otros imperialistas mueven sus fichas. Al golpe sobre la mesa de Rusia que significó la guerra con Georgia del verano de 2008, parece que sigue un cambio de marea por toda la zona ex-soviética, patio trasero natural de Moscú, y las revoluciones de colores se marchitan rápidamente: al aislamiento de Georgia y el cambio de tendencia en Ucrania ha seguido recientemente la caída del Gobierno en Kirguizistán, que era fruto de la llamada revolución de los tulipanes en 2005, y cuyo derrocamiento pone en duda la continuidad de las instalaciones militares yanquis en ese país centroasiático, muy importantes para el soporte logístico de las tropas invasoras en Afganistán. Esta reedición del Gran Juego imperial en Asia central no ha impedido la firma del nuevo Tratado START, que supone una ridícula reducción del arsenal atómico de las dos grandes potencias nucleares; pero el tanto para el Nobel de la Paz queda oscurecido ante su insistencia en mantener el proyecto de Escudo Anti-Misiles, iniciativa de Bush, en Europa oriental, clara violación del equilibrio estratégico y foco de tensión entre ambas potencias. De este modo, como no podía ser de otra manera, el cambio de faz del imperialismo no ha modificado en lo más mínimo sus tendencias y apetitos hegemonistas y expansionistas, algo que, obviamente, sólo la revolución puede hacer.

Un apunte en esta dirección. Es habitual entre las organizaciones revisionistas al respecto de la presencia de mercenarios españoles en Afganistán limitarse a pedir la salida de estas tropas del país asiático. Debe ser, al igual que cuando se niegan a realizar propaganda por la dictadura del proletariado, para no “asustar” a las masas o por hacer gala de responsabilidad política y de respeto por un Estado que se quiere reformar (III República) pero no destruir; porque esa consigna de “retirada” a secas, cuando el interlocutor es necesariamente el gobierno y el Estado, sólo consigue educar a las masas en el democratismo pequeño-burgués (intento de realización de ideales democráticos mediante la petición a las instituciones establecidas), el chovinismo nacionalista (miramientos hacia unas tropas que se suponen nuestras) y en la incapacidad para moverse en unos parámetros que no sean los dados. Pero una de las diferencias entre el marxismo y el internacionalismo proletario, por un lado, y cualquier variedad de radicalismo pequeño-burgués es precisamente la precisión de las consignas y el carácter educativo revolucionario de la agitación para las masas. Por eso la única consigna que vale para el proletariado consciente es la del derrotismo revolucionario, porque sólo la propaganda por la derrota de los imperialistas, aunque sean nuestros, y la educación del proletariado en el “deseo” de esta derrota, mientras que no pueda organizarse efectivamente para la realización de acciones en la retaguardia que la faciliten (reconstitución del Partido Comunista y transformación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria), es la que forma consecuentemente a las masas en el internacionalismo y las prepara más eficazmente para la revolución, mediante el desprecio por las instituciones vigentes, manteniendo a la par unidos los lazos con la resistencia de los pueblos oprimidos, siendo el mejor dique que podemos ofrecer para evitar la propagación entre esos pueblos de ideologías exclusivistas y reaccionarias, como el yihadismo, que se retroalimentan con la agresión imperialista.

La bancarrota del revisionismo

Pero hace ya mucho que el revisionismo fue diagnosticado como el peor enemigo del comunismo; la diferencia es que desde hace muchas décadas ha conseguido hegemonizar el movimiento, lo que se ha agravado desde hace algunos años con la pérdida, al menos en los países imperialistas, de todo referente revolucionario, desnaturalizando y liquidando el programa de la Revolución Socialista. Ello se pone de manifiesto más que nunca en el actual contexto de profunda crisis económica. La ideología revisionista siempre ha pregonado y educado a sus militantes en el imperativo de construir el movimiento revolucionario con lo que ellos dicen que es la clase obrera. Pero “clase obrera” para ellos no es más que la reducción empirista y economicista de este concepto a las luchas sindicales de resistencia económica. Así, la base del movimiento revolucionario son lo que, pomposamente, en una retórica desgastada que ya no atiende a la realidad, llaman “frentes de masas”, las luchas de resistencia por las condiciones de vida de las masas. Pero aunque a estos farsantes se les llena su fetichista boca con las “masas”, concepto que, contra el leninismo, entienden siempre unilateral y dogmáticamente como las grandes masas, como los amplios sectores populares, lo cierto es que éstas hace mucho tiempo que dejaron de prestar atención a su sermón, por lo que sus pretenciosas “luchas en la calle” y “codo con codo con la clase” se suelen limitar a las caminatas abanderadas de sus cortejos y a la publicación de numerosos comunicados en que, de forma siempre externa, pues hace mucho tiempo que ellos no están a la cabeza de ningún conflicto, apoyan tal o cual lucha de las masas. Es por ello que, lógicamente y en perfecta coherencia con sus gastadas concepciones, han de buscar la manera de intervenir en la realidad social con el sostenimiento de lo que, en su concepción estrecha y economicista, se les presenta como la clase obrera organizada, fundamentalmente los sectores críticos de los grandes sindicatos, como los criticocos, esos que apoyaron a Toxo, prometiendo un giro a la izquierda de CC.OO. Es esa cadena que lleva de Toxo al comunismo republicanista, por más que ahora renieguen de él, la que mejor muestra el carácter de clase del comunismo dominante, esa criada fiel del sindicato y la aristocracia obrera. ¡Gran ironía que una ideología que pregona el más burdo obrerismo acabe enlazando con los pactos de moderación salarial! Ya hemos repetido en numerosas ocasiones la imposibilidad de construir un movimiento subversivo desde la plataforma de la resistencia, pues por su propia naturaleza acaba reproduciendo las condiciones que la engendran (el ejemplo paradigmático: la única conclusión posible de la lucha por la mejora de los salarios es la perpetuación del trabajo asalariado), y lógicamente las construcciones políticas que se levantan sobre tales cimientos no pueden sobrepasar los límites del reformismo, como es el caso del movimiento republicanista. Además, la reducción economicista del proletariado estrecha aún más estos cortos límites, pues condena al comunismo al servicio de una ínfima minoría de la clase, ese poco más del 15% de asalariados sindicados, y aún más, pues en las condiciones dadas de liquidación a todos los niveles, también cultural, del referente revolucionario sólo puede actuar como vocero político de las franjas de ese sector en trance de perder su posición privilegiada entre los trabajadores. Ésa es efectivamente la base social y lo que políticamente expresa el comunismo dominante.

Sin embargo, como decimos, hoy más que nunca la falsedad de estos presupuestos políticos e ideológicos se muestra patente. La crisis económica no ha ido acompañada del repunte de la lucha de resistencia y de la ebullición de las masas. La manida excusa de la “acumulación de fuerzas” en base a programas mínimos reformistas en espera de tiempos mejores se ha mostrado como lo que es: el máximo horizonte posible del revisionismo que no quiere oír hablar en ningún caso o plantear seriamente la revolución violenta y la destrucción del Estado burgués. Los buenos tiempos para la visión economicista de la revolución ya deberían estar aquí, pero no han dado los efectos imaginados, y lejos de cuestionarse los presupuestos ideológicos en los que se basa la práctica política del revisionismo, o al menos la propia práctica, continúan erre que erre con la misma actividad y con los mismos programas que cuando desde las altas esferas se nos hablaba de expansión económica. ¿Qué clase de farsa es ésta?

Desde luego, si se tratara de las masas hondas y profundas, de las grandes masas, de esas a las que tanto apelan, no nos preocuparía lo más mínimo, pues de alguna forma intuyen que su relación con la aristocracia obrera es la del antagonismo de clase, como prueba la nula atención que prestan al discurso revisionista. Pero la cuestión es que la hegemonía de ese discurso atenaza a la vanguardia, quema a los mejores elementos de la clase, a los que son la mediación necesaria para que la ideología revolucionaria se funda con las masas, esos que se acercan a la política y a la lucha de clases atraídos por los símbolos y la gloriosa historia que hoy usurpa el revisionismo, y que hoy por hoy son las masas fundamentales (efectivamente, lean a Lenin para comprender la gradación dialéctica que se establece entre las masas), los necesarios protagonistas de este momento histórico que clama por la reconstitución del comunismo.

Hemos dicho muchas veces también que la reactivación de la revolución sólo será posible, por el propio carácter de la empresa, desde un movimiento construido desde bases independientes, que no ajenas, de la realidad que pretende transformar y que esta base sólo puede ser la concepción proletaria del mundo, el marxismo. Pero no somos nosotros los que desligamos teoría de práctica y, simplemente, mantenemos que la derrota práctica de un siglo de revoluciones (el Ciclo de Octubre) no puede haber dejado inmune e impoluta la teoría que las ha guiado. Pero el problema sigue siendo el mismo, la construcción de ese movimiento desde esas bases independientes, por lo que la materia prima para la recuperación de la teoría revolucionaria sólo puede estar en el Balance, mediante la lucha de dos líneas, de toda la amplia experiencia revolucionaria del Ciclo de Octubre. Ésa es la tarea fundamental a la que debería consagrarse una vanguardia digna de tal nombre.

Precisamente ése es el peligro fundamental ahora y lo pernicioso de la hegemonía del revisionismo, su dejación y desprecio por la teoría, el desgaste de la vanguardia en actividades que parten de presupuestos erróneos y que se consagran a fines que no son los de nuestra clase, como la III República, y que, de todos modos, sólo podrían alcanzarse si son instrumentalizados por la burguesía en caso de agudizarse sus contradicciones internas o como subproducto reformista para frenar un movimiento revolucionario que fuera más allá. Y, desde luego, la inexistencia de una reacción en el seno de la vanguardia ante la bancarrota de los presupuestos ideológicos y políticos del revisionismo (la crisis como detonante de la actividad de las masas, la resistencia como plataforma de construcción revolucionaria, la eterna “acumulación de fuerzas”…) y ante su dogmatismo y carencia de autocrítica, sean cuales sean las “condiciones específicas” (otro de sus lugares comunes), no son sino una muestra de la efectividad de su labor de liquidación del comunismo revolucionario y una razón más para perseverar por la senda de su reconstitución.

Movimiento Anti-Imperialista
Mayo 2010