El Martinete - Número 21

Septiembre de 2008

¡Boicot!
 

ANTE LAS ELECCIONES GENERALES DEL 9 DE MARZO

¡Boicot!

El aparato de legitimación ideológica y política del Estado ha puesto en marcha, una vez más, toda la tramoya necesaria para escenificar una nueva farsa electoral, que culminará en la jornada del 9 de Marzo. Los participantes en la misma podrán elegir, entre la poco variada oferta, a aquéllos que gestionarán los intereses de la clase dominante, la explotación de la clase obrera y la opresión de los pueblos durante los próximos cuatro años. Éste es el único papel que otorga el sistema representativo burgués al pueblo en el proscenio de la política. Por lo tanto, en el mejor de los casos, las elecciones sólo sirven como termómetro del estado de ánimo de las masas y como indicio que ayude a calibrar la situación política, de modo que permita definir mejor las tareas para el desarrollo del movimiento revolucionario del proletariado.

Parlamento y Reconstitución

Para el proletariado, el parlamento no es ni puede ser la vía adecuada para superar las lacras del capitalismo, ni para transformar y poner fin a la sociedad de clases, objetivos últimos de la lucha de la clase obrera; tampoco sirve el parlamento para propiciar, desde el reformismo, las condiciones políticas y culturales de la elevación de la conciencia de las masas que las acerque a la comprensión de la necesidad inmediata de la revolución socialista, ni tampoco como instrumento para alimentar las contradicciones en el seno de la clase dominante como método que permitiese precipitar la crisis de su sistema político. Ninguno de los argumentos esgrimidos por las organizaciones comunistas, obreras o de izquierda pretendidamente revolucionarias para justificar su participación oportunista en el juego electoral es legítima desde el punto de vista de los intereses estratégicos de la revolución proletaria; y esto es importante decirlo en atención a los nuevos conversos de la legalidad burguesa que, de repente, procedentes incluso de los extremos del maoísmo y de la guerra popular, han redescubierto las virtudes del sufragio universal: de las gélidas cumbres himalayas y andinas descienden vientos de aceptación fría y resignada del parlamentarismo, vientos que aquí propagan los acólitos de Prachanda y la LOD peruana; aquéllos que, hasta hace poco, denunciaban rabiosamente cualquier participación en el “circo electorero” hoy se muestran flexibles e indulgentes, defendiendo tal posibilidad en general y en abstracto, sin explicar bajo qué condiciones pueden servir las elecciones y el parlamento burgueses al proletariado. Al parecer, basta que sea “según nuestros criterios y a nuestra propia manera”, como si en algún momento pudiéramos los comunistas imponer las reglas juego electoral burgués, y “cuando podamos vencer”… ¡como si esto fuera posible! El paso del dogmatismo de izquierda al oportunismo de derecha pone en evidencia el viraje hacia el cretinismo parlamentario de los nuevos conversos, su disposición a integrarse en el sistema mientras esperan tiempos mejores y su renuncia a luchar por la reconstitución del comunismo.

El parlamento sólo es y será útil para el proletariado como instrumento de propaganda en la fase de acumulación de fuerzas de su vanguardia, es decir, en la etapa de reconstitución del Partido Comunista, cuando es preciso reunir y organizar el movimiento político de la vanguardia revolucionaria del proletariado. No es ni será útil, sino contraproducente y contrarrevolucionario, como método de acumulación de fuerzas de masas. Cuando el Partido Comunista haya sido reconstituido sólo existirá un método y un camino para el desarrollo y extensión de la revolución: la línea militar proletaria y la guerra popular, construyendo el nuevo poder y destruyendo el viejo, con su parlamento, sus partidos, sus sindicatos y demás engranajes de sometimiento y encuadramiento de las masas trabajadoras en el Estado capitalista. Éste es, por tanto, el único criterio válido de aplicación del principio táctico marxista-leninista de utilización de las elecciones y el parlamento burgueses, criterio refrendado por todo el desarrollo histórico de la lucha de clases del proletariado. Esta experiencia permite, hoy en día, definir más concretamente las condiciones de participación del proletariado revolucionario en la legalidad burguesa, y exige que se denuncie a los oportunistas que hablan de esta cuestión en términos abstractos y en general, dejando abierta la puerta a la desviación electoralista del comunismo.

Así pues, involucrarse en el guirigay electoral sólo es posible en las condiciones de caos, descomposición y atomización políticas, en las condiciones prepartidarias, del movimiento comunista; sólo es concebible como un recurso de la línea de masas comunista dirigida a la vanguardia proletaria, y no en un primer momento, ni en cualquier etapa de la reconstitución: únicamente cuando la línea general y la línea política comunistas hayan sido definidas en sus bases fundamentales y en su torno haya cristalizado un mínimo de organización. Una vez cumplidos estos requisitos se tomará en consideración la utilidad de la legalidad burguesa, y sólo en función del objetivo de la reconstitución y si la coyuntura política favorece la consecución del mismo. Alcanzado éste, la participación electoral del Partido Comunista es rechazable en cualquier caso. Cuando la clase obrera, a través de la reconstitución culminada de su partido, haya alcanzado la capacidad ideológica, política y organizativa para actuar como clase independiente se impondrá como siguiente objetivo inmediato la lucha por el poder, y esta lucha sólo puede concluir exitosamente desde la guerra civil, desde el inicio de la guerra popular por parte del Partido Comunista.

En consecuencia, como el momento por el que atraviesa actualmente el comunismo es de definición de sus premisas ideológicas, de establecimiento, precisamente, de sus principios, línea general, línea política y bases organizativas, no puede ni debe participar en la confrontación electoral. La actual etapa es de recomposición interna: el comunismo revolucionario es demasiado débil para presentar batalla abierta a la burguesía. Tras la clausura del primer gran ciclo histórico de la Revolución Proletaria Mundial, el Ciclo de Octubre (1917-1989), del que el proletariado salió derrotado, se impone toda una etapa de reconstitución a todos los niveles del movimiento comunista, se precisa un periodo de asimilación de esa experiencia histórica como único método que posibilite la recuperación de la posición de vanguardia social que un día disfrutó el comunismo. Sólo así estará en condiciones de abrir un nuevo ciclo revolucionario y afrontar con mayores garantías de éxito su próximo asalto al poder. Mientras dure esta etapa de reconstitución ideológica, la confrontación política con la burguesía en el terreno electoral no tendrá ningún sentido. Lo principal será desarrollar lucha de dos líneas en el seno de la vanguardia para resolver las cuestiones ideológicas de fondo que tienen sumido al proletariado revolucionario en su actual crisis. La reconstitución ideológica es condición para la reconstitución política del comunismo bajo la forma de Partido Comunista. Sería únicamente en esta etapa de reconstitución política, antes de su culminación y como método para apoyarla, cuando podría barajarse la posibilidad de la utilización comunista de las elecciones y el parlamentarismo burgueses. Una vez ganada la vanguardia para la reconstitución ideológica del comunismo, el frente electoral puede ser uno más de los frentes legales que abra el movimiento comunista para conquistar políticamente a los sectores de avanzada del movimiento obrero y popular con el fin de llevar a cabo la reconstitución del Partido Comunista.

Reforma o Revolución

Desde el punto de vista de los intereses de la vanguardia revolucionaria, por tanto, la presente batalla electoral carece de sentido porque no tiene ninguna relación con ni puede contribuir al cumplimiento de sus tareas más urgentes, relacionadas con la reconstitución ideológica y política del comunismo. Pero, ¿qué ocurre desde el punto de vista de los intereses de las masas de la clase obrera?

El hecho objetivo de que pueda hablarse de los intereses de la vanguardia obrera como algo distinto de los intereses de la masa obrera ya de por sí dice mucho sobre la situación por la que atraviesa el movimiento obrero y, en particular, pone de relieve su principal característica actual: la escisión existente entre ambos como consecuencia de la derrota del Ciclo de Octubre. Quienes no entienden esto –que es la mayoría del movimiento– y pretenden salvar esa distancia tratando de acercar sus programas políticos a las masas, sólo pueden hacerlo articulando su discurso como programa electoral, como una oferta más del escaparate de siglas que es la política burguesa. La aceptación de la mercantilización del propio programa político expresa la impaciencia oportunista y la incapacidad para comprender, por parte de la mayoría de nuestro movimiento, la necesidad del tránsito por una fase política de interinidad cuya meta es la superación de esa escisión con el movimiento obrero práctico y la recuperación de la fusión de la ideología comunista, una vez reconstituida, con la clase obrera. Intentar salvar esta distancia directamente, a través de la confrontación electoral abierta, lo único que trae consigo es narcotizar a las masas con la falsa esperanza de que es posible cambiar y mejorar las cosas desde la legalidad burguesa y con la reforma del Estado desde dentro, además de la rebaja del mensaje y el programa comunistas hasta cotas intolerables con la excusa de hacerlo accesible a las masas. La derrota del proletariado y el fracaso en la construcción socialista están todavía demasiado frescos en la memoria colectiva como para que las masas quieran, sin más, otorgar su confianza y dar su apoyo a quienes somos depositarios y nos consideramos herederos de esa experiencia histórica, y más aún si quienes se acercan a ellas con panaceas políticas se empeñan en ofrecerles modelos del pasado o del presente que ellas mismas entienden que están superados (URSS, China, Cuba, chavismo…), más aún si nos empeñamos en eludir la responsabilidad de realizar el Balance de esa experiencia para despejar los interrogantes que sobre la misma colocan esas masas. Pero, en lugar de afrontar la realidad de la situación, el sector oportunista y revisionista de nuestro movimiento se empeña en sustituir el papel del Partido Comunista con soluciones de corte electoral. Para ello, ha tocado y tocará todos los palos que le permita la legalidad burguesa, desde la presentación de candidaturas particulares, hasta los frentes de izquierda, pasando por las plataformas republicanas, como forma de encontrar un lugar bajo el sol y salir de la crisis en la que se haya inmerso desde la llamada transición política. Con este proceder, sin embargo, lo único que consiguen estos pretendidos representantes de los obreros es conducir al proletariado a la cola de otras clases y convertirlo en clase-apoyo de intereses sociales distintos de los suyos. Con este proceder, el sector oportunista y reformista de nuestro movimiento se ha convertido en el principal obstáculo de la reconstitución del comunismo y, en consecuencia, en el primer enemigo a batir del comunismo revolucionario.

Combatir el revisionismo, el oportunismo y el reformismo es, pues, tarea ineludible. Los comunistas revolucionarios no podemos engañar a las masas con la ilusión de que su situación puede cambiar de una manera sustancial sin una profunda y radical subversión de la sociedad capitalista; no podemos hacerles creer que las cosas pueden cambiar mañana, que con su voto pueden mejorar. Sin embargo, éste es el mensaje subliminal que envían los cretinos reformistas del movimiento comunista. Cuando podamos ofrecer a las masas un mensaje con el que podamos ser consecuentes de manera práctica, cuando podamos llevarles consignas de acción inmediata, todos y todas tendrán el mismo contenido y portarán el mismo significado: ¡A las armas! Otra cosa es embuste y mentira contrarrevolucionaria.

El reformismo es reaccionario

Pero, mientras tanto, los comunistas nos veremos obligados, en todo momento, a dirigir nuestra propaganda contra las ilusiones reformistas y constitucionalistas con las que, tanto los revisionistas como la burguesía, tratan de embaucar al pueblo. Y si, por ahora, no podemos ofrecerle un programa revolucionario de aplicación inmediata, sí, al menos, podemos desenmascarar la falacia del reformismo y ayudarle a comprender la futilidad de esta vía política. Un breve balance de la acción de gobierno de la última legislatura nos ayudará en este cometido, por cuanto puede calificarse de reformista en su pleno sentido y por cuanto expresa un modelo práctico –independientemente de su posible mejora, atendiendo al punto de vista de los sectores reformistas más radicales– de cómo perseguir el progreso social desde la reforma del Estado. No en vano, algunos de estos radicales han bautizado los dos primeros años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero como bienio progresista.

Con Zapatero en el gobierno, el PSOE ha experimentado un giro hacia la socialdemocracia en su política, que contrasta con el social-liberalismo de la época de Felipe González y que corre paralelo y simultáneo a la deriva hacia el nacional-catolicismo del PP. Esta polarización ideológica, adobada por la crispación permanente, ha abierto un foso político entre los dos principales partidos del sistema más aparente que real, pero que ha conseguido que un amplio sector de las masas crea percibir que hay diferencias reales entre los partidos del capital –lo que constituye una auténtica novedad en los últimos 20 años del turno de partidos– y que es posible la existencia de una verdadera izquierda. Esta reconfiguración electoral de las expectativas políticas, que se ha venido gestando en los últimos años y que es lo más reseñable ante el 9-M desde el punto de vista del resultado de las urnas, es también el caldo de cultivo que ha favorecido el fermento de otras corrientes a la izquierda, que han aprovechado el tirón de la confrontación entre el rescatado espíritu socialdemócrata de los Zapatero’s boys y el filofascismo de la derecha española para levantar cabeza y ofrecer una imagen de pluralismo de izquierda que redunda y acentúa ese reflejo de una izquierda real en la política española. De ese fermento destacan el movimiento republicano, nutrido mayoritariamente por destacamentos comunistas revisionistas, y el independentismo periférico, que han resucitado al calor de la polarización política, cuando estaban a punto de ser enterrados por la historia, y que se configuran y se configurarán como reserva política de la socialdemocracia de cara a las futuras eventualidades y momentos de crisis que provocará la confrontación con el fascismo –que es como empieza a identificarse en estos ambientes a la derecha–. El espejismo de una izquierda de verdad provoca entre las masas otro falso reflejo: la creencia en la posibilidad real de un gobierno de izquierdas, reformista y de progreso. Sin embargo, la propia política reformista aplicada durante la última legislatura desde el gobierno es la mejor prueba de la incapacidad de esta vía para sobrepasar el límite que le impone la época que vivimos, época en la que el progreso social sólo puede ser obra de la nueva clase revolucionaria, el proletariado. El gobierno Zapatero ha demostrado fehacientemente que el reformismo ya no aporta soluciones de progreso, que más bien es reaccionario porque apuntala lo viejo y obstaculiza la aparición y la incorporación de lo nuevo. El reformismo socialdemócrata ha puesto de manifiesto el escaso margen de maniobra de que dispone el sistema y la evidencia de que sólo hay una posible salida para que la sociedad siga avanzando: la revolución proletaria.

En primer lugar, el socialpacifismo de que ha hecho gala Zapatero. El mensaje pacifista del líder del PSOE ha tenido dos vertientes: una, hacia el exterior, anunciada a bombo y platillo con la invasión de Irak; la otra, de consumo interno, el objetivo de hallar una solución pacífica al conflicto vasco. Pero, en el primer caso, mientras se retiraban las tropas españolas de Irak, permanecían en Bosnia o se dirigían a Afganistán o al Líbano, y no hubo que esperar mucho para comprobar el alcance de los propósitos pacificadores de Zapatero, pues al poco tiempo el gobierno suscribía la resolución de la ONU que sancionaba la política imperialista de hechos consumados y legitimaba la invasión de Irak. Así pues, el discurso socialpacifista del PSOE no es sino el disfraz de sus verdaderas intenciones socialimperialistas. Además, con ese falso discurso no sólo ha tratado de enmascarar el proyecto imperialista del Estado español, sino que también ha permitido desenmascarar a su aliado, el independentismo pequeño burgués de las naciones periféricas (en particular, ERC y BNG), que ha declarado en bancarrota su proyecto político, basado en la reivindicación del derecho a la autodeterminación de las naciones, cuando ha apoyado en el parlamento el envío de tropas españolas al Líbano, es decir, cuando se ha hecho cómplice de la intervención imperialista del Estado español en Próximo Oriente. La santa alianza de esta izquierda de socialdemócratas e independentistas formales con el imperialismo revierte, de puertas para adentro, bajo la forma de socialchovinismo españolista, que es el principio que ha inspirado realmente al gobierno en sus negociaciones con ETA, a la que ha ofrecido la integración del MLNV en el marco institucional establecido y de la nación vasca en la nación española, sin ninguna otra opción y sin concesiones políticas de ningún tipo. Siguiendo la norma imperial, el derecho de autodeterminación de las naciones, recogido por innumerables tratados internacionales, todos ellos suscritos por el Estado español, sólo se le aplica al otro, y únicamente en el caso de que sea útil para desgajar y desgarrar Estados para beneficio de las potencias. En resumidas cuentas, los principios democráticos en manos de la socialdemocracia se convierten en burda manipulación; el reformismo pacifista no ofrece progreso, sino que conculca los derechos de los pueblos y defiende el estado de cosas impuesto en el escenario internacional por las potencias imperialistas. Es reaccionario.

En segundo lugar está la legislación social. La denominada ley de igualdad, que impone un régimen de cuotas para favorecer la incorporación de la mujer a la vida política, se fundamenta en el principio de discriminación positiva, que se basa en el fomento de la desigualdad jurídica como método para compensar la desigualdad social. En la práctica, supone la limitación del disfrute del derecho para los individuos y la incorporación doctrinal de una concepción restrictiva del derecho como bien jurídico escaso, que va desplazando al punto de vista tradicional, sobre el que se funda el Estado demoliberal burgués, del derecho como bien universal y como bien legal de uso ilimitado. Esta revisión, vía administrativa, de los principios fundamentales sobre los que se sostiene el Estado de Derecho es consecuencia de la incapacidad manifiesta de la forma política más avanzada y desarrollada de dominación de clase de la burguesía para integrar con equidad, garantías y de manera equilibrada a los sectores sociales, cada vez más amplios, que se van incorporando de manera creciente a la vida pública, y pone de manifiesto los límites del Estado burgués para incorporar a las masas a la democracia. Por otra parte, en el origen del principio de discriminación positiva está el interés de grupo: frente a la igualdad ante la ley del ciudadano se sitúa la diferencia corporativa, la desigualdad ante la ley, como fuente de derecho, de modo que se desplaza al individuo como único sujeto de derecho –otro principio elemental de la teoría del Estado liberal burgués– del centro de interés, para poner en su lugar al colectivo socialmente diferenciado. Se alimenta, así, una tendencia inequívoca hacia la organización corporativista del Estado, es decir, hacia las formas más reaccionarias y retrógradas que ha hallado el capital para articular sus sistema de dominación (el fascismo es una forma radical de organización corporativa del Estado capitalista). En resumen, la socialdemocracia no sólo ha dejado de considerar el hecho de que la sociedad está dividida en clases, no sólo ha renunciado a la concepción de las sociedad y del Estado más avanzada, sino que se ha retrotraído incluso más atrás del individualismo liberal para retroceder, a través de su práctica política reformista, hasta modelos corporativistas reaccionarios incluso desde el punto de vista de la democracia burguesa.

Con la ley contra la violencia de género ocurre algo similar: contribuye en la misma medida que la normativa sobre igualdad de género a la voladura del principio democrático, recogido en la Constitución de 1978, de no discriminación por razón de sexo. Además, la introducción penal del criterio de género como agravante de delito implica el retorno a conceptos propios de la criminología positivista del siglo XIX, esa teoría racista que hizo escuela identificando al delincuente nato por ciertos rasgos étnico-físiológicos, esa teoría que conminaba a juzgar y a castigar por lo que eras, no por lo que habías hecho.

Evidentemente, la aplicación exclusiva de medidas de carácter punitivo sobre la base de la reforma de la normativa penal para paliar el fenómeno de la violencia doméstica, aparte de que no sirven para nada –como ha demostrado su aplicación durante más de un año–, va dirigida sólo a los efectos del problema, desatendiendo interesadamente sus causas. Y es que detrás de la violencia en el ámbito de las relaciones de parentesco está la crisis y descomposición de la familia patriarcal tradicional. Pero éste es un asunto que no quiere abordar ni quiere reconocer el reformismo político. La familia es una estructura básica de la sociedad organizada en clases, en general, y, de manera particular, de la sociedad capitalista, de modo que cualquier medida que se adopte debe tener como objetivo conservar esta institución clave de la sociedad clasista. De hecho, el reformismo político ha dado prioridad a este asunto durante la última legislatura. Así, a la ley sobre la violencia, se ha unido la ley sobre matrimonios homosexuales.

Uno de los síntomas de la crisis de la familia es la aparición de nuevos y variados modelos de relaciones conyugales que van surgiendo de hecho y van desplazando al modelo tradicional. Sin embargo, esta diversificación de los tipos de matrimonio lo que expresa, en realidad, es la tendencia a la disolución del matrimonio entendido como célula básica de la sociedad de clases y a su integración en el ámbito más amplio de la comunidad. Es lógico, por lo tanto, que el reformismo se esfuerce por destacar y apoyar a los nuevos modelos de relaciones que conservan en mayor medida los rasgos de la familia como célula cerrada y como ámbito de relación exclusivo, con el fin de apuntalar el carácter clasista de las relaciones sociales. No es casual, entonces, que con toda diligencia haya promulgado la legalización de los matrimonios homosexuales, ejemplo de relación familiar de nuevo tipo que conserva la estructura y la función social fundamentales del matrimonio tradicional. No es casual, tampoco, aunque sí paradójico, por no decir hipócrita, que se haya atendido con tanta prioridad a la homologación legal de un colectivo que sólo representa el 1% de las parejas de hecho. Este colectivo está formado en su inmensa mayoría por parejas heterosexuales, que se ha convertido en el verdadero ariete contra las relaciones de parentesco de orden clasista. Y es que, mientras la pareja homosexual persigue con su reconocimiento legal la incorporación de su relación privada al conjunto de las relaciones sociales, la pareja heterosexual busca lo contrario, circunscribir su relación al exclusivo ámbito de lo privado, persigue el reconocimiento de que las relaciones sexuales pertenecen al exclusivo campo de las relaciones personales, el reconocimiento del derecho a que dos individuos adultos puedan iniciar una relación sin el permiso de dios ni del Estado. Lo cual, naturalmente, es subversivo porque este tipo de relación entre las personas implica la sustracción de la responsabilidad de cumplir con las funciones que la sociedad ha asignado a la familia como ámbito de reproducción de las relaciones sociales de clase (desigualdad entre los sexos como reflejo de la desigualdad entre las clases, reproducción biológica y fisiológica de la fuerza de trabajo, transmisión de la herencia cultural y patrimonial, etc.), porque este tipo de relación alimenta la tendencia a la integración directa del individuo en la comunidad, a la desaparición de toda mediación entre el individuo y la sociedad, en definitiva, porque este tipo de relación pone de manifiesto la existencia de bases materiales sobre las que construir relaciones sociales nuevas, las relaciones de la sociedad comunista.

Con el interés por fortalecer las formaciones sociales clasistas, en particular la familia y su papel social, está relacionada la reforma estrella del gobierno Zapatero, la ley de dependencia. Se trata de una de las mayores estafas del reformismo político, porque ha conseguido cerrar sin polémica uno de los debates más importantes sobre los deberes y el alcance del Estado social, ése del que hace bandera la izquierda reformista. Y ha sido, precisamente, este reformismo quien ha exonerado al Estado y al conjunto de la sociedad de su responsabilidad para con las personas dependientes. La ley hace recaer la mayor parte de la carga en la atención de este colectivo sobre las familias, a cambio de algunas subvenciones y de la promesa de ciertas infraestructuras de atención social. La carambola es importante, porque aparte de que se promueve públicamente la iniciativa privada empresarial en un sector, el de la sanidad, que está siendo sometido a una creciente mercantilización (de hecho, hasta Cándido Méndez ha manifestado su esperanza de que el empuje del sector sanitario dado por la ley de dependencia sirva para compensar la desaceleración económica que ha provocado la crisis del sector de la construcción), se refuerza el papel de la familia como baluarte de la sociedad de clases y como colchón frente a la crisis social. Eso sí, al mismo tiempo continuarán reproduciéndose en su seno las relaciones de opresión que le son propias: a cambio del módico precio de una pequeña subvención, la atención de la persona dependiente continuará siendo garantizada por sus parientes, casi siempre una mujer.

En resumen, el carácter reaccionario del reformismo político queda puesto de manifiesto en cuanto es sometido a un análisis crítico mínimamente riguroso. Lo reseñable es la renuncia de todas las corrientes de izquierda, incluidos algunos autodenominados marxistas o comunistas, a realizar esa crítica. Lo cual no denota otra cosa que participan de la misma concepción del mundo burguesa que los reformistas oficiales. Pero los límites del reformismo no quedan en evidencia sólo porque la progresía haya establecido unos parámetros de lo que es políticamente correcto y no puede ser cuestionado, no sólo porque todas las corrientes reformistas estén de acuerdo estratégicamente en qué debe entenderse y cómo debe aplicarse un política de reformas, sino sobre todo porque ninguna de las medidas del gobierno Zapatero va a ser tocada por un hipotético gobierno popular –lo que dice mucho sobre cuáles son los verdaderos valores que salvaguarda esa obra reformista–, y porque tampoco las cuestiones de verdadero calado que han avivado la polarización política en el último curso no van a ser abordadas por un futurible gobierno socialdemócrata. El reformismo oficial prefiere la unidad con la otra fracción del capital, con el conservadurismo oficial, y no poner en el orden del día asuntos, como la reforma de la ley del aborto o la relación Iglesia-Estado, que sí pondrían en cuestión algunos pilares fundamentales sobre los que se ha erigido la actual forma de dominación del capital en la formación social española.

Las limitaciones del alcance del reformismo político se ponen de manifiesto cuando su aplicación demuestra que esta vía sólo sirve para reproducir las bases socioeconómicas sobre las que se sostiene la sociedad de clases, la explotación y la opresión. El reformismo aplicado es la demostración práctica de que sólo existe una vía para resolver los problemas que generan las contradicciones sociales: la revolución proletaria. Los trabajadores conscientes deben contribuir en la preparación de las condiciones para esta revolución, principalmente, la reconstitución ideológica y política del comunismo y boicotear la farsa electoral burguesa.

 

Movimiento Anti-Imperialista
Marzo 2008

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