El Martinete - Número 18

Septiembre de 2005

 
60 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial
 

 

Este año se ha cumplido el 60º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Sobre esta conflagración los ideólogos de la burguesía han teñido todo un velo mistificador que la presenta como una “lucha entre el fascismo y la democracia”, intentando ocultar su verdadero carácter como guerra imperialista. Es lógico que tales ideólogos desvíen las causas de la carnicería mundial hacia cuestiones tales como el “ascenso de los totalitarismos” y demás propaganda, ya que el reconocimiento de que lo que realmente la produjo fue la agudización de las contradicciones interimperialistas; contradicciones que existen y existirán, más o menos agravadas, mientras perdure el imperialismo1 ; sentaría al propio sistema capitalista en el banquillo de los acusados.

No fue, pues, por “generosos” ideales por los que murieron millones de personas, sino para asegurar, como ya en 1914-18, el reparto de los mercados mundiales y las fuentes de materias primas entre las grandes potencias imperialistas. Sin embargo, hay una importante diferencia respecto al primer conflicto imterimperialista; la existencia de un potente Movimiento Comunista Internacional organizado a escala planetaria y de un Estado socialista, la Unión Soviética, que iba a jugar un importante rol2 en el nuevo enfrentamiento.

Entre dos carnicerías imperialistas.

En 1918 Europa estaba asolada; el pulso de más de cuatro años entre los sectores financieros ingleses y alemanes por un nuevo reparto del mundo se había saldado con la derrota de los segundos y, más dramáticamente, con millones de trabajadores muertos en las trincheras en una guerra fratricida, miseria, hambre…

Los “democráticos” imperialistas franco-británicos, fieles a su secular compromiso con la paz, impusieron a Alemania unas terribles condiciones de paz por el Tratado de Versalles, le arrebataron sus colonias, se repartieron los despojos del cadáver que era el Imperio Otomano, engullendo todo el Oriente Medio en su área de dominio e influencia, rehicieron el mapa de Europa a su antojo…

No obstante, todo este fresco de muerte y rapiña tuvo su contrapunto en Rusia, con el establecimiento y consolidación (tras derrotar la cruzada imperialista acaudillada por los franco-británicos) del primer Estado socialista, en la efervescencia del movimiento revolucionario del proletariado en Europa (ahogado en sangre: Alemania, Hungría…) y en el despertar de los pueblos oprimidos, especialmente en Asia.

A la guerra y al aplastamiento de las insurrecciones obreras en Europa siguió una década de relativa prosperidad económica en los países imperialistas (los “felices años 20”), prosperidad que tuvo su colofón en la gran depresión que comenzó en 1929: se destruyeron ingentes cantidades de fuerzas productivas y millones de trabajadores fueron arrojados al paro. Todo ello tuvo el agravante para la burguesía del ejemplo de la Unión Soviética, cuya economía no sólo no se hundió, sino que por estas fechas alcanzaba ritmos y cotas de crecimiento sin parangón en la historia. Para salir del paso, una de las vías que usó el capital fue la del rearme, lo que indisolublemente unido a la agudización de las diferencias interimperialistas llevaban velozmente al mundo a un nuevo baño de sangre.

Para mediados de la década de los 30 los dos bloques imperialistas que iban a enfrentarse en la nueva contienda estaban ya esencialmente configurados. Por un lado, Francia y Gran Bretaña, vencedores de la anterior guerra y que habían añadido a sus inmensas colonias y áreas de influencia los despojos de los derrotados. Por el otro lado, además de la derrotada Alemania, se encontraban Italia y Japón, que, si bien habían combatido al lado de los aliados durante la Primera Guerra Mundial, al concluir ésta no habían visto satisfechas sus ambiciones imperialistas. Ahora sus clases dirigentes aspiraban a un nuevo reparto del mundo, que sólo podía hacerse en contra de las potencias consolidadas.

Italia, a pesar de las iniciales contradicciones con Alemania en 1934 en torno a Austria, apuntaba su natural zona de expansión en el Mediterráneo y África, lo que sólo se podía satisfacerse a expensas de Francia y, sobre todo, Inglaterra (ésta es la principal razón de la formación del Eje Berlín-Roma, no el idealismo de la convergencia ideológica fascista, tan del gusto de los historiadores burgueses).

Por su parte, Japón, desesperadamente escaso de materias primas, veía como única solución para su salvación como potencia imperialista el asegurarse el suministro de estos recursos. Ello le llevaba a ambicionar la creación de un gran imperio en el área sur del Pacífico, rico en petróleo, caucho y otros materiales indispensables para la moderna industria, lo que le hacia entrar en contradicción, no sólo con el Reino Unido y Francia, sino también con la otra gran potencia en la zona, Estados Unidos.

Centrémonos un momento en Alemania. Habitualmente, la historiografía burguesa tiende a intentar separar el nazifascismo y la guerra del capitalismo, presentándolo como la “locura de un hombre” que consiguió “hipnotizar” al pueblo alemán (aunque últimamente y al calor de la ofensiva reaccionaria iniciada a la caída del llamado “socialismo real” se oyen ya legitimaciones del fascismo como reacción defensiva ante el comunismo). Lo cierto es que el nazifascismo es la política por la que apostó la gran burguesía. A comienzos de la década de los 30 la clase dominante alemana tenía dos objetivos fundamentales e interrelacionados: conseguir la estabilización política interna y un nuevo reparto del mundo. La década de los 20 fue en Alemania una época de gran intensificación de la lucha de clases (fallida sublevación espartaquista y breve república soviética en Baviera en 1919, tentativas insurreccionales comunistas entre 1920-23, gran crecimiento electoral del Partido Comunista Alemán –KPD– a partir de mediados del decenio, con casi seis millones de votos en 1932…). Era una situación que la burguesía alemana necesitaba desesperadamente erradicar, tanto para asegurar su propia situación dominante, como para poder pugnar a corto plazo por reubicar su posición en el plano internacional. Estas son las tareas a las que puso manos a la obra el partido nazi sólo llegar al poder en 1933. Para 1935 la destrucción manu militari (ilegalización, persecución policíaca, campos de concentración…) del KPD ya estaba esencialmente terminada y el rearme se aceleraba permitiendo una asombrosa recuperación de la, especialmente afectada por la depresión, economía alemana (estas medidas de “estabilización” fueron aplaudidas por la “democrática” opinión pública occidental, que además se mostraba entusiasmada por cómo Hitler estaba organizando la “vuelta al trabajo del pueblo alemán”). Además de cumplir al dedillo el programa del gran capital alemán, son conocidos los vínculos financieros entre éste y el partido nazi; también en el nivel internacional se sabe de los lazos financieros de Hitler, por ejemplo, con la banca estadounidense, ya que, como es obvio, el conjunto de la burguesía financiera internacional estaba interesada en la estabilización de la situación política de Centroeuropa (en 1934, el canciller austriaco Dolfuss, también había aplastado una revuelta obrera en Viena y establecido un régimen de excepción).

Establecidos los campos que iban a enfrentarse en la futura contienda, comenzaron las maniobras diplomáticas y políticas encaminadas a asegurarse la mejor situación estratégica de partida posible. De nuevo, la versión oficial burguesa vuelve a enturbiar la situación, presentando a la diplomacia franco-británica como una inocente paloma que buscaba la paz a toda costa y que se vio engañada por los ardides de los dictadores (la llamada “política de pacificación”). Hay que señalar aquí, como muestra de la enorme capacidad de asimilación y manipulación del entramado político-ideológico burgués, que esta supuesta inocencia y falta de firmeza de las “democracias” ha sido utilizada posteriormente para justificar una política de mano dura ante el “expansionismo soviético” durante la Guerra Fría o, más recientemente, frente a “amenazas para la paz” tales como Sadam Hussein, etc.

Lo cierto es que la realidad nuevamente dista mucho de la versión oficial. Aunque no infravaloraban el crecimiento del potencial alemán (ellas mismas también estaban enfrascadas en un frenético rearme), el principal enemigo para las potencias democrático-burguesas continuaba siendo la URSS (sin entrar a valorar la verdadera situación interna en este país) y el ejemplo que significaba la Revolución de Octubre para las masas proletarias y los pueblos del mundo; algo mucho más peligroso que un competidor imperialista, por poderoso que fuera: el cuestionamiento del sistema capitalista en su conjunto y la demostración práctica de que era posible derribar la dictadura de los explotadores. Así, y viendo el visceral anticomunismo del que hacían gala los nazis, franceses y británicos confiaban en que, de una forma u otra, podrían lanzar a Hitler y las potencias del Eje (a las que se había unido Japón mediante el Pacto Antikomintern) sobre la URSS y ver, desde el graderío, como se hacían pedazos entre sí. Al final, Francia e Inglaterra acabaron siendo víctimas de su propio y peligroso juego, pero es desde este punto de vista como hay que entender su pasividad y tolerancia frente a las invasiones japonesas de Manchuria y China, la invasión italiana de Abisinia, la remilitarización alemana de Renania, la Guerra Civil española3 o la anexión de Austria por Alemania.

Toda esta política se vio culminada en los acuerdos de Munich (septiembre de 1938), a los que, por cierto, no suele referirse la historiografía académica como causa de la guerra, prefiriendo centrarse en el pacto germano-soviético. Hitler reclamaba, tras la anexión de Austria, una zona de Checoslovaquia fronteriza con Alemania, los Sudetes, habitada por una minoría germana. No obstante, Checoslovaquia, que contaba con un ejército considerable, no estaba dispuesta y movilizó sus fuerzas. La URSS, ante la agresividad germana, ofreció un pacto a los checos que hizo extensible a Francia y Gran Bretaña. Sin embargo, por su parte, las potencias occidentales intentaron una vez más la conciliación con Alemania, en un intento de limar las contradicciones interimperialistas en perjuicio del Estado soviético. En Munich se reunieron los principales mandatarios del imperialismo europeo, Chamberlain (Reino Unido), Daladier (Francia), Mussolini (Italia) y Hitler (Alemania), acordando la entrega de los Sudetes a Alemania. Ni la URSS, ni, más ignominiosamente, Checoslovaquia, fueron consultadas. No es necesario ser muy avezado en diplomacia para saber lo que el pacto significaba, a saber, que Alemania tiene las manos libres para continuar su expansión, siempre que sea hacia el este, apuntando hacia la URSS. Hecho esto, los hitlerianos no tuvieron problemas, ante la confusión y sorpresa checas, de trocear y hacerse con el resto del país a principios de 1939.

Llegados a este punto, los soviéticos se veían cada vez más entre la espada y la pared, ya que la agresividad de las potencias del Eje, a las que daban pábulo los anglofranceses, se acrecentaba (no hay que olvidar que en la primavera de 1939 tiene lugar, aún sin llegar a la guerra oficial, una gran batalla contra Japón en Mongolia, aliada de la URSS, favorable a las armas soviéticas).

En estas circunstancias, el aislamiento internacional de los soviéticos favorecía la formación en su contra de una coalición imperialista (en el caso de los anglofranceses por su pasividad que “dejaba hacer” a los alemanes y sus aliados). Aún así, los soviéticos continuaban intentando formar una alianza con franceses y británicos. Durante todo el verano de 1939 tienen lugar negociaciones entre los aliados y los soviéticos; no obstante, pronto se vieron abocadas a un callejón sin salida por la pasividad y humillaciones de los anglofranceses y sus aliados. Mientras los soviéticos deseaban fijar un acuerdo claro donde se estipulasen las obligaciones de cada uno en caso de guerra, el reaccionario gobierno polaco se negaba a aceptar el paso del Ejército Rojo por su territorio –única manera de enfrentarse a los alemanes– y los anglofranceses daban respuestas vagas y enviaban a las negociaciones a representantes sin potestad para firmar acuerdos. Era claro que no había voluntad de acuerdo entre los occidentales, que no habían renunciado a su estrategia de intentar confrontar a la URSS con Alemania.

Así, y ante los deseos alemanes de llegar a un entendimiento con los soviéticos para no verse en la misma situación de guerra en dos frentes de 1914, el gobierno soviético accedió a la firma del pacto de no agresión germano-soviético el 23 de agosto de 1939.

El acuerdo, usado por los ideólogos burgueses para cargar sobre la URSS la responsabilidad de la guerra y que en ese momento causó resquemores en algunos sectores del movimiento comunista internacional, nos parece, desde una óptica proletaria, justo, aunque es necesario hacer matizaciones.

Por un lado, representa un acuerdo entre un Estado socialista y otro imperialista, en un momento en que la extrema agudización de las contradicciones interimperialistas ponen al mundo al borde de una gran guerra, con el peligro de un ataque coordinado del imperialismo sobre el Estado socialista. Desde este punto de vista es absolutamente justo, ya que, en estas circunstancias, rechazar un acuerdo con un estado imperialista, por repugnante que sea su forma4 , sería renunciar a uno de los puntales de cualquier política proletaria: el aprovechamiento y utilización de las contradicciones interimperialistas en beneficio propio. Gracias a este tratado, la URSS contó con dos años más para afrontar en mejores condiciones la agresión imperialista.

Sin embargo, por otro lado, este tratado tiene otra vertiente con la participación y el reparto de Polonia del que también participan los soviéticos. Desde una posición proletaria esto ya no tiene justificación, aunque puede que concordara con la identificación que se había hecho Stalin entre Revolución Mundial y Unión Soviética, y se parece más a la típica política imperialista, más propia de un sistema bismarckiano que de un Estado socialista, que, además, tuvo su continuación en la guerra contra Finlandia. La adquisición de territorios colchón para amortiguar la agresión tampoco casa con la concepción proletaria de la guerra, para la que lo principal es el pueblo armado y no la técnica o el espacio.

La guerra y la derrota de los hitlerianos: un aporte fundamental de la Unión Soviética.

Habitualmente, cuando los medios al uso se centran en el relato del conflicto, suelen minimizar o simplemente ignorar la actuación de la URSS, y cuando lo hacen suele ser para denigrarla, prefiriendo atiborrarnos de productos televisivos o literarios que se refieren a algún acontecimiento parcial –por ejemplo, con cada efeméride del desembarco de Normandía–, sin darnos una visión global de la guerra, pues ésta demostraría que fue el País de los Soviets el que fundamentalmente derrotó a los fascistas alemanes y el que mayor tributo en sangre pagó para conseguirlo.

Con todas las piezas sobre el tablero, la guerra se inició el 1 de septiembre de 1939 cuando 70 divisiones alemanas atravesaron la frontera polaca. En poco más de un mes dieron final a la campaña, dando al traste con la resistencia polaca. La nueva táctica alemana, la Blitzkrieg (Guerra Relámpago), consistente en el uso masivo de columnas acorazadas con fuerte apoyo aéreo que se introducen rápidamente a través de las brechas enemigas colapsando sus comunicaciones y suministros, y donde la infantería juega un papel secundario, se convirtió desde entonces, en sus líneas maestras, en la táctica estrella del imperialismo: despliegue de ingentes cantidades de medios técnicos, rapidez y poco coste humano en el agresor para evitar que las consecuencias de la guerra se hagan notar en la propia potencia imperialista (recientes estaban aún en la retina de los trabajadores europeos los millones de muertos en las trincheras de 1914-18).

Gran Bretaña y Francia, que habían dado garantías a Polonia, declararon la guerra el día 3 pero no hicieron nada más. Con el grueso de la Wehrmacht (Ejército de Tierra alemán) en Polonia y una frágil cobertura de una veintena de divisiones en la frontera occidental, los anglofranceses, que a la sazón podían alinear 110 divisiones, se mantuvieron a la expectativa y dejaron sucumbir a Polonia. Todo parece indicar que seguían aferrados a estrategia prebélica e incluso, aún estando ya en guerra con Alemania, pensaron en enviar un contingente en ayuda de Finlandia, en guerra con los soviéticos durante el invierno de 1939-40. Mientras tanto, durante todos estos meses, el frente occidental se mantuvo en absoluta calma, periodo conocido como la “extraña guerra”.

A estas “extrañezas” pusieron fin los alemanes cuando, después de invadir Dinamarca y Noruega en abril, atacaron Francia, Bélgica y Holanda el 10 de mayo de 1940.

Los franceses seguían aferrados a las concepciones militares de la Gran Guerra que veían en la infantería, la artillería y las fortificaciones las armas decisivas y no valoraron el potencial de los blindados, que usaban, a pesar de contar con mayor número que los alemanes, dispersos en apoyo de la infantería y no concentrados como hacían éstos. Además, los franceses cometieron errores de índole estratégica, no determinando correctamente el lugar de la principal embestida alemana, y sus mejores tropas fueron cercadas y dejadas fuera de combate muy pronto. Poco más de un mes después de iniciarse la invasión, los alemanes entran en París el 14 de junio y una semana después los generales franceses firman el armisticio.

No obstante, Francia aún no estaba totalmente derrotada y seguramente hubiera sido posible continuar una consecuente guerra de resistencia frente al invasor; pero para ello era necesario el concurso de las masas armadas, cosa que ni pasaba por la cabeza de los gobernantes franceses, que aceptando la ocupación alemana mantenían la guerra en los “cauces civilizados” y al menos garantizaban la subsistencia del orden burgués en Francia, que veían amenazado por la creciente conflictividad social de los 30. Posteriormente, la Resistencia (compuesta principalmente por comunistas, entre los que se contaban muchos españoles) demostraría en los hechos, aún con ínfimos medios, la posibilidad de esta lucha en la que, por cierto, no sólo se vieron frente a los nazis sino también a franceses defensores del orden y, al menos antaño, “grandes patriotas” tales como el general Pétain, importante figura de la Gran Guerra.

Con Francia postrada, los hitlerianos estaban en la cumbre de su poder, quedando sólo la debilitada Inglaterra, que había sufrido muchas pérdidas en material en la desastrosa campaña francesa. No obstante, satisfecho con sus éxitos en Occidente, Hitler no deseaba la destrucción del Imperio británico y deseaba llegar a alguna componenda con él para centrarse en el verdadero enemigo: el comunismo. Así, no intentó seriamente sojuzgar e invadir Inglaterra y al mes de la rendición francesa ordenó iniciar los preparativos para la invasión de la Unión Soviética, la denominada Operación Barbarroja.

Ya no era ésta una lucha por el reparto del mundo que se podía llevar a cabo “civilizadamente” como la que libraba con los “refinados” rapaces británicos, sino que se trataba de una guerra de exterminio que había que hacer para librar a la capitalista civilización occidental, de la que el nazifascismo es hijo bastardo, de su mayor amenaza, el peligro bolchevique. Así, se dieron órdenes precisas a los generales alemanes para la eliminación física de los comisarios políticos, la intelectualidad marxista y que se olvidara cualquier noción de camaradería militar a lo que hay que añadir un brutal racismo antieslavo. “Cuanto más duro se sea en el Este, más apacible será el futuro” había dicho Hitler, interpretando los deseos del gran capital financiero.

Asegurados los Balcanes para la dominación del Eje, el 22 de junio de 1941, con la mayor fuerza terrestre que ha conocido la historia con alrededor de 4 millones de soldados, 4000 blindados y 3000 aviones entre alemanes y sus aliados, se inició el ataque a la Unión Soviética.

La ofensiva alemana se dirigió en tres direcciones principales, hacia Leningrado, Moscú y Ucrania. La Blitzkrieg alemana parecía destinada a conseguir otro éxito a añadir a los dos años de fulgurantes victorias que ya había cosechado. El Ejército Rojo sufrió millones de bajas en estos primeros meses infernales mientras los ejércitos alemanes avanzaban hacia el corazón de la URSS. Sin embargo, ya en estos meses de victoria, los alemanes ya podían advertir signos del diferente carácter de esta campaña: las tropas occidentales en las anteriores campañas se habían rendido en masa al verse aisladas, pero ahora los soldados soviéticos no se desbandaban y resistían denodadamente a pesar de estar cercados, lanzando violentos contraataques; en esta retaguardia, posteriormente se organizaría un movimiento guerrillero de enormes dimensiones que le costaría a los alemanes medio millón de bajas a lo largo de la guerra. Los sorprendidos alemanes también descubrieron que los soviéticos habían desarrollado carros de combate que superaban ampliamente a sus propios Panzer, como el T-34, el carro más extraordinario y eficaz de toda la guerra según los propios especialistas burgueses.

Para octubre, los alemanes, cuyo avance estaba siendo más lento de lo esperado (confiaban en dar término a la campaña en ocho semanas) y sufrían un creciente número de bajas, habían puesto sitio a Leningrado, ciudad a la que Hitler, como símbolo de la Revolución de Octubre, había ordenado aplastar sin aceptar su posible rendición (sus habitantes, de todas formas, no le darían esa satisfacción al Fhürer y aguantarían sin capitular durante casi tres años hasta ser liberados), habían conquistado Ucrania y se encontraban cerca de Moscú. Milicias obreras moscovitas hicieron frente y retardaron el avance de los poderosos Panzer alemanes ya un mes antes de la llegada de las nieves (factor al que la historiografía al uso sobre la contienda achaca esta decisiva derrota alemana). Para principios de diciembre, el avance sobre Moscú estaba totalmente paralizado y en este momento se desencadenó la contraofensiva soviética que pronto obligó a los alemanes a retroceder cientos de kilómetros; los hitlerianos perdieron o vieron gravemente menguada la fuerza de 50 de sus divisiones durante esta batalla. Por primera vez, la Blitzkrieg había sido derrotada y las bajas alemanas desde el principio de la campaña superaban ya el millón de hombres.

Sin embargo, la iniciativa estratégica seguía en manos alemanas y sus planes para el verano de 1942 eran ofensivos. La ausencia de un segundo frente, salvo en el norte de África donde tenían destinadas 4 divisiones, permitía a los alemanes desplegar cómodamente más de 200 divisiones en la URSS.

Los planes alemanes se dirigían ahora hacia el sur, hacia el Caúcaso, para hacerse con las reversas petrolíferas soviéticas. Los alemanes dividieron sus fuerzas en dos, una agrupación penetraría en el corazón del Caúcaso, mientras que la otra, más al norte, formaría una pantalla de cobertura hasta una ciudad a orillas del Volga, llamada Stalingrado.

Los soviéticos supieron atraer a los alemanes, que fueron obsesionándose con su conquista enviando cada vez más recursos, a los combates en la derruida ciudad que se prolongaron desde agosto. La táctica soviética era fijar a los alemanes en los sangrientos combates casa por casa con las mínimas tropas posibles, mientras acumulaban fuerzas en los flancos. Los combates fueron de una ferocidad indescriptible y los combatientes rojos, que por momentos se vieron en trance de ser arrojados al río, acuñaron un lema: “no hay tierra para nosotros más allá del Volga”. Finalmente, la ofensiva desde los flancos en noviembre de 1942 consiguió aislar a los 300000 hombres del VI Ejército alemán que se vio obligado a capitular a finales de enero de 1943. Las ofensivas posteriores expulsaron a los alemanes del Caúcaso y les hicieron retroceder en todo el sur del enorme frente. Al final de la campaña 26 divisiones alemanas habían dejado de existir.

Tras esta desastrosa derrota los generales alemanes ya no soñaban con aniquilar a la Unión Soviética. Su meta ahora era llegar, mediante espectaculares acciones que impidieran el desarrollo de las fuerzas soviéticas, a algún tipo de acuerdo político. El objetivo que se fijaron fue el recién creado saliente que se proyectaba desde las líneas soviéticas con base en la ciudad de Kursk. El plan alemán consistía en seccionarlo con un ataque desde los flancos. A pesar del desgaste sufrido por sus ejércitos, que sólo les permitía cubrir la mitad de las pérdidas sufridas en la última campaña, los alemanes, ante la ausencia de un segundo frente, pudieron concentrar para este ataque unas 50 divisiones y lo mejor de sus fuerzas acorazadas, con unos 2700 blindados, entre los que se contaban nuevos modelos como el Panther o el Tiger, más acorazados y con mayores cañones. Con su habitual confianza en la técnica, los imperialistas alemanes confiaban en que estas nuevas armas les proporcionarían la victoria.

El ataque se inició el 4 de julio de 1943, tras una gran barrera de artillería. Sin embargo, los soviéticos estaban bien atrincherados y desde el principio hicieron sufrir a los alemanes grandes pérdidas por sus parcos avances. Los soldados rojos permitían que los grandes tanques pesados nazis pasaran por encima de sus trincheras para salir luego y arrojar granadas y cócteles molotov sobre las tapas de los motores. Los desembarcos anglonorteamericanos en Sicilia el 10 de julio no restaron intensidad a los combates ni consiguieron distraer tropas alemanas; al contrario, la batalla continuó, culminando en el mastodóntico encuentro acorazado de Prokhorovka el día 12 de julio, la mayor batalla de blindados de la historia, con más de 2000 tanques en acción. El día 14, tras haber perdido más de 1500 carros de combate, Hitler dio orden de suspender el ataque. Los alemanes habían perdido la iniciativa en la guerra. Y ya no la volverían a recuperar.

A partir de este momento, se inició la gran contraofensiva soviética. Para principios de 1944 los soviéticos habían liberado Ucrania y levantado el asedio sobre Leningrado.
Con el ejército alemán desangrado y en retirada en el Este, los imperialistas occidentales vieron la necesidad inmediata de intervenir en Europa y abandonar su estrategia de, en palabras de Mao, “observar la pelea de los tigres desde la cumbre”, ya que al avance del Ejército Rojo había que sumar la creciente influencia y fuerza de los comunistas europeos, que en todos los países ocupados formaban el grueso y lo más decidido de la Resistencia. Esto fue lo que impulsó a los anglonorteamericanos a realizar los famosos desembarcos de Normandía el 6 de junio de 1944 y a poner fin a los dos años de inactividad de las numerosas fuerzas aliadas concentradas en Inglaterra. Hay que añadir, para apreciar en su justa medida la gesta militar aliada, que cuando sus soldados pusieron pie en las playas normandas, sus oponentes alemanes eran en su mayoría, debido al desgaste de su potencial humano, fundamentalmente en las grandes batallas del Este, mal adiestrados adolescentes o viejos de más de sesenta años, encuadrados en las llamadas divisiones estáticas, mal equipados e incapaces de librar una guerra de movimientos al modo como luchan los modernos ejércitos imperialistas. Todo ello contrasta con los aguerridos combatientes alemanes, con un gran entrenamiento y fogueados en los primeros años de campañas relámpago, que encontraron su tumba en los frentes de Moscú o entre las ruinas de Stalingrado. Fue el Ejército Rojo quien desangró a la Wehrmacht y quien destruyó lo más granado y selecto de sus formaciones.

Por estas fechas, el 22 de junio de 1944, se inició la gran ofensiva soviética de verano, la Operación Bagration. Era la primera gran ofensiva de la URSS con un segundo frente abierto y coincidía con el tercer aniversario de la invasión hitleriana, tres años en los que la URSS se había enfrentado en solitario a lo mejor y a la mayor parte del ejército alemán. En menos de un mes, mientras los aliados se empantanaban en Normandía, el Ejército Rojo avanzó más de 400 kilómetros e infligió a los alemanes 350000 bajas. Aún con los anglonorteamericanos en el Continente, las mayores derrotas hitlerianas continuaban siendo propiciadas por los soviéticos.

Conviene hacer un último par de apuntes sobre las motivaciones de los aliados occidentales al decidirse a intervenir masivamente en el Continente en 1944, para esclarecer aún más que su objetivo no era tanto la derrota del fascismo como evitar que Europa se transformara en un continente rojo. En diciembre de 1944, ante la retirada alemana, los comunistas griegos, que habían ganado mucho prestigio y popularidad por su determinación resistente, se lanzan a la conquista del poder. Con una rapidez pasmosa, que en nada se parece a sus recelos y dilaciones para lanzarse sobre los alemanes en Francia, los británicos despliegan rápidamente tropas, ocupadas hasta entonces en el frente italiano, para aplastar la insurrección comunista. Como es sabido, en Grecia no se instauró la dictadura del proletariado; sí en cambio una dictadura burguesa que un par de décadas más tarde (1967) tomará formas abiertamente fascistas.

En Italia, los anglonorteamericanos desarmaron rápidamente a las milicias partisanas (precaución que tomaron en todos los países por ellos liberados), que en muchos casos ya habían liberado muchas zonas y expulsado a los fascistas antes de la llegada de las tropas aliadas. Posteriormente, en los años inmediatos de la posguerra, la inteligencia norteamericana usará a muchos de estos elementos fascistas para romper las huelgas y quebrar, mediante una campaña de terror similar a la empleada por Hitler y sus esbirros antes de 1933, las posibilidades electorales del PCI.

Dejemos a un lado todo este mar de lodo y volvamos a la victoria soviética. Tras más batallas y sufrimientos, el 1 de mayo de 1945 quedo inmortalizada la imagen de la bandera roja de la victoria ondeando sobre el edificio del Reichstag, en el corazón de Berlín; culminaba así la derrota de la Alemania hitleriana, derrota que la Humanidad debe fundamentalmente a los esfuerzos y sacrificios del pueblo soviético que pagó un tributo en sangre de 25 millones de muertos (lo que nuevamente contrasta con los 400000 y los 250000 muertos británicos y estadounidenses respectivamente). De las 783 divisiones puestas en pie a lo largo de la guerra por los imperialistas alemanes y derrotadas, 607 lo fueron a manos de los soviéticos.

Un esbozo de crítica.

Es necesario, no obstante, un esbozo de crítica, que debe ser desarrollada en el futuro, sobre la conducta militar de la URSS.

El socialismo, ya que no es un modelo económico en sí mismo, sólo puede ser entendido como sociedad en transición al Comunismo, hacia un mundo emancipado de la división en clases, y sólo puede considerarse como tal una sociedad en la que se van cumpliendo las tareas que permiten este objetivo, principalmente la supresión de la división social del trabajo, principal base y sustento de la sociedad clasista. Esto, por supuesto, también afecta al ámbito militar (ya que la sociedad no se transforma por compartimentos estancos sino como totalidad, en la que los cambios se van reflejando en todos los campos), con la paulatina desintegración del cuerpo especial que en la sociedad clasista se dedica exclusivamente a este tipo de tareas, esto es, el ejército, hasta su total desaparición en el Comunismo. Así, el socialismo se debe distinguir, en el plano militar, en que cada vez más amplios sectores del pueblo, con todas las complejidades y requisitos económicos y sociales que va implicando, se encarga del tratamiento y resolución de los problemas militares.

Por otra parte, el ejército revolucionario también se distingue de los ejércitos burgueses en que sus miembros deben ser luchadores conscientes. Para esto es necesario un gran trabajo en la esfera político-ideológica, imprescindible para que los miembros de este ejército adquieran conciencia de que forman parte de un combate emancipatorio universal y contrarrestar las tendencias a la autorreproducción y perpetuación que todo cuerpo social –también el ejército– genera. Es decir, los miembros de un ejército revolucionario deben ser revolucionarios armados y no mera carne de cañón. Es por ello necesaria la presencia del portador de la ideología y de la concepción proletaria del mundo, el Partido Comunista.

En el Ejército Rojo de esta época, por el contrario, no encontramos estos elementos, estrechamente interrelacionados. Ya antes de la guerra y sobre todo a partir de las reformas de 1943, la presencia del Partido Comunista en el ejército es meramente testimonial y el comisariado político (el Partido en el ejército) va perdiendo progresivamente atribuciones a favor de los jefes militares. La labor de educación política de los soldados brilla por su ausencia y en la retaguardia las tareas ideológicas van reduciéndose a los eslóganes patrióticos, comunes a todas las potencias beligerantes (aquí, eso sí, con el añadido del término “socialista” tras el de “patria”), y al “ganar la batalla de la producción” (por otra parte, un problema sin duda importante y cuya resolución victoriosa para los soviéticos se debió en gran parte a los esfuerzos industrializadores de los años 30). Así, lo que tenemos es un fortalecimiento del Ejército Rojo como órgano profesional separado del resto de la sociedad y a la guerra, entendida, cada vez más, como una función exclusiva de los militares.

Por último, un pequeño apunte sobre las llamadas democracias populares.

Lo cierto es que cualquier partido revolucionario que llegue a la toma del poder y a iniciar el tortuoso y resbaladizo camino hacia el Comunismo, si quiere hacerlo con garantías de éxito, debe estar pertrechado con la concepción proletaria del mundo, con el marxismo-leninismo, entendido, no como un cuerpo cerrado y estático de recetas siempre válidas, sino como algo dinámico que se forma desde la lucha, la confrontación y clarificación ideológica y que debe, si quiere mantenerse por delante del movimiento social, en su vanguardia como nos diría Lenin, prestarse a la permanente autocrítica. Este es el cimiento básico de cualquier partido verdaderamente revolucionario, cimiento que sólo puede construirse, si se quiere que sea sólido y no caiga al primer embate, en largos años de duro trabajo político e ideológico.

Los partidos del Este, que en 1945 se aprestaron a tomar las riendas del poder, estaban castrados desde su propio nacimiento, como de todas formas no podía ser de otra manera debido a las circunstancias históricas, al ser más productos del voluntarismo, fruto de una ofensiva revolucionaria en auge (la inmediatamente posterior a 1917), que de una paciente labor de cimentación y clarificación ideológica. Así, en 1945 estos partidos contaban, como capital político revolucionario, más con el innegable prestigio popular ganado en su heroica resistencia antifascista y con la presencia del Ejército Rojo, que con el marxismo y, por lo tanto, no debe extrañarnos su degeneración y la derrota proletaria.

Cesar Hernández