El Martinete - Número 17

Septiembre de 2004

 

Una opinión herética

 

 

¡Por fin, nos hemos puesto en contacto gentes de izquierdas de …! Pero no cualesquiera gentes de izquierdas, sino aquéllos que no estamos satisfechos con lo que viene haciendo la izquierda: unos porque no les basta y otros porque pensamos que debe hacerse lo contrario. A partir de aquí, muy pocas cosas están claras. Para aclararse, hay que atreverse a opinar y eso es lo que he optado por hacer. En lugar de empezar por algún asunto periférico cuyo tratamiento podría hacer que nos perdiésemos por las ramas, he preferido ir directamente adonde veo el meollo de la cuestión. Opino que éste consiste en la tremenda contradicción que nos aqueja: anhelamos un “ideal” social, pero no dedicamos ni el más mínimo esfuerzo a definirlo, concretarlo, darle fundamento científico, explicarlo, defenderlo, implementarlo con una práctica coherente con él. Más bien hacemos lo opuesto, esperando que se produzca el milagro algún día. Hacemos sindicalismo, electoralismo, feminismo, pacifismo, ecologismo y demás actividades gregarias, esperando que eso engendre seres humanos universalmente desarrollados y, por lo mismo, libres de las divisiones opresivas que atraviesan la sociedad hasta nuestros días; claro está que toda esa práctica sólo nos produce frustración al contemplar cómo partir de los intereses inmediatos de cada grupo social no hace más que reforzar el sistema de relaciones sociales que queríamos subvertir.

Aquí, a más de uno se le ocurrirá objetar: ¿Pero acaso podremos llegar a movilizar una fuerza social suficiente para un cambio global como el que se precisa sin tener en cuenta los intereses inmediatos de quienes vayan a conformarla? Por ahora, me limitaré a responder a eso: tenerlos en cuenta no es lo mismo que partir de ellos, no es lo mismo que apostar por que su satisfacción vaya a convencer a estos sujetos para que se sumen a tal fuerza social. Confundimos pues objetivos y medios, “ponemos el carro por delante de los bueyes” y nos dejamos arrastrar por el tacticismo más desorientador.

Fruto del fracaso general de nuestra acción, nos empequeñecemos, nos convertimos en una izquierda acomplejada, tímida, recatada, a la defensiva, escéptica, pragmática, posibilista, ... en definitiva, en el caldo de cultivo ideal para esos gurús que presumen de representarnos pero que no son otra cosa que piezas indispensables para la conservación del mecanismo social vigente. Sobre este telón de fondo, nos recuerdan lo “mucho” que les debemos en comparación con nuestro pasado y con el presente de las masas más empobrecidas del planeta; nos advierten sobre el trágico destino de las revoluciones; y, para remate, nos pintan el tétrico cuadro según el cual “no está el horno para bollos”, ya que nosotros somos pecadores acomodados y los otros están demasiado apremiados por sus necesidades materiales. Nos convierten así en correas de transmisión del discurso de resignación que los poderosos les han encomendado a cambio de dejarles participar en su banquete privado.

Pero, dejemos ahí este delicado asunto, ya que la mayoría de la izquierda, incluso la que se hace preguntas, confía todavía en sus autoridades políticas. Volvamos pues a la realidad más tangible, a la que nos abofetea la cara a diario, sin que la podamos confundir con una caricia. Observamos dos tipos extremos de conciencia o de actitud hacia el hecho social, así como toda la variada gama de combinaciones entre ellos (¡y esto, mirémonos al espejo, es principalmente aplicable a nosotros mismos!):

•  En un polo, la aplicación mecánica al contexto social de los principios que rigen la naturaleza biológica: supervivencia individual, selección elemental, concurrencia, egoísmo, ... Esto implica la realización del interés particular de cada uno parasitando a la sociedad, desde el momento en que se entiende la misma como un resultado espontáneo en lugar de una construcción consciente enfilada a dicha realización (Luego, para consolarnos, nos vienen con el cuento de la “mano invisible” que derivaría de la lógica depredadora parabienes a todos). Dado el sector profesional al que pertenecemos, es interesante destacar un subtipo de éste, que podríamos calificar de burocrático: algo así como un espíritu de servicio reverencial al orden social establecido, de modo tal que el interés individual se realiza ayudando a los más poderosos a realizar los suyos (ese “arrimarse al sol que más calienta”, producto masivo del fascismo).

•  En el polo opuesto, la comprensión de la sociedad humana como un medio diferente del natural (y superior a él) para la realización del individuo de un modo tal que no es ya a costa de los demás sino a través de la realización de éstos y, por consiguiente, de la cooperación, de la solidaridad, del apoyo mutuo, ...

Esta conciencia social tan contradictoria no es ninguna confirmación de la secular creencia maniquea sobre el bien y el mal, ni tampoco un problema de acierto o de error en la comprensión de la realidad. Es más bien el reflejo de una realidad social no menos contradictoria cuyo movimiento histórico describe la transición de un tipo a otro de organización material: desde la etapa natural de existencia de nuestra especie hacia la completa socialización de la misma (su desarrollo sucesivo sobre una base cualitativamente distinta, ya enteramente social). La división de la sociedad humana en clases y la lucha entre ellas es el modo de realización de dicha transición.

El régimen vigente –el capitalismo- es la expresión final del desenvolvimiento individualista, natural y espontáneo de la sociedad y, a la vez, la definitiva destrucción de toda independencia individual, la plena socialización de las condiciones materiales de existencia. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? Como apropiación por una clase social (burguesía) de la riqueza producida socialmente, sobre todo de los medios para producirla, y como constitución del resto mayoritario de la humanidad en clase (proletariado) desposeída, explotada y sometida políticamente a la primera. Este último hecho posibilita el surgimiento de una fuerza social masiva interesada por su propia naturaleza en rematar la obra de socialización humana.

Sin embargo, es rotundamente falsa la creencia de que lo pueda conseguir con la conciencia que le brindan sus específicas condiciones de existencia, incluidas las distintas manifestaciones de su movimiento de resistencia (sindical, residencial, de género, generacional, nacional, etc.) contra las consecuencias visibles del capitalismo. Necesita absolutamente aprehender todos los frutos de la cultura universal que han empujado a la humanidad a ser más social, sobre todo los conocimientos científicos, algo a lo que, por regla general, su realidad cotidiana le impide dedicarse.

Ésta es, en cambio, la principal, la primera de todas las tareas que compete a los que consiguen ser excepción, a la vanguardia de nuestra clase social, a esos que nos llamamos izquierda. Pero nos resulta más cómodo saltar directamente a la tarea siguiente: la de fundirnos con las masas trabajadoras para llevarles la conciencia... Pero, ¿qué conciencia podemos llevarles ahora cuando casi no sabemos nada, porque todavía no nos hemos esforzado por saber? Lo único que tenemos así es un ego satisfecho por ser “el rey tuerto en el país de los ciegos” (por no hablar de los listillos que se aprovechan de la pobreza intelectual de la mayoría para vivir del cuento).

¡Ya está bien de pamplinas! ¡Basta de insultar así a los que sufren, a los que vienen sacrificando sus vidas por cambiar el mundo y a la propia inteligencia humana!

¿Qué es lo que nos impide hacer lo que debemos hacer? Hay analizar las razones de esto porque sólo así podremos modificar de verdad lo que hacemos mal. Yo destacaría las siguientes:

•  Parece que el Muro de Berlín se hubiera desplomado sobre nuestras cabezas, sepultando hasta la mismísima aspiración racionalista de la Ilustración. Ha fracasado la primera tentativa transformadora de la clase obrera y, en lugar de preguntarnos por la solvencia científica de la teoría que la orientó, deponemos las armas y nos entregamos al cobarde pragmatismo y a la mediocridad (“el bebé dio sus primeros pasos erguido y tropezó; ergo : los humanos no pueden ser bípedos”).

•  El altruismo de nuestra más elevada conciencia social nos lleva a tomar por base de nuestra praxis –debido a un respeto mal entendido- la mentalidad estrecha y atrasada de la masa más oprimida, embrutecida y miserable en todos los campos (léase, la acción sindical habitual), cuando deberíamos exigirle su elevación cultural y moral.

•  Sufrimos la influencia corruptora de dos factores: por una parte, no dejamos de ser proletarios, o sea, individuos destinados a ejecutar lo que otros han pensado; y, por otra parte, nos impregna el espíritu del capital que consiste en agarrar la tajada sin hacerse preguntas. De ahí nuestra propensión a reducirlo todo a lo inmediatamente comprobable a través de nuestros sentidos (empirismo), renunciando a su más profundo y extenso conocimiento mediante la actividad racional. Así, resulta que la lucha de clases del proletariado son, ante todo, las manifestaciones, las huelgas, el sindicato,..., cuando realmente lo único que nos permitirá una acción independiente en todos estos movimientos es un desarrollo suficiente de nuestra conciencia por medio de la lucha ideológica.

•  Y, para mayor escarnio, resulta que es eso lo que hemos entendido por marxismo. Frente a la prédica de las fantasías socialistas habitual en el siglo XIX, éste propugnaba la praxis revolucionaria y, “como el que oye campanas”, confundimos esta posición con un aval para nuestro miope practicismo. Prostituimos la primigenia causa de la emancipación humana cuando primamos lo espontáneo sobre lo consciente o cuando pretendemos que éste brote de aquel, como si esto fuera el significado de “praxis revolucionaria”.

Sólo cuestionamos lo evidente, lo superficial, en lugar de investigar la raíz de los problemas. Tememos que la crítica radical nos conduzca hasta la misma esencia del sistema y nos exija algo más que parcheos, reformas y representaciones sindicales o parlamentarias bendecidas oficialmente. Y ese algo más que lleva el nombre de revolución es una herida que duele mucho, porque exige empezar el cambio por uno mismo y porque, hoy, implica ir a contracorriente casi desnudo, desandando el camino recorrido hasta recuperar la coherencia del discurso teórico revolucionario.

Estudiar las cumbres de la filosofía y la ciencia, analizar críticamente lo que somos y lo que hemos hecho, polemizar públicamente sobre todo ello: no hay otros cimientos sobre los que podamos edificar una fuerza social realmente antagónica con respecto al (des)orden imperante.

Pongo la búsqueda de la razón por medio de la crítica, sin apriorismos ni cortapisas, como condición sine qua non para entrar a participar en el proyecto ahora en curso.

A la vez, no oculto mi punto de vista: la base correcta de toda la construcción teórica necesaria es para mí la concepción del mundo ( Weltanschauung ) marxista. Sin embargo, comprendo que no se quiera partir de ella cuando la crisis que atraviesa la izquierda aparenta ser la de la aplicación de aquélla. No obstante aceptar la conveniencia de un marco ideológico más amplio y menos definido, me reservo el derecho a reivindicar el marxismo y a demostrar que han sido las concepciones espurias adheridas a él las que han causado el fracaso de las experiencias socialistas.

Quedo impaciente, a la espera de vuestra respuesta crítica.

 

Gavroche