El indigenismo
y la emancipación del indio.


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El año que inicia el nuevo milenio comenzó exactamente igual que el anterior, con el que cerrábamos siglo y milenario, con la rebeldía indígena en Ecuador, que ha vuelto a llevar a miles de campesinos hasta la capital y a hacerse fuertes en la Universidad Politécnica Salesiana de Quito, en protesta por la política económica del gobierno de Gustavo Noboa. Aunque esta vez el proceso no ha alcanzado la fase insurreccional que en enero de 2000 derribó al gobierno de Jamil Mahuad, sí han tenido lugar enfrentamientos que han elevado el precio en sangre que el pueblo ecuatoriano ha de pagar para redimirse un día de la denigrante miseria y de la vil opresión en las que lo tienen sumido la oligarquía nacional y el imperialismo. Tanto los protagonistas del enfrentamiento social como el carácter de la lucha de los indígenas, así como las estrategias políticas de las clases contendientes y las tareas pendientes de la revolución ecuatoriana, son también los mismos hoy que hace un año, cuando hicimos público nuestro análisis y nuestra postura sobre ellos (ver, El Martinete, nº11). No nos extenderemos más y allí remitimos al lector; sólo señalaremos que, a pesar de este nuevo envite de las masas populares, la energía revolucionaria en Ecuador se ha evaporado inútilmente una vez más debido a la falta de una vinculación entre el movimiento obrero y el campesino, al aislacionismo del que hace gala el indigenismo y a la táctica reformista con que lo conduce la Conaie de Antonio Vargas, así como a la ausencia de un plan de acción y de una dirección política audaces en la aplicación sin vacilaciones de una correcta línea revolucionaria.

Al fracaso en América Latina del modelo reformista basado en la participación institucional, que siguieron muchas organizaciones guerrilleras de los 70 transformadas en oposición parlamentaria en los 90, modelo revivificado en los últimos años -para esperanza de crédulos- gracias a la experiencia de Hugo Chávez en Venezuela, siguió otro basado en la presión extrainstitucional por parte de grupos y organismos políticos y de la sociedad civil, que constituye el penúltimo intento de contención y control de millones de parias siempre a punto de desbordar el vaso de la subversión espontánea. Si en aquél estaba bien establecida la línea divisoria entre la actividad política legal y la ilegal, entre la línea del pacto y del compromiso con las clases dominantes y la vía de la violencia revolucionaria, de manera que era común entender que ambas opciones eran irreductibles y excluyentes y que una implicaba la integración total en el sistema político mientras la otra conllevaba la continuación de la lucha armada, el nuevo modelo construido en torno al recurso del grupo de presión intercala y mezcla elementos de ambos métodos, sin por ello sentir la servidumbre de continuar coherentemente la lógica de cada una de esas tácticas. El producto es una organización y una política más flexibles, pero también más tornadizas; hasta el punto de dilapidar importantes avances o importantes victorias políticas, como ocurrió con la caída de Mahuad en enero del año pasado, crisis gubernamental que la vacilación de los dirigentes indígenas ecuatorianos no supo aprovechar. O, seguramente, más que titubeo político, el problema radicó en algo consustancial a la naturaleza de esta táctica mixta que reúne elementos de dos tácticas tradicionales opuestas, pero que escoge lo peor de cada una de ellas: la lucha dentro de las instituciones entendida no como medio para articular un amplio frente de acción unitaria entre las clases desfavorecidas, sino como único escenario de actividad política y único vehículo de transformación potencial cuyas reglas del juego son idolatradas hasta el fetichismo; la lucha armada, comprendida no como un estadio de madurez revolucionaria de las masas y como forma superior alcanzada en la guerra de clases, sino como un mero instrumento táctico utilizable al gusto, sin vinculación ni apenas base en el movimiento de masas, que casi siempre está más cercano del terrorismo que de una verdadera guerra popular. De este modo, Vargas y sus acólitos creen que pueden poner en pie de guerra a los indios ecuatorianos periódicamente con el fin de activar el juego parlamentario, como si fuese una máquina tragaperras, hasta conseguir sus reformas, sin considerar que la fuerza del movimiento democrático indígena terminará desinflándose por agotamiento o bajo la represión.

Esta filosofía de los nuevos mercaderes de la política que van proliferando cada vez más y que basan su lucrativo oficio en cambiar la sangre del pueblo por un trozo del pastel político o, a veces, sólo por un trozo del pastel mediático, es, de hecho, la última forma del reformismo contrarrevolucionario, el último dique de contención de la indignación y del hambre hecha rabia de los pobres de la Tierra. El revisionismo y el reformismo desengañaron a las masas sobre las posibilidades de la participación parlamentaria. La caída del Muro dio paso a una nueva concepción basada en la presión violenta desde fuera para obligar a la llamada democracia representativa -erigida como modelo universal obligatorio- a ser ciertamente democrática y verdaderamente representativa. Pero, para ello, renunció al poder y provocó una cesura entre éste como objetivo político último y primordial y la actividad efervescente de las capas más activas y conscientes del pueblo. La interiorización que esto supuso tuvo su contrapartida en el corrupto laissez faire en que se permitió caer la burocracia política. No es extraño, pues, que en Latinoamérica el indigenismo esté cumpliendo hoy la función que en Europa jugó una vez el sindicalismo. Y este logro no ha sido conquistado en tierras quechuas, sino en tierras aztecas. Efectivamente, en la actualidad, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional representa el paradigma del método que busca la organización de una parte de la sociedad civil como factor de presión para el cambio político, empleando, para ello, la violencia -violencia armada, en este caso, lo que lo diferencia sustancialmente de otros movimientos del mismo tipo, como el ecuatoriano, y lo presenta precisamente como su expresión más acabada- y el pacto con el poder para la reforma, no para repartirlo ni para conquistarlo, haciendo alarde de una peligrosa ingenuidad política al considerar la posibilidad de la autorregeneración democrática del Estado burocrático-capitalista vendido al imperialismo y al confiar en la buena voluntad de sus dirigentes.

La idea de que «gobiernen ellos», mientras mis intereses sean contemplados y, sobre todo, formen parte de las reglas del juego, arraigó pronto en el movimiento obrero europeo y de forma curiosamente particular y casi prematura en Rusia, donde, desde los marxistas legales hasta los mencheviques, se forjó, desde finales del siglo XIX, una larga tradición socialista o filo-socialista basada en la autocontemplación del proletariado como simple clase laboriosa y en la proyección política de esa estrecha perspectiva. Pero en Rusia los debates se centraron más bien en el papel inmediato que en la política del día a día podía jugar esta clase. Fue en Alemania donde, por boca de Bernstein, fue acuñada la forma teórica más acabada de esa miope visión, resumida en la sentencia según la cual «el movimiento es lo principal, el objetivo lo secundario», es decir, que la suma de prerrogativas para la clase obrera, entendida como clase puramente económica, ubicada en su lugar en el proceso productivo -no como clase activa y consciente-, desembocaría en el socialismo. Como se sabe, el sindicalismo político es hoy una de las ofertas de la política del gran capital, y cumple turno en el actual sistema de partidos de la mayoría de los países europeos. Este modelo de autocomplaciente miopía política ha adoptado la forma de indigenismo en Latinoamérica, donde corre peligro de convertirse en la alternativa para la alternancia política. Si en Europa el sindicalismo político (socialdemocracia y, después, revisionismo) conquistó una reputación durante décadas en las barricadas, en la clandestinidad y en el maquis, reputación que luego puso al servicio de quien le obligó a ganársela, el movimiento indígena está hoy curtiéndose en asaltos armados de fácil retirada, apoyados por innumerables corifeos que envuelven su causa en un halo místico que introduce entre sones líricos la ¡dea, de poco lustre y más bien vulgar, de que cuantas más prerrogativas para las comunidades indígenas, más democrático será el Estado. No cabe duda de que la conquista de derechos básicos por parte de esas comunidades es importantísimo y de aceptación casi elemental para cualquier demócrata, pero igual que el hecho de que la clase obrera conquistase derechos fundamentales como tal clase en la sociedad capitalista (el derecho de asociación y el de la participación política, el derecho a negociar convenios colectivos,...) no supuso un cambio en su posición social, ni en su condición de clase oprimida y explotada, igualmente la investidura del indigenismo como partido político a tener en cuenta tampoco significará un cambio sustancial de la posición social del indio en las sociedades neocoloniales de América latina, por muy alto que se quiera cobrar el precio de su integración política. Sin embargo, su puesta a prueba sí supondrá un avance para la toma de conciencia sobre cuáles son los métodos adecuados y las vías que es preciso adoptar para encontrar el camino de la verdadera emancipación indígena. Igual que la emancipación obrera no tiene puestas sus miras en el status de la aristocracia obrera (convertirnos a todos en sobornados consumistas), sino en la extinción de las relaciones sociales que encorsetan a los individuos en cánones clasistas e impiden su pleno desenvolvimiento creativo y moral, la liberación indígena no consiste en permanecer indio para siempre -aunque los ecologistas y las ONGs hayan puesto de moda los sentimientos románticos hacia las especies en extinción, y aun teniendo en cuenta que la tradicional reivindicación particularista de autonomía cultural indígena no es, las más de las veces, otra cosa que un apenas disimulado deseo pequeñoburgués de monopolizar un territorio para saciar el hambre de tierras de las comunidades-, sino en la posibilidad de desarrollar y extender libremente su personalidad cultural hacia todos los ámbitos en interrelación e igualdad con otras culturas.

La emancipación del indio -que, en rigor, no puede ser separada de la emancipación de todas las clases y capas oprimidas, si no queremos caer en la estrechez mental del sindicalismo político- debe experimentar y superar la prueba de la fase indigenista de la lucha del indio. La confianza en los tradicionales partidos institucionales está rota desde hace ya muchos años; en los 80, el sandinismo -que, a diferencia del zapatismo, sí luchó por el poder- rompió también las esperanzas en el reformismo armado; ahora, los pueblos observan los resultados que puede dar la táctica de presión de masas, táctica que utiliza la violencia, pero que renuncia al poder. Por eso fracasará. Este es el último peldaño político del reformismo. El siguiente -el último y el más alto-, es la guerra popular. La emancipación india tendrá que aprender a subir ese último escalón. Pero, entonces, el indio deberá desembarazarse del mito indigenista y unirse al resto de los parias en un solo pueblo en armas.


Movimiento Anti-Imperialista
Mayo 2001