El fascismo y el papel de la Internacional Comunista y el PCE durante la Guerra Civil española


El fascismo, la Internacional Comunista y el proletariado revolucionario


                   Para entender los fenómenos socio-históricos en toda su complejidad y desde un punto de vista marxista-leninista, los comunistas tenemos que utilizar todas las herramientas teóricas que el materialismo histórico y dialéctico nos ha legado. Así, un fenómeno determinado solo puede ser estudiado de forma correcta, si -y solo si- se analizan los procesos interrelacionados y dinámicos que intervienen en la gestación de dicho fenómeno. Por este motivo, antes de analizar la época de los frentes populares, la Guerra Civil española y, en última medida, el papel de los comunistas a nivel estatal e internacional, es imprescindible que nos centremos previamente en la explicación del origen del fascismo.

            Durante el VII Congreso de la Internacional Comunista, los comunistas entendieron el fascismo como una nueva amenaza. Por supuesto, esa «dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios» (La ofensiva del fascismo y las tareas de la Internacional en la lucha por la unidad de la clase obrera contra el fascismo, Georgi Dimitrov) era interpretada como un peligro burgués; concretamente como una reacción de la oligarquía financiera, del capital monopolista, de los rapaces imperialistas. Este análisis, que era esencialmente correcto, dejaba de lado la complejidad de la naturaleza pluriclasista del fascismo. En este sentido, nosotros entendemos que el fascismo no era exclusivamente la respuesta político-militar de la dictadura de la oligarquía financiera, sino también la reacción de dicha oligarquía como gran movilizadora de todas las fuerzas, clases y estratos sociales reaccionarios de las sociedades de la Europa occidental.

            Recordemos que estos sectores, como la pequeña burguesía y la aristocracia obrera, constituían una parte importante de las bases de apoyo de los partidos socialdemócratas y oportunistas. Tras la subordinación de la socialdemocracia a los intereses del gran capital, muchos elementos de estas clases y estratos intermedios se sintieron defraudados por la «gestión» de la socialdemocracia en torno a la guerra imperialista, la represión contrarrevolucionaria y la crisis económica (caracterizada por un paro galopante, una hiperinflación sin precedentes en la historia de Alemania y unas medidas económicas que perjudicaban claramente los intereses de la gran mayoría de la población). Como bien señaló Dimitrov, estos sectores encontraron en los nazifascistas a sus «verdaderos» representantes. Cuando el Estado fascista se constituyó, la burguesía aniquiló las organizaciones combativas del proletariado y, además, consiguió adoctrinar y disciplinar mediante una política patronal terrorista a una gran parte de la clase obrera.

            No obstante, no debemos olvidar que el fascismo también supo ganarse a ciertos sectores del proletariado, los cuales fueron conquistados mediante una propaganda que tenía un basamento sólido en el impresionante despegue económico que registraron países como Alemania o Italia (sobre todo el primero, en gran medida como consecuencia de una política armamentística y expansiva auspiciada por el Estado burgués nazi). Es decir, el fascismo no solo supuso terror sistemático y aniquilación abierta del proletariado revolucionario (aunque esto fue lo fundamental en cuanto a los intereses de la clase obrera); no solo supuso destrucción, en suma, sino que además implicó una política de beneficio indirecto para determinados sectores de la clase obrera alemana o italiana, los cuales pudieron disfrutar temporalmente de las migajas que caían del plato cocinado por unas burguesías cada vez más militaristas, chovinistas y rapaces (algo no tan diferente de las migajas de las que pudo disfrutar una parte de la clase asalariada de los países imperialistas con los «Estados del bienestar», gracias a la división internacional del trabajo posterior a la Segunda Guerra Mundial). También la pequeña y la mediana burguesía se vieron beneficiadas por el corporativismo y la militarización del trabajo asalariado impuestos por los fascistas.

            Una evidencia muy clara del carácter pluriclasista de las bases sociales sobre las que se apoyó y fortaleció el fascismo alemán la tenemos en la evolución de las propias SA, los paramilitares del NSDAP. Muchos de los elementos paramilitares que formaron esta «sección de asalto» provenían de los Freikorps («cuerpos libres»), que destacaron como fuerzas de choque de la burguesía en la represión contra los revolucionarios alemanes en 1918 y principios de los 20. Pues bien, en cuanto a la naturaleza sociológica de este cuerpo, sabemos que las SA eran el exponente más violento de la pequeña burguesía «revolucionaria», abiertamente antiaristocrática y «antiplutocrática». Hitler y el aparato dirigente nazi en su conjunto, como fieles sirvientes de la oligarquía financiera alemana, utilizarían más tarde a las SA como un medio muy poderoso para imponer su dominio sobre el conjunto del Estado. Posteriormente, por las presiones del gran capital y los jerarcas nazis, las SA serían desarticuladas y parcialmente integradas en las SS, las famosas «escuadras de defensa» al servicio del Estado nazi.  

            Podemos decir que en la gestación del fascismo confluyeron dos factores fundamentales. Por un lado, existía una rivalidad creciente entre diferentes sectores de la burguesía en países -como Alemania e Italia- que habían carecido de una tradición burguesa y liberal, y que aún contaban con importantes sectores semi-aristocráticos en el seno de las clases dominantes (como sucedía con los junkers prusianos o los terratenientes italianos).

            Por otro lado, el fascismo era la respuesta lógica y ultrarreaccionaria de la burguesía ante una potencial amenaza revolucionaria. En cuanto a esto último, es cierto que, a mediados de los 20, la llama revolucionaria que recorrió Europa desde la Revolución de Octubre se había apagado en buena medida. Pero, a pesar de la mayor lejanía de una Revolución proletaria, todavía en ese momento la burguesía europea era consciente de que, en determinados países (en los que había cierta efervescencia de movimientos de masas proletarios), la constitución de los Estados de tipo fascista era la única llave que podía ahuyentar el fantasma del proyecto revolucionario de la clase obrera. De hecho, cuando los fascistas se hicieron con las riendas del Estado, tanto en Italia como Alemania, las primeras medidas políticas estuvieron encaminadas a eliminar todas las organizaciones políticas y sociales proletarias que podían representar un peligro para la dominación de la burguesía.

            Hay que entender que, si el fascismo pudo hacerse con los aparatos de represión estatales (y, al final, con todas las instituciones del Estado), ello fue posible porque en países como Alemania, Italia o España la burguesía entendió que la democracia burguesa había dejado de ser, en ese marco espacio-temporal, una herramienta útil como forma de dominación hegemónica sobre el resto de las clases sociales. Aunque nosotros no atribuimos en exclusiva el origen y auge del fascismo al movimiento revolucionario (ya hablamos con anterioridad de otros factores condicionantes del fascismo, como las contradicciones entre distintas fracciones de la clase dominante y los modelos de acumulación de capital y de formatos políticos con nula o escasa tradición liberal), es obvio que un factor determinante para la aparición de esta nueva forma política de dominación burguesa fue la existencia de partidos y movimientos comunistas con influencia considerable sobre el proletariado.

            Sin embargo, consideramos que el fascismo no era solo un movimiento ofensivo, sino también y sobre todo un movimiento defensivo y de reacción de la clase dominante, que mucho antes que los comunistas había asumido que la democracia burguesa era un modelo disfuncional en algunos países para asegurar el dominio de la clase explotadora. En cualquier caso, no olvidemos que fue Lenin quien dejó meridianamente claro (por ejemplo, en El Estado y la revolución) que la democracia burguesa era la mejor forma de dominación de la clase capitalista.

            Antes de proceder a estudiar el desarrollo de la Guerra Civil española y el papel de la Comintern y del PCE durante la misma, es necesario pasar por el rodillo de la crítica revolucionaria algunos mitos históricos sobre el fascismo y el rol de los comunistas alimentados por el revisionismo y el oportunismo.

            En primer lugar, todavía en nuestros días hay quien sostiene que era imposible constituir y fortalecer el Partido Comunista en un clima de terror represivo fascista. Esto es falso, y lo demuestran distintas experiencias históricas, empezando por la constitución y el desarrollo del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (bolchevique) -que pudo convertirse en un Partido vigoroso y protagonizar la primera Revolución socialista de la historia de la Humanidad en medio del terror y la represión estatal más draconiana- y terminando, ya durante la Segunda Guerra Mundial, con las victorias partisanas en la República Social Fascista de Saló (enclavada en el norte de Italia), en Grecia o en la antigua Yugoslavia.

            Otro de los dogmas oportunistas y revisionistas más recurrentes en esta cuestión es el que afirma que el fascismo solo podía ser combatido y derrotado de forma exitosa antes de que tomara las riendas del Estado. Este análisis erróneo llevó a los partidos comunistas a plegarse a una alianza con las burguesías democráticas, renunciando así a la Revolución proletaria con el fin de evitar el triunfo electoral de los fascistas y su acceso a posiciones de mando estatales. El problema fundamental fue que dichas alianzas, además de insuflar oxígeno al revisionismo, se saldaron siempre con derrotas tremendas. Ello se explica por el hecho de que el poder real del fascismo no residía en los parlamentos, sino en los elementos armados y movilizados de la propia burguesía, tanto dentro como fuera de su Estado.

            El revisionismo vendió la idea de que Gobierno y Estado eran idénticos, y llamaron a los proletarios revolucionarios a ocupar los gobiernos para «evitar» el triunfo de la reacción fascista del Estado burgués contra las masas obreras. Como tendremos ocasión de analizar en el segundo epígrafe de este trabajo, el caso más sonado de este rotundo fracaso fue el español. Pero también el ejemplo francés confirmó el fiasco de esta táctica. En este caso, pese a que la burguesía gala no tenía necesidad de articular un Estado fascista para derrotar al proletariado, el Partido Comunista Francés renunció a la Revolución y se plegó a la burguesía democrática. El Gobierno de Léon Blum terminó reprimiendo al movimiento obrero, y el Frente Popular francés, tras cumplir su función burguesa, se disolvió en 1938, quedando los comunistas desacreditados ante las masas proletarias. Por si esto fuera poco, fue el mismo Frente Popular francés el que, haciendo alarde de un «internacionalismo proletario» bastante sui generis, se negó a vender armas a la República española.

            Una interpretación igualmente errónea por parte de la Comintern tenía que ver con el hecho de entender el fascismo alemán desde un punto de vista excesivamente retórico y superestructural. En realidad, el nazismo respondía, en el plano internacional, al conflicto imperialista no resuelto y aún persistente en Europa, una especie de revival de la Primera Guerra Mundial entre imperialistas británicos y alemanes. Por tanto, la pretensión de evitar a toda costa una posible alianza entre las democracias burguesas y los fascismos alemán e italiano contra la URSS, se basaba en un análisis errado de la posición del imperialismo alemán, pues los comunistas entendieron que los discursos expansionistas y beligerantes de los nazis eran pura retórica unilateral por parte del imperialismo germano, cuando en verdad eran la evidencia palpable del irreconciliable conflicto entre ambos bloques imperialistas (conflicto que solo podía solventarse mediante la guerra, como de hecho sucedería a la sazón).

            A nuestro juicio, otro de los grandes mitos construidos sobre el fascismo en ese periodo es aquel que postulaba que lo fundamental era la derrota «militar» del fascismo, excluyendo su derrota ideológica y política. Se asumió así que la Revolución proletaria internacional debía ponerse a la defensiva, y se obvió que la derrota ideológico-política del fascismo habría supuesto a la postre la derrota total de la burguesía. Al final, la acumulación de fuerzas militares para la derrota militar del fascismo solo pudo ser lograda por la URSS y los movimientos partisanos.

            En conclusión, el fascismo demostró una capacidad de movilización social mayor que la expresada por Dimitrov, puesto que, al igual que el Frente Popular representaba las enormes concesiones del proletariado revolucionario a la socialdemocracia y a su base social (aristocracia obrera, elementos atrasados del proletariado y pequeña burguesía), así como a la burguesía democrática e, incluso, a la burguesía en general (pues no hay mayor concesión a la clase explotadora que relegar o rechazar la Revolución proletaria), el fascismo también representaba ciertas concesiones a estos sectores sociales -aunque el Estado corporativista del fascismo impusiera una hegemonía absoluta de la oligarquía financiera a nivel de dominio sobre el aparato del Estado-, con la diferencia de que el fascismo pretendía liquidar al movimiento revolucionario y los frentes populares no tenían la pretensión de hacer lo propio con la burguesía.

            Por otro lado, la política de los frentes únicos propuesta el VII Congreso de la Comintern (recordemos que uno de sus elementos fundamentales eran los frentes populares), además de realizarse en torno a los programas reformistas de la socialdemocracia (abandonando así los partidos comunistas su propio programa revolucionario para convertirse en muletas electorales de la burguesía democrática), se ejecutaba y desarrollaba en torno a la unidad y no en torno a la Revolución proletaria, como había afirmado Lenin con su primigenia política de frentes únicos del proletariado. En favor de Dimitrov debemos decir que ningún Frente Popular fue construido según sus tesis, sino que la mayoría de ellos se limitaron a alianzas electorales entre comunistas y socialdemócratas, es decir, alianzas por arriba y no por abajo, no mediante el trabajo revolucionario de masas. Aunque la teoría dimitrovista de la «bolchevización» de los socialdemócratas era bienintencionada, al final terminó abriendo las puertas al revisionismo y, al contrario de lo pretendido por el comunista búlgaro, fue el oportunismo el que socialdemocratizó a los comunistas en los frentes populares.

            Si en 1919 los bolcheviques llegaron a reprimir a mencheviques y socialrevolucionarios (los cuales se pusieron al servicio de la burguesía contra el proletariado revolucionario), en 1935, sin que las desviaciones de los reformistas se hubieran modificado un ápice en Europa, los herederos de los bolcheviques pretendían «unificar» sus fuerzas con los mencheviques sin la derrota ideológica previa de estos últimos. Obviamente, esta táctica implicó abrir las puertas en tropel a los revisionistas y socialdemócratas a las filas de los partidos comunistas, al mismo tiempo que se daba sangre nueva y una apariencia «radical» a los deslegitimados partidos socialdemócratas, sin cuya crisis entre la clase obrera sería imposible hablar de fascismo.

    En definitiva, entendemos que los partidos comunistas de este periodo histórico se sacrificaron para salvar a sus principales adversarios, los revisionistas y oportunistas, pues entendieron que solo junto a estos últimos podían derrotar al fascismo (que, en el fondo, era una forma de oportunismo ultrarreaccionario). Al final, la liquidación revolucionaria de los partidos comunistas y el rotundo fracaso de los frentes populares demostraron lo profundamente erróneo que fue la línea y el programa seguidos por los comunistas en torno al problema del fascismo y el Estado burgués.

El desarrollo de la Guerra Civil española y el papel de la Comintern y el PCE

          Después de haber analizado la naturaleza de clase del fascismo y las implicaciones de la línea y la política implementadas por los comunistas durante las décadas de los 30 y los 40, finalizaremos este trabajo con un balance histórico sobre la política seguida por los comunistas (tanto por parte del PCE como por parte de la Internacional Comunista) durante el transcurso de la Guerra Civil española. Por cuestiones de espacio, no analizaremos con profundidad la cuestión relativa a los orígenes y las causas del conflicto armado acaecido desde 1936 a 1939 en el Estado español, pues el objetivo prioritario es analizar desde un punto de vista revolucionario la actuación de los comunistas durante la guerra.

            Comencemos el estudio remontándonos al 23 de octubre de 1935. Ese día, el Comité Central del PCE publicó una carta abierta a Claridad, el diario del ala «izquierdista» del PSOE. En dicha carta se aceptaba el programa de Largo Caballero (quien representaba el ala «revolucionaria» del PSOE, al contrario que Besteiro o Prieto, que representaban el ala derechista y «moderada» del Partido, respectivamente1) y se abogaba por la formación de un bloque popular antifascista sobre la base del «frente unido proletario», considerado como la «unidad política orgánica del proletariado». Además, el PCE apostaba por una «absoluta independencia frente a la burguesía y una ruptura total del bloque socialdemócrata de la burguesía». Como podemos comprobar, hasta esa fecha el PCE mantenía una línea claramente revolucionaria que deslindaba el campo entre el proletariado revolucionario y la burguesía democrática.

            Más adelante, concretamente el 15 de enero de 1936, se produjo un acuerdo entre el PSOE, el PCE y algunos anarquistas. En dicho acuerdo se aprobó un programa que constituía la plataforma electoral del Frente Popular: liberación de los presos políticos, readmisión de los despedidos por el «régimen fascista» tras la insurrección proletaria de octubre del 34 en Asturias, reforma fiscal, financiera y de la judicatura. Ahora, al contrario de lo declarado tan solo tres meses antes, el proyecto revolucionario del proletariado se subordinaba completamente al pacto con la burguesía democrática. Siguiendo la línea errónea sobre el fascismo y la democracia burguesa del VII Congreso de la Internacional Comunista, en la plataforma aprobada brilló por su ausencia cualquier tipo de demanda socio-económica seria en relación a los intereses de las masas explotadas. Tampoco se reflejó ni se fomentó en dicho programa del Frente Popular la ocupación de tierras por los proletarios del campo o la toma de fábricas por los obreros.

            En ese momento, Dimitrov elogió al PCE por su actitud crítica hacia «las consignas izquierdistas de los socialistas de izquierda dirigidos por Largo Caballero, que propone empezar de inmediato la lucha por una república socialista». Según lo establecido por la Comintern, la tarea del momento consistía en llevar a su conclusión la revolución democrático-burguesa. Así, el secretariado del Comité Central de la Internacional Comunista (en adelante, IKKI) dio a conocer una resolución en la que declaraba que «el papel fundamental y urgente del PCE y del proletariado español» pasaba por «llevar a cabo medidas destinadas a completar la revolución democrática».

            Esta postura, idéntica a la defendida en el resto de Europa en torno a los frentes populares, el fascismo y la democracia burguesa, descansaba en la premisa errónea del proletariado como fuerza subalterna en la revolución democrático-burguesa. En realidad, aunque ni mucho menos España era un país semifeudal (sino un país de capitalismo monopolista débil e insuficientemente desarrollado), en el Estado español había tareas democrático-burguesas pendientes, pero estas solo podían resolverse mediante la Revolución socialista, y no colocando a las masas populares como segundones de la pequeña burguesía y la aristocracia obrera. Tampoco la mayoría de los comunistas supo ver que la República española, como consecuencia de la implantación débil y tardía del capitalismo español, descansaba sobre cimientos falsos -o cuando menos muy endebles-, lo que demostraba a todas luces la debilidad esencial de la democracia burguesa española.

            En este punto, pensamos que los comunistas cometieron el grave error de entender que un país plenamente capitalista como España, pero en un estadio de desarrollo claramente atrasado con respecto a las grandes potencias, era un país «semi-feudal», confundiendo desarrollo insuficiente de las fuerzas productivas con relaciones de producción no capitalistas o semifeudales. Incluso en Andalucía, uno de los territorios más atrasados del Estado (a excepción de las colonias), hacía tiempo que, a pesar de la carcasa político-institucional caciquil y semi-feudal, las relaciones de producción eran netamente capitalistas, y la inmensa mayoría de habitantes de las zonas rurales sufría una brutal explotación asalariada por parte de la burguesía terrateniente andaluza.

            Cuando en febrero de 1936 el Frente Popular ganó las elecciones, España se convirtió en el primer Estado de Europa en el que una alianza de estas características triunfaba en unas elecciones generales. Básicamente, el mapa electoral provocó que los grandes territorios industriales del Estado español -Cataluña, Asturias y Bilbao, no así el conjunto del País Vasco, en el que ganó el PNV- estuvieran en manos de los republicanos. Poco a poco, por la radicalización creciente de las masas explotadas, tanto los terratenientes como una fracción creciente de burgueses monopolistas y medios comenzaron a verse representados cada vez más por organizaciones y dirigentes golpistas o claramente fascistas. Ello explica por qué cada vez más capitalistas y terratenientes veían en el fascismo a su legítimo salvador.

            Cuando el golpe de Estado fascista de julio del 36 se hizo efectivo, la posterior Guerra Civil que se desencadenó se convirtió en un problema internacional de primer orden. Con respecto a la participación de las potencias imperialistas en el conflicto, recordemos que los fascistas españoles recibieron muy pronto apoyo militar y logístico por parte de las potencias nazifascistas. Aunque en el Estado español no intervinieron fuerzas alemanas terrestres, el apoyo militar nazi superó en calidad a la ayuda brindada por la Italia fascista, que fue superior en cantidad y que sí envió tropas terrestres para apoyar a los fascistas españoles y liquidar política e ideológicamente al proletariado revolucionario. A España llegaron aeroplanos, suministros militares y personal técnico en cantidades importantes gracias a los Estados fascistas.

            Por su parte, los dirigentes de la Segunda Internacional de Amsterdam hicieron un llamamiento a las democracias burguesas para que apoyasen a los obreros y campesinos españoles en lucha por la «democracia» y la República burguesa.  En cuanto que recibió el bando republicano, cabe destacar la respuesta del Gobierno del Frente Popular francés. En los primeros días de la Guerra Civil envió a España aeroplanos y otras armas y municiones. Sin embargo, como expusimos más arriba, pronto suspendería su apoyo militar a la República española. Además, influyentes círculos reaccionarios franceses apoyaban de forma activa al bando fascista.

            En cuanto al Gobierno «conservador» de Gran Bretaña, este dio muestras desde el principio de cerrar en banda cualquier tipo de apoyo al Gobierno republicano español. Cuando Léon Blum visitó Londres en julio de 1936, Anthony Eden (el número dos, durante la Segunda Guerra Mundial, del Gobierno del genocida y racista Churchill) le advirtió del peligro de implicarse en el suministro de armas a los republicanos y le indicó que el Gobierno británico pretendía mantenerse «neutral» en la guerra española. Al final, las presiones de la primera potencia imperialista en ese momento provocaron que también el Estado francés ahogara en sangre a la República española. Nuevamente, las democracias burguesas demostraban de qué lado estaban cuando se trataba de elegir entre fascismo y proletariado subordinado a las políticas del Frente Popular.

            Aunque la URSS fue el único país, junto con México, que suministró apoyo militar y logístico a la República española, en un principio las reacciones en la URSS fueron vacilantes como consecuencia de cierta alineación de la política exterior soviética con la de Francia e Inglaterra. A pesar de que, desde el primer minuto de inicio de la contienda española, la mayoría de los dirigentes bolcheviques y el resto de comunistas abogaban por un envío inmediato y masivo de armas al Gobierno republicano español, dicha presión estaba aún sujeta al freno de la política diplomática soviética. Sin embargo, el Estado socialista soviético pronto entendió que no oponerse de forma clara y rotunda al apetito expansionista de Alemania e Italia era tan cobarde como peligroso a largo plazo.

            Según la información aportada por el agregado militar francés en Moscú, en el seno de la Internacional Comunista había dos facciones: una «moderada», a la que pertenecía el propio Stalin, y que «quería evitar cualquier intervención con el fin de no provocar una reacción de Alemania e Italia», y otra «extremista», que «considera que la URSS no puede permanecer neutral y que debe apoyar al gobierno legal». Por estas fechas, tanto Stalin como Litvinov hilaban muy fino para no hacer nada que pudiera provocar la ruptura de las relaciones con el Estado francés.

            Fruto de la errónea línea sobre el fascismo, los artículos de la prensa soviética presentaban a Franco como un instrumento de la agresión de la Italia y la Alemania fascistas (obviando el apoyo abierto o tácito de Gran Bretaña y otras democracias burguesas a Franco como única forma de conjurar el fantasma de la Revolución proletaria en el Estado español). Así, Pravda declaraba el 1 de agosto de 1936: «El fascismo quiere la guerra». Pero ¿quién quería la guerra en realidad? ¿El fascismo o  el conjunto de la burguesía (también la democrática)? Por el momento, la URSS decidió brindar apoyo financiero al Gobierno republicano a través de las organizaciones sindicales.

            Fue el 27 de agosto de 1936 cuando llegó a Madrid, con un imponente séquito de agregados y expertos militares, navales y aéreos, el primer embajador soviético en Madrid, Rosenberg (que había sido anteriormente el antiguo secretario adjunto de la Sociedad de Naciones). Pero el suministro de equipo militar soviético iba a tardar más en llegar. Según M. Meshcheryakov (Ispanskaya Republika i Kominter [1981], p. 52), el primer envío de armas soviéticas llegó al puerto de Cartagena en un buque español el 4 de octubre, arribando concretamente 50 tanques. También llegaron aeroplanos soviéticos (de una calidad sensiblemente superior al material alemán e italiano, según diversos expertos militares). Sin embargo, a lo largo de septiembre de 1936, mientras el flujo de armamento de Alemania e Italia a los fascistas aumentaba sin interrupción alguna, seguía siendo efectiva la prohibición de envíos a la España republicana desde Francia, Gran Bretaña y la URSS. Todas las declaraciones públicas de aquel momento sobre los envíos de la URSS al Gobierno español insistían en que eran alimentos y otros suministros para la población civil. Entendemos que aún hay algunas lagunas sobre el momento y las circunstancias precisas en que se tomó en la URSS la decisión de suministrar armas al Gobierno español.

            En cualquier caso, el 15 de octubre de 1936, Stalin envío a José Diaz un telegrama personal breve en el que declaraba:

              «Los trabajadores de la Unión Soviética solo cumplen con su deber cuando prestan ayuda a las masas revolucionarias españolas. Son conscientes de que la liberación de España de la persecución de los reaccionarios fascistas no es asunto privado de los españoles, sino causa universal de toda la humanidad avanzada y progresista. Saludos fraternales».

               Según describió Koltsov en su Diario de la guerra de España, el entusiasmo popular en Madrid tras recibirse el telegrama de Stalin fue formidable. A pesar de que la URSS y la Comintern ya entendían la necesidad acuciante de enviar armas al bando republicano español, todavía en este momento las fuentes oficiales soviéticas se mostraban reticentes en la cuestión del apoyo militar. Como explicamos anteriormente, la política exterior soviética seguía la línea trazada por el IKKI de no hacer nada susceptible de enfrentarla a los paladines de la democracia burguesa europea, Francia y Gran Bretaña, con quienes la URSS contaba para repeler al agresor fascista.

                 Volviendo de nuevo a la actitud de la burguesía francesa, fue su Gobierno el que concibió el proyecto de obtener de los Estados implicados un compromiso mutuo de abstenerse de cualquier intervención en la Guerra Civil española y del envío de material bélico a cualquiera de los bandos. En consonancia con la posición soviética en torno a las democracias burguesas, el Gobierno soviético anunció, el 5 de agosto de 1936, su aceptación de la propuesta. Tras alguna vacilación, el resto de Gobiernos eligió el mismo camino. Finalmente, el texto de la declaración sobre la No-Intervención fue redactado por el Gobierno francés, aprobado por el británico el 15 de agosto y enviado a los demás presuntos firmantes. La aprobación de la URSS consistió en un intercambio de notas con el embajador francés, el 23 de agosto, en Moscú. El Gobierno soviético condicionó su ratificación final a la adhesión oficial de Alemania, Italia y Portugal.

            Evidentemente, la declaración de No-Intervención era absolutamente hipócrita desde el principio. La aceptación de la declaración por parte de la URSS sorprendió a muchos, sobre todo teniendo en cuenta la campaña en apoyo del Gobierno republicano, tanto en el Estado soviético como en los partidos comunistas de todo el mundo. Aunque es cierto que la URSS no disponía en ese momento de la capacidad para enviar suministros militares al Estado español en una magnitud comparable a la de Alemania e Italia, hoy es innegable que un motivo de peso era el interés de marchar junto a las dos grandes democracias burguesas europeas, las promotoras del plan.

            La participación de la URSS en el acuerdo fue justificada un mes después por Litvinov, en un discurso en la asamblea de la Sociedad de Naciones celebrada en Ginebra. El Gobierno soviético no había querido ofender a “un país amigo”, temeroso, en caso contrario, de “un conflicto internacional”. Sin embargo, Litvinov añadió que consideraba “inaplicable el principio de neutralidad a la lucha de unos rebeldes contra un gobierno legal y contrario a las normas del derecho internacional”. Nuevamente, desde posiciones de mando del Estado soviético se obviaba el análisis de clase en el trasfondo del golpe fascista del 36.

            A dos meses del estallido de la Guerra Civil, en España el enfrentamiento se recrudecía por momentos, así como las contradicciones entre clases y sectores de clase en el bando republicano. Tras la dimisión de Giral, llevada a efecto el 4 de septiembre de 1936, le sucedió como primer ministro y ministro de Guerra Largo Caballero. Anarquistas y dirigentes del PCE fueron invitados a participar, pasando a formar parte del nuevo Gobierno dos dirigentes del PCE. Hernández, uno de los nuevos ministros del PCE, había escrito negando que “el actual movimiento tuviese por objetivo el establecimiento de una dictadura proletaria después de que acabase la revolución” (Mundo Obrero, 9 de agosto de 1936). Vemos cómo Hernández llegaba tan lejos que no solo afirmaba que el proletariado no debía construir su propio poder durante la Guerra Civil, sino que además ni siquiera debía hacerlo al acabar “la revolución” (democrático-burguesa, obviamente).

            El lema elegido por el Gobierno era: “Todo para el Frente Popular, todo por el Frente Popular”. Después de que Manuilski plantease el recurrente –y claramente erróneo a la luz de los hechos históricos- dilema sobre el carácter democrático-burgués o proletario de la Revolución en España, Dimitrov rechazó “los viejos cánones de la socialdemocracia que existían hace veinte o treinta años”. Así, el Estado por el que estaba luchando el proletariado y el campesinado pobre de España no sería una República democrática al viejo estilo, sino “un estado especial, con auténtica democracia popular”. No sería “un estado soviético, sino un estado antifascista, con participación del sector auténticamente izquierdista de la burguesía”. En una pirueta dialéctica un tanto extraña al marxismo-leninismo, Dimitrov defendía la posibilidad de construir un Estado “diferente”, “democrático-popular” que, según él, sería capaz de enfrentarse con éxito al fascismo. El dirigente de la Comintern defendía esta posición sin la previa destrucción del aparato burocrático de la burguesía, sin la destrucción del viejo Estado burgués, es decir, mediante reformas. Volvía a demostrar su incomprensión sobre la imposibilidad de acabar con el fascismo sin asegurar la independencia ideológico-política y revolucionaria del proletariado.

            De poco servía que Dimitrov resucitara la fórmula leninista de “una forma especial de dictadura democrática de la clase obrera y del campesinado” (acuñada por el revolucionario ruso en 1905). La colectivización de la tierra y la industria podía y debía esperar, pues lo que ahora estaba en juego era “la victoria sobre el fascismo”. El dirigente comunista búlgaro también defendió con ahínco la fusión de las milicias obreras, ahora unidades bien armadas y organizadas, con los elementos “leales” del ejército republicano burgués. Al final, unidades proletarias y comunistas, como el Quinto Regimiento, fueron integradas en el aparato militar de la burguesía republicana.

            Sin embargo, no todos los dirigentes soviéticos tenían la misma visión sobre la Guerra Civil española. Así, Knorin, en un artículo publicado en Pravda, sembraba la duda sobre la posibilidad de transformar la Revolución en España en una Revolución socialista. Knorin planteaba que la burguesía española estaba demasiado vinculada a los poderes más reaccionarios y a la contrarrevolución. Además, el Frente Popular era excesivamente débil en el Estado español como para alcanzar metas revolucionarias.

           Pero Togliatti, en su artículo “Sobre la peculiaridad de la revolución española”, volvió a insistir en la posición hegemónica sobre la necesidad de lograr una Revolución democrático-burguesa. El comunista italiano calificó la Revolución española como “el acontecimiento más importante en la historia de la lucha por la liberación desde octubre de 1917”. Togliatti sabía que el PCE era un partido aún débil, que el PSOE era más fuerte de lo que jamás lo fueran los mencheviques y, además, entendía que una organización de masas anarcosindicalista era un obstáculo para la acción de un proletariado revolucionario auténtico y disciplinado. Por eso, el italiano consideraba que eran prematuras las reivindicaciones de “colectivización” de tierras y fábricas. Había que reconocer, según él, que parte de la burguesía y de la pequeña burguesía eran aliados políticos en la resistencia contra el fascismo. Toda una plétora de argumentos de Togliatti apuntaban de forma tácita hacia la necesidad de moderación y cautela, es decir, hacia la subordinación del programa revolucionario al programa de la burguesía democrática.

             Parecía claro que la experiencia de la «Revolución española» suponía un refuerzo poderoso para los dirigentes soviéticos y de la Tercera Internacional, que se esforzaban por llevar a su lógica conclusión las decisiones del VII Congreso de la Comintern y subordinaban el proyecto de Revolución proletaria a la «urgencia inmediata» de construir amplias bases de resistencia contra el agresor fascista.

            Con respecto a los anarquistas, el grueso de sus históricos dirigentes reconsideró su política de abstención, no sin una resistencia fuerte de sus bases, y en noviembre de 1936 cuatro miembros de la CNT pasaron a formar parte del Gobierno. Además, la organización anarcosindicalista decidió ocupar su lugar en la Generalitat de Cataluña, junto al PSUC, el POUM y Esquerra Republicana de Catalunya, el partido defensor de la pequeña burguesía catalanista. Por su parte, cuatro ministros anarcosindicalistas se incorporaron al Gobierno central de Largo Caballero. Como analizó con lucidez Togliatti, el movimiento obrero anarcosindicalista era vigoroso en España, sobre todo en Cataluña, y ningún partido político o movimiento social podía articular cualquier propuesta o programa de acción sin contar con la aquiescencia, al menos tácita, del movimiento anarquista.

            Ningún otro país excepto España presentaba esta peculiar y compleja situación de poderosos movimientos anarquistas de masas que, al tiempo que mantenían su singular estrategia y táctica anticapitalista, impedían de facto cualquier tipo de avance del movimiento proletario comunista. En todo caso, era evidente que los anarquistas merecían la lealtad de un amplio sector del proletariado, sobre todo del catalán. En esta nación del Estado español, tanto el anarquismo como el nacionalismo catalán supusieron dos rémoras para el interés del PCE de ponerse al frente de un movimiento de ámbito estatal contra el fascismo. Por supuesto, el PCE siempre intentó, con José Díaz a la cabeza, ganarse a los dirigentes más destacados del movimiento anarquista catalán y español.

            A finales de año (concretamente, el 21 de diciembre de 1936), Stalin, Molotov y Vorochilov enviaron una carta personal a Largo Caballero. En dicha carta –que reproducimos íntegramente en el anexo a este trabajo, junto a la respuesta posterior del dirigente del PSOE-, los tres dirigentes soviéticos advertían de forma amistosa pero enfática a Largo Caballero de que no se enemistara con los campesinos, la pequeña burguesía y los republicanos que, en caso contrario, podrían “seguir a los fascistas”. Asimismo, debían evitarse las confiscaciones y garantizarse la libertad de comercio. No debía hacerse nada que animase “a los enemigos de España” a “mirarla como a una república comunista”.

            No menos complejas e intrincadas fueron las relaciones y los enfrentamientos entre el PCE y el ala «izquierdista» del PSOE, encabezada por Largo Caballero. Este comenzó a recelar muy pronto de las Brigadas Internacionales, pues consideraba que eran recalcitrantes al «control profesional». La oposición del dirigente del PSOE resultó fatal para las negociaciones de unificación entre el PCE y el PSOE. La singular apuesta de Largo Caballero consistía en un plan para sustituir el Gobierno representativo de los partidos por un Gobierno representativo de las organizaciones sindicales. Sin embargo, el dirigente del PSOE no logró el apoyo del resto de la dirección de su partido.

            Desde que se produjo la toma de Málaga por los fascistas en febrero de 1937, las constantes recriminaciones sobre la dirección de las operaciones militares por Largo Caballero demuestran que había perdido la confianza de los dirigentes del PCE y de los mandos soviéticos. José Díaz, que no atacó de forma abierta a Largo Caballero, advirtió que, si el Gobierno no mantenía una «política firme», tendría que hacerlo «otro gobierno del Frente Popular». El 15 de mayo de 1937, el líder del PSOE se opuso a una propuesta del PCE para proscribir al POUM y reducir la representación anarquista en el Gobierno. En ese momento, los dirigentes del PCE abandonaron disgustados el Consejo de Ministros, y al día siguiente Largo Caballero presentó su dimisión a Azaña. Negrín, el anterior ministro de Hacienda que pertenecía al ala derecha del PSOE y era amigo personal de Prieto (quien pasó a ostentar la cartera de Defensa), asumió el cargo de primer ministro en un Gobierno que excluía a los anarquistas y al POUM.

            Recordemos que, en junio de 1937, los debates del comité central del PCE habían estado dominados por las propuestas de fusión del PSOE con el PCE en un solo «Partido proletario». La hostilidad de Largo Caballero hacia el PCE era implacable, y el problema era que el dirigente del PSOE todavía tenía influencia en la central sindical afín al PSOE. El periódico comunista Frente Rojo calificaba al comité ejecutivo de la UGT de “grupo de gente hostil a la unidad, hostil a la nación, desbordados y resentidos, que pone sus resentimientos y pasiones personales por delante del sagrado interés de la nación”.

            Tras arduas negociaciones y debates, se llegó a un acuerdo para elaborar un programa de acción común que fue publicado en la prensa del PCE y el PSOE el 19 y el 20 de agosto. El programa preveía la acción conjunta en el fomento de una mayor eficacia del ejército, de la producción de guerra, y en «la coordinación y planificación de la economía», además de en «las buenas relaciones con la pequeña burguesía comercial e industrial». Terminaba con un compromiso de defensa de la URSS y de su lucha «contra el fascismo internacional, por la democracia y la libertad de los pueblos» (nuevamente, ni una sola alusión a la necesidad de construir poder revolucionario para echar abajo el sistema de dominación burgués y su pata fascista). Por otro lado, el problema no estaba en contar con la pequeña burguesía -que era un aliado fundamental en un país en el que su presencia era aún determinante desde el punto de vista social-, sino en subordinar sistemáticamente la línea proletaria y revolucionaria a la de la burguesía republicana.

            El PCE lanzó un comunicado en el que prometía apoyar a cualquier Gobierno del Frente Popular que asegurara la dedicación de todos «los elementos materiales y humanos del país» a una victoria que pudiera abrir el camino a «la revolución de nuestro pueblo». Asimismo, expresaba nuevamente el deseo de «ir mano a mano con nuestros camaradas de la CNT». Por su parte, la organización anarcosindicalista insistía en la necesidad de una dirección política y militar unificadas, de un plan de reconstrucción económica y de la defensa de la propiedad común de la tierra, siempre que los campesinos fueran libres para cultivarla individual o colectivamente.

            De vueltas con la trágica situación internacional, el Gobierno británico se tomó cada vez menos molestias para disimular su indiferencia ante la suerte de la República española. El 25 de junio de 1937, Arthur Neville Chamberlain se abstuvo intencionadamente de cualquier expresión de simpatía o apoyo al Gobierno republicano español, y explicó que la política británica iba dirigida «a un fin y solamente a uno, a saber, a mantener la paz en Europa, limitando la guerra a España» (House of Commons: Fifth Series, CCCXXV [1937], pp. 1545-1550). No obstante, en el otoño del mismo año, la Conferencia del Partido Laborista adoptó por unanimidad una resolución condenatoria del acuerdo de No-Intervención. Además, pedía la restitución al Gobierno constitucional español de su derecho a adquirir armas para mantener su autoridad (Report of the Thirty-Seventh Annual Conference of the Labour Party [1937], pp. 260-278). Al margen de las declaraciones aparentemente bienintencionadas de la socialdemocracia británica, la burguesía de ese país ya hacía tiempo que había repartido las cartas: había que cortocircuitar por todos los medios posibles cualquier intento de organizar una Revolución socialista en el Estado español. Pero ni siquiera esto provocó que la mayoría de los comunistas se quitara la venda de los ojos sobre la idea de contar con la aquiescencia o el apoyo de la burguesía británica en la lucha contra el fascismo.

            Por su parte, la URSS seguía enviando suministros y equipos militares a las fuerzas republicanas, aunque con menor profusión que el apoyo militar recibido por las fuerzas fascistas de Italia y Alemania. Pero el verano de 1937 estuvo marcado por un descenso relativo del interés: España era cada vez más un peón en el tablero europeo, y los dos grandes actores democráticos imperialistas, Francia y Gran Bretaña, sabían que la única forma de evitar una Revolución proletaria en España era dejar morir lentamente a la República española.

            La conciencia de la precaria situación en el Estado español y de los nuevos problemas y peligros que se oponían al Gobierno de Negrín influyeron en la decisión de la Internacional Comunista de enviar a España, en misión de información, a su más experimentado colaborador extranjero, Palmiro Togliatti2, quien estaba persuadido totalmente de que la Revolución, en países como España e Italia, estaba todavía en su fase democrático-burguesa. Por tanto, entendía que el primer paso de la lucha contra el fascismo debía darse hacia un nuevo tipo de democracia, pero sin la destrucción del Estado capitalista. Se debía dar mucha importancia a la lucha entre la democracia y el fascismo.

            Togliatti, como Díaz o Dimitrov, no entendían que en España la burguesía ya tenía el poder político y, aunque persistieran en la estructura socio-económica rasgos de enorme atraso e incluso semi-feudales, era el proletariado el encargado de encabezar y dirigir el proceso revolucionario hasta la construcción de la dictadura del proletariado, no desde las ruinas del moribundo Estado democrático-burgués español. En cualquier caso, el comunista italiano planteó críticas interesantes al PCE (pueden leerse en sus Obras). Atribuía la debilidad del PCE al rápido crecimiento y a la falta de experiencia de los cuadros. Entendía que el Comité Central y el Politburó estaban mal organizados y la política era, con frecuencia, indecisa e incoherente. Togliatti también se quejaba de que las «políticas progresistas» de los «camaradas catalanes» habían tenido el efecto de «empujar a los campesinos hacia los partidos burgueses y republicanos». Asimismo, afirmó que las fuerzas militares republicanas eran ineficaces, estaban mal equipadas y carecían de disciplina; no querían luchar y estaban divididas por enfrentamientos internos. Consideraba que solo las Brigadas Internacionales y las unidades militares comunistas eran capaces de enfrentarse al poder militar del fascismo3. Togliatti, en su informe del 30 de agosto de 1937, cargó abiertamente parte de la responsabilidad del insatisfactorio trabajo del PCE sobre “nuestros consejeros”.

            Fue en el verano de 1937 (concretamente, el 17 de junio), cuando el Gobierno promulgó un decreto por el que autorizaba la «militarización» de la industria de guerra, lo que implicaba colocar las principales industrias bajo el control gubernamental. Aunque en determinadas zonas rurales la resistencia fue feroz (los anarquistas se opusieron violentamente para conservar las colectividades que habían constituido en las zonas del Estado bajo su control), dichas colectividades se mantuvieron firmes en las regiones en que los anarquistas habían permanecido en el poder a lo largo del primer año de la Guerra Civil (sobre todo en Aragón), hasta que, en agosto de 1937, unidades del ejército republicano ocuparon el frente de Aragón y el Consejo de Aragón4 fue disuelto con represalias contra sus dirigentes.

            En el mismo verano, la burguesía francesa corroboraba nuevamente el papel de las democracias burguesas con respecto al aniquilamiento de la República española, cerrando de forma explícita la frontera franco-española. Por su parte, el IKKI, el 29 de setiembre de 1937, aprobó una resolución sobre las tareas más acuciantes del PCE. Se insistía vehementemente en la base democrática del frente antifascista y se aconsejaba presentar listas comunes con otros partidos antifascistas en las elecciones (mientras la burguesía monopolista demostraba la esencia de su poder, la línea implementada por la Comintern seguía llamando al proletariado a confiar en las fuerzas democrático-burguesas y a postergar la Revolución para acabar con el fascismo, cuando justamente este se alimentaba de la debilidad formidable del proletariado revolucionario y el PCE). Insistía igualmente el IKKI en que el control nacional de la economía era esencial para la eficacia, lo que conllevaba un acuerdo con los sindicatos. Además, no debía hacerse nada que hiciera verosímil la acusación según la cual el PCE quería «tragarse al PSOE» (K. Shirinya, Strategia i Taktika Kominterna [1979], pp. 169-169).

            Con respecto a la cuestión de la UGT, los acontecimientos se sucedieron de tal forma que el 1 de octubre de 1937, cuando el comité ejecutivo de la UGT destituyó a Largo Caballero de la presidencia del sindicato, también expulsó a varias federaciones y declaró su completo apoyo al Gobierno.

            En cuanto al «problema catalán», el PSUC había declarado, en julio del mismo año, que «Cataluña no puede ser libre si el fascismo conquista España. España no puede ser libre sin la ayuda de Cataluña» (Rundschau, núm. 24, 4 de mayo de 1938, p. 783). Si bien el PCE animaba a los comunistas a enrolarse en el PSUC, seguía aún habiendo fricciones entre ambas organizaciones. Según Togliatti, el PSUC estaba «sometido a una fuerte influencia del nacionalismo pequeñoburgués, de igual modo que recibe la influencia del anarquismo y recibió la del POUM», y «mantenía una política de colectivización y colectivismo “ultra-izquierdista”». El comunista italiano también reconocía que la CNT era todavía la primera fuerza entre los obreros de Cataluña.

            A comienzos y mediados de 1938, la República española seguía hundiéndose lenta pero inexorablemente. Así, en abril del mismo año, las diferencias entre Prieto y el PCE se agudizaron, y el primero pasó a ser ya tachado abiertamente de derrotista en los círculos del PCE. El 15 de marzo, una demostración de masas en Barcelona (se han dado cifras de alrededor de 200.000 manifestantes), exigió a Negrín la continuación de la resistencia y la remoción de los ministros del Gobierno que no se mostraran firmes ante la defensa de la República española.

             En la URSS, el periódico Pravda (en su edición del 31 de marzo de 1938) relacionaba la agresión fascista en España con la conquista de Austria por el «fascismo alemán» y con la anexión de  los Sudetes (Checoslovaquia). Además de esto, denunciaba nuevamente la «doble política» de los Gobiernos francés e inglés. ¿Por qué, entonces, la dirección del país socialista seguía defendiendo una táctica consistente en «no buscar enfrentamientos» con las dos grandes potencias imperialistas del continente europeo?

            Teniendo en cuenta la capacidad de guía ideológica que ejercía aún la URSS en el resto de partidos comunistas del mundo, no es de extrañar que el máximo dirigente del PCE, José Díaz, enviara una carta5, el 29 de marzo de 1938 (publicada el día siguiente en Frente Rojo), con una severa reprimenda al periódico del Partido, Mundo Obrero, que había publicado previamente un artículo en el que declaraba que la lucha era entre el fascismo y el comunismo, y que el enemigo contra el que la República estaba combatiendo a muerte era el capitalismo. ¡Es que así era, como los hechos demostraban sistemáticamente! No se podía luchar contra el fascismo si el proletariado no ejercía e imponía su dictadura en confrontación con el fascismo y el Estado burgués moribundo. Si ni el Gobierno republicano burgués español -ni, menos aún, Gran Bretaña o Francia- eran capaces de hacer frente a la acometida burguesa del fascismo, ¿por qué debían los proletarios y campesinos pobres seguir subyugados por una burguesía democrática que cada vez demostraba más incapacidad para hacer frente al fascismo y cumplir con las tareas pendientes en el Estado español?

            En esta época, el Comité Central del PCE creó una comisión, encabezada por Togliatti y Stepanov, con objeto de redactar un programa para el nuevo Gobierno. Constaba de 13 puntos en los que se defendía la independencia y la integridad de España. Además, prometía la defensa de la democracia y de los derechos civiles, incluidos los derechos de propiedad «y el libre ejercicio de las creencias religiosas». Una cláusula especial, en la que insistió el IKKI y que dio lugar a alguna controversia, protegía la propiedad de los capitalistas extranjeros, salvo la de quienes hubieran ayudado a los fascistas (¿por qué no la de aquellos capitalistas, franceses y británicos, que daban cada vez más muestras de boicot a la República española?). Cualquier elemento que pudiera ser tachado de comunista o socialista quedó rigurosamente excluido. Por último, se insistió en que los 13 puntos representaban el paso de un frente «popular» a un frente «nacional» (M. Mescheryakov, Ispanskaya Respublika i Komintern [1981], pp. 147-149).

            A finales de 1938, la situación era cada vez más grave. Así, en noviembre de 1938, Negrín escribió una carta desesperada a Stalin suplicándole un incremento de la ayuda militar de la URSS. No hay constancia de la respuesta. Por otro lado, era cada vez más evidente que una victoria de los fascistas españoles no provocaría más que una suave ola en las aguas internacionales. Los acuerdos de Munich6 a lo ancho y largo de Europa afectaron a los republicanos españoles de forma clara, mostrando con mayor claridad que nunca que la República española quedaba ahora relegada a un lugar insignificante en las preocupaciones de las potencias imperialistas europeas, no pudiendo además esperarse futuros esfuerzos para sostener la causa de la democracia burguesa en España.

            Fue en este momento cuando José Díaz escribió, en el periódico Frente Rojo (en su edición del 5 de octubre de 1938): «Lo ocurrido en Checoslovaquia es una derrota para el proletariado internacional, una derrota de las fuerzas de la democracia y de la paz. El fascismo ha logrado una victoria». A nuestro juicio, Díaz fue incapaz de ver que era la burguesía la que en el fondo se había impuesto, y que, por una línea errónea, el grueso de los comunistas en el mundo había apostado por una línea de supeditación a las ambivalentes e hipócritas democracias burguesas.

            La reorganización del Gobierno de Negrín, en abril de 1938, así como los 13 puntos del 30 de ese mes, marcaron el abandono final de cualquier elemento mínimamente revolucionario en el programa republicano: se identificó la causa republicana con la defensa de la independencia estatal (¡cuando la única independencia estatal posible solo podía venir de la mano de un Estado de los obreros y campesinos pobres del Estado español!) y de la seguridad de España contra los agresores fascistas, quienes contaban principalmente con la ayuda de Alemania e Italia.

            A principios de 1939, la Guerra Civil española iba llegando a su dramático y anunciado final. El 26 de enero, los primeros tanques fascistas hicieron acto de presencia en la capital catalana. La matanza brutal de republicanos se prolongó durante varios días. Pravda, el 7 de febrero de 1939, culpaba de la tragedia de Cataluña a la «criminal política de No-Intervención impulsada por los Gobiernos de los países democrático-burgueses, Francia e Inglaterra» (pero se cuidaba de no mencionar que la misma URSS había alimentado, durante demasiado tiempo, esa ilusión de hacer creer al proletariado y a las masas populares de España que podían contar con las burguesías democráticas en su lucha contra el terror fascista), mientras elogiaba a los comunistas que seguían luchando heroicamente en Madrid y otras ciudades de la zona central.

            El 1 de febrero de 1939, las Cortes españolas celebraron su última sesión. En ellas Negrín propuso una oferta de negociaciones de paz bajo tres condiciones: garantía de independencia del país, derecho del pueblo español a decidir sobre su sistema de gobierno y cese de las represalias e interrogatorios de quienes habían participado en la guerra. La propuesta fue aprobada por Mije, en nombre del PCE, y posteriormente aceptada de forma unánime. Los fascistas, obviamente, ya tenían la sartén por el mango, con lo que no tenían ningún motivo para aceptar semejantes negociaciones de paz. La tumba de la República española (y del proletariado revolucionario, que había carecido de un Partido marxista-leninista con una línea y una capacidad políticas como la del Partido de los bolcheviques en la Rusia de 1917) ya había sido cavada, y pronto comenzaron los primeros intentos claros de rendición ante las hienas fascistas.

            Así fue como Casado, comandante de la guarnición, llegó a la convicción de que cualquier resistencia era inútil, y ya por entonces buscaba una rendición negociada. El Politburó del PCE en Madrid intentó recuperar posiciones con un manifiesto de 22 de febrero, que pretendía que la paz no debía significar rendición (pero, como dijimos anteriormente, ¿por qué los fascistas tendrían que negociar algo que ya tenían absolutamente ganado?), sino que debía alcanzarse sobre la base de las tres condiciones del Gobierno establecidas en la sesión de las Cortes celebrada el 1 de febrero.

            Pero la «paciencia» de Casado se agotaba ante las dudas y reservas del propio Negrín y, en la noche del 5 al 6 de marzo, en una alocución radiada anunció la formación de un Consejo Nacional de Defensa, formado por el general Miaja, el veterano dirigente del PSOE, Besteiro; y diferentes representantes de la CNT, la UGT y los partidos republicanos de izquierdas. Casado prometió al pueblo de Madrid y al ejército «una paz digna y honorable». Obviamente, la ceremonia fue infructuosa, por las razones que antes expusimos. El pescado ya estaba vendido, y la burguesía monopolista y sus esbirros fascistas lo sabían perfectamente.

            Lo que aconteció después fue la crónica de una muerte anunciada. Los militantes comunistas lucharon de forma heroica y aguerrida, rechazando abiertamente el llamamiento de Casado a deponer las armas. Finalmente, el 1 de abril de 1939 EEUU reconoció al Gobierno de Franco, siendo la URSS el único país importante que no lo había hecho. En el país socialista, quedaba poco más que el consuelo de no haber depuesto las armas. Manuilski, el 11 de marzo del mismo año, informó sobre el trabajo de la Internacional Comunista, consolando a sus oyentes con la reflexión de que el «milagro» de la larga resistencia de la España republicana frente a una aplastante superioridad de fuerzas militares se había debido al frente unido de la clase obrera, fortalecido por «la gran fuerza política de un partido comunista en crecimiento», y «sobre todo» al apoyo político de la URSS y del padre de todos los trabajadores, el camarada Stalin.

Conclusiones necesarias

               Tras haber analizado la cuestión del fascismo y los comunistas, creemos que es inevitable llegar a una serie de conclusiones que nos valgan para entender la historia del movimiento comunista internacional y del Estado español. Lógicamente, estas conclusiones no pueden estar totalmente cerradas, pues el periodo de los frentes populares y la Guerra Civil española aún debe ser estudiado más a fondo por los marxistas-leninistas.

            Como hemos tenido ocasión de comprobar, al final de la contienda no hubo ni un ápice de autocrítica sobre la línea trazada por la Comintern y la URSS y, pese a que al final quedó demostrado de forma sangrienta que la subordinación del proletariado y los comunistas a la vacilante burguesía democrática era una muerte segura, la dirección soviética cerró filas en torno a un programa que indirectamente contribuyó a esa derrota histórica del proletariado del Estado español.

            «España fue el primer país de Europa occidental en el que se estableció la dictadura democrática de una amplia coalición de fuerzas políticas, desde los comunistas a los católicos, basada en el parlamento», se puede leer en Istoriya Vtoroi Mirovoi Voiny, II (1974), p. 51. ¿Y la dictadura democrática de los proletarios y campesinos pobres al estilo bolchevique, es decir, con la forja del nuevo poder de las masas explotadas? Sin duda, la doctrina del Frente Popular diluyó la línea comunista en el maremágnum de las distintas siglas y organizaciones vacilantes de la socialdemocracia y de la burguesía democrática.

            Aunque es obvio que los comunistas de la época (empezando por el Estado mayor de la Revolución internacional, la URSS) tuvieron que hacer frente a innumerables y complejísimos conflictos y problemas, hoy no podemos adoptar una actitud sectaria y dogmática, totalmente ajena al marxismo-leninismo, y no criticar una línea que, si hubiera defendido la independencia ideológica y política del proletariado, podría haber dado resultados muy diferentes. No podemos olvidar que, ya desde principios de los 30, la URSS comenzó a promover un progresivo acercamiento con las democracias burguesas occidentales, y, ya mucho antes de la Guerra Civil española, cualquier elemento ideológico-político que oliera levemente a Revolución proletaria y ruptura con la democracia burguesa era eliminado de los programas de la mayoría de los diferentes partidos comunistas europeos. En ello influyó considerablemente el aislamiento objetivo de la Unión Soviética, pero este hecho no puede ocultar la influencia de factores ideológicos y políticos en el desarrollo de la línea que en este trabajo hemos sometido a crítica.

            En el caso de la resistencia antifascista en España, se pudo ver que, cuanto más desesperada era la situación, más evidente era que había que hacer algo, por lo que todo se sacrificó a la consolidación de la débil resistencia contra el fascismo español. Todo este proceso de claudicación ideológico-política a una democracia burguesa idealizada significó, como se pudo demostrar posteriormente, la liquidación del proyecto revolucionario del proletariado, que terminó poniendo los muertos para un sector de la burguesía «progresista» que prefería el triunfo del fascismo a la posibilidad, por muy remota que fuera, del éxito de la Revolución socialista.

            En lo concerniente a la cuestión del carácter de la Revolución en el Estado español, incluso aceptando la necesidad de la fase democrático-burguesa, esta no podía hacerse sin la destrucción del aparato estatal de la burguesía. De hecho, los revolucionarios de España contaban con la experiencia de la Revolución bolchevique, y, solo una década después del fin de la Guerra Civil española, la experiencia china demostraría que la Revolución democrático-burguesa solo era posible con la construcción de un nuevo Estado hegemonizado por el proletariado.

            Relacionado con esto, el PCE, pese a su heroica lucha contra el fascismo hasta el último momento, subordinó completamente su programa al de la burguesía republicana, provocando con ello una clara pérdida de independencia ideológico-política por parte del proletariado (que tuvo su corolario inevitable en la pérdida de la independencia militar, al integrar al Quinto Regimiento en el Ejército Popular Republicano).

            Otro de los errores graves que cometió el PCE, fruto de la política seguida por la Comintern desde el VII Congreso, fue el de establecer una oposición entre democracia y fascismo, en lugar de hacerlo entre dictadura burguesa y dictadura proletaria. Asimismo, la realidad demostró que no tenía sentido aplazar la Revolución proletaria para no enemistar a las potencias democrático-burguesas, puesto que estas, como hemos demostrado en este trabajo, no tenían la más mínima intención de apoyar a la República.

            Al final, tras el golpe de Casado, el PCE no tuvo margen de maniobra alguno, pues gran parte de los sectores que conformaban la alianza republicana antifascista traicionaron la lucha contra el fascismo (recordemos que la Junta de Casado estaba formada por representantes de las dos alas del PSOE, por dirigentes de la CNT y por miembros de los partidos republicanos, es decir, Izquierda Republicana y Unión Republicana) y, en última instancia, a las masas explotadas, que tanta combatividad habían demostrado.

Notas

 1. Recordemos que gran parte de la fuerza electoral del PSOE permanecía del lado de Prieto y el ala «moderada».

2. Su nombre cifrado en el PCE era «Alfredo».

3. Según las estadísticas del PCE, en el verano de 1937 eran miembros del partido el 60% de todo el personal del ejército. En una carta de 1939, Prieto reprochaba a Negrín su incapacidad para reconocer el peligro del «dominio comunista» en el ejército y en la administración (D. Cattell, Communism and the Spanish Civil War [1965], p. 234, nota 27).

4. Era un organismo político y económico dominado por los anarquistas.

5. «Con toda la claridad posible»: http://www.marxists.org/espanol/diaz/1930s/tadl/54.htm

6. Los acuerdos de Munich fueron aprobados y firmados el 30 de septiembre de 1938 por el Reino Unido, Francia, Italia y Alemania con el claro objetivo de desplazar el apetito expansionista del imperialismo alemán hacia el Este, es decir, hacia la URSS.

Anexo: Intercambio de cartas entre Stalin, Molotov, Vorochilov, por un lado,

y Largo Caballero, por otro lado

 Al camarada Largo Caballero:

                      Querido camarada:

            El camarada Rosenberg, nuestro representante plenipotenciario, nos ha comunicado la expresión de sus fraternales sentimientos. También nos ha dicho que continúa usted animado de una fe invariable en la victoria. Permítanos que le agradezcamos fraternalmente sus sentimientos y que le digamos que también nosotros participamos de su fe en la victoria del pueblo español. Hemos estimado y continuamos estimando como un deber nuestro ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, al Gobierno español que dirige la lucha de todos los trabajadores, de toda la democracia española, contra la pandilla militar y fascista, que no es sino instrumento de las fuerzas fascistas internacionales.

            La revolución española se traza sus caminos, distintos, desde muchos puntos de vista, del camino que siguió la revolución rusa. Ello obedece a las diferentes condiciones sociales, históricas y geográficas, y a las necesidades que impone la situación internacional, distintas de las que conoció la revolución rusa. Es posible que la acción parlamentaria sea en España un medio de actuación revolucionaria más eficaz que en Rusia.

            Pero dicho esto creemos que nuestra experiencia, sobre todo la experiencia de nuestra guerra civil, aplicada a las condiciones de la lucha revolucionaria española, puede tener para España cierta importancia. En ese sentido, accediendo a las reiteradas demandas de usted que en momento oportuno nos transmitió el camarada Rosenberg, resolvimos enviarle cierto número de camaradas militares para que se pongan a su disposición. Esos camaradas llevan instrucciones nuestras para, con sus consejos de orden militar, servir a los jefes militares españoles cerca de los cuales los haya enviado usted para ayudarles.

            Se les ha ordenado categóricamente que no pierdan de vista el hecho de que, no obstante la conciencia de solidaridad de que están penetrados actualmente el pueblo español y los pueblos de la URSS, un camarada soviético, siendo un extranjero en España, no puede ser realmente útil más que a condición de mantenerse estrictamente en sus funciones de consejero y nada más que de consejero.

            Creemos que es así, de esa manera, y no de otra, como utiliza usted a nuestros camaradas militares. Mucho le agradeceremos que nos informe, como amigos, en qué medida y con qué exito nuestros camaradas militares realizan los trabajos que usted les confía, pues, bien entendido, solo en el caso de que usted juzgue favorablemente su trabajo convendrá dejarles continuar en España.

            Igualmente le rogamos que nos comunique de manera directa, sin ambages, su opinión acerca del camarada Rosenberg: ¿Está satisfecho el Gobierno español, o hay que sustituir a Rosenberg por otro representante?

            He aquí cuatro consejos de amigos que le damos:

            1.º Habría que tener en cuenta a los campesinos, que tienen gran importancia en un país agrario como España. Hay que promulgar unos decretos en orden a la cuestión agraria y en orden a los impuestos, adelantándose a los intereses de los campesinos. Convendría igualmente atraerse a los campesinos al Ejército o crear grupos de adictos en la retaguardia fascista. Unos decretos en favor de los campesinos facilitarían este trabajo.

            2.º Habría que atraer al lado del Gobierno a la pequeña y mediana burguesía de las ciudades o, en todo caso, darles posibilidad de tomar una actitud de neutralidad favorable al Gobierno, protegiéndoles de cualquier tentativa de confiscación y asegurándoles, en la medida de lo posible, la libertad de comercio. De lo contrario, todos esos grupos caerán del lado del fascismo.

            3.º No hay que rechazar a los jefes del partido republicano, sino, por el contrario, atraerlos al Gobierno, hacer que participen en la responsabilidad común de la obra de gobierno. Sobre todo, es necesario asegurar al Gobierno el apoyo de Azaña y de su grupo, haciendo todo lo posible para vencer sus titubeos. Esto es indispensable para impedir que los enemigos de España la consideren como una República comunista, que es lo que constituye el peligro mayor para la España republicana.

            4.º Se podría encontrar ocasión para declarar en la prensa que el Gobierno de España no tolerará que nadie atente contra la propiedad y los legítimos intereses de los extranjeros establecidos en España, ciudadanos de los países que no sostienen a los rebeldes.

            Saludos fraternales.

Amigos de la República española.

STALIN, MOLOTOV, VOROCHILOV

 Moscú, 21 de diciembre de 1936.

Carta de Largo Caballero a Stalin, Molotov y Vorochilov

            Camaradas Stalin, Molotov y Vorochilov:

            Mis queridos camaradas:

            La carta que han tenido a bien mandarme por medio del camarada Rosenberg me ha proporcionado una gran alegría. Sus saludos fraternales y su ferviente fe en la victoria del pueblo español me han producido una profunda satisfacción. A su cordial salutación y a su ardiente fe en nuestro triunfo, les contesto, a mi vez, con mis mejores sentimientos.

            La ayuda que prestan ustedes al pueblo español y que se han impuesto ustedes mismos, al considerarla como un deber, nos ha sido y continúa siendo de gran beneficio. Estén ustedes seguros de que la estimamos en su justo valor.

            Del fondo del corazón y en nombre de España, y muy especialmente en nombre de los trabajadores, se lo agradecemos; esperamos que en lo subsiguiente, como hasta ahora, su ayuda y sus consejos no nos han de faltar.

            Tienen ustedes razón al señalar que existen diferencias sensibles entre el desarrollo que siguió la revolución rusa y el que sigue la nuestra. En efecto, como ustedes mismos lo señalan, las circunstancias son diferentes: las condiciones históricas de cada pueblo, el medio geográfico, el estado económico, la evolución social, el desarrollo cultural y, sobre todo, la madurez política y sindical dentro de la cual se han producido las dos revoluciones es diferente. Pero, contestando a su alusión, conviene señalar que, cualquiera que sea la suerte que el porvenir reserva a la institución parlamentaria, ésta no goza entre nosotros, ni aun entre los republicanos, de defensores entusiastas.

            Los camaradas que, pedidos por nosotros, han venido a ayudarnos, nos prestan un gran servicio. Su gran experiencia nos es muy útil y contribuye de una manera eficaz a la defensa de España en su lucha contra el fascismo. Puedo asegurarles que desempeñan sus cargos con verdadero entusiasmo y con una valentía extraordinaria.

            En cuanto al camarada Rosenberg, puedo decirles con franqueza que estamos satisfechos de su conducta y actividad entre nosotros. Aquí todos le quieren. Trabaja mucho, con exceso, y perjudica su débil salud. Les estoy muy agradecido por los consejos de amigo que contiene el final de su carta. Los estimo como una prueba de su cordial amistad y de su interés por el mejor éxito de nuestra lucha.

            En efecto, el problema agrario en España es de una importancia excepcional. Desde el primer momento nuestro gobierno se preocupó de proteger a los agricultores, mejorando enormemente las condiciones de su existencia. En este sentido hemos publicado importantes decretos. Pero, desgraciadamente, no se pudo evitar, sobre todo al principio, que se cometieran en el campo ciertos excesos, pero tenemos una gran esperanza de que no se repetirán.

            Otro tanto puedo decirles de la pequeña burguesía. La hemos respetado y constantemente proclamamos su derecho a vivir y a desarrollarse. Tratamos de atraerla hacia nosotros defendiéndola contra las posibles agresiones que pudo sufrir al principio.

            Absolutamente de acuerdo con lo que ustedes dicen en relación con las fuerzas políticas republicanas. Hemos procurado, en todos los momentos, asociarlas a la obra del Gobierno y a la lucha. Participan ampliamente en todos los organismos políticos y administrativos, tanto en los locales como en los provinciales y nacionales. Lo que ocurre es que ellas mismas no hacen nada para recalcar su propia personalidad política.

            En cuanto a los intereses y propiedades de los extranjeros, ciudadanos de los países que no ayudan a los rebeldes, instalados en España, han sido respetados y puestos bajo el amparo del Gobierno.

            Así lo hemos hecho saber en muchas ocasiones. Y así lo hacemos. Y con toda seguridad aprovecharé la primera ocasión para repetirlo una vez más a todo el mundo.

            Saludos fraternales.

FRANCISCO LARGO CABALLERO

 Valencia, 12 de enero de 1937.