Sobre la convergencia del
feminismo con el capital

 
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“…la manumisión de la mujer exige, como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad.”
Friedrich Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado

 


En estos días asistimos, entre hastiados y asqueados, al penúltimo banquete de la burguesía en honor a las buenas intenciones, la palabrería vacía y a la más abyecta hipocresía. Toca en esta ocasión la discriminación de la mujer y la violencia de género, y desde luego la puesta en escena del enemigo de clase ha llevado su probada capacidad propagandística y manipuladora hasta el paroxismo; aunque no dudamos que nuestro avezado alumno en ingeniería de la información se superará aún más en el futuro: tiene medios de sobra para hacerlo. Así, varios telefilms producidos ad hoc, recreándose en el drama humano de la maltratada, los titulares periodísticos sobre el penúltimo asesinato de una mujer, las caras compungidas y el trabajado tono solemne en la condena del crimen por parte de toda laya de personalidades, desde las testas coronadas hasta el último plumífero de la prensa, pasando por todo el elenco de ministros y miembras del gobierno, intelectuales oficiales, etc.; finalmente, las columnas de los principales diarios rebosan de artículos y opiniones de la pléyade de expertos, representantes de organismos oficiales y no gubernamentales, pero bien remunerados, sobre las circunstancias que rodean este, en verdad, terrible fenómeno. De este modo, el taumaturgo consigue su objetivo: con nuestras emociones cuidadosamente alzadas, sujetando a nuestro intelecto,voilà! ¡Se hace el milagro! La cartonera se da la mano con la frívola señora que espera la llegada del otoño para disfrutar en su mansión de los Ferrero Rocher, ¡y todas ellas consiguen entrar, iguales y hermanadas, en la comunidad universal de las sufrientes mujeres! Y no olviden repetir, como marca el apuntador periodístico, que “la violencia de género se manifiesta en todos los grupos y clases sociales, independientemente de su origen y nivel de educación.”

Conjurado así cualquier intento de observar el fenómeno desde el punto de vista de las clases y de contextualizarlo en el movimiento social e histórico, quien ose hacerlo ganará rápidamente los estigmas de puntilloso, insensible al sufrimiento o, incluso –pues el terreno se ha fertilizado concienzudamente para la demagogia barata–, de retrógrado machista.

Es de esta forma como el feminismo realmente existente ha terminado de andar el largo camino que lo llevó de la escisión de lo social, movimiento obrero incluido, hasta su relativamente reciente integración, bajo la cegadora luz de los flashes del imponente aparato mediático de la burguesía, en el orden social y político establecido.

Porque, efectivamente, el movimiento obrero, en sus mocedades, allá por el siglo XIX, nació con vocación totalizadora y de universalidad, es decir, la idea, plasmada en aquel entonces en las diversas escuelas teóricas que se reclamaban de él, especialmente en el marxismo, de que a través de su movimiento revolucionario, el proletariado arrastraría a todos los oprimidos hacia la liberación, de que, ahora sí, su emancipación como clase significaba la emancipación de la humanidad. Fue ésta la base ideológica que presidió la cohesión del proletariado y la que le permitió reunir las fuerzas necesarias para iniciar el asalto a la fortaleza capitalista, inaugurando el Ciclo revolucionario de Octubre.

No obstante, la formación espontánea del proletariado como sujeto político al calor del encadenamiento histórico y político de las revoluciones burguesa y proletaria, fue la necesaria base para que, una vez empezó a flaquear la onda expansiva revolucionaria que desató Octubre, el movimiento comenzara a escindirse de sí mismo gradual y sucesivamente, fragmentándose en los distintos frentes que lo componían. Es decir, la incapacidad para dar una respuesta global a la crisis que supuso el agotamiento del impulso revolucionario espontáneo que abrió Octubre (más allá de casos puntuales, aunque de la mayor importancia, como China), permitió a los distintos lugares donde este movimiento se manifestaba autonomizarse y comenzar a adaptarse al nicho concreto donde se alojaban, desarrollando de la forma más natural discursos de legitimación para su reproducción como momento parcial del movimiento social espontáneo. El sindicato, en su imbricación con el entramado de relaciones sociales establecidas, es el prototipo paradigmático y vanguardia en este fenómeno, pero el feminismo va a transitar un camino paralelo.

Así, el progresivo acercamiento de las socialistas a las feministas de la época, las sufragistas, va a dar lugar al feminismo moderno, nuevo ejemplo de movimiento social interclasista y autónomo, alejado de cualquier veleidad revolucionaria, y que toma como premisa y objetivo de toda su actividad las relaciones sociales y de poder establecidas, y que en la actualidad se muestra descarnadamente como apéndice y reproductor de ellas en las condiciones del capitalismo maduro. Veamos esto un poco más de cerca.

Por ejemplo, toda la legislación en materia de género de los Gobiernos Zapatero, alabada como ejemplo de progresismo por toda la nómina de representantes del feminismo, no hace sino sancionar y profundizar las tendencias a la reacción del Estado burgués características de su etapa imperialista. La “discriminación positiva” y la “política de cuotas” que trae esta legislación despejan el camino de la demolición del sujeto de derecho universal consagrado por la doctrina de la burguesía revolucionaria, el liberalismo, el individuo concebido como ciudadano, sobre el que construyó el sacrosanto principio contractualista de la sociedad civil y el interés general y edificó las bases jurídicas de su Estado de Derecho y de su democracia. Ahora, ese modelo individualista se transmuta en otro de corte corporativo que toma como principio el interés creado y el pacto entre grupos de interés, y como base del edificio político una concepción organicista y protofascista del cuerpo social. El conglomerado de organismos que se han autoerigido en representantes oficiales del cuerpo femenino de la sociedad, en sus representantes como género (es decir, tomados sus componentes única y exclusivamente en tanto que mujeres, o sea, como individuos que no desarrollan más relación social que la de género) elabora sus directrices políticas, no en función de una norma universal, sino desde su capacidad específica de presión, a saber, como lobby corporativo.

El necesario correlato político de la transformación ideológico-doctrinal de las bases jurídicas del Estado es que se transita, en oposición a la doctrina liberal, hacia una concepción del Derecho como bien escaso que es necesario repartir, así como la fuente de la soberanía y el ejercicio del poder que, en tanto que limitados, deben ser compartidos según una política de cuotas. De este modo, el principio de “un hombre, un voto” va siendo sustituido por el de “una identidad, un espacio político”, y la política institucional entendida como reflejo de la correlación de fuerzas entre las clases y sus distintas fracciones se va convirtiendo en la expresión del poder real y de la posición que van conquistando los nuevos poderes fácticos (feminismos, sindicatos, inmigrantes, ecologistas, homófilos, etc.).

En lo político, desde un determinismo biológico, base inevitable cuando se parte desde la mujer aislada en su relación con un, igualmente abstracto, hombre, independientemente de otra consideración de índole social o histórica, se ha llegado a sugerir el sometimiento primigenio de la hembra por el macho, sobre la base de la supuesta naturaleza celosa y agresiva de éste, siendo necesaria la regulación jurídica y coercitiva por parte del Estado en la relación entre ambos sexos. Así, se abre paso la visión de un antagonismo irreconciliable entre los sexos, sancionando para siempre la división interna de la clase obrera.

En lo económico, la consigna estrella del feminismo, adoptada con entusiasmo por toda la extrema izquierda, podrida de sindicalismo, es la de “a igual trabajo, igual salario”, lo que supone retroceder casi dos siglos en el ámbito del conocimiento de la sociedad y ocultar la verdadera naturaleza del capital. El marxismo demostró ya hace mucho tiempo que el capital no paga el trabajo, sino la fuerza de trabajo, más concretamente, la necesidad que tiene ésta para reproducirse, tanto fisiológica como biológicamente. Es decir, lo que paga es la reproducción de la célula básica que en nuestra sociedad tiene reservada tales y tan fundamentales tareas de recuperación fisiológica y reproducción biológica de la clase de los productores, esto es, la familia. Desde un punto de vista social amplio, más de allá de fluctuaciones puntuales, el capital nunca paga más de lo necesario para mantener el funcionamiento de dicha célula en el contexto social dado. Así, ante el fenómeno de incorporación de la mujer o de los hijos cada vez más jóvenes al mercado de trabajo, al capital le es indiferente pagar un salario a uno de los miembros de la familia que, en términos de valor, ese mismo monto salarial fraccionado entre miembros de esa familia a los que explota. Es más, prefiere esto último, porque le permite apropiarse de una masa mayor de trabajo vivo y, en potencia, una mayor masa de plusvalía (y, por tanto, obtener una mayor tasa de ganancia), por no hablar del incremento de la presión a la baja que experimentan los salarios en esas condiciones de incorporación masiva de fuerza de trabajo al mercado en un marco donde no se cuestiona la lógica básica de sus relaciones. Esto último es clave, porque los comunistas no nos oponemos, todo lo contrario, a la incorporación de la mujer a la vida pública y productiva, condición indispensable para su emancipación; pero el feminismo busca con esta consigna el igualitarismo en el marco, que da como incuestionable, de las relaciones económicas y sociales existentes (propiedad privada, trabajo asalariado y familia), por lo que en última instancia sólo puede repercutir en un agravamiento de las condiciones de existencia de las clase trabajadora, y por lo tanto en las de la gran masa de mujeres. La historiografía social ha demostrado que muchas de las luchas de los trabajadores contra la incorporación de las mujeres a la producción, sobre todo en la época del paso de la manufactura a la industria fabril, obedecían al rechazo de la consecuencia subsecuente, de la que ellos eran plenamente conscientes, a saber, una rebaja inmediata de los salarios y del fondo social de consumo.

Finalmente, y en íntima relación con lo anterior, en lo social, puesto que se parte de ese concepto de mujer abstracta y aislada, sólo puede concebirse la familia al modo burgués, como el resultado de un contrato entre dos individuos, en plena consonancia con la concepción burguesa del mundo. Nada más falso y mistificador. La familia, en realidad, aparece como dada, es previa a la conformación de los individuos y es el primer marco donde éstos son moldeados, tendiendo los modos y dinámicas que genera a ser reproducidas. Además, la familia no es un marco aislado, sino que se conforma en un contexto social, cuya estructura tiende a reproducir en su interior. Es ella quien cumple uno de los papeles fundamentales en nuestra conformación individual acorde a la de las relaciones sociales imperantes.

El materialismo histórico sostiene que la familia actual, lejos de ser un producto natural del contacto aislado entre individuos, es el resultado de una larga evolución histórica. El desarrollo de la división social del trabajo y de las fuerzas productivas disolvió gradualmente los lazos de parentesco amplio y comunitario, dando lugar a la escisión del ámbito productivo respecto del doméstico que, con el establecimiento de la propiedad privada, dejó a la mujer subordinada a este último, que a su vez fue supeditado a la producción. Así, la familia tal y como actualmente se entiende, y con ella la sumisión y la opresión de la mujer en cuanto tal, es un producto genuino e inextricablemente unido a la aparición de la propiedad privada y a la división de la sociedad en clases. En ella se reproduce toda la desigualdad, la opresión y la brutalidad de esta sociedad, cosa que, en este ámbito, no afecta sólo a las mujeres, ya que junto al dominio y la violencia sobre la mujer, encontramos la de los padres sobre los hijos, la que se ejerce sobre las personas mayores y dependientes e, incluso, sus contrapartidas, tan publicitadas con gran alarma por los media en algunos casos, signo inequívoco de la esquizofrenia que afecta a este baluarte de la sociedad de clases en la época de su crisis general e histórica. Porque en la era de la creciente socialización de todos los mecanismos de producción y reproducción, la familia, como ámbito privado de reproducción de la fuerza de trabajo, tarea vital que como decimos le asigna la sociedad capitalista, no puede por menos que mostrar síntomas evidentes de crisis y descomposición. Sin embargo, el feminismo ha hecho un pacto de silencio con el capital sobre las verdaderas causas, la propiedad privada y la familia, de la opresión de la mujer, colaborando al apuntalamiento de estas relaciones y colocándose objetivamente en el otro lado de la trinchera.

De este modo, frente a la creciente incorporación de masas a la vida productiva y pública, en este caso la mujer, el capital, lejos de poder ofrecer más democracia, sólo ofrece más corporativismo, antagonismo social, una mayor explotación de las masas y el apuntalamiento de las raíces de toda esa opresión, en lo que el feminismo colabora gustosamente, a cambio, en palabras de una de sus voceras, de una mayor “participación de las mujeres en política, en las instituciones y en los poderes económicos.” Es decir, la promoción, por la vía de la cuota, de una ínfima minoría de señoronas sobre las espaldas y el sufrimiento de la gran mayoría. He ahí los verdaderos resultados que se obtendrán del verdadero programa en que ha devenido el feminismo.

Además, el feminismo es un gran ejemplo de los mecanismos que permiten a la sociedad capitalista reconducir todo movimiento parcial y formado espontáneamente en su seno, mecanismos que van más allá de conspiraciones para la “corrupción de los dirigentes” y que están en los propios fundamentos del edifico social.

Así, en esta época de crisis del comunismo nos encontramos todo un amasijo confuso y contradictorio de movimientos que tratan de paliar o de luchar contra tal y cual faceta del sistema, reproduciéndolo inevitablemente en su conjunto. Elocuente ejemplo es sobre el que hemos hablado, en el que desde el noble afán de mejorar la posición de la mujer se ha acabado generando un discurso y un programa que reproduce las bases de la propiedad privada, el trabajo asalariado y la familia, así como también se ha complementado perfectamente y ha hecho suyas las tendencias y concepciones más reaccionarias, como el corporativismo y el determinismo biológico.

Esta heterogénea base es sobre la que ciertas vanguardias pretenden construir un movimiento revolucionario, siendo el resultado inevitable, pues no hay forma de hacer coherente con el marxismo los diferentes discursos, anclados en la concepción burguesa del mundo y contradictorios unos con otros las más de las veces, de todo ese conglomerado de movimientos, siendo el resultado inevitable, decimos, el batiburrillo de la actual izquierda multicolor, donde marxismo (o, más bien, su recetario desgastado), feminismo, ecologismo y la que sea la tendencia de moda en el momento se apelotonan incoherentemente.

Frente a este modelo de construcción del comunismo se opone, antagónico e irreconciliable, como lo son la burguesía y el proletariado, otro, que parte como base y soporte desde la concepción proletaria del mundo, que la historia ha demostrado que es el único andamio imposible de ser reconducido por el capital, y que tiene naturaleza totalizadora y universal. Será desde este movimiento de nuevo tipo que las proletarias conscientes mirarán con desprecio a esos marxista-leninistas que, en su empeño por encontrar cobijo en el saturado mercado de la política posible, renunciando a la transformación radical del mundo, hablan de reformar por sexista el “modelo de familia”, cuando lo que hay que hacer con la familia, como con el resto de las instituciones de la sociedad de clases, es abolirla. También desde este movimiento ajustarán cuentas a todas esas señoras y, sin ningún tipo de discriminación, señores que buscan darse la gran vida a cuenta de los sufrimientos de la mayoría.

 

Movimiento Anti-Imperialista
Noviembre 2009