Breves apuntes sobre la crisis política del Estado español



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        Como ya hemos venido señalando desde las páginas de El Martinete, el Estado español lleva ya tiempo sumido en una profunda crisis política, cuya primera puesta en escena fueron las grandes movilizaciones de masas que se dibujaron en la primavera de 2011. Con los resultados de las elecciones europeas del pasado 25 de mayo y la correlativa abdicación del Borbón en su hijo Felipe, “El Preparao” (como con sorna se ha empezado a denominarlo en los ambientes plebeyos, lejanos a la fidelidad cortesana de la mayoría de los media), se ha puesto de manifiesto que esta crisis del Estado prosigue desarrollándose con particular virulencia, erosionando todas las instituciones validadas en 1978 y, por tanto, la correlación de fuerzas de clase que las sostenía.

        Como también decíamos, la manifestación más sintomática y llamativa de esta crisis es la creciente descomposición del PSOE, al que ya habíamos caracterizado como el auténtico Partido de Estado. Efectivamente, el PSOE representaba la vinculación de los sectores medulares del capital financiero español con la aristocracia obrera, relación que ha sido el lazo estructural más significativo del llamado Estado del Bienestar, creado en Europa en las particulares condiciones de la posguerra y desarrollado al calor de los treinta gloriosos que la masacre imperialista propició, y que a España llega, más escuálido, como reflejo de esa coyuntura internacional, cuya manifestación local es el desarrollismo fascista, en los años de la transición. Pero no sólo eso, además de este vínculo fundamental, el PSOE también garantizaba, por un lado, la participación de las burguesías nacionales en el consenso constitucional y, por otro, mediante el turnismo gubernamental, aseguraba la cohesión con la otra fracción del gran capital representada por el PP y su clientela, radicada especialmente entre importantes sectores de la mediana y pequeña burguesía (que es, dicho sea de paso, por donde se empiezan a ver grietas en el propio PP, con el trasvase de votos a grupos como VOX, UPyD o Ciudadanos). Realmente, el PSOE era el verdadero eje aglutinante del bloque de poder que daba forma al régimen de 1978.

        Evidentemente, la política de reestructuración capitalista propiciada por la crisis económica, dictada desde Berlín y Bruselas, y que ha ido dirigida a la revisión de ese bloque histórico del Bienestar, apuntando fundamentalmente a la situación y posiciones de la aristocracia obrera, y que ha sido especialmente virulenta en la periferia Sur de la Unión Europea, es uno de los vectores principales de la crisis política en el Estado español, erosionando la principal base sociológica del PSOE. No obstante, contra los deterministas económicos de todo género, hay que decir que el cuestionamiento de las alianzas de clase que conformaban el bloque de dominación de 1978 empezó mucho antes de la crisis económica, durante la mayoría absoluta de Aznar, con su política de criminalización de los nacionalismos periféricos, enfilada directamente contra la posición de las burguesías nacionales. De hecho, puede considerarse al zapaterismo, con su afición por el talante, como un postrer intento de recomponer el consenso constitucional, hecho definitivamente añicos con la actual crisis, que, además del creciente descontento entre las llamadas clases medias (aristocracia obrera y pequeña burguesía) en fulgurante proletarización, ha revigorizado las reclamaciones de las naciones oprimidas por el Estado español.

        Así pues, nada hay de casual en que la penúltima debacle electoral del PSOE haya sido seguida por la abdicación y el relevo en la Jefatura del Estado. Es evidente que ha sido una maniobra de palacio destinada a asegurar una sucesión “ordenada” que, tal vez, dentro de un año hubiera sido mucho más difícil. No obstante, la maniobra, cuya precipitación denota un nerviosismo en las altas esferas que no veíamos desde hace mucho tiempo, destinada a asegurar un poco de tranquilidad a la monarquía ante las borrascas que se barruntan, va a tener el paradójico efecto de acentuar la crisis del PSOE, que sufrirá el principal desgaste político por la sumisión dinástica de los partidos turnistas y profundizará ese divorcio con su base sociológica. De este modo, cuando para solucionar un problema puntual las clases dominantes agravan otros, quizá más importantes, nos encontramos ante un síntoma clásico de las crisis revolucionarias descrito por el marxismo, esto es, cuando “los de arriba ya no pueden tampoco seguir viviendo como antes”.

        Desgraciadamente, no cabe hablar de crisis revolucionaria en el Estado español, precisamente porque falta otro elemento fundamental, que es el “que los de abajo no puedan ni quieran seguir viviendo como antes”. De hecho, el programa que está consiguiendo aglutinar el descontento de las llamadas clases populares se reduce exactamente a eso: “queremos volver a vivir como antes”, es decir, volver al ensangrentado y mezquino Bienestar imperialista. Es aquí donde hay que situar la meteórica entrada en escena de Podemos.

        Desde las filas del débil y heterogéneo movimiento comunista se ha definido a Podemos como “nueva socialdemocracia”. Efectivamente, hay bastante de cierto en esa definición, pero creemos que no es del todo exacta. Podemos es paradójicamente también, en las actuales condiciones de Ciclo revolucionario clausurado, un retorno a la socialdemocracia “clásica”. Como se sabe, la socialdemocracia histórica, la de la II Internacional (1889-1914), representa la culminación del proceso de formación y cohesión del proletariado como clase en sí desde la agrupación de las luchas parciales de la clase obrera en un programa de reformas y mejora de sus condiciones de existencia. Aunque se autoproclamaba formalmente como revolucionaria, debido a las peculiares condiciones históricas de preparación del Ciclo de Octubre (el impulso histórico que la nueva clase proletaria toma de la revolución burguesa), nunca lo fue en los hechos prácticos, aunque aun así pudiera jugar un papel progresista en ese momento en la conformación histórica de nuestra clase. A partir de la guerra imperialista y la Revolución de Octubre, con la ruptura del ala izquierdista de la socialdemocracia para formar el movimiento comunista, va quedando cada vez más clara la precisión del análisis leninista sobre la escisión del movimiento obrero en dos alas, irreconciliablemente enfrentadas. Desde ese momento el papel de la socialdemocracia como sostén del Estado burgués, al que con su reformismo ayuda a desarrollar y refinar, y como muro de contención contra la revolución proletaria va siendo cada vez más evidente. A medida que la socialdemocracia se va convirtiendo en un partido de Gobierno “respetable y responsable” en cada vez más países, ésta va atenuando sus viejos vínculos directos con las masas, acogiéndose cada vez más a los mecanismos burocráticos de gestión del Estado burgués. Desgraciadamente, este proceso, paralelo a la edificación de ese Estado del Bienestar (leit motiv y límite histórico insuperable para la socialdemocracia), coincide con el estancamiento de la construcción del socialismo y la crisis del movimiento comunista que anuncia el ocaso del Ciclo de Octubre, dejando al movimiento obrero mundial en la lamentable situación que seguimos padeciendo y de la que somos hijos.

        De este modo, podemos trazar un esquemático dibujo de la trayectoria de la socialdemocracia, que es paralela a la de la aristocracia obrera. Así, en el primer momento, entre finales del siglo XIX y el primer cuarto del XX, tiene un rumbo ascendente y la forma de un activismo militante de masas. A medida que se integra orgánicamente cada vez más en el Estado burgués, traduciendo en normativa jurídica parte importante de las aspiraciones de la aristocracia obrera, el lazo con el activismo de base se va difuminando; son los años de edificación del Bienestar. Finalmente, y coincidiendo con la crisis del movimiento revolucionario del proletariado, con el reflujo mundial del movimiento obrero y de masas (excepción hecha de los contados procesos de guerra popular), los antiguos herederos de la II Internacional “clásica”, empezando por el PSOE, quedan descarnadamente convertidos en aparatos tecnocráticos de gestión del Estado burgués y de la acumulación de capital, sin apenas contacto directo –sino medido por las instituciones del Estado- con el movimiento de base de la aristocracia obrera. Es en esta situación cuando se desencadena la ofensiva general del capital en la que estamos inmersos, acelerada por la última crisis económica, y que se ceba especialmente en las posiciones de la clientela tradicional de esta antigua socialdemocracia, que desde hace tiempo no puede ser considerada como tal. Este esquema es interesante porque muestra claramente la dependencia histórica de la reforma para prosperar respecto del desarrollo de la revolución. Sin embargo, hay que decir que, como todo esquema, es orientativo y pasa por encima muchas peculiaridades, como, por ejemplo, que durante el tercer cuarto del siglo XX el verdadero papel de la socialdemocracia lo jugaran, en países tan significativos como Italia o Francia, los herederos degenerados de la III Internacional.

        Así, el fenómeno Podemos representa la reacción de la aristocracia obrera ante su marginación política y la consiguiente proletarización de un amplio espectro de su masa. Efectivamente, Podemos representa una “nueva” socialdemocracia en tanto que, enmarcada en el fin de Ciclo, renuncia a cualquier aspiración formal a una sociedad radicalmente diferente, explicitando claramente que su objetivo se traduce en más de lo mismo: “más democracia, más derechos sociales”, etc. Eso sin olvidar la vivificación del parlamentarismo que su aparición ha representado, como sucede siempre que la socialdemocracia se vigoriza. No obstante, Podemos también representa un regreso a la socialdemocracia “clásica” en la medida en que la aristocracia obrera, marginada de los mecanismos de negociación y gestión del Estado burgués, se ve obligada a desempolvar las viejas dinámicas del activismo de masas y su vinculación directa con un programa de reforma. Hay que decir que la vieja socialdemocracia, en sus dos facetas fundamentales, revolucionarismo de palabra, reformismo de hecho, queda más bien representada por los restos anquilosados y marginales de la mayor parte del movimiento comunista, cuyo estereotipado “trabajo cotidiano de masas” se ve ridiculizado día tras día. De hecho, las cómicas disputas internas en Podemos que se han filtrado en estos días, con las recriminaciones de los líderes principales de la formación hacia la vieja izquierda “sectaria y dogmática”, ¡refiriéndose a Izquierda Anticapitalista!, son otra manifestación de ese fin de Ciclo del que hablamos.

        Tiempo habrá de entrar en una crítica en profundidad de las concepciones de fondo que alimentan a esta socialdemocracia rediviva, y que ni siquiera formalmente beben ya del marxismo; baste ahora señalar algunos puntos de su discurso que patentizan que este proyecto es absolutamente respetuoso con los elementos medulares del orden capitalista, como ponen de relieve su defensa y salvaguarda del elemento material clave del Estado burgués, su aparato burocrático-militar, con su legitimación y respeto de las fuerzas de seguridad y los “servidores de lo público”, su falta de cuestionamiento de la propiedad privada, “sólo en la medida en que contradice el interés general” (como si su mera existencia no fuera un atentado contra los intereses de la mayoría), y, finalmente, su defensa de un marco europeo de actuación, que, más allá de todas las adjetivaciones que se le quieren poner (“social”, “de los ciudadanos”, “de los pueblos”, etc.), juega en el mismo marco conceptual impuesto por la burguesía imperialista europea. De este modo, la futurible trayectoria de Podemos servirá como gráfico ejemplo de las posibilidades del reformismo en ausencia de una amenaza revolucionaria que pueda sugerir a la burguesía realizar algunas concesiones como contrapartida al mantenimiento esencial de su régimen social.

        En cualquier caso, si algo resulta especialmente llamativo entre la dirigencia intelectual de Podemos es la forma en que presentan su discurso como la ultimísima expresión del pensamiento político renovado, mientras a la vez hablan del marxismo con el desdén cínico y la condescendencia de quien se refiere a un trasto viejo (para ello son bastante instructivas las tertulias de La Tuerka y Fort Apache). Afortunadamente, basta con echar un vistazo a la historia de nuestro país para darse cuenta de que los que realmente han destapado el tarro de formol son los Iglesias, los Monedero y cía., pues la última destilación de la politología académica no ha dado para más, a la hora de traducirse como discurso político de masas, que para un pálido remedo del discurso progresista burgués de crítica al sistema canovista de la Primera Restauración. Elocuentemente, Benito Pérez Galdós, allá por 1912, al final de su Cánovas, con el que cierra su magna obra los Episodios Nacionales, ponía en la boca de uno de sus personajes las siguientes palabras:


        “Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria.”


        Cualquiera podría decir, si no fuera por el uso del vocablo “proletarias”, que es el extracto de una intervención de Pablo Iglesias en alguna de las tertulias prime-time a las que es asiduamente invitado. Precisamente éste es uno de los rasgos más sintomáticos de la actual crisis política del Estado español: la absoluta ausencia en todo el espectro político o social visible de cualquier propuesta novedosa de solución a los problemas que afronta el país; la constante resurrección de fórmulas, debates y estrategias pretéritas que, en el mejor de los casos, ya han demostrado su carácter de atolladero para las aspiraciones emancipatorias de los oprimidos. Y es que, ante el vocerío continuo entre la clase política y sus plumíferos a sueldo sobre la necesidad de “regeneración” del sistema, uno tiene que acercarse al calendario para cerciorarse de que no estamos aún en 1898. El Director General de la Policía nos alerta ante el riesgo del “terrorismo anarquista”. La Lliga Regionalista... perdón, queremos decir CiU, hace equilibrios entre Madrid y el movimiento catalanista de masas. “Reforma o ruptura” vuelve a ser la disyuntiva que se debate entre la llamada izquierda respecto al agotamiento de la actual forma del régimen político. Vuelve a reverdecer el republicanismo... En fin, que el país entero, cual roedor enjaulado, parece dar vueltas sobre su propia historia sin aparente intención de ir a ninguna parte.

        Y es que, efectivamente, toda esta trágica comedia que es hoy la política española no es más que una nueva muestra, adaptada a nuestra idiosincrasia local, de que en ausencia de proletariado revolucionario, en ausencia de Partido Comunista y del verdadero horizonte de emancipación universal que sólo él puede proporcionar, la humanidad está condenada a girar sobre sí misma en espera de que el capitalismo se agote, yéndose previsiblemente junto a él al olvido cósmico.

        Hay que decir que en la historia española este horizonte emancipatorio en la política práctica sólo se ha presentado en forma de fugaces destellos, como, por ejemplo, la formación de la Sección Española de la Internacional Comunista, pero se ha apagado rápidamente, sin jugar un papel importante en el devenir de los acontecimientos. Sin ir más lejos, por ceñirnos al ejemplo concreto, el PCE, en cuanto tuvo algo de repercusión en la vida del país, abandonó este programa, entregándose al “transicionismo” de las “etapas democráticas intermedias”, estela que siguió la gran mayoría del ya en crisis y disgregado movimiento comunista durante la transición del fascismo al parlamentarismo, encerrado en la espuria encrucijada entre reforma y ruptura, sin querer plantear el socialismo como tarea práctica inmediata de la clase obrera.

        Hoy, el lastre de la historia del movimiento revolucionario español, nunca considerada autocríticamente y trufada de oportunismo, liquidacionismo, incompetencia y derrotas (aunque también de un trágicamente desgarrador heroísmo de masas), vuelve a aparecerse, y ante los primeros síntomas de revitalización de un movimiento republicano con incidencia de masas, la mayoría de los diferentes grupos autoproclamados comunistas, alguno de los cuales hasta hace poco presumía de rectificación respecto a las desviaciones republicanistas anteriores, vuelven a ondear, ufanos, la bandera tricolor. Así, en los comunicados de los diversos destacamentos que han aparecido estos días a cuenta de la abdicación del Borbón, vuelven a aflorar las “repúblicas populares encaminadas al socialismo” o los “programas democráticos inmediatos como primer paso al poder obrero”. Y por mucho que clamen formalmente sobre la identidad básica de clase entre una república burguesa y la monarquía, no podrán ocultar la incoherencia esencial de plantear un “Estado de transición” hacia el verdadero Estado de transición que es el socialismo y la dictadura del proletariado: transición hacia el Comunismo, que es el verdadero horizonte que el marxismo prescribe para un país de capitalismo maduro y decadente, imperialista, como es el Estado español.

        Históricamente, la última vez que una “revolución democrática”, con su consiguiente república, pudo haber desempeñado un papel realmente progresista en la configuración de la estructura de clases del Estado español y el discurrir futuro de nuestra historia fue durante el Sexenio revolucionario de 1868-1874. Este episodio demostró la debilidad e impotencia de la burguesía democrática y su incapacidad para construir un país desde los principios ilustrados, entregándose, aterrorizada ante la explosión cantonal del movimiento de masas, al partido del orden que capitanearía la Primera Restauración. La quiebra del nuevo intento reformista que supuso la II República, impotente ante el verdaderamente crucial enfrentamiento entre la revolución proletaria y la contrarrevolución, certificó definitivamente la caducidad histórica de este proyecto.

        Hoy, más que nunca, le corresponde a los proletarios conscientes laborar por la erección de ese programa emancipatorio universal y del único vehículo que puede materializarlo, el Partido Comunista. En este sentido, la vanguardia debe ser consciente de que la situación histórica, de interregno entre dos ciclos de la Revolución Proletaria Mundial, impone tareas insólitas, pues incluye como premisa del movimiento revolucionario las problemáticas relacionadas con la teoría revolucionaria y las exigencias que debe satisfacer para convertirse nuevamente en teoría de vanguardia efectiva, lo que nosotros denominamos reconstitución ideológica del comunismo. Por supuesto, no decimos que los comunistas deban despreciar o ignorar las movilizaciones verdaderamente de masas que se puedan dar bajo la bandera tricolor, pero su posible intervención debe situarse claramente en el terreno de la táctica, sin absurdos y estériles enredos programáticos alrededor de “transiciones hacia la transición”. Así pues, toca a la vanguardia marxista-leninista levantar la bandera roja del socialismo y la dictadura del proletariado como verdadero objetivo inmediato de los proletarios y oprimidos de este país, construyendo los instrumentos y las condiciones que hagan que éste sea un horizonte por el que estén dispuestos a luchar. Esta vez, trataremos de asegurarnos de que la llama prende vivamente, contribuyendo a iluminar la salida del atolladero histórico en el que la humanidad está atrapada.



Movimiento Anti-Imperialista
Junio de 2014