Página Principal / Documentos / Enlaces / Convocatorias / Publicaciones / E-mail

 


MANIFIESTO DE LA CAMPAÑA "CONTRA LA EUROPA DEL CAPITAL"

LA EUROPA DEL SIGLO XX: DEL ESTADO COLONIAL AL "ESTADO ÚNICO"

Contemplada con la perspectiva de casi medio siglo, y enterrada ya en Bosnia la retórica institucional que intentó presentarla desde el principio como la gran epopeya de los pueblos de Europa en busca de la unidad y de la paz, la historia de la Unión Europea no pasa de ser un caso más de ampliación de mercados y defensa de intereses corporativos por procedimientos políticos, en la más pura tradición capitalista. Un espacio de mercado, sea cual sea su tamaño, nunca es suficientemente grande para un sistema económico que lleva inscrita en sus genes la necesidad de acumular y concentrar indefinidamente la riqueza y el poder.

Al término de la segunda guerra mundial, los gobernantes de los principales países de Europa comprendieron que el modelo europeo de imperio colonial tocaba a su fin como mecanismo privilegiado para la continua ampliación de sus respectivos mercados. Para los países vencidos, como Alemania e Italia, era evidente que la derrota cancelaba para siempre cualquier esperanza de conseguir un imperio propio. Pero para los países vencedores europeos (Francia y el Reino Unido, así como Bélgica y los Países Bajos), la victoria también estaba lejos de asegurarles la conservación de los extensos imperios coloniales con que todos ellos contaban, y que habían venido definiendo la propia forma del estado, y su comportamiento interior y exterior.

La guerra había alumbrado dos nuevas superpotencias indiscutibles, ambas no coloniales al modo tradicional europeo, con gigantescos mercados internos y áreas de influencia intocables y bien delimitadas en Yalta. Una y otra comenzaron de inmediato a estimular y a apoyar, en aras de la libertad mundial o de la revolución mundial, según los casos, a los movimientos de independencia que venían atisbándose desde los años treinta en las principales colonias africanas y asiáticas de Europa. Con sonrisa de amigo desde el otro lado del Atlántico, y con abierta hostilidad ideológica desde detrás del telón de acero, las dos superpotencias debilitaban así a sus antiguos aliados europeos, y consolidaban sus respectivas posiciones hegemónicas.

Los grandes capitales nacionales europeos veían acercarse con horror un próximo futuro en el que sus mercados perderían sus antiguas posibilidades de expansión en las colonias ultramarinas bien protegidas de la competencia, y quedarían circunscritos a los territorios metropolitanos, con fronteras definitivamente fijadas por la guerra. Obviamente, el neocolonialismo estaba todavía por inventar, y aunque la internacinalización del capital tenía ya una larga historia tras de sí, el comercio internacional en términos de competencia real había venido siendo desde siempre un componente muy secundario en el conjunto de las actividades económicas. Las grandes corrientes de comercio internacional que habían llegado a alcanzarse tras un siglo de "libre comercio", hasta la crisis del 29 y la ola de proteccionismoe subsiguiente, se habían basado en buena medida en las transacciones entre las metrópolis y sus respectivas colonias, que se contabilizaban estadísticamente como "comercio exterior". En cualquier caso, en las condiciones de la posguerra no parecía que las maltrechas empresas europeas pudieran competir en el terreno comercial con las grandes corporaciones norteamericanas, que habían salido de la contienda no sólo intactas, sino considerablemente reforzadas.

Los grandes capitales europeos se veían, en suma, cogidos al Este y al Oeste en la tenaza de las dos superpotencias, obligados a retirarse de sus posesiones ultramarinas del Sur, y con la perspectiva de quedar pronto constreñidos a estrechos mercados domésticos con poblaciones empobrecidas por la guerra, que además en algunos países eran todavía rurales y autosuficientes en proporciones nada desdeñables. La única solución que quedaba era la de "colonizarse" en cierto modo a sí mismos, esto es, reconstruir sobre las espaldas de sus propios ciudadanos los grandes mercados que la nueva geopolítica mundial parecía negarles.

EL "IDEAL EUROPEO": UNA REINVENCIÓN INTERESADA

El discurso de la unificación europea distaba mucho de ser una novedad cuando los "Padres de la Unión Europea" lo relanzaron en los últimos años cuarenta. Desde los finales del siglo anterior, Víctor Hugo, Zola y otros pensadores habían venido proponiendo un futuro de fraternidad europea sobre la base de la creación de unos "Estados Unidos de Europa". En su época, en plena euforia colonial, estos visionarios no sólo no encontraron ningún eco institucional o social, sino que fueron tachados de antipatrióticos y traidores. Medio siglo después, las mismas visiones, proclamadas en términos prácticamente idénticos por los nuevos "Padres de Europa" en el escenario de la segunda posguerra europea, iban a hallar una sorprendente aceptación. Las mismas clases dirigentes nacionales que se habían venido disputando a dentelladas los extensos mercados y los preciosos recursos de los imperios ultramarinos, enviando a sus jóvenes a morir por ellos generación tras generación, abrazaban súbitamente los ideales de la paz, la unidad y el destino solidario de los pueblos de Europa... expresados en forma de un gran Mercado Común.

Hubo, lógicamente, algunas resistencias inciales. Algunas burguesías coloniales intentaron conservar sus privilegios poniendo diques a las avalanchas de la independencia. En su intento provocaron guerras que desangraron a Francia -y mucho más a sus colonias-, y llevaron al borde el abismo a otros países, como Bélgica e incluso Holanda. El Reino Unido, con su proverbial obstinación, intentó aferrarse durante un tiempo al sueño de un gran mercado propio en la Commonwealth, pero en poco más de una década se rindió también a la evidencia.

En realidad, ya desde comienzos de los años cincuenta -el Tratado de París data de 1951-, la suerte estaba echada. Los elementos rectores del gran capitalismo europeo estaban convencidos de que el gran mercado que necesitaban para asegurarse un largo período de expansión y acumulación, tenía que ser construido, en primer lugar, dentro de sus propias fronteras. Este planteamiento se veía además favorecido por el hecho de que en la segunda posguerra europea no se reprodujo la resistencia social que siguió a la primera guerra mundial, y que se hubiera podido de nuevo esperar por las consecuencias de la destrucción. La negativa experiencia de las indemnizaciones de guerra que impuso el Tratado de Versalles no se volvió a repetir. El Plan Marshall de 1947 aportó un colchón financiero que permitió aprovechar la paz social que parecía ofrecer el reparto de Europa en Yalta y Postdam. La colaboración de los partidos socialdemócratas y comunistas con los gobiernos de reconstrucción nacional garantizaron el consenso social necesario para poner en marcha el proyecto europeo.

No debe olvidarse, sin embargo, que el proyecto europeo estuvo desde el principio estrechamente asociado a la nueva forma de enfrentamiento entre los países europeos que constituyó la llamada "guerra fría", la cual sancionó como en pocos períodos de la historia del continente la división tajante de éste en dos bloques irreconciliables. Se denominó proyecto "europeo" al proceso de unificación de uno de los dos bloques enfrentados, que ni siquiera contaba con la mayor parte de la población de Europa. Esta división se estableció bajo la sombra del arma nuclear y por imposición en buena medida de una potencia exterior al continente: los Estados Unidos de América. Desde sus inicios, las estructuras "europeístas" convivieron estrechamente con las estructuras militares de la OTAN. Dista de ser casual el hecho de que las oficinas centrales de ambas instituciones fuesen ubicadas en la misma ciudad, y bastante próximas entre sí. Mientras en unas se administraba el "proyecto europeo" en materia económica, en las otras se administraba una estrategia militar basada en el mantenimiento de una carrera de armamentos en la que las dos mitades de Europa se preparaban para aniquilarse mutuamente, mientras se controlaba férreamente cualquier intento nacional de seguir vías políticas propias.

LA "REALIDAD EUROPEA": LA EUROPA DE LOS GRANDES MERCADERES

Aunque así pueda parecer desde la perspectiva actual, la "construcción de Europa" no fue emprendida inicialmente con el objetivo primordial de potenciar la competitividad de las economías europeas en el mercado mundial. En los años cincuenta, el concepto actual de mercado mundial y de competitividad global simplemente no existía. En 1950, las exportaciones norteamericanas sólo representaban el 3,6% del PIB del país, que a su vez constituía la mitad de toda la economía monetarizada mundial. Japón era un montón de ruinas y no existía como potencia económica, ni mucho menos comercial. En el mismo año, el valor de las exportaciones mundiales, en términos reales, era del mismo orden que el máximo histórico alcanzado en los años veinte.

Los objetivos iniciales de la unificación comercial europea fueron básicamente internos. Se trataba de impulsar una profunda transformación de las economías y las sociedades europeas tradicionales, conviertiéndolas en estados industriales modernos y abiertos al intercambio comercial entre sí, en los que las grandes corporaciones capitalistas privadas pudieran alcanzar la dimensión y el papel hegemónico que habían alcanzado ya en el gigantesco mercado interno de los EEUU de América.

Pese al crecimiento económico de entreguerras, en la mayor parte del continente europeo la población seguía dependiendo en buena medida de la agricultura, y la población urbana recibía la mayor parte de sus suministros de pequeñas empresas de ámbito local o regional, la mayor parte de ellas de carácter familiar. Algunas de las grandes industrias estaban nacionalizadas, otras habían venido dependiendo de la explotación de unos imperios en vías de desaparición o de los sucesivos programas nacionales de rearme, y en conjunto, la mayoría de las grandes empresas habían quedado gravemente destruidas por la guerra y no podían afrontar la reconstrucción apoyándose tan sólo en sus pequeños mercados internos. El gran capital europeo no podía seguir alimentando sus necesidades de acumulación y crecimiento sobre bases semejantes.

Además, en el horizonte internacional se perfilaban otras serias preocupaciones para el gran capital europeo. Ni siquiera las grandes dimensiones del mercado interno de los Estados Unidos parecían suficientes para absorber indefinidamente la gigantesca capacidad de producción que había alcanzado la industria norteamericana al término de la guerra. Para continuar su expansión, la gran industria norteamericana pronto debería comenzar a recurrir al mercado internacional en proporciones muy superiores a las que lo había venido haciendo hasta entonces. De hecho, los EEUU comenzaron de inmediato a preparar el terreno para esta expansión, patrocinando las conversaciones de Bretton Woods con vistas a la creación de un sistema de instituciones económicas internacionales que fuera capaz de orientar y controlar el funcionamiento y la evolución de la economía mundial a la medida de sus intereses: el Banco Mundial, para canalizar los grandes flujos internacionales de inversión; el Fondo Monetario Internacional, para asegurar la estabilidad monetaria e imponer la ortodoxia económica capitalista; y la Organización Mundial de Comercio, para conducir la expansión del comercio internacional.

Aunque las conversaciones para el establecimiento de la Organización Mundial de Comercio se quedaron a medio camino en cuanto a sus propósitos iniciales, dieron como resultado la firma del acuerdo del GATT en 1947. Estados Unidos impuso en los acuerdos del GATT una filosofía de regulación del comercio internacional acorde con su propia tradición del "principio de reciprocidad" (concesiones recíprocas equivalentes en cada negociación), generalizándolo a todos los firmantes del Acuerdo a través del principio de "nación más favorecida" (obligación de tratar a todos los países firmantes igual que a la nación más favorecida). Dada la superioridad tecnológica y productiva de la industria norteamericana, el mecanismo de la reciprocidad generalizada debería permitirle obtener un superávit permanente en su comercio internacional, necesario para mantener el despliegue de sus flotas y ejércitos en todo el mundo. Así ocurrió de hecho posteriormente, durante varias décadas.

El alcance de todos estos acuerdos no escapaba a los gobiernos europeos, que se veán obligados a aceptarlos por la razón de la fuerza norteamericana. En el supuesto de que el GATT alcanzase su objetivo de prestar un gran impulso al comercio mundial, -lo cual no era ni mucho menos evidente en la época-, las corporaciones industriales europeas no estarían en condiciones de enfrentarse a las norteamericanas en términos de reciprocidad, a menos que contasen previamente con una base doméstica de mercado suficientemente amplia, que les permitiese también a ellas alcanzar dimensiones continentales.

Ante todo este cúmulo de problemas, la vieja Europa tenía que cambiar. La población rural tenía que reducirse drásticamente, proporcionando nuevas oleadas de fuerza de trabajo asalariada para sustentar la expansión de la producción, y engrosando las filas de los consumidores urbanos plenamente dependientes de los suministros del mercado. El extenso espacio comercial de los millones de pequeñas granjas y negocios tradicionales debía pasar a manos de las grandes corporaciones, que debían poder operar a escala europea, sin aranceles ni trabas de ninguna clase. En las sucesivas rondas del GATT, los intereses de las corporaciones europeas debían expresarse del modo más unificado posible, a fin de defender con mayor fuerza sus posiciones en los imprevisibles derroteros que fuera tomando el comercio internacional.

Este carácter corporativo ha sido desde un principio, y sigue siéndolo, la verdadera seña de identidad de la Unión Europea. Se trataba de construir, no tanto la Europa de los Mercaderes, sino la Europa de las Corporaciones, o si se quiere, la Europa de los Grandes Mercaderes. En este sentido en el que se señalaba al comienzo que la construcción europea ha sido un proceso convencional de ampliación de mercados y articulación de intereses corporativos. No ha aportado nada especialmente original en la repetida historia de este tipo de procesos. La implantación de mercados unificados y, sobre todo, oligopolizados, sobre comunidades humanas y sistemas económicos anteriormente disgregados y más o menos autosuficientes, siempre se ha basado en los mismos principios: liberalización de los intercambios comerciales; normalización de los productos y los estándares técnicos; subordinación de las estrucutras sociales autónomas; homogeneización de los espacios culturales diferenciados; absorción de los sistemas económicos no centralizados; creación de infraestructuras de transporte y comunicación para la integración a gran escala del territorio; establecimiento de sistemas de administración y control político y social unificados; imposición de una moneda única; y paulatina implantación de una lengua oficial.

Revisando uno por unos estos principios, se observa como todos y cada uno de ellos tienden a modificar las reglas del juego económico y las estructuras sociopolíticas y culturales en el sentido de otorgar ventajas a las grandes corporaciones a costa de las pequeñas unidades productivas y de las comunidades locales. Además, todos ellos están de algún modo encadenados entre sí por la propia dinámica de los hechos. Durante treinta años, desde que en el Tratado de Roma de 1957 el "ideal europeo" tomó la prosaica forma terrenal de unión aduanera bautizada como Mercado Común, hasta que la entrada en vigor del Acta Unica en 1987 inició la cuenta atrás para la implantación del Mercado Unico, las grandes corporaciones que operaban en el espacio europeo supieron aprovechar las oportunidades que el proceso de unificación les ofrecía.

Para asegurarse el control de la gestión del día a día de los asuntos comunitarios, establecieron "lobbys" y otros mecanismos de presión altamente eficaces en el opaco entramado de la burocracia de Bruselas, y la infiltraron en todas direcciones, situando en puestos clave a representantes de las diversas ramas de la industria y de los más variados conglomerados de intereses. Las presiones sobre Bruselas se reproducían, en los mismos términos, en forma de presiones sobre los diversos gobiernos nacionales, por parte de las grandes patronales respectivas. Estas estructuras de presión acabaron tomando cuerpo, abiertamente, con la creación de instituciones tales como la ERT (European Round Table of Industrialists).

De este modo se hicieron realidad los objetivos fundamentales del Mercado Común. Europa cambió profundamente en la dirección prevista. Las comunidades locales continuaron perdiendo el control de sus recursos y sus capacidades de autoorganización económica y social. El proceso de urbanización de la población avanzó hasta límites prácticamente excluyentes. Las actividades agrarias a pequeña escala y otras muchas activides locales y tradicionales fueron barridas por las sucesivas olas de modernización tecnológica, racionalización comercial y reconversión industrial. Millones de hombres y mujeres vieron como sus capacidades y sus cualificaciones laborales pasaban a a ser consideradas obsoletas e inútiles, y ellos mismo pasaban a estar de sobra, a no ser más que lastres sociales en la empresa común de modernización y unificación. Las grandes corporaciones se apoderaron rápidamente de los recursos y los mercados puestos a su disposición, estableciendo estructuras productivas y alianzas comerciales de rango continental. Con la nueva potencia así ganada, proyectaron su actividad hacia el exterior, y particularmente hacia el Sur, compitiendo eficientemente con Estados Unidos y, más tarde, con Japón, en la instauración global de un neo-colonialismo aún más feroz, si cabe, que el viejo colonialismo decimonónico.

LLegado ya a este punto el proceso de unificación, y habiendo obtenido resultados tan alentadores, no resultaba difícil demostrar la "necesidad" de dar nuevos pasos adelante. La aprobación del Acta Unica en 1987, con vistas al establecimiento del Mercado Unico Interior, era una consecuencia obligada de todo el proceso vivido en las décadas anteriores.

MAASTRICHT: DEL MERCADO ÚNICO A UN NUEVO CONCEPTO DE "ESTADO ÚNICO"

Lo esencial del proceso de unificación europea, desde el punto de vista de sus corporaciones beneficiarias, culminó el 1 de enero de 1993, con la entrada en vigor del Mercado Unico Interior. Un mercado único es algo muy distinto de una zona de libre comercio o de una unión aduanera, como el Mercado Común con que se puso en marcha hace cuarenta años el proceso de unificación europea. No se basa, como éstos, en políticas pasivas de eliminación de barreras arancelarias o comerciales, sino en una suma de políticas y transformaciones activas que permitan y ayuden a los agentes económicos presentes en el mercado unificado a operar realmente a la nueva escala territorial y económica sin trabas administratrivas, políticas o sociales, así como a proyectarse hacia el exterior con la ganancia de potencia que se deriva de la ampliación de su base de mercado doméstica.

Tales políticas se extienden en una multiplicidad de planos (financiero, fiscal, tecnológico, industrial, laboral, infraestructural, etc.), y sólo pueden ser eficientemente formuladas y aplicadas a través de alguna clase de autoridad unificada, dotada de los adecuados poderes e instrumentos administrativos, legislativos y judiciales, así como policiales y, en última instancia, militares. Por eso, la construcción y la gestión de un mercado único necesita del establecimiento de alguna forma de "estado único".

La construcción de esta superestructura político-administrativa a la escala del Mercado Unico fue la finalidad del Tratado de Maastricht. Sus objetivos quedaron plasmados en cinco puntos redactados en un lenguaje diplomático pero muy explícito, en el Artículo B del Tratado. Su contenido, extractando literalmente lo esencial, es el siguiente: primero, establecer una unión económica y monetaria, que implicará, en su momento, una moneda única; segundo, realizar una política exterior y de seguridad común, que podría conducir, en su momento, a una defensa común; tercero, reforzar la protección de los derechos e intereses de los ciudadanos, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión; cuarto, desarrollar una cooperación estrecha en el ámbito de la justicia y de los asuntos de interior; y quinto, mantener y desarrollar el acervo comunitario para asegurar la eficacia de los mecanismos e instituciones comunitarias.

El "estado único" que comienza a tomar cuerpo en el Tratado de Maastricht, para su desarrollo posterior en los sucesivos tratados del siglo XXI, muestra ya en su texto "fundacional" algunos de los que serán sus rasgos esenciales. El Tratado se interesa especialmente por los aspectos económicos y monetarios, que desarrolla cuidadosamente en su articulado, así como por los aspectos militares, judiciales, policiales y administrativos, en los que propone avances sustanciales en el proceso de unificación. Pero deja fuera, reducidos a vagas declaraciones de intenciones, los aspectos laborales, sociales y ambientales, cuya armonización y reforzamiento no sólo no supondría ventaja alguna para las grandes corporaciones beneficiarias del proceso de unificación, sino que obstaculizaría su desenvolvimiento en una variedad de aspectos.

El Tratado refleja también la situación de Europa en la etapa en que fue concebido y cabildeado, entre las primeras negociaciones en 1989 y su firma en Maastricht en febrero de 1992. Fue la etapa de la caída del muro de Berlín, la reunificación alemana y la posterior descomposición económica y política del Este de Europa, así como la Guerra del Golfo y la agudización de las tensiones en la orilla Sur del Mediterráneo. El texto de un tratado histórico que inicialmente estaba destinado a simbolizar el triunfo definitivo de la economía de mercado sobre el socialismo real en Europa, gracias al acierto del proceso de unificación comercial iniciado cuarenta años atrás, acabó destilando un aroma a proyecto defensivo y de atrincheramiento, que condujo a muchos a calificarlo como el proyecto de construcción de la "fortaleza europea". La imagen de la Europa de Maastricht como una fortaleza defensiva se refuerza con el visible intento de reservarse las periferias inmediatas (Norte de Africa, países del Este...) como zonas de influencia europea, en el precario nuevo orden mundial surgido con el final de la "guerra fría".

La nueva forma de "estado único" europeo que se perfila para el siglo XXI dista mucho de estar definida en el momento actual, por las fuertes tensiones internas existentes, pero, a tenor de las tendencias observables, con toda probabilidad será bastante distinta a los estados nacionales que hemos conocido en Europa en la segunda mitad de este siglo. Mantendrá sus manos fuera de los procesos económicos, asegurando a los grandes agentes económicos y financieros la plena libertad de movimientos de mercancías, capitales y valores. Limitará estrictamente su intervención en el plano social, obligando a los ciudadanos a resolver individualmente sus necesidades, de acuerdo con sus propias capacidades y aptitudes para la competencia. Dejará en manos de los grandes conglomerados privados de la comunicación la producción y la distribución de la cultura y la información. Pero, eso sí, irá asumiendo plenamente las funciones militares, judiciales y policiales necesarias para la protección de los intereses que le han venido alumbrando. Cada forma de estado, a lo largo de la historia, ha venido a defender los intereses económicos de la minoría dominante, y a reflejar sus valores culturales, políticos e ideológicos.

ALIMENTANDO DESDE EL SUR EL "IDEAL EUROPEO"

Tampoco la retórica de ideales y fraternidades europeas (enterrados en Bosnia, pero muertos ya desde mucho tiempo atrás) con que se puso inicialmente en circulación el proyecto europeo, constituye una excepción en este tipo de procesos. Todas las construcciones de imperios coloniales o de grandes unificaciones nacionales han ocultado sus verdaderos fines mercantiles y de concentración de poder tras grandes ideales benéficos, que sólo han ido cambiando a lo largo del tiempo para ajustarse a los valores socioculturales de cada época y lugar de la historia. La cristianización y la salvación eterna de los infieles, la civilización y la educación de los salvajes, o el cumplimientos de diversas formas de "destino manifiesto" de los pueblos, son antecedentes obvios del "ideal europeo" actual. En su tiempo les parecieron a la mayoría de sus respectivos contemporáneos tan nobles, irreprochables y desinteresados como el ideal europeo les pareció durante décadas a la mayoría de los europeos de hoy.

Sin embargo, la historia también ha demostrado que los ideales, por brillantes que sean, no han sido nunca suficientes para mantener el acuerdo mayoritario de la población en torno a los grandes proyectos de unificación, expansión o modernización capitalista. En todos estos procesos hay amplios grupos sociales que se ven perjudicados o afectados en sus intereses, en sus formas de vida o en sus expresiones culturales, y que de un modo u otro se resisten a las transformaciones que se les imponen. Las protestas se han acallado en unos casos con la fuerza de las armas, cuando quienes protestaban eran paganos, salvajes o subdesarrollados que no entendían el bien que se les intentaba hacer, o en otros con alguna forma de reparto de las ganancias, cuando las protestas sonaban demasiado cerca.

La construcción europea tampoco ha sido una excepción en este sentido. Ha sido un caso típico de la segunda clase de tratamientos de los arriba citados. El estado del bienestar -que se pudo establecer, en buena parte, gracias a los recursos de la explotación colonial, primero, y neocolonial, después-, aportó un inestimable contrapunto de satisfacción material al ideal europeo, y reunió un consenso casi universal en torno a al proyecto de unificación, sobre todo en las décadas críticas de su construcción. Las innumerables subvenciones a los afectados en la agricultura, en las industrias en reconversión o en los países y las regiones menos competitivas, han contribuído a paliar las protestas y a ir salvando las diferentes etapas y los obstáculos sociales y políticos que iba encontrando el proyecto unificador.

Pero lo que los ciudadanos no imaginaban es que se trataba de paliativos meramente temporales, que perderían su razón de ser y serían desmontados paulatinamente una vez quedaran suficientemente afianzadas las nuevas estructuras políticas y económicas que se trataba de establecer. Ahora comienza a ser perceptible ese desmantelamiento, y se justifica con el argumento de que la competitividad no permite mantener tales beneficios por más tiempo. Mientras se construía Europa para recuperar la competitividad que se había perdido sí que era posible mantenerlos, pero curiosamente deja de serlo cuando el proyecto europeo está a punto de culminar sus metas.

La realidad es que los grandes intereses corporativos europeos perciben que la articulación política y sindical de los trabajadores ha quedado seriamente debilitada por la presión del aumento de la competencia sobre las empresas y sobre el mercado de trabajo, que los sectores económicos tradicionales están ya virtualmente desmanteados y sus efectivos residuales caminan hacia la extinción generacional, y que la unificación ya ha avanzado lo suficiente como para no admitir vueltas atrás por parte de los países menos competitivos, que cedieron sus mercados a cambio de algunos fondos estructurales y de cohesión. Además, el proceso de globalización y liberalización de la económia mundial, que las instituciones y corporaciones de la Comunidad Europea han colaborado activamente a impulsar, presiona hacia una nivelación global a la baja de las condiciones sociales de la población. De este modo, las redistribuciones transitorias destinadas a facilitar la integración y a suavizar las reacciones sociales van perdiendo su razón de ser en aras de la competitividad, tanto en el plano interior como en el plano global.

En toda nueva vuelta de tuerca de los procesos de reestructuración económica, determinados grupos sociales sufren sus consecuencias con particular intensidad. En Europa, como en otros lugares del mundo, la crisis social tiene un acusado sesgo de género: las mujeres están siendo objeto en los últimos años de nuevas formas de discriminación. El desempleo afecta más fuertemente a las mujeres que a los hombres. La liberalización de los mercados de trabajo facilita la sustitución de empleos estables y correctamente remunerados por trabajos a tiempo parcial, irregulares, mal pagados, e incluso situados fuera de la legalidad laboral vigente. Las estadísticas indican que estos empleos están siendo ocupados en su mayoría por mujeres, obligadas a aceptarlos en unos casos por la ausencia de otras oportunidades de trabajo, y en otros por el deterioro de las economías domésticas.

Los recortes sociales, por otra parte, descargan progresivamente sobre los hogares, y particularmente sobre las mujeres, las tareas de atención a los sectores sociales más débiles o conflictivos. El deterioro social en que se van sumiendo las comunidades más afectadas por los procesos de reestructuración, o las comunidades de inmigrantes marginalizadas, recae asimismo en buena medida sobre las mujeres. El debilitamiento de las relaciones de parentesco y la quiebra de la familia nuclear, particularmente en las grandes ciudades, obliga a muchas mujeres a enfrentarse solas a todas las responsabilidades familiares. La descomposición de las estructuras sociales y comunitarias las obliga además, en muchas comunidades, a organizar y mantener precarios sistemas de atención social para intentar paliar la degradación del entorno social en el que deben desenvolverse sus familias. Todas estas funciones, sobre las que se apoyan en buena medida las supuestas ganancias de "competitividad" y "flexibilidad" de las políticas neoliberales, permanecen invisibles para la economía oficial y la conciencia social, cuando no son abiertamente infravaloradas y despreciadas.

Las minorías de ciudadanos procedentes de la periferia constituyen otro de los colectivos especialmente afectados por el proceso de unificación. El asentamiento estable en algunos países de la Europa Comunitaria de una buena parte de la inmigración temporal extracomunitaria ha provocado unas políticas cada vez más severas de control y restricción de los flujos migratorios que, al convertir al inmigrante en un "problema", han alimentado las actitudes xenófobas racistas. Hoy se pone en primer plano la impostergable igualación de derechos sociales y políticos de los inmigrantes con los del resto de la población, y sin embargo, el Tratado de Maastricht y los Acuerdos de Schengen vienen a legalizar una grave e indefendible discriminación para un colectivo de varios millones de ciudadanos europeos.

 

LOS CAÑONAZOS DE BOSNIA Y EL DESPERTAR DE EUROPA

La fascinación que durante décadas vino ejerciendo el ideal de Europa radicaba, en suma, en sus capacidad para asociar dos clases de expectativas, unas de orden espiritual y otras de orden material. La construcción europea ofrecía a los ciudadanos la hermosa combinación de un cierto progreso moral, percibido a través de la exaltación de los valores de la solidaridad interna y externa y de la reafirmación cultural, con un palpable enriquecimiento material, expresado a través de un crecimiento continuo de la renta, y del disfrute de los beneficios sociales arriba señalados. Esta doble visión constituyó lo que se dió en llamar "el sueño de Europa", una versión más culta y más justa -porque al fin y al cabo era europea-, del desacreditado "sueño americano".

Pero el mundo de los años noventa es muy diferente de aquel en que nació y creció el sueño de Europa. En la mayor parte del Sur, las esperanzas que suscitó la descolonización se han trocado en una pesadilla a la que no se le ve final. En el Este, el hundimiento del socialismo burocrático ha provocado en Europa Occidental el vértigo ante la proximidad a un vacío económico y social que nadie sabe cómo llenar, y en el que proliferan los conflictos violentos con grados de atrocidad que se creían, ingenuamente, superados para siempre en Europa. En la propia Europa Occidental y en el conjunto del Norte, los conflictos y las desigualdades sociales se amplifican en cada ciclo de estancamiento y reactivación. Y por encima de todo el panorama, se cierne el fantasma de la crisis ecológica global. La realidad corroe paso a paso la credibilidad de un modelo de organización económica y política que Europa ha contribuido decisivamente a diseñar y a hacer prevalecer en todo el mundo, y que quiso ejemplificar hasta sus másximas cotas con la admirable y pacífica construcción de la Unión Europea.

El proyecto europeo pretendió asentarse inicialmente en la unidad que generó la lucha contra el fascismo en la guerra. Periódicamente se ha venido recordando, con homenajes en los antiguos campos de concentración y en los escenarios de las principales batallas, que la unidad de Europa se construía sobre la base de la paz, las libertades democráticas y la tolerancia cultural. Pero esos "pilares de Europa" se han desmoronado en la primera ocasión en que debían demostrar su fortaleza. La actitud de la Unión Europea y de los gobiernos nacionales -por activa o por pasiva, según los casos- en la antigua Yugoslavia, ha abierto el camino a sucesivas agresiones netamente fascistas sobre la última comunidad europea que pretendía mantener una verdadera convivencia multicultural. Los campos de concentración, las deportaciones masivas y el genocidio han vuelto a aparecer en Europa bajo la nueva denominación de "limpieza étnica", mientras las instituciones y los gobiernos europeos presionan a las víctimas para que acepten "planes de paz" que suponen el reparto entre los agresores del territorio de un estado europeo legítimamente constituido y reconocido por la comunidad internacional, encabezada por la propia Europa.

Es el final de la inocencia, para quien hubiera logrado mantenerla hasta ahora. En un contexto como el actual es difícil seguir creyendo en el ideal de una Europa unida y solidaria, destinada a difundir su cultura y su prosperidad en todas direcciones. Durante años fue fácil mantener el acuerdo en torno a este sueño colectivo de progreso moral y material. Los sueños de esa clase con radiantes. No tienen lados oscuros o, si los tienen, quedan ocultos tras el brillo de los horizontes sin límites que prometen. Pero no es tan fácil mantener ese acuerdo cuando el despertar del sueño ofrece un panorama de confusión y de inquietud.

Por eso, de un modo sutil y paulatino, pero bien perceptible en los últimos años, el proyecto europeo ha ido tomando ese carácter defensivo, e incluso negativo e irracional, al que se aludía anteriormente. Desde hace bastante tiempo, el discurso político en favor de la construcción europea contiene cada vez menos referencias hacia la grandeza de las metas, y más hacia los peligros que acechan a Europa si no consigue culminar la unión, y a cualquiera de los países miembros -o candidatos a serlo- que no consiga cumplir las condiciones para formar parte del núcleo duro y seguro de la unificación.

Ante esta situación, y sobre todo a partir de la accidentada -y de hecho coactiva en muchos países- aprobación del Tratado de Maastricht, crecientes grupos de ciudadanos han comenzado a preguntarse abiertamente si les conviene la construcción de Europa, bien sea a título individual, o colectivo, o a ambos. Una pregunta que de hecho les estaba vedada anteriormente, cuando el vigor incontestado del ideal fundacional marginalizaba de modo automático a quienes osaran cuestionarlo, y les excluía de cualquier debate socialmente aceptado como racional o constructivo. Ahora más que nunca, cada uno está legitimado para preguntar, desde su propia perspectiva personal o política, qué es lo que ofrece realmente el proceso de unión europea para resolver los principales problemas presentes.

Por ejemplo, qué ofrece, en primer lugar, en relación con los problemas del Sur, o del Este, cuyo dramático deterioro no sólo está comprometiendo a ojos vistas la conservación de los logros económicos y sociales que enorgullecieron al continente europeo, sino que arruinará sin duda la estabilidad política global a largo plazo. O qué ofrece en relación con los problemas internos de desigualdad social y territorial, y de deterioro de la cohesión social, que no dejan de acentuarse desde hace años en la práctica totalidad de los países de Europa. O qué ofrece en relación con la crisis ecológica continental y global, que no ha dejado de agravarse en ningún momento.

Hay que empezar por recordar que lo que desde luego no ofrece es una profundización de la democracia. La creación de grandes mercados y espacios económicos siempre conlleva la concentración del poder, y esta concentración siempre acaba manifestándose en forma de autoritarismo, o en diversas formas de degeneración de la democracia. Las verdaderas relaciones democráticas sólo pueden florecer y sobrevivir a pequeña escala, y se van degradando en los sucesivos escalones de representación, y tanto más cuanto mayor es la cuota de poder y de dominio que se les va cediendo a las instancias superiores. A estas alturas de la construcción europea y del deterioro de los valores democráticos en el continente, nadie debería extrañarse de la limpieza étnica en Bosnia, ni de la reapertura de la carrera nuclear por parte de Francia, contemplada con agrado -explícito o disimulado- por no pocas fuerzas políticas, e incluso por diversos gobiernos europeos.

Lo que tampoco ofrece es facilidades para las comunidades, pueblos o naciones de Europa que deseen avanzar hacia diversas formas de autonomía real, incluyendo en su caso la autodeterminación política. Las esperanzas que en su día pudo suscitar el nuevo marco europeo entre las diversas naciones sin estado dispersas por todo el continente, se han ido desvaneciendo ante la consolidación de unas estructuras comunitarias que sólo legitiman y reconocen como interlocutores a los gobiernos estatales de los países miembros, mientras impiden conjuntamente la expresión política propia de dichas identidades subalternas. Con ello, lejos de abrir el paso a la convivencia y la colaboración entre los pueblos de Europa desde la propia identidad de cada uno de ellos, se favorecen los enfrentamientos entre pueblos o comunidades, y se aceleran en el contexto europeo los procesos de uniformización político-cultural que caracterizan a la actual etapa de globalización del capitalismo.

LOS PUEBLOS DE EUROPA EN LA UNIÓN EUROPEA: ¿UNIDOS PARA CRECER?

En realidad, lo único que la unión europea ofrece o pretende ofrecer es competitividad internacional para recuperar y relanzar una y otra vez, "indefinidamente", el crecimiento económico en Europa, esto es, el crecimiento de las grandes corporaciones de la Europa unificada, el aumento de su poder y de sus riquezas. Esa es su razón de ser, por más que se presente, aunque cada vez menos, porque cada vez es ya menos necesario, adornada con ciertos toques sociales o de derechos civiles.

Pero más competitividad y más crecimiento en Europa suponen, en primer lugar, más alejamiento respecto al Sur y al Este, y mayores diferencias de riqueza y de poder entre las diferentes regiones mundiales. La teoría de las economías del Norte como "locomotoras" de las economías del Sur, que constituye el núcleo del catecismo del FMI y de los gobiernos del Norte que lo dirigen, ha sido una y otra vez desmentida por los hechos. Simplemente es falsa.

Más competitividad, más crecimiento y más inversión en Europa suponen también, más allá de las buenas intenciones que pueblan los discursos oficiales, mayores desigualdades internas de todas clases, tanto entre individuos como entre pueblos y naciones. Exigen más "moderación salarial", esto es, más apertura del abanico salarial, y no aportan soluciones al problema del empleo. La Comunidad no logró bajar de 12 millones de parados ni siquiera en la fase álgida del mini-boom de los ochenta, que universalmente se reconoce como irrepetible. En la estructura económica que han alcanzado los países occidentales, el problema del empleo, o mejor, del trabajo, ya no se resuelve con crecimiento. Esa es otra idea falsa.

Y más competitividad y más crecimiento en Europa suponen más consumo de energía y de recursos y más deterioro ambiental, en unos casos infligido al entorno propio y en otros exportado al Sur o descargado sobre el medio ambiente global. Los estudios realizados por las propias instituciones europeas en relación con sectores económicos clave, como el transporte o la energía, son concluyentes a este respecto. La idea de que la conservación del medio ambiente en los países sobredesarrollados sólo es posible mediante más desarrollo es, si cabe, aún más falsa que las anteriores.

La conclusión sería desoladora si, por alguna razón, lo que los ciudadanos europeos necesitasen fuese antes que nada "crecimiento", esto es, aumento de la producción y del consumo de bienes y servicios tanto en términos monetarios como en sus reflejos físicos o materiales, que hoy por hoy siguen estando estrechamente asociados. Pero afortunadamente no es así.

Es difícil comprender, en efecto, para qué necesitan más "crecimiento" un grupo de países que cuentan con una media de 20.000 dólares de renta anual por persona (del orden de 15.000 en España). O, expresado de otro modo, cuál es la clase de problemas sociales reales que estos países esperan ser capaces de resolver con cantidades aún mayores de renta promedio, en lugar de afrontar las transformaciones de las estructuras políticas y sociales que les han impedido resolverlos hasta el momento actual, y que incluso están provocando su agravamiento.

La obsesión por el crecimiento y el desarrollo, y su consideración como "summun bonum" y panaceas universales, es una de las peores enfermedades de nuestra época. Brinda justificación a los continuos abusos de las políticas económicas, sociales y culturales sobre innumerables grupos y comunidades, y desvía las energías de los agentes sociales, impidiendo que se concentren en la resolución de los verdaderos problemas. Todo el proceso de la construcción europea, y en particular el Tratado de Maastricht y los programas en curso para culminar el establecimiento de la Unión Europea en los próximos años, constituyen muestras inequívocas de esta obsesión patológica. Sólo pueden exacerbar los problemas que han venido creando, porque ofrecen para resolverlos mayores dosis de las mismas recetas que los han provocado.

Si los pueblos de Europa quieren ayudarse a sí mismos, encontrando soluciones a sus verdaderos problemas, y colaborar eficazmente a la resolución de los problemas globales, deben hallar el camino para salir cuanto antes del laberinto de túneles del crecimiento y el desarrollo, en el que se les ha venido internando más y más hasta ahora, sin que puedan vislumbrar ninguna salida. La salida no la hallarán, desde luego, siguiendo la vía de la Unión Europea -que sólo les seguirá conduciendo hacia lo más oscuro del laberinto económico y hacia el declive soiocultural y ecológico-, sino enfrentándose a sus verdaderos problemas desde su propia realidad social y económica, su propia personalidad histórica y cultural, y su propia identidad territorial y política.

Ha llegado ya el momento de que los pueblos de Europa comiencen, desde la autonomía y el respeto mutuos, a discutir el establecimiento -entre ellos y con los demás pueblos del mundo- de nuevas formas de colaboración y nuevos principios de relación política, enteramente distintos e incompatibles con los que se les han venido imponiendo a lo largo del proceso de unificación capitalista de Europa, que ni es ni tiene por qué ser irreversible. No se trata de reiniciar el debate económico sobre proteccionismo, libre comercio y organización de mercados competitivos. Es un debate sobre la recuperación de los bienes y los recursos comunales y colectivos, sobre la regeneración de las producciones y los intercambios locales, sobre el respeto de los derechos de las comunidades y los pueblos de Europa a una existencia libre y soberana, sobre la protección del medio ambiente, sobre la defensa de la justicia social y de género, y sobre la alianza entre todas estas luchas. Es un debate, en suma, sobre una disyuntiva política: permitir que continúe la acumulación del control y del poder en las élites multinacionales y nacionales europeas, o abordar decididamente su recuperación por los pueblos de Europa y sus comunidades.

Inicio de página


Página Principal / Documentos / Enlaces / Convocatorias / Publicaciones / E-mail