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La globalización económica y Maastricht contra
la sociedad y el entorno ecológico


Se nos dice que el trabajo es un bien escaso. Pero percibimos como aquí en los países del Norte, o del Centro del sistema, y especialmente en el Estado español, algun@s trabajan cada día más (jornadas de laborales crecientes, especialmente para el trabajo precario; y horas extras, principalmente para los llamados trabajadores fijos, con convenio). Eso por no hablar de los países periféricos donde las personas (y hasta l@s niñ@s) que acceden al trabajo asalariado (o dependiente) trabajan jornadas absolutamente extenuantes, por salarios de miseria, mientras se expande imparablemente el océano de excluidos. Se habla de que más de 1000 millones de personas se encuentran en la marginación y pobreza más absoluta.

Se nos bombardea diariamente con la cantinela de que el problema del paro se solucionará con más crecimiento económico y con mayor inversión. Pero observamos como, hoy en día, ni el crecimiento económico ni la inversión productiva son capaces de generar empleo. Es más, hasta las Naciones Unidas afirman que hemos entrado ya en una etapa de "crecimiento sin empleo". Al tiempo que constatamos cómo en la actualidad la inversión productiva implica en general la sustitución de trabajo humano por capital (robotización, microelectrónica, nuevas tecnologías). En suma, se multiplica exponencialmente la productividad, la capacidad de generar mercancías de toda índole, mientras que disminuye paralelamente la población con un trabajo asalariado o dependiente.

Se nos vende la moto de la pretendida bondad del libre comercio mundial, de la ampliación de los mercados (la Unión Europea, es un ejemplo de ello), como vía para impulsar la creación de empleo. Pero constatamos como dichos procesos lo que provocan es que prospere la producción y distribución en gran escala, controlada por grandes empresas transnacionales, que destruye la producción y distribución de pequeña escala de carácter local y tradicional, mucho más intensiva en trabajo humano (en gran medida no asalariado). Actualmente, las 500 mayores empresas del mundo son responsables del 25% del producto mundial bruto, pero tan sólo dan trabajo al 1,25% de la población activa del planeta.

Se nos intenta convencer de que a través de la desregulación económica (privatizaciones de empresas y servicios públicos) y laboral (continuas reformas del mercado de trabajo para "flexibilizar el empleo") se va a solventar la creación de nuevos empleos, especialmente con carácter fijo. Pero lo que vemos que verdaderamente ocurre es que las privatizaciones en marcha y la creciente desregulación laboral destruyen y precarizan los empleos existentes. En concreto, la última reforma laboral, firmada por la patronal y los llamados sindicatos mayoritarios (CCOO y UGT), va a permitir a los empresas desprenderse de sus trabajadores fijos (en general población mayor), pagando menos por ello, y sustituirlos por empleos precarios peor remunerados (y además ocupados por jóvenes).

¿Qué está pasando? Pues sencillamente que se están sentando las bases para una expansión sin precedentes del capitalismo a escala planetaria, lo que se ha venido a denominar globalización económica, bajo la hegemonía de la gran producción y distribución. Este proceso significa no sólo la extensión del dominio del capital hacia un mayor ámbito geográfico, en este caso el mundo entero, sino que supone también el creciente dominio de la lógica mercantil sobre todos los ámbitos de la vida humana y los ciclos de reproducción de la vida en general. En este despliegue del capital se absorben, desarticulan y destruyen formas productivas y de organización social preexistentes, en muchos casos más comunitarias e igualitarias y menos jerarquizadas, de ámbito local, con una mayor proporción de actividad humana, y con una menor extensión del trabajo asalariado o dependiente, donde la economía monetaria cumple un papel limitado, y de menor impacto ambiental.

Estos procesos, dirigidos por criterios neoliberales al servicio del capitalismo más salvaje, están siendo impulsados por las instituciones económicas y financieras internacionales (BM, FMI, GATT-OMC, a nivel global; y las instituciones comunitarias en el espacio europeo). Y se llevan a cabo en connivencia con las grandes empresas transnacionales y el capital financiero y especulativo europeo e internacional. Es decir, los nuevos amos del mundo, que son los que fundamentalmente se benefician de los mismos. Estos últimos operan crecientemente al margen y por encima de las estructuras estatales, siendo las políticas de los gobiernos cada vez una prolongación más clara de los intereses del capital transnacional. La soberanía de los Estados se bate pues en retirada, mientras que se incrementa la autonomía y hegemonía del poder económico sobre el poder político.

Estas tendencias no sólo están teniendo gravísimas consecuencias en el plano social, con la acentuación de la concentración de la riqueza cada día en menos manos, y la expansión paralela y creciente de la precarización, el paro, la marginación y la exclusión social; sino que promueven una agudización imparable de los desequilibrios ecológicos que adquieren ya una dimensión planetaria (cambio climático, deforestación, desertización, agotamiento de recursos no renovables, pérdida de biodiversidad, proliferación exponencial de la producción de residuos y de la contaminación, lluvias ácidas...).

Ello es así porque el actual modelo productivo (basado en la gran escala) es crecientemente intensivo en la utilización de recursos de todo tipo, especialmente de recursos no renovables. Y muy en concreto de recursos energéticos finitos, los combustibles fósiles, a pesar de la progresiva "eficiencia" de los distintos elementos de los procesos productivos o de los vehículos de transporte. Lo cual incrementa las emisiones de gases de efecto invernadero (entre ellos principalmente el CO2), acentuando el efecto invernadero que provoca el cambio climático.

Una parte muy importante del consumo energético proviene de la expansión incontenible de movilidad motorizada que es consecuencia de la globalización económica, la ampliación de los mercados y, en definitiva, el creciente predominio de la gran actividad económica. Además, la creación constante de grandes infraestructuras de transporte (en especial de redes viarias de gran capacidad), "imprescindibles" para acoger el incremento continuo de las necesidades de transporte, supone una agresión sin precedentes sobre el entorno ambiental (ocupación de espacio, movimiento de tierras, cambio de escorrentías, parcelación de ecosistemas con la consiguiente pérdida de biodiversidad...).

Al mismo tiempo, tanto la demanda en ascenso de producción de energía eléctrica, que requieren las nuevos procesos productivos intensivos en capital (robotización) y las formas de vida de los sectores de población más solventes, como la expansión del transporte motorizado que todo ello supone, agravan el impacto de la acidificación sobre el suelo, los recursos hídricos y los bosques. Acidificación que es consecuencia de la transformación en lluvias ácidas, de las emisiones a la atmósfera de óxidos de azufre y nitrógeno que el uso desmesurado de combustibles fósiles comporta.

Finalmente, la extensión de la producción agropecuaria industrializada (lo que se conoce como agrobusiness): induce igualmente una demanda masiva de energía fósil no renovable, debido a la alta mecanización que exige; provoca, por consiguiente, un progresivo vaciamiento humano del campo, concentrando a la población (con carácter dependiente) en grandes metrópolis; requiere elevados inputs de fertilizantes químicos y sintéticos, crecientes cantidades de recursos hídricos y el uso intensivo de pesticidas, con el paralelo incremento del impacto ecológico (erosión y desertificación, toxicidad de los suelos, agotamiento y contaminación de acuíferos...); fragiliza la continuidad de cara al futuro de este modelo de producción agropecuaria, como resultado de la pérdida de biodiversidad que impulsa la extensión de los monocultivos y la producción ganadera a gran escala; y deteriora gravemente la salud humana, al incentivar una producción de alimentos que incorpora gran número de productos tóxicos, y al promover una dieta con un alto componente de proteínas de origen animal, con lo sobrecarga para los ecosistemas que ello implica.

De forma adicional, la nueva vuelta de tuerca en todo este proceso que va a suponer el desarrollo de la ingeniería genética y las biotecnologías, acentuará aún más estas tendencias y abrirá nuevos riesgos, de consecuencias incalculables, al liberar al entorno ambiental organismos manipulados genéticamente. Al tiempo que garantizará una nueva oleada de acumulación de capital en este ámbito, a costa del trabajo humano en la agricultura, la salud de las personas, el equilibrio de la biosfera y la seguridad alimentaria de los pueblos y naciones del planeta.

En definitiva, el proceso de globalización económica a escala mundial y el Tratado de Maastricht no son sino las dos caras de la misma moneda. Una moneda que consolida progresivamente un modelo económico que funciona en beneficio exclusivo del capital, y de sectores que tienden a encogerse de la población mundial; que exige cada día una mayor demanda de recursos de todo tipo (energía, agua, minerales...); que genera cada vez una menor cantidad de trabajo asalariado o dependiente, progresivamente precarizado; que acentúa la inseguridad, la pobreza y la exclusión; y que acrecienta los desequilibrios ecológicos de todo tipo, deteriora la salud humana y amenaza la biodiversidad.
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