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Los alimentos transgénicos
Paradojas y contradicciones
PERE PUIGDOMÈNECH
Todo lo que comemos (dejando aparte lo que queda de caza y pesca)
procede, directa o indirectamente, del cultivo de un reducido número de
especies vegetales. Si en términos globales la alimentación de una
población mundial creciente está por ahora asegurada, tanto en términos de
cantidad como de calidad, es porque tenemos una agricultura eficiente. Y
agricultura eficiente quiere decir, entre otras cosas, utilizar las
mejores semillas posibles. Todas las que hoy utilizamos llevan siglos de
modificaciones genéticas sucesivas, hasta el punto de que en algunos casos
es difícil identificar el ancestro que está en estado salvaje. Por otra
parte, mientras la población sigue creciendo, ciertas prácticas agrícolas
necesitan ser revisadas por sus efectos en el medio ambiente. Esto lo
queremos hacer sin aumentar la superficie cultivada, con una proporción de
agricultores que disminuye y cuando las técnicas clásicas de mejora en
algunas especies presentan síntomas de agotamiento. Si queremos encontrar
la cuadratura de este círculo debemos esforzar mucho nuestra inteligencia.
Es en este contexto en el que aparecen las variedades mejoradas
genéticamente. Y ahí comienzan las paradojas. Por ejemplo, una diferencia
de estas plantas respecto a las mejoradas por procedimientos clásicos es
que los genes que se han introducido han sido previamente aislados
mediante técnicas moleculares en el laboratorio. Por tanto, sabemos
exactamente lo que introducimos en la planta de una forma más limpia que
en las técnicas clásicas; sin embargo, curiosamente, alguien ha inventado
el término contaminación genética para describirlas. Las primeras plantas
transgénicas se consiguieron en el laboratorio en 1983. Basta consultar
una hemeroteca para darse cuenta de que incluso antes de publicarse el
resultado ya aparecieron artículos anunciando la importancia del nuevo
avance. Durante años, algunos se quejaban de lo que tardaban en aparecer
estas variedades en el mercado. Cuando 15 años después se plantan 30
millones de hectáreas, otros comienzan a pedir moratorias.
Desde que comenzaron a hacerse pruebas de campo, hará ya unos 10 años,
se vio la necesidad de que se llevaran a cabo controles rigurosos. Al
tratarse de una nueva metodología había que ir con la mayor precaución.
Por ello, en todos los países, antes de autorizar una variedad modificada
genéticamente, se controlan los posibles efectos para la salud o el medio
ambiente y las ventajas para el agricultor. Para algunos, estos controles
son excesivos, rayanos en la histeria, pero para otros son insuficientes.
Durante este tiempo se han hecho millares de experimentos y se ha ido lo
más al fondo que era posible en cada momento sobre los riesgos
previsibles. Curiosamente, la percepción pública es que cuantos más
controles se hacen, más sospechosas se vuelven estas plantas. A muchos les
preocupa la concentración de las empresas de semillas, que, tal como van
las cosas, acabarán formando cuatro o cinco grandes grupos. Unos dirán que
lo mismo ocurre con los fabricantes de automóviles, los grupos de
comunicación o las empresas farmacéuticas. Sin embargo, como en este
último caso, los rigurosos controles impuestos favorecen a las grandes
compañías, que son las mejor preparadas para llevarlos a cabo y también
para resistir las polémicas. Es interesante que un país tan liberal como
Estados Unidos haya reaccionado incrementando los fondos para la
investigación pública. Es probable que ello sea un requisito tanto para
futuras tecnologías como de que haya una base científica independiente que
permita controlar cómo éstas se aplican.
Las nuevas metodologías abren unas posibilidades que pueden transformar
la agricultura del futuro. Las plantas son los mejores reactores que
tenemos para convertir la energía solar en productos utilizables para la
alimentación o la industria. Ya se están probando plantas que producen
vacunas, nuevos aceites o plásticos. Es posible que los primeros
transgénicos que han llegado al consumidor no sean los mejores para que el
público los acepte, y es seguro que las cosas han ido tan rápido que no ha
habido tiempo para que la sociedad asuma los nuevos avances. Todo ello ha
sumido a la población y a los responsables políticos en una perplejidad
que ha dado lugar a situaciones contradictorias. Lo más preocupante es que
se acaben tomando decisiones basadas no en datos contrastables, sino en
conceptos ideológicos, percepciones inasibles o intereses legítimos, pero
disfrazados de cualquier cosa.
Pere Puigdomènech es profesor de Investigación del CSIC.
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