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El famosísimo nudo de Rohlrich. Por Samuel Solleiro
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Ars poetica: las historias que por algún punto, por mínimo que sea, deben ir ancladas a una realidad que las trasciende comienzan siempre, por alguna razón, marcando el tiempo meteorológico (hacía sol). El día, el mes, no se suelen decir, para qué, es mejor saltar de rama en rama con alguna anécdota, alguna vivencia personal que todo apuntase a que se perdería en alguna parte si no como casi todas las demás (no conseguía despegar de los labios una canción de Georges Brassens). Después se empieza la historia, que puede ser sobre trenes o sobre cualquier otra cosa.
Yo prefiero, sin embargo, hacer el apunte de que existen ya demasiadas historias que hablan de trenes o que suceden en trenes o en las que se dice la palabra tren.
Por eso había una vez un barco. Este barco, como todos los barcos, tenía dentro un gallego que se llamaba Manoel y sabía hacer nudos que no se podían deshacer de lo fuertes que quedaban y de lo complicados que eran, y sabía incluso cómo se hacía el famosísimo nudo de Rohrlich, que es matemáticamente imposible de deshacer porque termina donde comienza y comienza donde termina. Desgraciadamente, como se sabe, para hacer el nudo de Rohrlich son necesarias cuatro manos y un solo cerebro, se experimentó en los últimos años del siglo XIX instruyendo en la técnica de los nudos a unos hermanos siameses unidos por la cabeza que en su vida habían visto un barco e incluso un marinero noruego trató, bastante tiempo después, de coser en su propio cuerpo las manos de un borracho que había aparecido muerto en la puerta de una taberna, pero acabó desistiendo porque sus amigos le decían que aquello de coser era cosa de mujeres. Todo fracasó y el nudo de Rohrlich nunca se hizo. Son cosas que pasan.
También podría contar y seguramente no sería ni mejor ni peor la historia de aquel taxista que sabía de todos los caminos que en la tierra hay, los que llevan a Roma y los que van hacia el otro lado y también esos otros que tuercen un poco antes de llegar a Fiumicino, y claro que no hay mapas de todas las partes del mundo, pero era cosa de él, algo que tenía en la cabeza y que le hacía imaginar siempre dónde habría un camino y hacia dónde habría que meterse después de pasar la siguiente curva. Aquel taxista se llamaba Ramiro y como buen taxista era gallego también, a lo mejor más gallego si cabe que Manoel porque es en las encrucijadas donde los gallegos tienen la posibilidad de demostrar todo lo gallegos que son, y trabajar entre caminos acaba por aportar al currículum de una persona muchas más encrucijadas que cuando se trabaja en el mar entre sardinas. Ramiro en concreto las afrontaba con una mano en el mentón y otra tocando el tamboril sobre su muslo, un suspiro pequeño y adelante. Otras veces encendía la radio y movía los pies al ritmo de la música siempre y cuando la música no fuese jazz porque Ramiro, claro, no podía soportar el jazz, sobre todo el jazz cantado, lleno siempre de esas horrendas improvisaciones silábicas que no quieren decir nada en realidad. De todos modos para encender la radio no era imprescindible que estuviese en una encrucijada, podía ser en cualquier parte. Eso sí, cuando el taxi estaba ocupado él prefería conversar un poco con el cliente cuando éste no era extranjero o sordomudo o de mal aliento. Qué tal el partido, cómo anda el tiempo, esas cosas.
Y hablando de todo un poco, cuentan (porque en el mundo se cuentan muchas cosas por día, hora y minuto) que incluso el conocido astronauta norteamericano Phillip de Andrade era gallego nacido en Laza y que había sido peliqueiro de mozo, y es lógico con ese apellido que llevan tantos que son o pretenden ser gallegos en algún momento de su vida y así Francisco Franco que firmó la película Raza como Jaime de Andrade o aquel Carlos Drummond de Andrade que no meio do caminho tinha uma pedra. Y cuentan también que lo que más echaba de menos Phillip de Andrade cuando estaba en el espacio era la leche de las vacas de su tierra y también el caldo, que los tubos de dentífrico que le daban allá no le gustaban nada la verdad, y también que echaba de menos poder mear como una persona normal, contra un muro si fuese el caso, pero eso ya no era cosa de ser gallego de Laza que era algo que echaban de menos también sus compañeros que eran norteamericanos auténticos si tal cosa existe e incluso explican todas las encuestas que la principal preocupación del 64% de los hombres y el 59% de las mujeres si tuviesen que viajar al espacio sería la evacuación de alimentos, y sólo la del 31% de los hombres y el 34% de las mujeres serían los alimentos propiamente dichos y la del 4% de los hombres y el 6% de las mujeres ciertos problemas existenciales. Como es habitual en muchas encuestas sobre otros muchos temas, el 1% de ambos sexos no sabe o no contesta, que para el caso viene a ser lo mismo.
Y era gallega Sandra García, la azafata de vuelo que ganó el primer premio del certamen de expresividad corporal en el trabajo convocado por la prestigiosa revista aérea Flyaway. Y es gallego el hombre de chaqueta granate que se encarga de pedir el billete y de poner las multas de cuarenta euros en el metro de Barcelona y que se apellida Vidal, apellido gallego donde los haya y que viene de la palabra vida. Y era gallego Álvaro Cunqueiro, que como todo el mundo sabe malgastaba sus años de juventud conduciendo el camión de los helados por las calles de Mondoñedo. Y son gallegos casi todos los conductores de autobuses de Addis Abbeba. Y los que se hunden con sus jeeps en las arenas movedizas. Y el que conducía el helicóptero en el que murió Féliz Rodríguez de la Fuente. Y el que va a las clases de la universidad en patinete. Y el que corta las cuerdas del globo aerostático en la novela de Jules Verne. Y la mayoría de los caballos que salen en las películas de Sam Peckinpah.
Así de pequeño es el mundo, tan pequeño que da vértigo pensarlo algunas veces y eso que mucha gente asocia el vértigo con las cosas grandes y no, está también en las pequeñas, está de hecho en todo lo que no podemos entender o concebir, sea por el tamaño sea por cualquier otra razón, y así por ejemplo en la física cuántica o en la santísima trinidad o en la receta de la coca-cola.
(Ars poetica: es imprescindible además que para que una historia se considere tal tenga una presentación, un nudo y un desenlace. Hay que desconfiar de cualquier historia que pretenda pasar por tal y en el fondo no sea más que una simple acumulación de anécdotas, fragmentadas y sin cabeza. La belleza se adivina en respetar siempre el orden natural de las cosas)
Y en una taberna de Santiago de Compostela que estaba hacia el final de la calle que le llaman de San Pedro y en la que siempre se juega al raposo, que ese se juego de cartas en el que sólo se reparten cuatro manos a lo largo de la partida y gana el que se queda sin ninguna carta, preguntó una tarde un viejo que qué importancia tendrá que la policía pregunte a los supervivientes si alguno se acuerda de cómo eran físicamente las personas que pusieron las bombas, y otro viejo le respondió que hombre, que sí que era importante y así por ejemplo si llevaban boina era lo más probable que fuesen gallegos.
Y tenía tanto sentido su razonamiento que se sintieron los dos muy contentos, casi como si acabasen de resolver en ese mismo momento y en aquella taberna el famosísimo nudo de Rohrlich, con sus cuatro manos.


Título original: “O famosísimo nó de Rohrlich”
Traducción del autor