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Ars poetica: las historias que por algún punto, por mínimo
que sea, deben ir ancladas a una realidad que las trasciende comienzan
siempre, por alguna razón, marcando el tiempo meteorológico
(hacía sol). El día, el mes, no se suelen decir, para qué,
es mejor saltar de rama en rama con alguna anécdota, alguna vivencia
personal que todo apuntase a que se perdería en alguna parte si
no como casi todas las demás (no conseguía despegar de los
labios una canción de Georges Brassens). Después se empieza
la historia, que puede ser sobre trenes o sobre cualquier otra cosa.
Yo prefiero, sin embargo, hacer el apunte de que existen ya demasiadas
historias que hablan de trenes o que suceden en trenes o en las que se
dice la palabra tren.
Por eso había una vez un barco. Este barco, como todos los barcos,
tenía dentro un gallego que se llamaba Manoel y sabía hacer
nudos que no se podían deshacer de lo fuertes que quedaban y de
lo complicados que eran, y sabía incluso cómo se hacía
el famosísimo nudo de Rohrlich, que es matemáticamente imposible
de deshacer porque termina donde comienza y comienza donde termina. Desgraciadamente,
como se sabe, para hacer el nudo de Rohrlich son necesarias cuatro manos
y un solo cerebro, se experimentó en los últimos años
del siglo XIX instruyendo en la técnica de los nudos a unos hermanos
siameses unidos por la cabeza que en su vida habían visto un barco
e incluso un marinero noruego trató, bastante tiempo después,
de coser en su propio cuerpo las manos de un borracho que había
aparecido muerto en la puerta de una taberna, pero acabó desistiendo
porque sus amigos le decían que aquello de coser era cosa de mujeres.
Todo fracasó y el nudo de Rohrlich nunca se hizo. Son cosas que
pasan.
También podría contar y seguramente no sería ni mejor
ni peor la historia de aquel taxista que sabía de todos los caminos
que en la tierra hay, los que llevan a Roma y los que van hacia el otro
lado y también esos otros que tuercen un poco antes de llegar a
Fiumicino, y claro que no hay mapas de todas las partes del mundo, pero
era cosa de él, algo que tenía en la cabeza y que le hacía
imaginar siempre dónde habría un camino y hacia dónde
habría que meterse después de pasar la siguiente curva.
Aquel taxista se llamaba Ramiro y como buen taxista era gallego también,
a lo mejor más gallego si cabe que Manoel porque es en las encrucijadas
donde los gallegos tienen la posibilidad de demostrar todo lo gallegos
que son, y trabajar entre caminos acaba por aportar al currículum
de una persona muchas más encrucijadas que cuando se trabaja en
el mar entre sardinas. Ramiro en concreto las afrontaba con una mano en
el mentón y otra tocando el tamboril sobre su muslo, un suspiro
pequeño y adelante. Otras veces encendía la radio y movía
los pies al ritmo de la música siempre y cuando la música
no fuese jazz porque Ramiro, claro, no podía soportar el jazz,
sobre todo el jazz cantado, lleno siempre de esas horrendas improvisaciones
silábicas que no quieren decir nada en realidad. De todos modos
para encender la radio no era imprescindible que estuviese en una encrucijada,
podía ser en cualquier parte. Eso sí, cuando el taxi estaba
ocupado él prefería conversar un poco con el cliente cuando
éste no era extranjero o sordomudo o de mal aliento. Qué
tal el partido, cómo anda el tiempo, esas cosas.
Y hablando de todo un poco, cuentan (porque en el mundo se cuentan muchas
cosas por día, hora y minuto) que incluso el conocido astronauta
norteamericano Phillip de Andrade era gallego nacido en Laza y que había
sido peliqueiro de mozo, y es lógico con ese apellido que llevan
tantos que son o pretenden ser gallegos en algún momento de su
vida y así Francisco Franco que firmó la película
Raza como Jaime de Andrade o aquel Carlos Drummond de Andrade que no meio
do caminho tinha uma pedra. Y cuentan también que lo que más
echaba de menos Phillip de Andrade cuando estaba en el espacio era la
leche de las vacas de su tierra y también el caldo, que los tubos
de dentífrico que le daban allá no le gustaban nada la verdad,
y también que echaba de menos poder mear como una persona normal,
contra un muro si fuese el caso, pero eso ya no era cosa de ser gallego
de Laza que era algo que echaban de menos también sus compañeros
que eran norteamericanos auténticos si tal cosa existe e incluso
explican todas las encuestas que la principal preocupación del
64% de los hombres y el 59% de las mujeres si tuviesen que viajar al espacio
sería la evacuación de alimentos, y sólo la del 31%
de los hombres y el 34% de las mujeres serían los alimentos propiamente
dichos y la del 4% de los hombres y el 6% de las mujeres ciertos problemas
existenciales. Como es habitual en muchas encuestas sobre otros muchos
temas, el 1% de ambos sexos no sabe o no contesta, que para el caso viene
a ser lo mismo.
Y era gallega Sandra García, la azafata de vuelo que ganó
el primer premio del certamen de expresividad corporal en el trabajo convocado
por la prestigiosa revista aérea Flyaway. Y es gallego el hombre
de chaqueta granate que se encarga de pedir el billete y de poner las
multas de cuarenta euros en el metro de Barcelona y que se apellida Vidal,
apellido gallego donde los haya y que viene de la palabra vida. Y era
gallego Álvaro Cunqueiro, que como todo el mundo sabe malgastaba
sus años de juventud conduciendo el camión de los helados
por las calles de Mondoñedo. Y son gallegos casi todos los conductores
de autobuses de Addis Abbeba. Y los que se hunden con sus jeeps en las
arenas movedizas. Y el que conducía el helicóptero en el
que murió Féliz Rodríguez de la Fuente. Y el que
va a las clases de la universidad en patinete. Y el que corta las cuerdas
del globo aerostático en la novela de Jules Verne. Y la mayoría
de los caballos que salen en las películas de Sam Peckinpah.
Así de pequeño es el mundo, tan pequeño que da vértigo
pensarlo algunas veces y eso que mucha gente asocia el vértigo
con las cosas grandes y no, está también en las pequeñas,
está de hecho en todo lo que no podemos entender o concebir, sea
por el tamaño sea por cualquier otra razón, y así
por ejemplo en la física cuántica o en la santísima
trinidad o en la receta de la coca-cola.
(Ars poetica: es imprescindible además que para que una historia
se considere tal tenga una presentación, un nudo y un desenlace.
Hay que desconfiar de cualquier historia que pretenda pasar por tal y
en el fondo no sea más que una simple acumulación de anécdotas,
fragmentadas y sin cabeza. La belleza se adivina en respetar siempre el
orden natural de las cosas)
Y en una taberna de Santiago de Compostela que estaba hacia el final de
la calle que le llaman de San Pedro y en la que siempre se juega al raposo,
que ese se juego de cartas en el que sólo se reparten cuatro manos
a lo largo de la partida y gana el que se queda sin ninguna carta, preguntó
una tarde un viejo que qué importancia tendrá que la policía
pregunte a los supervivientes si alguno se acuerda de cómo eran
físicamente las personas que pusieron las bombas, y otro viejo
le respondió que hombre, que sí que era importante y así
por ejemplo si llevaban boina era lo más probable que fuesen gallegos.
Y tenía tanto sentido su razonamiento que se sintieron los dos
muy contentos, casi como si acabasen de resolver en ese mismo momento
y en aquella taberna el famosísimo nudo de Rohrlich, con sus cuatro
manos.
Título original: “O famosísimo nó de Rohrlich”
Traducción del autor
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