e)Necesidades ilimitadas Vs.
jerarquía y autolimitación de las necesidades

Una de las objeciones que los partidarios del socialismo de mercado hacen a los que defendemos la planificación socialista, se afirma en el prejuicio burgués -compartido por el stalinismo- de que las necesidades de consumo son ilimitadas y su satisfacción exige un número ilimitado de productos. La conclusión es que el número de decisiones a adoptar excede las posibilidades reales de cualquier asociación democrática de productores. En su libro, "La economía del socialismo factible", por ejemplo, Alec Nove partió de esta premisa producto de su imaginación apocada por su alma de pequeño propietario: Cuanto mayor es el grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas de la sociedad, mayor es la masa de productos diferentes y, por tanto, mayor el número de decisiones alternativas posibles de asignación de recursos, que así se vuelven cada vez menos previsibles. Sobre esta idea gravita decisivamente una filosofía irracional escatológica de cuño religioso, inspirada en la maldición bíblica del Apocalipsis. En efecto: si es cierto que cuanto mayor es el dominio que la sociedad humana ejerce sobre la naturaleza, menor es su capacidad de prever y controlar racionalmente las decisiones que le conciernen como sociedad, lo único previsible es que se sucedan inevitablemente catástrofes como la Segunda Guerra mundial o amenazas de epidemias devastadoras como el SIDA, la EEB y demás pandemias asociadas a la difusión geográfica de materiales como el amianto, o de sustancias como el uranio y el plutonio, previsión que induce a esperar paciente y resignadamente la desaparición del género humano a plazo fijo.

Al principio de la segunda parte de su libro, Nove dice que, en 1981, sobre doce millones de productos diferentes que por ese entonces existían en la URSS, de su desglose resultaban en conjunto 48.000 decisiones de planificación. De esa relación surgía un "producto medio" de 250 subproductos que, según Nove, no podían ser objeto de planificación sistemática a causa de la "maldición de la escala", debido a que "la información que habría que manejar para ello sería excesiva".En primer lugar, Nove parte de un cúmulo de bienes en una sociedad -como la soviética tras la muerte de Lenin- que ha alentado políticamente la idea de que, con el desarrollo de las fuerzas sociales productivas, las necesidades y los productos que las satisfacen se suman históricamente unas a otras en una progresión que tiende al infinito. Esto es falso. Una gran cantidad de datos empíricos sobre los hábitos de consumo de centenares de millones de personas en diversos países durante numerosos decenios, ha permitido comprobar que existe en este comportamiento un orden de prioridades en el sentido de que, como consecuencia del crecimiento económico y la diversificación o aumento de las necesidades, se observa entre ellas una jerarquía bien definida. Este orden de jerarquías permite distinguir entre necesidades fundamentales o primarias, necesidades secundarias y necesidades de lujo o marginales. Se incluyen en la primera categoría el alimento de base y las bebidas, vestidos, alojamiento con el confort correspondiente (agua corriente, calefacción, electricidad, material de aseo y mobiliario), gastos para la educación, la salud y los desplazamientos. Finalmente, un mínimo de recursos para recrear la fuerza de trabajo de los asalariados a un nivel dado de intensidad, así como los negocios de la burguesía. Estas necesidades varían en el espacio y en el tiempo. Sus fluctuaciones dependen de cambios de importancia en la productividad del trabajo medio y en la correlación de fuerzas entre las dos clases sociales universales en lucha.

La segunda categoría de bienes y servicios comprende a la mayor parte de los alimentos, las bebidas y los vestidos suplementarios o de ocasión, así como los objetos sofisticados de la casa, los bienes y servicios más elaborados en el aspecto de las aficiones, la cultura personal y el tiempo libre, incluidos los medios de comunicación y de transporte privados, como el teléfono y el automóvil. Todos los demás bienes de consumo y servicios forman parte de la tercera categoría, la de gastos de lujo, restringida a una minoría social bajo el capitalismo. Obviamente es difícil fijar una delimitación precisa o rígida entre estas tres categorías de necesidades. El paso gradual de bienes y servicios entre la primera y la segunda categoría, depende del crecimiento económico y el consecuente progreso social. La distinción entre la segunda y la tercera categoría depende de preferencias socioculturales donde se verifica más intensamente la identificación ideológica y política de pequeños patrones capitalistas y determinados sectores de la aristocracia obrera con la burguesía.

Esta jerarquía de necesidades no es el resultado de ningún diktact de las fuerzas del mercado ni de minorías sociales o "expertos iluminados". Se expresa mediante el comportamiento espontáneo o semiespontáneo de los consumidores. Según avanza el desarrollo de las fuerzas productivas y la masa de capital en funciones, la producción de nuevos bienes y servicios crea su propio mercado, nuevas necesidades, pero la jerarquía en la opción de compra entre el abanico ampliado de las necesidades es obra de los consumidores.

Esta jerarquía de necesidades tiene un aspecto aún más importante. En cada nivel sucesivo del crecimiento económico de la sociedad, la elasticidad de la demanda de ciertos bienes de la categoría más baja tiende a cero o se vuelve negativa, determinando una menor ponderación en ese nivel jerárquico de necesidades que, así, se autolimitan. De hecho, el consumo por habitante de alimentos de base (pan, patatas, etc., en los países capitalistas más desarrollados, disminuye muy sensiblemente tanto en cifras absolutas como en porciento de los gastos nacionales en términos monetarios. Lo mismo pasa con las frutas y legumbres oriundas de cada país, la ropa interior de base, los calcetines, así como los muebles elementales. Las estadísticas indican también que, a pesar de la diferenciación creciente de gustos y de productos, el consumo global de alimentos, de vestidos y de zapatos tiende a saturarse e incluso a declinar.

Pero la saturación de las necesidades de base trascienden al hecho mismo del cambio de ponderación de los distintos bienes en el comportamiento de los consumidores: hábitos racionales de consumo reemplazan la supuesta propensión a consumir cada vez más. Y estos cambios no se operan por influjo del mercado ni de ninguna elite burocrática planificadora. La evolución en el consumo alimenticio es un ejemplo elocuente de este proceso. Mientras el fantasma del hambre azotó periódica e indiscriminadamente a la humanidad, fue algo natural que los seres humanos vivieran obsesionados por la idea de comer. Cinco años de restricciones severas a la provisión de alimentos en Europa durante la Segunda Guerra mundial bastaron para provocar una grosera explosión de glotonería desde el momento en que, desde 1945, fue posible superar aquellas condiciones de penuria y se restauró la idea de un consumo ilimitado. Menos de veinte años más tarde, las prioridades han cambiado de forma espectacular. Los hábitos se han ido haciendo a la idea de comer menos y no más. Preservar la salud se ha convertido en algo más importante que la glotonería.

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