j) Ausencia de poder revolucionario y caída de las primeras cortes constituyentes.

Pasemos ahora a considerar el acto puntual fallido de la burguesía española en su primer intento de constituirse como nueva clase dominante. Como hemos visto, este acto fue la culminación de un proceso de revolución social a caballo de la guerra de liberación nacional contra Francia. Comenzó el 24 de setiembre de 1810, cuando por exigencia de la lucha contra el invasor, las Cortes constituyentes extraordinarias se reunieron en la antigua isla de León con ese propósito. Continuó el 20 de febrero de 1811, cuando se trasladaron a Cádiz, donde el 19 de marzo de 1812 promulgaron la Constitución. Finalmente, el telón de este primer acto cayó el 20 de setiembre de 1813, cuando, tras haber protagonizado semejante rapto revolucionario al socaire de la lucha por la independencia, el pueblo llano de España, ante la sola presencia de Fernando VII recién llegado del exilio, volvió a su pasado tan rápida y ―en apariencia— enigmáticamente como se había proyectado al futuro, decidiendo que las Cortes contituyentes acabaran siendo violentamente sustituidas por las antiguas Cortes ordinarias, para que la realeza restaurada las hiciera regresar nuevamente de Cádiz a Madrid, el 15 de enero de 1814:

<<¿Cómo explicar el curioso fenómeno de que la Constitución de 1812, anatematizada después por las testas coronadas de Europa reunidas en Verona como la más incendiaria invención del jacobinismo, brotara de la cabeza de la España monástica y absolutista precisamente en la época en que ésta parecía consagrada por entero a sostener la guerra santa contra la revolución? ¿Cómo explicar, por otra parte, la súbita desaparición de esta misma Constitución, desvaneciéndose como una sombra (“un sueño de sombra”, dicen los historiadores españoles) al entrar en contacto con un Borbón de carne y hueso?>> (K. Marx: Op. Cit. 24/11/1854)

                Respecto de lo primero, tanto la aristocracia como la realeza coincidían en que la Constitución de 1812 fue una simple copia de la Constitución francesa de 1791, como dijera el propio Fernando VII en su edicto del 4 de mayo de 1814. Según otros, las Cortes de Cádiz se limitaron a reproducir las restricciones a la realeza por parte de sus súbditos, tomadas de los antiguos fueros feudales.[15] Para Marx, fue efectivamente una reproducción de los fueros, pero contemplados a la luz de la contradicción que esas concesiones reales suponían respecto a los ideales de la revolución de 1791, contradicción que explica las propias limitaciones ideológicas aristocráticas con que relevantes intelectuales de la época, como Jovellanos, interpretaron que eran las exigencias de la sociedad moderna.

                Una de las primeras medidas que tomaron los constituyentes españoles, fue anteponer la  “soberanía popular” a la soberanía real, de la realeza gobernante. Para ello, la Constitución consagró el derecho al sufragio para todos los españoles, exceptuando a las personas que se desempeñaran en el servicio doméstico de particulares, a los declarados en quiebra y a los delincuentes, dejando constancia de que, a partir de 1830, se excluiría del censo electoral a los analfabetos.  Para independizar a las futuras cortes legislativas de la influencia de la realeza, la Constitución prohibió ocupar escaños en las Cortes a los secretarios de despacho, a los consejeros de Estado y a los empleados de la casa real. También se prohibió a los diputados aceptar del Rey “honores y empleos”. Sobre estas dos disposiciones hay precedentes en las antiguas Cortes de Castilla. Además, las Cortes de Cádiz quitaron al Rey el derecho que había tenido siempre a “convocar, disolver o prorrogar” las Cortes. 

 Conscientes de que esta revolución política del Estado era incompatible con el antiguo sistema social basado en los privilegios de la aristocracia y la realeza, los constituyentes adoptaron medidas tendentes a revolucionar las relaciones de propiedad hasta entonces vigentes: abolieron la Inquisición; suprimieron las jurisdicciones señoriales, con sus privilegios feudales exclusivos, prohibitivos y privativos, a saber, los de caza, pesca, bosques, molinos, etc., exceptuando los adquiridos a título oneroso, por los cuales había de pagarse indemnización. Abolieron los diezmos en todo el territorio, suspendieron los nombramientos para todas las prebendas eclesiásticas no necesarias para el ejercicio del culto y adoptaron medidas para la supresión de los monasterios y la confiscación de sus bienes. Pero todo esto en el papel y en el recinto de las Cortes, sin vínculos con el exterior, políticamente compartimentada por la Junta Central y militarmente cercada por los franceses. Toda una experiencia de laboratorio al margen de la lucha de clases efectiva y real.

Para transformar en productivas las vastas extensiones de tierra inculta de los terrenos comunales y en posesión de la realeza, las Cortes decidieron poner la mitad a la venta en propiedad privada y con sus ingresos levantar la deuda pública; de la otra mitad, distribuyeron una parte por sorteo como recompensa patriótica entre los soldados desmovilizados de la guerra de la Independencia, repartiendo la otra parte gratuitamente y también por sorteo entre los campesinos pobres. Autorizaron el cercado de las tierras y otros bienes comunales que antes estaba prohibido; derogaron las leyes que impedían la conversión de pastizales en tierras de labor y viceversa; revocaron todas las leyes feudales sobre contratos agrícolas, así como la ley por la cual el heredero de un mayorazgo no estaba obligado a confirmar los arriendos concedidos por sus antecesores, pues la validez de los mismos expiraba con el que los había otorgado; anularon el “voto de Santiago”, antiguo tributo consistente en cierta cantidad del mejor pan y del mejor vino, que los labradores de ciertas provincias tenían que entregar principalmente para el sostenimiento del arzobispo y del capítulo de Santiago. Establecieron un impuesto progresivo considerable, etc. Con estas medidas, se trataba de sustituir la propiedad feudal por la propiedad capitalista, y la aristocracia por la burguesía, dando nacimiento al proletariado en sustitución de los siervos. Pero mientras la mayoría liberal decidía todo esto en esa abstracta “realidad virtual” a que habían sido reducidas las Cortes, la Junta Central en manos de los realistas, creaba todas las condiciones políticas para convertirlo en papel mojado.

De este modo, los constituyentes españoles de 1812 asumieron políticamente el principio filosófico del idealismo hegeliano, en cuanto a que es el Estado el que da sentido y forma a las relaciones sociales contenidas en la sociedad civil, y que el Estado es una creación ex-nihilo de la Idea Absoluta, en este caso, encarnada en los Constituyentes, y no al revés. Y eso es lo que a ellos les parecía. En efecto, en la sociedad feudal, los siervos estaban legalmente excluidos del derecho a la propiedad privada y, por tanto a la libertad; tenían derecho a usufructuar la tierra en que trabajaban ―a condición de entregar parte de su producto, o del tiempo de trabajo necesario para obtenerlo, al propietario o señor de esas tierras― y a trasmitir esa posesión en herencia como medio de vida de sus descendientes directos[16]; pero no eran libres en el sentido de que estaban sujetos, enfeudados ―también por ley que el Estado feudal hacía cumplir― a esa porción de tierra, cuyo propietario era el único legalmente facultado para enajenarla a otro de su misma condición social, en tal caso junto con sus siervos.

Esta realidad social, vista desde la inmediatez de su funcionamiento, parecía dimanar del Estado vigente, y que éste, a su vez, era el resultado de la racionalidad divina encarnada en el monarca. En realidad, los Estados no son la causa eficiente de nada primigenio ajeno a las sociedades que regimentan, sino el resultado o efecto de procesos históricos fácticos, de luchas sociales históricamente determinadas por intereses de clases sociales contrapuestos, resultados que sintetizan en tipos de Estado que, así pasan a regimentar la sociedad de clases en cada uno de sus períodos históricos de desarrollo. La sociedad feudal tuvo su origen y su lógica histórica, no en el Estado Feudal, sino en la decadencia de la sociedad esclavista que signó la disolución del Imperio romano. Y esta decadencia empezó, cuando el hecho de mantener a los esclavos no producía ya más de lo que costaba ―tal como está empezando a ocurrir ahora mismo con el sistema asalariado en relación con el paro masivo[17] — al tiempo que la alternativa del trabajo se encontraba proscrita por la idea moral dominante de que estaba reñido con la libertad de los amos, como esencia social distintiva del ciudadano miembro de “polis”, respecto del esclavo sujeto al arbitrio de su amo, único propietario de su libertad al que sólo él podía manumitir o conceder la libertad, con lo que “la única salida posible era una revolución radical”, dice Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”. Y continúa:

<<La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias (pueblos europeos llamados belgas, celtas y aquitanos). Allí, junto a los colonos, aún había pequeños agricultores libres. Para estar a salvo contra la violencia de los funcionarios, de los magistrados y de los usureros (del Imperio romano ya en decadencia), se ponían a menudo bajo la protección, bajo el patronato de un poderoso (sátrapa); y no fueron sólo los campesinos aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV, los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué servía eso a los que buscaban protección? El señor les imponía la condición de que le transfirieran el derecho de propiedad de sus tierras, y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales.>> (Op. Cit. Cap. VIII. Lo entre paréntesis es nuestro)     

A este proceso se sumó el grupo de pueblos indoeuropeos[18] ―llamados germanos―  que en el siglo V d.C conquistaron la mayor parte del oeste y del centro de Europa, contribuyendo a la desintegración definitiva del Imperio romano de Occidente. Hacia el siglo II a.C., los pueblos germanos ya habían ocupado el norte de Germania (fundamentalmente, la actual Alemania) y el sur de Escandinavia:

<<Por haber librado a los romanos de su  propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens[19]; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en partes iguales, por sorteo, entre todos los hogares [en calidad de posesión, no de propiedad]. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios (allod). Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo [propiedad comunal o social]. (...) Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapidez en la gens, debiose a que sus organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen de la gens y aquí lo vemos en gran escala>> (Ibíd. Lo entre corchetes es nuestro)

Otro tanto sucedió con los francos salios oriundos del medio y bajo Rin. Establecidos en las provincias romanas desde mediados del siglo II a.C, fueron sometidos por el emperador romano Juliano en el 358. Este dominio se prolongó hasta el siglo V, en que los salios vencieron a los romanos y se posesionaron no sólo de los vastos dominios que los romanos debieron abandonar, sino de los inmensos territorios que se extienden hasta el norte del río Loira. Así fue como el sátrapa o señor de los salios se convirtió, de simple jefe militar supremo en un verdadero príncipe, transformó esos territorios en dominios reales y, en virtud de ese hecho, expropió de sus tierras al pueblo trabajador libre para concederlas en feudo a los “favoritos” de su séquito o corte. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar  personal y por el resto de los mandos subalternos, se vio reforzado no sólo por romanos (galos romanizados) ―indispensables por su educación y conocimientos de escritura en latín vulgar y literario, así como del Derecho— sino también por esclavos, siervos y libertos que llegaron a formar parte de su corte y entre los cuales elegía sus “favoritos”. Tal es la verdadera genealogía de la realeza y de la aristocracia, de los distintos linajes reales. Desde los habsburgos y los orleans, a los borbones, todos ellos pasaron a reinar en el nombre de Dios en contubernio con el clero de turno que les concedió esa aureola inmaculada de dignidad supuestamente trascendente, a cambio de prebendas materiales y poder político compartido, una dignidad y un poder que, en realidad, vinieron al mundo pringados de sangre y cieno de la cabeza a los pies.  

La transformación del feudalismo en capitalismo se produjo tan insensiblemente como la transformación del esclavismo en feudalismo.[20] La difusión espontánea de la propiedad privada a instancias del florecimiento de las ciudades y de la actividad de los “burgos” o mercaderes ―una clase intermedia creada por la necesidad de intercambio que vinculaba, por mediación del dinero, a gentes de ambos estamentos (señores y siervos) de distintos feudos― determinó que las relaciones de libre intercambio fueran ganando terreno a las relaciones de dependencia directa entre señores y siervos; de este hecho evolutivo surgió el inevitable litigio emergente entre los distintos propietarios privados, por un lado, y entre estos y el Estado en tanto “poder ejecutivo”, por otro. Esta realidad derivada, determinó, a su vez, la necesidad de una institución estatal que genere un ordenamiento legal de las conductas con arreglo al cual, poder juzgar los comportamientos de unos “sujetos de derecho” respecto de los demás ―incluído el Estado― por una parte; por otra, la necesidad de una administración de justicia encargada de aplicar esas leyes. De la primera de estas últimas necesidades derivadas de la propiedad privada individual, surgió la existencia del llamado “poder legislativo”; de la segunda, el “poder judicial”.

La “independencia” formal o separación orgánica de estos tres poderes del Estado, surgió de sus respectivas competencias específicas a los fines de garantizar el funcionamiento ordenado de la sociedad libre de toda sujeción personal involuntaria. Tal división de poderes propia de una sociedad cada vez más basada en la libertad formal de que cada cual disponga irrestrictamente de lo que es suyo, sin más limitación que el respeto por la libertad de los demás, no estaba prevista en la sociedad que consagraba las relaciones de sujeción personal directa de unos sobre otros, de acuerdo con una jerarquía política --y sus  consecuentes privilegios-- determinada por la extensión de la propiedad territorial. El principio formal capitalista de que “todos los seres humanos son iguales ante la ley, impone, por ejemplo, que el miembro de la sociedad civil burguesa tiene el derecho de acudir al tribunal de justicia para demandar a otro, cualquiera sea la condición social de ambos, así como el deber de comparecer ante él cuando es demandado. En cambio:

<<Durante el feudalismo, el poderoso solía no hacerlo cuando era requerido por el tribunal, y a éste se lo trataba como si hubiera cometido una injusticia al desafiarlo. (...) En la época moderna, el principe tiene que reconocer la jurisdicción del tribunal en asuntos privados, y en los Estados libres pierde normalmente sus procesos>>21] (G.W. Hegel: “Principios de la filosofía del derecho”)

 Como hemos visto, esta primera experiencia de poder de la burguesía española, se operó en un contexto histórico que confirma lo que hemos venido comprobando en este trabajo con la inestimable guía de Marx, a saber, que la constitución jurídico-política definitiva de toda nueva clase dominante, tiene por condición necesaria un proceso previo más o menos cruento y prolongado de guerra civil, y por condición suficiente la conquista irreversible del poder efectivo por parte de esa clase. Mientras tanto, no puede hablarse de una nueva etapa en el desarrollo histórico de la humanidad. Y el caso es que, entre 1808 y 1814, las condiciones necesarias para iniciar el cambio político y social revolucionario burgués, en ese país no estaban del todo dadas. Por un lado, la debilidad de la realeza española, su incapacidad para ejercer su poder absoluto efectivo en la mayor parte del territorio nacional, favoreció el desarrollo de la revolución. Pero, por otro lado, el subdesarrollo económico del país y la consecuente lenta propagación de las relaciones capitalistas de intercambio, impidieron el giro evolutivo favorable a la burguesía en su correlación fundamental de fuerzas con  la aristocracia y la realeza. Esta relativamente pobre implantación social de la burguesía, determinó que los antiguos valores económicos y sociales, entrelazados con las jerarquías políticas y eclesiásticas vigentes, siguieran prevaleciendo en la conciencia colectiva de la sociedad española, no sólo en la del pueblo llano, sino también en la de la intelectualidad burguesa que debiera haberse puesto al frente del movimiento político y no lo hizo. ¿Por qué? Porque los preceptos dinásticos prevalecieron en su conciencia sobre los ideales de la revolución francesa que decían profesar, de modo que el resultado político de esa batalla ideológica fue que se quedaran a medio camino y sólo se atrevieran a proclamar esos ideales revolucionarios, omitiendo explicar pacientemente la necesidad del cambio subversivo y lanzar las consignas de acción para que sean las masas quienes los hagan realidad, para detonar en ellas la carga explosiva de sus profundas aspiraciones sociales emancipatorias, únicamente contenidas por esa indecisión de faltarle el respeto a la autoridad vigente durante centurias, que sólo el ejemplo de una minoría política decidida en su irreverencia y desprecio por lo ya caduco, puede inducir a que esa indecisión de las mayorías  se convierta en firme determinación. Esto es lo que gente como Jovellanos debieran haber hecho con los ideales revolucionarios burgueses antes de ponerlos negro sobre blanco en la Constitución de 1812. En este sentido, los representantes políticos de las clases medias entre 1808 y 1814, procedieron de la misma forma respecto de la burguesía, que los representantes políticos de las clases medias francesas entre 1848 y 1851 respecto del proletariado.[22] Proclamaron la revolución pero consintieron la contrarrevolución.

Esta política liberalmonárquica, legalista y reformista, de permanecer dentro de una institución de Estado monárquica, como fue la Junta Suprema Central, limitándose a ser portavoz de los ideales revolucionarios que en la práctica negaban disciplinándose a las decisiones reaccionarias de una mayoría aristocrática y clerical, elegida democráticamente, fue disipando aquella energía potencialmente transformadora no manifiesta del pueblo español, lo cual explica que las acciones guerrilleras de la resistencia contra el invasor francés, derivaran cada vez más en bandolerismo puro, y que las mayorías populares, desilusionadas ante la cobardía política de los liberales y las sucesivas derrotas militares, acabaran refiriéndose al Rey ausente, Fernando VII, como a “el deseado”, el único en quien confiaban que les sacaría de su postrada situación.

Destronado Napoleón a raíz de su fracasada campaña contra Rusia, cuando las tropas francesas se retiraron de España y Fernando entró en Valencia el 16 de abril de 1814, “el pueblo, presa de un júbilo exaltado, se enganchó a su carroza y dio a entender al rey por todos los medios, verbal y prácticamente, que anhelaba verse de nuevo sometido al yugo de antaño”; resonaron gritos jubilosos de “¡Viva el rey absoluto!” y “¡Abajo la Constitución!”:

<<En todas las grandes ciudades, la Plaza Mayor había sido rotulada Plaza de la Constitución, colocándose en ella una lápida con dichas palabras. En Valencia fue arrancada la lápida y sustituida por una placa “provisional” de madera, en la que se leía: “Real Plaza de Fernando VII”. El populacho de Sevilla destituyó a todas las autoridades existentes, eligió en su lugar otras para que ocuparan todos los cargos que habían existido bajo el antiguo régimen, y después pidió a las autoridades que restablecieran la Inquisición.>>

De Aranjuez a Madrid, la carroza de Fernando VII fue arrastrada por el pueblo. Cuando el rey se apeó del carruaje, la turba lo levantó en hombros, lo mostró triunfalmente a la inmensa muchedumbre congregada delante del palacio y así lo condujo hasta sus aposentos. En el frontispicio del Congreso de Madrid figuraba la palabra “Libertad” en grandes letras de bronce. La plebe corrió allí a quitarla. Llevaron escaleras de mano, fueron arrancando una tras otra las letras y, al caer a la calle cada una de ellas, los espectadores repetían sus aclamaciones. Reunieron todos los diarios de las Cortes y todos los periódicos y folletos liberales que fue posible encontrar, formaron una procesión a la cabeza de la cual iban las cofradías religiosas y el clero regular y secular, amontonaron todos los papeles en una plaza pública y los sacrificaron en un auto de fe político, después de lo cual se celebró una misa solemne y se cantó un Te Deum en acción de gracias por el triunfo alcanzado.

Más importante acaso que todo eso (ya que en estas vergonzosas manifestaciones de la plebe, la canalla de las ciudades fue en parte pagada para hacerlas, y además prefería, como los lazzaroni napolitanos, el gobierno ostentoso de los reyes y de los frailes al régimen sobrio de las clases medias) es el hecho de que en las nuevas elecciones generales obtuvieran una victoria decisiva los serviles;[23] las Cortes Constituyentes se vieron reemplazadas el 20 de septiembre de 1813 por las Cortes ordinarias, que se trasladaron de Cádiz a Madrid el 15 de enero de 1814.>> (K. Marx: “La España revolucionaria”. The New York Daily Tribune 1/12/1854)

Ya hemos visto cómo en el único momento en que las reformas de estructura capitalistas podían combinarse con las acciones militares de la defensa nacional, la mayoría realista en la Junta Central hizo todo lo posible para impedirlo reprimiendo las tendencias revolucionarias de las provincias. Por su parte, los liberales en las Cortes de Cádiz, carecieron de voluntad política para acercar la mecha de esa energía revolucionaria contenida en las contradicciones explosivas de la sociedad española en el momento preciso, a la chispa del espíritu y la letra de la Constitución, para liberar en ese momento toda la energía revolucionaria de las masas explotadas y oprimidas para conducirla por ahí, que eso era lo que se debería haber hecho. Esperaron hasta que esa energía se hubiera disipado, desangrado, desilusionado, pensando en que eso era lo de menos, porque el espíritu de la Constitución se iba a imponer por sí mismo, como si en las crisis revolucionarias, la fuerza de la razón pudiera reemplazar a la razón de la fuerza:

 <<Las Cortes de Cádiz, por el contrario, sin relación alguna con España durante la mayor parte de su existencia, no habían podido siquiera dar a conocer su Constitución y sus leyes orgánicas sino al retirarse los ejércitos franceses.

Las Cortes llegaron, por así decir, post factum. Encontraron a la sociedad fatigada, exhausta, dolorida: consecuencia natural de una guerra tan prolongada, sostenida enteramente en el suelo español, una guerra en la que, con los ejércitos en continuo movimiento, el Gobierno de hoy rara vez era el de mañana, en tanto que la efusión de sangre no cesaba un solo día durante cerca de seis años en toda la superficie de España, de Cádiz a Pamplona y de Granada a Salamanca.

No cabía esperar que una sociedad semejante fuera muy sensible a las bellezas abstractas de una Constitución política cualquiera. Sin embargo, cuando se proclamó por primera vez la Constitución en Madrid y en las otras provincias evacuadas por los franceses, fue acogida con «delirante entusiasmo», pues las masas esperaban de un mero cambio de gobierno la súbita desaparición de sus sufrimientos sociales. Cuando descubrieron que la Constitución no estaba dotada de tan milagrosas facultades, las mismas exageradas esperanzas que la festejaron a su llegada se convirtieron en desengaño, y entre estos apasionados pueblos meridionales, del desengaño al odio no hay más que un paso.>> (Op. Cit)

Pero los liberales no sólo fueron políticamente inconsecuentes con sus ideas, sino que, siguiendo esta lógica, desde su mayoría en la Cortes hicieron oportunismo del más bajo con lo más atrasado de la sociedad española, publicando decretos persecutorios contra la “extrema izquierda” del movimiento burgués: los afrancesados o josefinistas[24] , cediendo al “clamor vengativo del populacho y de los reaccionarios”, enemigos jurados de la revolución. Entre ese paquete de decretos, estuvo el establecimiento de regentes, autoridades supremas nombradas para ejecutar el restablecimiento de la soberanía nacional, que las Cortes hicieron recaer sobre esos mismos enemigos del cambio revolucionario, quienes, una vez retiradas las tropas francesas, usaron esa autoridad conferida por los liberales, para arremeter contra la Constitución:

<<A consecuencia de estas medidas fueron desterradas más de diez mil familias. Una multitud de pequeños tiranos invadió las provincias evacuadas por los franceses, estableciendo su autoridad proconsular y emprendiendo investigaciones, procesos, encarcelamientos, medidas inquisitoriales contra los acusados de adhesión a los franceses por haber aceptado cargos de ellos o haberles comprado bienes nacionales, etc. La regencia, en vez de procurar que la transición del régimen francés al nacional se produjese de una manera discreta y conciliadora, hizo todo lo posible por agravar los males y exacerbar las pasiones inevitables en tales traspasos de poderes. Pero ¿por qué obró de esta forma? Para poder pedir a las Cortes la suspensión de la Constitución de 1812, que, según decían, había provocado tan grandes daños.>> (Ibíd)

Para completar su faena prácticamente contrarrevolucionaria, las Cortes implantaron un impuesto directo único, es decir no progresivo como ordenaba la Constitución,  sobre la renta de la tierra, así como sobre los beneficios industriales y comerciales. Esto creó también un gran descontento entre el pueblo, pero todavía fue mayor el que suscitaron los absurdos decretos prohibiendo la circulación de todas las monedas españolas acuñadas por José Bonaparte, ordenando a sus poseedores cambiarlas por moneda nacional, al mismo tiempo que prohibían la circulación de moneda francesa y fijaban el tipo a que había de cambiarse y que difería muchísimo del establecido por los franceses en 1808 para el valor relativo de las monedas francesa y española, debido a lo cual muchos particulares sufrieron grandes pérdidas. Esa absurda medida contribuyó también a elevar el precio de los artículos de primera necesidad, que ya rebasaba considerablemente el nivel medio.

Como es de imaginar, las clases más interesadas en la derogación de la Constitución de 1812 y en la restauración del antiguo régimen ―la grandeza, el clero, los frailes y los abogados― no dejaron de fomentar hasta el más alto grado el descontento popular a raíz de la legislación antipopular que acompañó la implantación, en suelo español, del régimen constitucional. Tal fue la gota que colmó la charca política creada por los liberales, en la que acabaron por ahogarse las aspiraciones revolucionarias de las mayorías populares que habían hecho posible el curso del proceso abierto en 1808, no viendo otra alternativa que volverse a echar en brazos de la reacción absolutista. Este cambio se operó al mismo tiempo que ―tras el fracaso de su campaña militar en Rusia― Napoleón ordenaba la retirada de sus fuerzas de ocupación en España para atender la ofensiva de ingleses y austriacos sobre territorio francés, lo cual fue determinante para que el general británico Wellington pudiera penetrar en España desde sus posiciones en Portugal, tomando Vitoria en junio de 1813, lo cual precipitó la evacuación de las tropas francesas en Valencia al mando del General Suchet. Semejante contexto propició, en julio, el pronunciamiento anticonstitucional del General Elío en esa ciudad, al cual se plegaron inmediatamente los demás jefes militares del país. Esta realidad explica el triunfo de los serviles en las elecciones generales que ese mismo año se realizaron tras el golpe militar, lo cual permitió el regreso victorioso de Fernando VII al trono un año más tarde, quien por decreto del 4 de mayo de 1814, procedió por decreto a disolver las Cortes y a derogar la Constitución de 1812, proclamando su odio al despotismo y  prometiendo convocar otras Cortes con arreglo a las formas legales antiguas, establecer una libertad de prensa razonable, etc. Pero:

<<Fernando VII cumplió su palabra de la única manera que merecía el recibimiento que el pueblo español le había tributado, esto es, derogando todas las leyes dictadas por las Cortes, volviendo a poner todo como estaba antes, restableciendo la Santa Inquisición, llamando a los jesuitas desterrados por su abuelo, mandando a galeras, a los presidios africanos o al destierro a los miembros más destacados de las juntas y de las Cortes, así como a sus partidarios y, por último, ordenando el fusilamiento de los guerrilleros más ilustres: Porlier y Lacy.>> (Ibíd)

Salvando las distancias entre una época y otra, el talento y los ideales históricamente revolucionarios de Napoleón, frente a la ramplona mediocridad integral y el papel contrarrevolucionario de Franco, ¿quien puede negar la línea política de medio pelo que atraviesa, une e identifica sin diferencias de forma, el comportamiento de los liberales burgueses españoles desde 1808 hasta 1813 y el de los “comunistas” entre 1936 y 1939?

El 9 de septiembre de 1854, en su artículo introductorio a la serie de entregas publicadas por el periódico neoyorquino que hemos resumido parafraseando hasta aquí, Marx contesta afirmativamente la pregunta que acabamos de formular diciendo lo siguiente:

<<Los hechos e influencias que hemos indicado sucintamente actúan aún en la creación de sus destinos y en la orientación de los impulsos de su pueblo. Los hemos presentado porque son necesarios, no sólo para apreciar la crisis actual, sino todo lo que ha hecho y sufrido España desde la usurpación napoleónica: un período de cerca de cincuenta años, no carente de episodios trágicos y de esfuerzos heroicos, y sin duda uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna>> (Ibíd. Subrayado nuestro)

Si algo de instructivo por excelencia tiene el conocimiento ―a través de Marx― de lo acontecido en este período de la lucha de clases en España, es precisamente todo lo que dejaron de hacer y debieran haber hecho los intelectuales liberalburgueses de este país en las condiciones revolucionarias de aquella época; lo mismo ―aunque en distintas condiciones históricas y con otro contenido de clase― que debieron haber hecho y no hicieron los autoproclamados “marxistas” españoles ciento veintitrés años después, posicionándose completamente de espaldas a los resultados del análisis de Marx para cometer la mayor de las usurpaciones posibles, que es cuando se hace política de espaldas a lo que exigen hacer las condiciones del momento en que se actúa, porque no se las conoce o ―para oprobio de quienes Marx llamó “miserables”— a despecho de conocerlas; en fin, cuando se induce a actuar deliberadamente a contramano de la historia, siguiendo inconfesables intereses creados ajenos y contrarios a la clase revolucionaria que se dice representar. En ambos casos puede decirse sin lugar a equívocos, que tanto el comportamiento de los intelectuales burgueses entre 1808 y 1814, como el de socialistas, comunistas --encuadrados en el P.C.E.-- y anarquistas entre 1936 y 1939, fue una traición a los intereses de la humanidad, en el primer caso representados por la burguesía, en el segundo por el proletariado. 


[15] Los “fueros” eran preceptos legales de la España Medieval, en los que se hacían constar los derechos y privilegios especiales, que se otorgaban a las distintas ciudades y comunidades rurales, para legislar y administrar autónomamente dentro de su jurisdicción territorial, en materia de impuestos, servicio militar, etc. Se trataba, por lo tanto, del ejercicio por particulares de atribuciones públicas que, inicialmente, habían correspondido en exclusiva a la realeza en representación del Estado feudal. Este espíritu todavía predomina en lo que hace a la unidad política entre el Estado burgués y las distintas “comunidades autónomas”, lo que se conoce como “el Estado de las autonomías”.

[16] Podían también disponer del producto excedente del consumo familiar a cambio de dinero, con el que solían adquirir lo que les ofrecían los burgos y ellos necesitaban, o comprar exenciones de diferente tipo a sus señores, incluida su emancipación social, pasando a ser libertos. 

[17] Según el último informe de la ONU actualmente hay en el mundo 180.000.000 de asalariados sin empleo. Si suponemos que el 60%  de los empleados trabaja a tiempo parcial (en promedio la mitad de las ocho horas de la jornada de labor, teniendo en cuenta que hay contratos por horas) ―como en la UE―

[18] El término “indoeuropeos” alude a los pueblos de Europa cuyas lenguas tienen una raíz idiomática común. Así, se llama indoeuropea a “la mayor familia de lenguas del mundo que está formada por las siguientes subfamilias: albana, armenia, báltica, celta, eslava, germánica, griega, indoirania, itálica (que incluye las lenguas románicas), y las dos subfamilias hoy desaparecidas, la anatolia, que incluye la lengua de los hititas, y la tocaria. En el presente algo más de 1.500 millones de personas hablan lenguas indoeuropeas. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII y durante todo el siglo siguiente, la lingüística comparada y la llamada neogramática se esforzó en acumular datos que demostraran que este conjunto de lenguas tan aparentemente diversas, formaban parte de una única familia. (Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2002). 

[19] Se llama así a la organización de las comunidades por relación de parentesco. Esta organización fue desapareciendo en Europa a raíz de la conquista. Cuando el imperio se disolvió, romanos y germanos mezclaron sus genes borrándose el carácter hasta entonces puramente familiar de las comunidades, pasando a organizarse según el territorio que ocupaban y en el que se reproducían, dando así origen al concepto de “nación”, llamada originalmente “marca” o límite de un territorio nacional:

<<La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca (norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia).>> (Ibíd) 

[20] La imperceptibilidad con que decantan o sintetizan naturalmente los procesos sociales y políticos, es lo que está en la génesis de todo fetichismo acerca de las estructuras económicas y superestructuras políticas vigentes ―aunque cambiantes― a lo largo de la historia. Son las clases dominantes y sus epígonos intelectuales entre las clases subalternas, los que se encargan de concebir como eternas, las provisionales o transitorias estructuras de dominación vigentes que ellos personifican y usufructúan en cada período histórico. Así, del mismo modo que Aristóteles no pudo concebir una sociedad basada en la libertad formal de todos los individuos como ciudadanos iguales ante la ley, los intelectuales burgueses de hoy día tampoco pueden concebir una sociedad basada en el concepto de igualdad universal entre ciudadanos realmente libres, liberados del trabajo asalariado, del capital y del mercado, como necesidades vitales de individuos socialmente desiguales, en tanto que una parte cada vez  más minoritaria de ellos, vive y medra a expensas del trabajo ajeno.

[21] Todo el mundo sabe desde hace mucho que, aun cuando el poderoso cumpla con la obligación formal de comparecer ante los tribunales, lo más común no es que pierda el juicio ante la demanda de un ciudadano sin recursos, sino que lo gane. De modo que, en esencia, poco es lo que la sociedad moderna ha progresado entre explotadores y explotados. Además, la separación de poderes que Montesquieu pensó como garantía de equilibrio y estabilidad funcional entre ellos, poco ha tenido y tiene que ver con estos valores. Como se ha visto, la prueba de la práctica que acabó con la primera república francesa el 18 Brumario de Luis Bonaparte, no ha podido ser más categórica.

[22] Nos referimos al partido de “La Reforme” liderado por Ledrú Rollin. De esta repetida enseñanza de las revoluciones respecto de la relación vanguardia-masa, debieran tomar buena nota los militantes de base que le siguen haciendo la pelota a sus direcciones reformistas en formaciones políticas estatalizadas, autoproclamadas comunistas o revolucionarias. 

[23] Las cortes estaban divididas en tres partidos: los serviles, los liberales y los americanos. Serviles fue el apodo dado en España durante la guerra de la Independencia (1808-1814), a los partidarios de la línea absolutista que se pronunció contra toda reforma liberal. Se llamaba “americanos” a un pequeño grupo que representaba en las Cortes a los españoles de Ultramar. Los “americanos” apoyaban en las Cortes ora a los serviles ora a los liberales ―de acuerdo con sus intereses particulares― y no desempeñaron papel alguno de importancia; más tarde, los serviles formaron parte de la camarilla cortesana de Fernando VII; en los últimos años de vida del rey, unos cuantos de ellos se aliaron a su hermano Don Carlos Mª Isidro, el iniciador del linaje carlista.

[24] Partidarios de José Bonaparte