f) Naturaleza contrarrevolucionaria de la Junta Suprema Central

Volviendo a la situación revolucionaria de la España que, en 1808 luchaba contra el invasor francés, decir que, para llevar a buen término esa lucha de liberación nacional, había que combatir, al mismo tiempo contra los españoles que se habían demostrado dispuestos a seguir sirviendo y servirse de la realeza como institución, sin importarle de qué dinastía o nación procediera. En tal sentido, y para poner a sus lectores frente a las conclusiones de aquella primera experiencia revolucionaria de la burguesía española, Marx hizo dos preguntas:

<<¿Qué influencia ejerció la Junta en el desarrollo del movimiento revolucionario español? ¿Qué influencia ejerció en la defensa del país? Una vez contestadas estas dos preguntas, hallarán explicación muchos aspectos de las revoluciones españolas del siglo XIX (y la única del XX, entre 1931 y 1939, sin duda) que hasta ahora aparecían misteriosos e inexplicables.>> (Ibíd. Lo entre paréntesis es nuestro)

Para responder a la primera pregunta, Marx destacó el hecho de que la primera y primordial determinación política de la mayoría social realista en la Junta Central, no fue ganar la Guerra de la Independencia, sino sofocar los primeros “arrebatos revolucionarios”. Para ello empezó por ilegalizar y perseguir a la prensa liberal, designando un nuevo Inquisidor General a quien, sin embargo, los franceses impidieron entrar en funciones.

En segundo lugar, hizo retroceder el llamado “proceso de desamortización” en poder de las llamadas “manos muertas”[10] , prohibiendo la venta de más tierras en poder de la nobleza y el clero, amenazando, incluso, con anular los contratos privados en curso o ya cerrados, cuyo objeto de transacción eran los bienes eclesiásticos. 

En tercer lugar, la Junta no sólo reconoció la deuda nacional ocasionada por el cúmulo de dispendios durante sucesivos gobiernos corruptos, sino que ni siquiera adoptó medidas financieras para aliviar al presupuesto de esos enormes déficits, ni hizo nada para reformar el sistema tributario que hacía recaer la carga impositiva sobre los más desvalidos de la sociedad, ni para abrir nuevas fuentes de trabajo productivo que aflojara “los grilletes del feudalismo”. Al contrario.

En cuarto lugar, la Junta también dejó intangible la judicatura, organizada en el Consejo Real de Castilla, que había venido ejerciendo todas las funciones de un Tribunal Supremo y más; fortalecido durante el reinado de Felipe II, quien vio en él “un valioso complemento del Santo Oficio”, a caballo de las calamidades de esos tiempos y las dejaciones de los últimos reyes, los togados del Consejo Real de Castilla usurparon y acumularon un enorme poder al asumir las más diversas atribuciones, añadiendo a sus funciones de Tribunal Superior, las de legislador y superintendente administrativo de todos los reinos de España. Una verdadera oligarquía a la sombra que hacía sobre ellos el “poder” puramente nominal de los monarcas. Con el antecedente de que, como hemos dicho ya, el Consejo se había vendido a Napoleón y con este acto de traición había perdido toda su autoridad moral sobre el pueblo, con lo que lo único que le quedaba por hacer, es convertirse en el perro sangriento de la revolución y la lucha popular por la independencia. En semejantes condiciones, y:

<<Habiendo sido la autoridad más poderosa de la vieja España, el Consejo Real tenía que ser naturalmente el enemigo más implacable de una España nueva y de todas las autoridades populares recién surgidas que amenazaban con mermar su influencia suprema. Como gran dignatario de la orden de los abogados y garantía viva de todos sus abusos y privilegios, el Consejo disponía naturalmente de todos los numerosos e influyentes intereses encomendados a la jurisprudencia española. Era, por tanto, un poder con el que la revolución no podía llegar a ningún compromiso: había que barrerlo, o permitir que fuese él quien barriese a la revolución.>> (Op.cit. 27/10/1854. Subrayado nuestro)


[10] Durante el feudalismo se llamó “manos muertas” a la propiedad territorial de la nobleza y el clero considerada inalienable o amortizada, porque no podía pasar de manos ―de ahí la expresión manos muertas― base del poder de la Iglesia y del linaje familiar.  En el siglo XVIII, la mayor parte de la tierra apta para el trabajo en España era propiedad de las llamadas “manos muertas”, quienes al no poder transmitir ni vender, encarecían los arrendamientos y otras formas de tenencia, frenando así el crecimiento de la economía y de la población. El proceso de desamortización fue Iniciado por Carlos III, durante cuyo reinado España alcanzó la plenitud del “despotismo ilustrado”. Sus medidas liberalizadoras permitieron la dispersión social de la propiedad, y el trabajo asalariado sobre ellas favoreció el desarrollo de la nueva clase burguesa. Ayudado por un equipo de ministros excepcionales, entre los cuales destacan los nombres de Esquilache, Floridablanca, Campomanes, Roda, Aranda y Múzquiz, Carlos III impulsó importantes reformas económicas, sociales y políticas. Medidas tales como el proyecto de contribución única y universal, la reorganización del Consejo de Castilla, la prohibición de aumentar los bienes de manos muertas y la limitación de la inmunidad eclesiástica, inquietaron a la aristocracia y al alto clero, quienes organizaron en 1766 el llamado "motín de Esquilache". Lejos de amilanarse, Carlos III dio un mayor impulso a las reformas y, en 1767, expulsó del reino a la Compañía de Jesús bajo la acusación de haber participado en la revuelta. A continuación, sometió al poder real el Tribunal de la Inquisición, otra gran fuerza de la Iglesia en España. Estas medidas contaron con el apoyo entusiasta de los técnicos e intelectuales ilustrados y de la incipiente burguesía española.