c) El carácter de la revolución y la contradicción del movimiento burgués de liberación

La base social mayoritaria de estas fuerzas estaba constituida por los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el “numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él”. Todos ellos formaban la gran mayoría del partido nacional; la minoría estaba conformada por los habitantes de los puertos, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia, donde, bajo el reinado de Carlos V, se habían desarrollado “hasta cierto punto” las condiciones materiales de la sociedad burguesa moderna. Hasta cierto punto –decía Marx—, porque en esa sociedad distaban todavía de haberse extendido las relaciones de producción capitalistas y, con ellas, una masa suficiente de asalariados como para terciar en las relaciones de poder desde su propia perspectiva histórica de clase.

Dada esta correlación de fuerzas sociales fundamentales, el carácter de la revolución española en ese momento no podía llegar a ser más que burgués. En semejante contexto social de la lucha de clases, las Juntas locales y provinciales en que se organizó la resistencia nacional contra el yugo extranjero, fueron los gérmenes de las Cortes Constituyentes revolucionarias de la clase social inmediatamente llamada ha hacerse cargo de la historia de España: la burguesía. Tal es la proposición política implícita en la lógica que Marx desplegó en el discurso de sus artículos de 1854 para el “New York Daily Tribune”.

En realidad, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces por don Manuel Godoy, [3] lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada por el marqués de Villena, y la revolución de 1854 con el levantamiento contra la camarilla personificada por el conde de San Luis. Todos estos eran los que Marx denominaba “favoritos cortesanos”, siguiendo la tradición iniciada por las castas dirigentes de los regímenes bajo el modo de producción asiático, particularmente en el antiguo Egipto. Eran los “favoritos” entre los “cortesanos de Palacio”, gentes todas ellas relacionadas muy directa e íntimamente con la familia Real. Aunque los cargos en el Gobierno y la Administración estaban ocupados por personas de confianza con cometidos concretos dentro de sus ámbitos respectivos de poder, existió otro tipo de “cargo”, si así lo podemos llamar, puesto que se trataba de una situación específicamente personal e irrepetible, en función de la alta confianza de que gozaban ciertos personajes de la Corte y la decisiva influencia que ejercían sobre sus respectivos monarcas los “favoritos cortesanos”, como también ha sido el caso de Rasputín (el depravado) en la Rusia Imperial bajo la dinastía Romanov.

El levantamiento popular contra Godoy, se produjo a raíz de conocerse que este “Príncipe de la Paz” había firmado con Napoleón Bonaparte el tratado secreto de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807, por el cual aceptó la partición de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España. La insurrección se inició en Aranjuez entre el 17 y el 19 de marzo de 1808; fue inducida por el “partido de los cortesanos” [4] contra la política de Godoy, la cual condujo a la abdicación de Carlos IV y la subida al trono de su hijo, Fernando VII, que fue celebrada con exaltación en toda España. Conocidos los hechos, mediante engaños Napoleón citó a la familia real para una reunión también secreta en Bayona. Allí consiguió que Carlos IV anulara su abdicación al tiempo que él y su heredero, Fernando VII, le transfirieran sus poderes. Antes de invadir, Bonaparte otorgó el trono de España a su hermano José y entre las autoridades públicas más conspicuas nombró una junta española con la cual se reunió en Bayona para efectuar las presentaciones de rigor y dictarle una de sus Constituciones previamente preparadas.

<<Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llaves, se sintió completamente seguro de que había confiscado España. Pero pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid, Cierto que Murat aplastó el levantamiento matando cerca de mil personas; pero cuando se conoció esta matanza, estalló una insurrección en Asturias que muy pronto englobó a todo el reino. Debe subrayarse que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases “bien” se habían sometido tranquilamente al yugo extranjero.>> (Op. Cit.)

En efecto, tras la matanza de Madrid y de las transacciones de Bayona, estallaron insurrecciones simultáneas en Asturias, Galicia, Andalucía y Valencia. Bonaparte, además de ocupar Madrid, tomó las cuatro plazas fuertes septentrionales de Pamplona, San Sebastián, Figueras y Barcelona, mientras la aristocracia y todas las autoridades militares, eclesiásticas, judiciales y administrativas constituidas, se desmarcaban de la resistencia exhortando a que el pueblo hiciera lo propio. El 7 de julio de 1808, la nueva Constitución fue firmada por 91 españoles de la máxima significación: entre ellos figuraban duques, condes y marqueses, así como varios superiores de órdenes religiosas y el Consejo Real de Castilla en pleno.[5] Durante la discusión de esta Constitución, lo único que estos “grandes de España” juzgaron digno de ser objetado en su texto, fue la pérdida por abolición de sus antiguos privilegios y exenciones; paradójicamente, la desaparición de esos privilegios y exenciones era la mayor aspiración de las clases bajas de la sociedad española que esperaban se produjera, pero no como una imposición, sino como una renuncia voluntaria de los afectados. Tal era el respeto que profesaban por el linaje y el ascendiente jerárquico de sus clases dominantes. Pero, evidentemente, más fuerte resultó ser la ascendencia de su espíritu colectivo hacia los valores nacionales, porque con la abyecta actitud de sumisión al invasor extranjero desde el primer momento de la lucha por la independencia, la alta nobleza y los burócratas gobernantes españoles perdieron toda influencia sobre el pueblo en general:

<<De un lado estaban los afrancesados, y del otro, la nación. En Valladolid, Cartagena, Granada, Jaén, Sanlúcar, La Carolina, Ciudad Rodrigo, Cádiz y Valencia, los miembros más eminentes de la antigua administración --gobernadores, generales y otros destacados personajes sospechosos de ser agentes de los franceses y un obstáculo para el movimiento nacional-- cayeron víctimas del pueblo enfurecido. En todas partes, las autoridades fueron destituidas. Algunos meses antes del alzamiento, el 19 de marzo de 1808, las revueltas populares de Madrid perseguían la destitución del Choricero (apodo de Godoy) y sus odiosos satélites. Este objetivo fue conseguido ahora en escala nacional y con él la revolución interior era llevada a cabo tal como lo anhelaban las masas, independientemente de la resistencia al intruso.>> (Ibíd)

La revolución se hizo, pues, contra el usurpador extranjero y contra el enemigo interno al mismo tiempo. Sin embargo, contradictoriamente, el pueblo llano seguía identificado con los valores de la nación, cuyo único símbolo político (de unidad nacional de España) era la realeza; pero la realeza existía gracias a los privilegios y exacciones de que gozaban los nobles a expensas del pueblo llano, es decir, del expolio del trabajo social de las clases más bajas; el movimiento popular, era, pues, nacional y al mismo tiempo dinástico, por tanto, feudal y contrarrevolucionario, contrario a los intereses de las clases populares; al proclamar la independencia de España con respecto a Francia, el pueblo español oponía el “deseado” Fernando a José Bonaparte. Su conciencia política estaba, pues sometida a la paradoja netamente reaccionaria de que lo nacional-dinástico prevalecía en su conciencia sobre lo social-burgués revolucionario. Para preservarse de las consecuencias sociales y políticas decadentes del feudalismo sobre la vida y la conciencia de sus clases subalternas, la realeza española –liderada ahora por Fernando VII--, dispuso en ese momento del chivo expiatorio propicio representado por quien había sido el “favorito de la corte”, en este caso, el “traidor” Godoy.[6] Este componente superestructural de la realidad española, hizo decir a Marx que el movimiento popular en su conjunto “más parecía dirigido contra la revolución que a favor de ella”, porque, bajo las condiciones de la época, la lucha por la independencia nacional contra el invasor, iba unida a la defensa de la realeza, y ésta a los privilegios sociales consagrados por leyes y costumbres feudales que Napoleón había venido a España para suprimir definitivamente.

Este espíritu reaccionario de la lucha por la independencia nacional, reflejaba en ese momento el poco peso social y la consecuente debilidad política de la única clase realmente interesada por ella, cuyas circunstancias le obligaban a asumir la dirección del movimiento: la burguesía. De ahí que ese espíritu retrógrado de las masas se trasladara naturalmente a las Juntas, de modo que si bien sus representantes fueron elegidos por sufragio universal, la obediencia hacia quienes habían venido siendo sus superiores naturales: la realeza y el clero, que prevalecía en la conciencia de los electores, reprodujo en ellos la misma jerarquía de los mismos estamentos políticos y religiosos que habían conducido a semejante situación, aunque encarnados en distintos personajes:

<<El pueblo tenía tal conciencia de su debilidad, que limitaba su iniciativa a obligar a las clases altas a la resistencia frente al invasor, sin pretender participar en la dirección de esta resistencia. En Sevilla, por ejemplo, “el pueblo se preocupó, ante todo, de que el clero parroquial y los superiores de los conventos se reunieran para la elección de la Junta”. Así las juntas se vieron llenas de gentes que habían sido elegidas teniendo en cuenta la posición ocupada antes por ellas y que distaban mucho de ser unos jefes revolucionarios. Por otra parte, el pueblo, al designar estas autoridades, no pensó en limitar sus atribuciones ni en fijar término a su gestión. Naturalmente, las juntas sólo se preocuparon de ampliar las unas y de perpetuar la otra. Y así, estas primeras creaciones del impulso popular, surgidas en los comienzos mismos de la revolución, siguieron siendo durante todo su curso otros tantos diques de contención frente a la corriente revolucionaria cuando ésta amenazaba desbordarse.>> (Ibíd)


[3] Su nombramiento como primer ministro en sustitución del conde de Aranda, en noviembre de 1792, estuvo determinado por la necesidad de contar con una persona desvinculada de la administración anterior y capaz de iniciar una política hostil con Francia, sobre todo después de la ejecución de Luis XVI en enero de 1793. Tras dos años de guerra, Godoy firmó la Paz de Basilea con Francia (julio de 1795), por la que recibió el título de príncipe de la Paz. A partir de entonces, la política exterior española quedó vinculada a los intereses franceses: por el Tratado de San Ildefonso (agosto de 1796) el Directorio francés dispuso de la flota española para luchar contra Gran Bretaña. La consecuencia más dramática fue la derrota de la Armada española en el cabo de San Vicente (1797) y el desastre de Trafalgar (1805). Después de quedar apartado momentáneamente del poder (1798-1801) Godoy regresó al gobierno con título de generalísimo, por haber obtenido la victoria sobre Portugal en la guerra de las Naranjas. Siguiendo las pautas marcadas por Napoleón, firmó el Tratado de Amiens (marzo de 1802), por el que España obtuvo de Gran Bretaña la isla de Menorca a cambio de Trinidad. La oposición favorable al príncipe Fernando (futuro Fernando VII) preparó una conspiración (proceso de El Escorial de 1807), aunque la definitiva caída de Godoy se produjo a raíz del motín de Aranjuez, el 18 de marzo de 1808. Después acompañó a los reyes en su exilio y murió en 1851 en París.

[4] Este partido, dirigido por Fernando VII, aprovechó el descontento popular provocado por la entrada de las tropas francesas en España, para desencadenar una revuelta popular conocida como “el motín de Aranjuez” (marzo de 1808), que provocó la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en beneficio del hasta entonces príncipe de Asturias.

[5] Emulando en obsecuente humillación al resto de los grandes de España que asistieron a esa reunión constitutiva del nuevo poder extranjero, el Consejo Real de Castilla se dirigió a José Bonaparte como «el retoño eminente de una familia destinada por el cielo mismo a reinar».

[6] El hecho de que buena parte del pueblo llano en la España de hoy, siga abrazado al intangible Borbón: Juan Carlos I, quien encarna todos los valores del sistema burgués en el país como Jefe del Estado, se explica, en parte, porque para eso existen los modernos “favoritos cortesanos” que son los políticos profesionales. Según la Constitución, ellos son los únicos responsables de lo que pasa en el país, cuyos partidos se alternan a cargo del gobierno a instancias de los comicios, cuando las políticas de Estado que deben adoptar los que eventualmente han sido electos (porque así lo requiere la preservación de la clase dominante minoritaria que ostenta el poder real) son contrarias a los intereses de las mayorías.