sábado, 3 de noviembre
de 2007
El oro de la memoria
En
Palermo existen todavía barrios enteros que conservan intactos los destrozos de
los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, esa
destrucción, acrecentada por el abandono administrativo, ha creado en parte la
estética de la ciudad. Un caballero con sombrero borsalino y abrigo oscuro
abotonado hasta el cuello caminaba por la acera entre estas modernas ruinas
apoyado en su bastón de nudos y empuñadura de plata, desde su casona
destartalada de vía Butera hasta la Pasticceria del Massimo, en vía Rugero
Settimo, donde desayunaba un café manchado y leía el periódico todas las
mañanas. Los camareros sabían que este caballero corpulento, cetrino, un tanto
esquivo y desgalichado, era príncipe. Se llamaba Giuseppe Tomasi di Lampedusa:
Escribía sólo para complacer a los propios fantasmas de su memoria acerca de un
mundo fenecido que ya no le interesaba a nadie. Era el relato profundo del paso
del tiempo que se adhiere mediante insondables veladuras al alma humana y la
pudre y la renueva
En su camino por el centro de
Palermo este príncipe solía pasar por delante del antiguo palacio de su
familia, que fue destruido por una bomba en 1943 durante el desembarco de las
tropas norteamericanas en Sicilia. Desde entonces permanecía deshabitado. En verano
las golondrinas entraban y salían por sus ventanas rotas y en invierno los
murciélagos hibernados pendían en racimos de los techos desventrados con
frescos llenos de divinidades. En ese palacio, en mitad del siglo XIX, había
vivido su bisabuelo, Giulio IV di Lampedusa, un aristócrata astrónomo, y en sus
salones hubo grandes bailes y saraos.
Un
día de 1954 el polvo dorado de la memoria se apoderó de este paseante devastado
de 60 años y en el café Mazzara, antes de que llegaran los amigos con quienes
compartía una tertulia a la hora del aperitivo, pidió un negroni con aceitunas
verdes, abrió un cuaderno y se puso a escribir una historia, que inició con
estas palabras: Nunc et in hora mortis nostrae. Amén. Había terminado ya
el rezo del santo rosario. Quien durante media hora había recordado los
misterios gloriosos y dolorosos era el príncipe de Salina, un trasunto de la
figura de su bisabuelo.
En el
café Mazzara este escritor furtivo, sin obra apenas salvo algunos cuentos y un
estudio sobre Stendhal, puso el título sobre la tapa del cuaderno, El
Gatopardo, y lo guardó en el bolsillo del gabán cuando vio entrar en el
establecimiento a su primo, el poeta Lucio Piccolo de Capo d'Orlando, uno de
los contertulios. Era el principio de una historia que este aristócrata
siciliano iría escribiendo secretamente, durante dos años, en sucesivos bares y
hoteles, en el café Caflish, en la terraza de Villa Igiea, en la tartaleta de
mármol del restaurante Charlestón, en la Pasticceria de Massimo, a horas
muertas, como una oruga que va creando un capullo de oro.
Giuseppe
Tomasi di Lampedusa había nacido en Palermo el 23 de diciembre de 1896, hijo
único del príncipe Giulio María Fabrizio y de Beatrice Mastrogiovani Tasca
Filangieri. Hasta ese momento este caballero no había hecho otra cosa que leer
detrás de una cortina, en la vastísima biblioteca familiar, bajo el polvillo
cernido en el aire por la luz del vitral y el perfume que exhalaban los muebles
antiguos. Pese a que fue alistado en la Gran Guerra del 14 y huyó del frente campo
a través por toda Italia hasta volver a casa, su única hazaña verdadera desde
niño fue la soledad compartida con la lectura de todas las novelas del siglo
XIX, inglesas, francesas y rusas. En uno de sus viajes a Londres conoció a la
mujer con la que se casaría en 1932, Alexandra Wolf-Stomersee,
aristócrata letona y psicoanalista. Durante la ascensión del fascismo en Italia
se dejó tentar por su estética, sólo por el lado en que este movimiento se
enfrentaba a la burguesía, esa clase social que había arruinado los sueños de
la aristocracia en tiempos pasados.
Mientras
la literatura italiana estaba poseída por el neorrealismo, este caballero
siciliano escribía sólo para complacer a los propios fantasmas de su memoria
acerca de un mundo fenecido que ya no interesaba a nadie, de forma que el
cuaderno se iba llenando de palacios y jardines, de amores, adulterios,
bayonetas y descargas de fusilería real, descritos con adjetivos preciosistas,
llenos de la carnalidad del sur, pegados a los sentimientos como los líquenes
húmedos se adherían al mármol de las estatuas que adornaban la escalinata de su
palacio, una literatura labrada por Stendhal. Era la historia sobre la
unificación de Italia, el desembarco de Garibaldi en Sicilia, la pasión del
sobrino Tancredi por Angélica, la decadencia de la aristocracia, el príncipe
Fabrizio de Salina exponente envejecido de aquella caballería rusticana y la
ascensión de la burguesía en la figura de don Calógero, la faz eclesiástica del
padre Pirrone basculando entre los dos bandos, un mundo que se pudría como el
cadáver de aquel soldado del Quinto Batallón de Cazadores cubierto de hormigas
entre el untuoso perfume de las rosas bajo un limonero.
El
argumento de El Gatopardo ha penetrado en la imaginación popular a
través de la película de Visconti, un pastelón decadente, que ya no resiste el
tiempo, pero el verdadero protagonista de esta historia es el propio Lampedusa,
quien con un solo libro ha pasado a la posteridad sin haber logrado participar
del éxito, una aventura literaria y personal que no está exenta de melancólica
belleza.
El
manuscrito de El Gatopardo fue humillado en las mesas de los editores de
Mondadori y Einaudi, un baldón que ya nunca podrán ahorrarse quienes lo
rechazaron. Mientras los responsables de estas editoriales se negaron a
publicarlo, Lampedusa moría en Roma, el 23 de julio de 1957, de cáncer de
pulmón. Ni el escritor Vitorini, nacido en Siracusa, ni Leonardo Sciascia
también siciliano, formados en el marxismo y constituidos ambos en los
guardianes del peaje de la cultura reinante entonces en Italia, comprendieron
de qué iba esta historia. Creyeron ver en ella un remedo estetizante del pasado
aristocrático del propio autor cuando en realidad era el relato profundo del
paso del tiempo que se adhiere mediante insondables veladuras al alma humana y
la pudre y la renueva continuamente siendo siempre la misma.
De
este sentido se dio cuenta el escritor Giorgio Bassani, el autor de El
jardín de los Finzi-Contini, quien hizo publicar a sus expensas en la
editorial Feltrinelli el manuscrito de Lampedusa, en 1958, y a partir de ese
momento El Gatopardo, ese felino rampante que decoraba el escudo, el
sello y la vajilla del príncipe Salina, se abatió sobre los escaparates de
todas las librerías.
Escribir
una sola novela, irse al otro mundo sin conseguir publicarla, ahorrarse la
neurosis de las ventas y pasar a la posteridad juntos el libro y tu alma, en
eso consiste la verdadera gloria sin aditamentos impuros. Durante un viaje a
Palermo quise seguir el rastro de Lampedusa. Villa Salina era una ruina llena
de hierbajos detrás de una tapia color almagra en el barrio de Mondello. El palacio, los cafés donde escribía, los lugares
que visitaba habían desaparecido. También de eso se ha salvado Lampedusa. En
Palermo sólo es oro su memoria. -