03. Cuando la
protesta se reconcilia con el idealismo
Es
hora de ir por todo.
Por Pierre Rimbert.
En Francia, la oposición a la reforma del Código de Trabajo y la ocupación
de las plazas han convergido: ante el agujero negro electoral, se organizan al
margen.
Demandar poco y esperar
mucho: dieciocho años después de creada la Asociación para una Tasa Tobin de
Ayuda a los Ciudadanos (Attac), en junio de 1998, la retención del 0,01% al
0,1% sobre las transacciones financieras inspiradas por el economista James Tobin
para “poner un palo en la rueda” a los mercados, tarda en hacerse efectiva. La
forma edulcorada en que negocian sin entusiasmo los cenáculos europeos,
reportaría una fracción del monto (más de 100.000 millones de euros) estipulado
en un principio. Pero, en realidad, ¿por qué haber exigido tan poco? ¿Por qué
haber luchado tanto para introducir una fricción tan leve en la mecánica
especulativa? La comodidad de la mirada retrospectiva y la enseñanza de la gran
crisis de 2008 sugieren que la prohibición pura y simple de ciertos movimientos
de capitales parasitarios se justificaba.
Esta prudencia
reivindicativa refleja el estado de ánimo de una época, en que el crédito de
una organización militante ante un público urbano y cultivado se medía por su
moderación. Con la caída de la URSS, el fin de la guerra fría y la proclamación
por los neoconservadores estadounidenses del “fin de la historia”, toda
oposición frontal al capitalismo de mercado estaba amenazada de ilegitimidad,
no sólo a los ojos de la clase dirigente, sino también ante las clases medias
ubicadas ahora en el centro del juego político. Para convencer, se creía, había
que mostrarse “razonable”.
En verdad, la famosa tasa
infradecimal de 0,1% presenta, incluso, en su falta de concreción, una virtud
pedagógica incontestable: si el orden económico se obstina en rechazar un
arreglo tan módico es que es irreformable —y, por lo tanto, se debe
revolucionar—. Pero para provocar este efecto de revelación, había que jugar el
juego y ubicarse en el terreno del adversario, el de la “razón económica”.
El giro liberal
La idea de un orden al que
oponerse con moderación se impuso en Francia con mayor evidencia porque la
iniciativa política había cambiado de campo. Desde el giro liberal del gobierno
de Pierre Mauroy, en marzo de 1983, no
sólo la izquierda dejó de hacer propuestas destinadas a “cambiar la vida”, sino
que los dirigentes de todas las procedencias políticas hicieron caer sobre el
sector asalariado un diluvio de reestructuraciones industriales,
contrarreformas sociales, medidas de austeridad presupuestaria, etc. En el
espacio de algunos años, la relación con el futuro dio un vuelco. Si el
levantamiento de los siderúrgicos de Longwy contra el cierre de fábricas de
1978-1979 dejó, por su inventiva, el esbozo de una contra-sociedad obrera (1),
la muy masiva de 1984 ya no pudo acariciar el sueño de la transformación
social. La hora del combate defensivo llegó a principios de los años 1980 tanto
en Francia como en Alemania después de la entrada en razón de la oposición
extraparlamentaria y, en el Reino Unido, llegó en 1985, después del fracaso de
la gran huelga de los mineros. Se trata desde entonces de hacer un poco menos
dura la vida, de retraerse para atenuar el ritmo y el impacto de las
desregulaciones, de las privatizaciones, de los acuerdos comerciales, de la
corrosión del derecho de trabajo. La salvaguarda de las conquistas sociales, condición
indispensable, dicta su urgencia y se impone poco a poco como el horizonte
infranqueable de las luchas.
En vísperas de la elección
presidencial de 1995, aun los partidos identificados con el comunismo se
resignaron a defender sólo reivindicaciones como la prohibición de los
despidos, el aumento del salario mínimo y la disminución del tiempo de trabajo
en un cuadro salarial sin cambios. Conducido por la Confederación General del
Trabajo (CGT) y por Solidarios, el movimiento ganador de noviembre-diciembre de
1995 contra la reforma de la Seguridad Social conducida por Alain Juppé mantuvo
un tiempo la hipótesis de la necesidad de pasar la posta de una izquierda
política exangüe a una izquierda sindical fortalecida. Lo que siguió estuvo
marcado sobre todo por el auge de la antiglobalización.
El enfoque internacional de
este movimiento, su calendario de convenciones y sus nuevas maneras de militar
descansaban sobre un principio diferente a la vez de las confrontaciones
ideológicas propias del post-sesenta y ocho, y de las indignaciones morales a
la manera de “Restos du coeur”**: una segunda evaluación, apoyada sobre
análisis científicos bien hechos para convencer a simpatizantes más
familiarizados con las aulas que con las cadenas de montaje. Con sus economistas
y sus sociólogos, sus siglas en porcentajes y sus descifrados, sus anti-manuales
y sus universidades de verano, Attac tenía como misión popularizar una crítica
especializada del orden económico. Ante cada decisión gubernamental que
debilitaba los servicios públicos, ante todo acuerdo de librecambio urdido en
secreto por las instituciones financieras internacionales respondían un
conjunto de impecables argumentaciones, decenas de libros y cientos de
artículos.
Tratándose de inequidades,
de política internacional, de racismo, de dominación masculina, de ecología,
cada sector protestatario sacó a relucir desde esta época a sus pensadores, sus
profesionales, sus investigadores, con la esperanza de dar credibilidad a sus
decisiones políticas con el respaldo de una legitimación teórica. Esta crítica,
conjugada con la degradación de las condiciones de vida, permitió movilizar a
poblaciones políticamente desorganizadas, pero vulnerables a una globalización
cuya violencia hasta ese momento estaba concentrada en el mundo obrero.
El movimiento, al que Le
Monde diplomatique estuvo estrechamente asociado, probó su seriedad, obtuvo
victorias en el mundo intelectual, en los libros, en la prensa y hasta causó
sensación en los noticieros. Durante infinito tiempo repitió evidencias mientras
que sus adversarios, sin escrúpulo y sin descanso, ponían en práctica sus
“reformas”. Como lo sugirió la ola contracultural de los años 1970, un orden
político de derecha se lleva muy bien con los best-sellers de izquierda. Al
oponer su buena voluntad inteligente a la mala fe política del adversario su
crítica se hizo más audible. Pero no más eficaz, como lo probará la amarga
experiencia, en 2015, del ministro de Finanzas griego Yanis
Varoufakis, cuyos razonamientos académicamente
homologados no pesaron frente al encarnizamiento conservador del Eurogrupo (2).
Metas módicas de la
izquierda
En el cuadro ideológico que
cubre el período 1995-2015, coexisten dos elementos contradictorios. Por un lado,
una repolitización trémula al principio y efervescente después, que se tradujo
en una sucesión de luchas y de movimientos sociales masivos: 1995, 1996
(indocumentados), 1997-1998 (desocupados), 2000-2003 (cumbre de la ola
antimundialización), 2003 (jubilaciones), 2006 (estudiantes precarios), 2010
(reformas de las jubilaciones), 2016 (derecho del trabajo), rechazo de los
grandes proyectos inútiles (en particular a partir de 2012). Por otro lado,
instituciones contestatarias fragilizadas: fuerzas sindicales contra la pared,
movimiento social vuelto —o dado vuelta— hacia la especialidad, partidos de
izquierda radical enterrados en las arenas de un juego institucional
desacreditado. El aliento, las esperanzas, la imaginación y la cólera de unos
no resuenan en los eslóganes, los libros y los programas de los otros.
Todo sucede como si treinta
años de batallas defensivas hubieran quitado a las estructuras políticas su
capacidad de proponer —aunque fuera desde la adversidad—, una meta de largo
plazo deseable y entusiasmante —esos “días felices” que imaginaron los
Resistentes franceses a principios del año 1943. En un contexto infinitamente
menos sombrío, muchas organizaciones de militantes se resignaron a no pretender
lo imposible, sino a solicitar lo aceptable; a no anticiparse nuevamente sino a
desear la detención de los aumentos de la edad jubilatoria. A medida que la
izquierda erigía su modestia en estrategia, el plafón de sus esperanzas bajaba
hasta el umbral de la depresión. Era necesario enlentecer el ritmo de las
regresiones, perspectiva poco alentadora porque hacía parecer el “otro mundo
posible” al primero, pero algo degradado. La precariedad, como símbolo de una
época, marcó el combate ideológico —“precario”, del latín precarius: “obtenido
por la oración”…
Regreso de las grandes
ambiciones
¿Asistimos a la culminación de este ciclo? El brote de movimientos
observado sobre varios continentes desde principios de los años 2010 hizo
surgir una corriente minoritaria pero influyente, cansada de solicitar solo
migajas y de no recoger sino viento. A diferencia de los estudiantes de origen
burgués de Mayo de 1968, estos contestatarios conocieron y conocen la
precariedad de sus estudios. Y, contrariamente a los procesionarios de los años
1980, no temen la asimilación del radicalismo a los regímenes del bloque del
Este o al “gulag”: todos los que, entre ellos, tienen menos de 27 años nacieron
después de la caída del muro de Berlín. Esta historia no es la suya. Con
frecuencia provenientes de franjas desclasadas de las capas medias producidas
en masa por la crisis, ellos y ellas hacen escuchar en las asambleas generales,
sobre los sitios Internet disidentes, en las “zonas para defender”, los
movimientos de ocupación de lugares, y hasta en los márgenes de las organizaciones
políticas y sindicales, una música acallada durante mucho tiempo.
Dicen: “El mundo o nada”;
“No queremos a los pobres tranquilizados, queremos la miseria eliminada”, como
lo escribió Víctor Hugo; no solo empleos y salarios, sino controlar la economía,
decidir colectivamente lo que se produce, cómo se produce, lo que se entiende
por “riqueza”. No la paridad hombre-mujer, sino la igualdad absoluta. No ya el
respeto de las minorías y de las diferencias, sino la fraternidad que eleva al
rango de igual a quienquiera que adhiera al proyecto político común. Nada de
“corresponsabilidad”, sino relaciones de cooperación con la naturaleza. No un
neocolonialismo económico disfrazado de ayuda humanitaria, sino la emancipación
de los pueblos. En suma: “Queremos todo”, ambición que excede tan ampliamente
el campo de visión política habitual que muchos lo interpretan como la ausencia
de toda reivindicación.
Si subir el nivel de demanda
no acrecienta en un centímetro las chances de tener éxito, este desplazamiento
presenta un doble interés. Confinado por ahora a los márgenes de la protesta, y
hostil por principio a la organización política, el resurgimiento radical
influye sobre los partidos por capilaridad, a semejanza del hijo que une al
movimiento Occupy Oakland —el más obrero de este tipo en Estados Unidos— con
los militantes que hacen campaña por el candidato demócrata Bernie Sanders en
el marco muy institucional de la campaña presidencial. Pero, sobre todo, ese
aumento refuerza las batallas defensivas cuando los que las conducen en
condiciones difíciles pueden de nuevo contar con una meta de largo aliento y,
sin un proyecto bien elaborado, con principios de transformación que iluminen
el futuro. Pues querer todo, aunque no se pueda obtener nada en lo inmediato,
es obligar a definir lo que se desea verdaderamente más que machacar sobre lo
que ya no se soporta.
Sería un error ver en este
vuelco un deslizamiento de la acción reivindicativa hacia un idealismo mágico:
restablece en realidad la lucha sobre bases clásicas. Que la izquierda solo
evolucione en formación defensiva resulta una excepción histórica. Desde fines
del siglo XVIII, los partidos políticos y más tarde los sindicatos, trataron
siempre de articular objetivos estratégicos de largo plazo y batallas tácticas
inmediatas. En Rusia, los bolcheviques asignaron el primer rol al partido y
confiaron las organizaciones de trabajadores al segundo.
En Francia, los
anarco-sindicalistas integran “la doble tarea, cotidiana y de futuro”. Por un
lado, explica en 1906 la carta de Amiens de la CGT, el sindicalismo persigue
“la obra reivindicativa cotidiana (…) por medio de la realización de mejoras
inmediatas”. Por el otro, “prepara la emancipación integral, que no puede
realizarse sino por la expropiación capitalista”.
Como observaba el historiador Georges Duby, “la huella de un sueño no es menos
real que la de una pisada”. En política, el sueño sin la pisada se disipa en el
cielo brumoso de las ideas, pero la pisada sin el sueño se estanca. La pisada y
el sueño diseñan un camino: un proyecto político. En este aspecto, las ideas
empeñadas por la izquierda y reactivadas por los movimientos de estos últimos
años prolongan una tradición universal de revueltas igualitarias. En abril, un
cartel destinado a recoger las proposiciones de los participantes en la “Noche
en pie”, en plaza de la República en París, proclamaba: “Cambio de
Constitución”, “Sistema socializado de crédito”, “Revocabilidad de los
representantes”, “Salario de por vida”. Pero también: “Cultivemos lo
imposible”, “La noche en pie se volverá la vida en pie”, y “Quien tiene hierro
tiene pan” —de connotación blanquista.
Más allá de los socialismos
europeos, utópicos marxistas o anarquistas, una línea temática une a los
radicales contemporáneos con la legión de figuras rebeldes que colman la
historia de la lucha de clases, desde la Antigüedad griega hasta los primeros
cristianos, de los Qarmates de Arabia (fin del siglo XI) a los confines de
Oriente. Cuando el paisano chino Wang Xiaobo en 993 se pone a la cabeza de una revuelta
en Qincheng (Sichuan), declara que está “cansado de la desigualdad que existe
entre los ricos y los pobres” y que quiere “nivelarla en beneficio del pueblo”.
Los rebeldes aplicaron inmediatamente estos principios. Casi mil años más
tarde, la revuelta de los Taiping, entre 1851 y 1864, condujo a la formación
temporaria de un Estado chino disidente fundado sobre bases análogas (3). Como
en Occidente, estas insurrecciones hicieron confluir a intelectuales utopistas
que opusieron nuevas ideas al orden establecido y a pobres rebelados decididos
a imponer la igualdad a cuchilladas.
La tarea, en nuestros días,
se anuncia aparentemente menos dura. Un siglo y medio de luchas y de críticas
sociales definió las posiciones e impuso dentro de las instituciones puntos de
apoyo sólidos. La convergencia tan deseada entre las clases medias cultivadas,
el mundo obrero establecido y los precarizados de los barrios relegados no ha
de operarse alrededor de partidos socialdemócratas agonizantes, sino en torno a
formaciones que se armen de un proyecto político capaz de hacer brillar de
nuevo “el sol del futuro”. La moderación perdió sus virtudes estratégicas. Ser
razonable, racional, es ser radical.
UNIDAD, ORGANIZACION Y
LUCHA POR LA LIBERACION NACIONAL Y SOCIAL, SOCIALISTA.