11. Inconsistencia del principio de los rendimientos marginales decrecientes en la empresa capitalista.

Ya hemos visto cómo los neoclásicos adoptaron el principio de la utilidad marginal decreciente para explicar el hecho de que la demanda de los consumidores sea una función inversamente proporcional respecto de los precios. Del mismo modo procedieron suponiendo que los costos marginales de las empresas capitalistas son crecientes, para explicar el hecho de que la curva de la oferta directamente proporcional respecto del movimiento de los precios. Así las cosas, el precio de equilibrio entre oferta y demanda permitiría teóricamente maximizar los beneficios de productores y consumidores allí donde el costo marginal creciente de los productores se iguala con la utilidad marginal decreciente de los consumidores.

Los neoclásicos suponen, pues, una función de producción donde, hasta cierto punto, los rendimientos empresariales crecen según aumentan las dotaciones unitarias de factores variables empleados en su producción. Hasta que se llega a un punto de inflexión a partir del cual, cada unidad adicional de producto fabricado, requiere una mayor cantidad de factores productivos variables, o sea, lo que Marx llama capital circulante refiriéndose a la materia prima. Algo tan peregrino como, por ejemplo, que en la industria del calzado se necesite más cuero para fabricar cada par de zapatos. Todo un embeleco para concluir en que los rendimientos decrecen porque los costos aumentan.

De este modo, la disminución de la utilidad marginal de los consumidores ante aumentos en la cantidad consumida, se acomoda convenientemente al costo marginal creciente de los productores para satisfacer el equilibrio general en el mercado, donde el precio al que la oferta se iguala con la demanda equivale al importe que equipara el costo marginal del productor con la utilidad marginal del consumidor. Según los teóricos neoclásicos de la escuela marginalista, esta igualdad asegura una óptima asignación de recursos en función a los deseos psicológicos de los consumidores y las restricciones técnicas de los productores, consiguiendo así que la producción a cargo de las empresas alcance el volumen “deseado” por los consumidores, y el mercado pueda pasar por ser el más ecuánime y equitativo distribuidor de recursos productivos y bienes consumidos.

A todo esto cabe preguntar para que se nos diga:
1) ¿Cómo se cuantifica la utilidad marginal del consumidor? 2) ¿Cómo se demuestra con los libros de contabilidad en la mano, que el costo marginal del empresario —en términos de factores productivos variables por unidad de producto—, aumenta en vez de disminuir? y, 3) ¿No será éste un comodín ideológico para que de la chistera del prestidigitador marginalista salte la paloma blanca del equilibrio general? No es nada casual que una vez puestos frente a tales interrogantes, los neoclásicos se hayan dejado la respuesta en el tintero.

Uno de ellos fue León Walras (1834-1910), fundador de la llamada economía matemática, el primero en plantearse demostrar matemáticamente que el equilibrio general entre oferta y demanda único y estable es posible, habiendo adoptado con carácter de axioma el supuesto de que ésa es efectivamente la tendencia espontánea del mercado capitalista, tesis que fue seguida por una mayoría de economistas durante todo el siglo XX y todavía se sigue impartiendo en todos los institutos de enseñanza superios del Mundo. Matemáticamente todo es posible, a condición de que los principios activos en que se basa un razonamiento se ajusten a la realidad de los hechos y no a lo que se quiere demostrar. O sea, que los propios principios o supuestos sean prácticamente demostrables:

<<Las premisas de que partimos no son arbitrarias, no son dogmas, sino premisas reales, de las que solo es posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado ya hechas, como las engendradas por su propia acción. Estas premisas pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica.>> (K. Marx-F. Engels: “La ideología alemana” Cap. I Aptdo. 2)

Que la utilidad marginal no se puede cuantificar es algo de cascote. Y en lo que respecta a los factores productivos variables supuestamente crecientes, cualquier burgués práctico sabe que según progresa la fuerza productiva del trabajo aplicada a la obtención de las materias primas, su valor por unidad de medida, lejos de aumentar necesariamente disminuye. Por tanto, el coste en términos del factor productivo variable para obtener cada unidad adicional de producto, sea para consumo productivo o para consumo final, se abarata históricamente. Marx explica este fenómeno sucintamente así:

<<Supongamos que 400.000 varas de tejido (hecho) a máquina, sean fabricadas por menos obreros que 100.000 varas de tejido a mano. En la masa cuadruplicada de producto entra una masa cuadruplicada de materia prima. Esto plantea, por tanto, la necesidad de cuadruplicar la producción de las materias primas>>. (“El Capital”: Libro III Cap. XIII Aptdo. 5)

¿Cómo se satisface esta necesidad o demanda de materias primas? Desarrollando la fuerza productiva aplicada a la fabricación de los medios de trabajo en la industria extractiva. Eli Whitney (1765-1825), fue un fabricante norteamericano que en 1792 inventó e introdujo la desmotadora de algodón, una máquina que permitía separar muy rápida y fácilmente las fibras de algodón de las vainas y de sus semillas. Para ello empleaba una pantalla y unos pequeños ganchos de alambre que empujaban el algodón a través de ella, mientras unos cepillos eliminaban continuamente los hilos de algodón sueltos para evitar atascos. Esta técnica se aplicó a la agricultura del algodón siete años después de que el británico Edmun Cartwright (1740-1824) inventara en 1785 el telar mecánico en la industria del tejido.

La multiplicación de la producción en el cultivo y tratamiento de esta fibra para la obtención de su hilatura, redujo considerablemente los costos totales y por unidad de producto, hasta el punto de que, en 1830, llegaron a ser una décima parte de los de 1812. La consecuencia de este progreso en la producción se tradujo en la esfera de la circulación, provocando el abaratamiento de los precios y la extensión de las ventas. Estos datos históricos tan incontestables como incómodos y perturbadores para los intereses de la burguesía, no hacen más que confirmar el aserto de Marx que acabamos de reproducir, lo cual deja en evidencia la torticera teoría subjetiva de los costos marginales crecientes, condicionada por la necesidad puramente ideológica de poder justificar la teoría del supuesto equilibrio general entre oferta y demanda.

En realidad, dada la anarquía de la producción capitalista, el equilibrio entre productores y consumidores demuestra ser una excepción a la regla según la tendencia dominante hacia el desequilibrio permanente, lo cual evidencia que el mercado no es el mecanismo de distribución equitativa de los recursos y de los ingresos que los subjetivistas presuponen, sino bien al contrario. La demanda de bienes de consumo final tiende a disminuir cuando aumentan los precios, no porque la utilidad marginal del dinero aumente y los consumidores prefieran ahorrarlo, sino porque buena parte de ellos no lo disponen para satisfacer sus necesidades. Y si a esos precios la oferta aumenta, tampoco es porque los costos marginales de producción sean crecientes, sino porque pueden incorporarse al mercado productores hasta ese momento excluidos del negocio. Lo que prevalece sobre los movimientos de la demanda es la relación precio/ingresos; y sobre los movimientos de la oferta la relación costo/precio, nada que ver con la supuesta marginalidad de utilidades decrecientes y costos crecientes.

Toda la metodología de los subjetivistas se reduce a suponer que los consumidores demandan bienes de acuerdo con sus funciones de consumo determinadas por el principio de la utilidad marginal decreciente, y que las empresas ofrecen sus productos de acuerdo con sus funciones de producción determinadas por el principio de los costes marginales crecientes. De estas dos falsas premisas deducen que las mercancías se intercambian al precio de equilibrio entre oferta y demanda, que es donde ambas fuerzas del mercado coinciden. Así es como estos señores han pretendido explicar el precio al que se intercambian las mercancías, es decir, por las fuerzas del mercado.

Pero según las leyes de la física —y las fuerzas del mercado se rigen férreamente por ellas— tal como lo señaló Marx, allí donde dos fuerzas de igual magnitud y sentido contrario se confrontan, dejan de actuar porque se neutralizan mutuamente y, por tanto, no explican nada sino que tienen que ser explicadas. La conclusión científica de todo esto, es que, simplemente observando lo que sucede con la oferta y la demanda en el mercado, es imposible explicar por qué las mercancías en cuestión se intercambian a un determinado precio y no a otro cualquiera. Así las cosas, lo que a cada momento permite explicar de qué magnitud son los precios en el sistema de coordenadas donde la oferta y la demanda puntualmente coinciden, debe estar en otro sitio y no precisamente en el mercado o esfera de la circulación. Pues, bien, ese ámbito es la producción donde se crean los distintos valores de cada mercancía. Allí es donde está la explicación. Allí es donde se encuentran los centros gravitatorios en torno a los cuales fluctúan los precios según las fuerzas de la oferta y la demanda que normalmente no coinciden, hasta dar con los valores de mercado o precios de producción promedio, donde la oferta y la demanda puntualmente coinciden. Por la misma razón científica que el núcleo de cada átomo de materia es el centro gravitacional electromagnético en torno al cual giran las partículas elementales:

<<…si las mercancías son vendibles a su valor de mercado, la oferta y la demanda coinciden, (por tanto, en el punto de equilibrio, es decir, de quietud dinámica, no hay interacción entre esas dos fuerzas en razón de que) dejan de actuar y, precisamente por ello, se vende la mercancía a su valor de mercado. Si dos fuerzas de igual magnitud actúan en sentido opuesto, se anulan mutuamente, no tienen acción exterior y los fenómenos que ocurren bajo tales circunstancias deben explicarse de otro modo que mediante la intervención de esas dos fuerzas. Cuando la oferta y la demanda se anulan mutuamente, dejan de explicar nada, no actúan sobre el valor del mercado y, con más razón aun, nos dejan a oscuras en cuanto a por qué el valor de mercado se expresa precisamente en esta suma de dinero y no en otra. Las leyes internas reales de la producción capitalista, obviamente no pueden explicarse a partir de la interacción entre oferta y demanda. (…) De hecho, la oferta y la demanda jamás coinciden, o si lo hacen en alguna ocasión, esa coincidencia es casual, por lo cual hay que suponerla como científicamente = 0, considerarla como no ocurrida. Y sin embargo, en economía política se supone que coinciden; ¿por qué? Para considerar los fenómenos en la forma que corresponde a sus leyes, a su concepto, es decir, para considerarlos independientemente de la apariencia provocada por el movimiento de la oferta y la demanda.>> (K. Marx: “El Capital” Libro III Cap. X. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros)

Los hechos son tozudos. De aquí el famoso dicho de que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. El valor está determinado por la sustancia social que es el trabajo creador medido en unidades convencionales de tiempo contenido en cada mercancía. El precio es su representación, sea en mercancías equivalentes o en términos de dinero. La interacción de la oferta y la demanda en el mercado es el vehículo que permite llegar al resultado en que una mercancía se vende y compra a un determinado precio. Pero, como dice Marx, el mercado no explica por qué a ese precio y no a cualquier otro. El mercado, es la causa eficiente de que las mercancías se vendan a determinados precios; del mismo modo que la causa eficiente de una estatua de Atenea es el escultor que la creó. Pero la causa formal de que una mercancía se venda a un determinado precio, es el valor o esencia social puesto por el trabajo que luego el precio representa en el mercado. Del mismo modo que el espíritu mítico de Atenea, diosa griega del pensamiento y símbolo del progreso intelectual, fue la causa formal sin la cual no hubiera sido posible ninguna representación escultural de ella.

La división social del trabajó típica de la anarquía de la producción en que permanece sumido el sistema capitalista, determina que cada unidad empresarial actúe con independencia de las demás según estructuras productivas distintas, sin que nadie en particular pueda, por tanto, conocer a priori, cuáles son las distintas estructuras productivas con las cuales producen los demás, es decir, cual es la masa relativa de valor en capital constante y variable empleados por cada empresa, ni tampoco de qué magnitud son las necesidades solventes de cada producto por parte de cada consumidor en cada momento. Esto es lo que explica el cuasi permanente desequilibrio entre la oferta y la demanda. Y por esto mismo es imposible que, en tales circunstancias, pueda saberse “a priori” de qué naturaleza es el valor económico, de dónde surge ni cuál es su fundamento. Para eso hay que suponer una situación dinámica en equilibrio, es decir, ficticia, convertirla en estática, donde el desequilibrio desaparece porque la oferta y la demanda coinciden. Así procedió metodológicamente Marx siguiendo la máxima de Galileo: “Mide lo que sea medible y lo que no, conviértelo en medible”.

Pero si así lo hacemos, ello nos obliga a salir del mercado, esto es, de la esfera de circulación donde los valores son suplantados por su representación bajo la forma de precios en dinero; y allí, donde la oferta y la demanda coinciden no se puede explicar nada. Esta metodología permite comprender por qué desde el primer capítulo del Libro I, Marx hiciera abstracción de lo que sucede en el mercado con la oferta y la demanda, indagando con su pensamiento en la esfera de la producción para descubrir allí, sin perturbaciones, la naturaleza del valor económico.

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