2. Evolución de la Economía del tiempo de trabajo

Marx alude a la economía del tiempo de trabajo que se remonta a la etapa superior del salvajismo con su “homo habilis” durante el paleolítico inferior, hace 2.500.000 años, cuando aquellas sencillas comunidades primitivas ya sabían discernir y calcular el tiempo de su trabajo, distinguiendo entre el dedicado a la producción de lo que necesitaban consumir diariamente, y el que empleaban en producir sus sencillas herramientas con las que transformaban la naturaleza para elaborar esos artículos de consumo directo:

<<Cuando el salvaje hace arcos, flechas, martillos de piedra, hachas, cestos, etc., sabe perfectamente que el tiempo así empleado no lo ha dedicado a producir medios de consumo, que ha satisfecho su necesidad de medios de producción y nada más. Este salvaje cometería un pecado económico grave, si fuera completamente indiferente respecto al tiempo sacrificado en esa tarea; por ejemplo, dedicar no pocas veces un mes entero --como narra Tylor--, a la terminación de una flecha. (E. B. Tylor, "Forschungen über die Urgeschichte der Menschheit", trad. de H. Müller, Leipzig, s. f., p. 240. Citado por Marx en “El Capital”, Libro II Cap. XX, Aptdo. 10)

En este contexto histórico, estamos hablando de comunidades autosuficientes de muy bajo desarrollo de sus fuerzas productivas, donde todo lo que producían solo alcanzaba para su propio consumo. En un estadio superior y habiendo alcanzado un cierto grado de progreso del trabajo social que permitió la obtención de un excedente sobre el consumo, hizo su aparición el intercambio esporádico entre distintas comunidades. A partir de este momento, la sociedad fue adquiriendo conciencia de que las cosas son exteriores a los sujetos humanos y, por tanto, objetos apropiables para su consumo o para su enajenación a cambio de otras cosas. Dadas tales condiciones, para que la enajenación sea recíproca bastaba con que las partes intervinientes decidieran voluntariamente intercambiar productos de sus distintos trabajos que eventualmente excedían a las necesidades de su propio consumo.

Pero con el lento desarrollo de la fuerza productiva y según el excedente se hizo más frecuente y repetitivo, el contacto social entre comunidades para el intercambio, devino en un proceso social cada vez menos intermitente y más regular:

<<A partir de ese momento se reafirma, por una parte, la escisión entre la utilidad de las cosas para las necesidades inmediatas (bien sea para la producción o para el consumo directo) y su utilidad con vistas al intercambio. Su valor de uso se desliga de su valor de cambio. De otra parte, la proporción cuantitativa según la cual se intercambian, pasa a depender de la producción misma (del tiempo de trabajo). La costumbre las fija como magnitudes de valor>>. (K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. II. Lo entre paréntesis nuestro)

En el capítulo II del primer tomo de su “Tratado de economía marxista”, Ernest Mandel recoge numerosos testimonios de antropólogos quienes demuestran que desde tiempo inmemorial las sociedades primitivas ya estaban organizadas en base a la economía del tiempo de trabajo, probando que esta organización es el antecedente histórico inmediato y condición de existencia de las relaciones objetivas de intercambio entre equivalentes. O sea, no según la utilidad de las cosas sino según el tiempo de trabajo social que cuesta crearlas:

<<Según Boeke la economía de la desa (comunidad campesina) de indonesia, se fundaba en el cálculo de horas de trabajo consumidas>>. (Die Theorie der Indische Ekonomie” Pp. 64): <<En la economía campesina japonesa, ‘las jornadas de trabajo de los hombres constituyen el principio del cambio. Si la familia ‘a’ se compone de dos hombres que trabajan durante dos jornadas sobre los campos de la familia ‘b’, esta familia ‘b’ habrá de proporcionar un equivalente (en tiempo de trabajo) para los campos de ‘a’, equivalente que podría consistir en tres hombres trabajando durante un día y un hombre realizando una jornada complementaria, o cualquier otra combinación que iguale (el trabajo de) dos hombres durante dos días….‘Cuando cuatro o cinco familias colaboran en un grupo kattari (trabajo cooperativo para trasplantar arroz) el cálculo se efectúa sobre la misma base. Esto exige un libro de cuentas para comparar los días y los hombres en el trabajo’ (el número de las horas de trabajo realizadas)>>. (John Embree: “Mura, a japanese Village” Pp. 100-01).
<<En la tribu negra de los heh, los campesinos que encargan una lanza al herrero (también campesino), trabajan en la tierra de éste durante todo el tiempo en que éste trabaja en la lanza>>
(Piddington: “An Introductión to Social Antropology” Pp. 275) <<En la antigua India de la época de los reyes maurya, trabajo y productos del trabajo dictan las reglas de organización de la vida económica>> (“Arthacastre de Kautilya” Traducción alemana de J. J. Mayer)

También en aquellas sociedades, las comunidades aldeanas particulares fueron sometidas al poder centralizado de una minoría de individuos que supuestamente representaban a la comunidad superior que les explotaba, como fue el caso de las sociedades más evolucionadas del mundo antiguo, así como sucedió en África con los Egipcios, en la antigua Mesopotamia con los pueblos Sumerios, Babilónicos y Caldeos, o en América con los, Incas, Aztecas y Mayas:

<<El tributo debería consistir exclusivamente en trabajo, es decir, tiempo y cualificación en tanto que trabajador, artesano o soldado. Todos los hombres se consideraban a este respecto como iguales: el que tenía hijos que le ayudaran a pagar el tributo impuesto era considerado rico, mientras que el que no los tenía era considerado pobre. Cada artesano que trabajaba al servicio del Inca o de su curaca (superior) debía recibir todas las materias primas y solo podía ser empleado así durante dos o tres meses anuales (tiempo de trabajo)>> (John Collier: “The Indians of Americas” Pp. 61/62. Lo entre paréntesis nuestro)

Otro tanto sucedió en Europa durante la tardía edad media con gran parte de los campesinos viviendo en régimen de servidumbre, donde las ciudades se regían por una estricta economía del tiempo de trabajo, tres días de media por semana en las tierras del Señor para usufructo de su familia, y tres días sobre las ocupadas por el siervo para consumo los suyos. Esta organización de la vida feudal, ha dejado huellas hasta en el lenguaje:

<<En la Europa central, la medida de superficie más corriente era el Tagwerk, extensión de tierra que un hombre puede labrar en una jornada. En inglés medieval, la palabra acre tiene el mismo sentido. En las montañas kabilas, se calculan las propiedades en zouija, jornadas de labor realizadas por el arado de dos bueyes. En Francia, la “carrucata” designa la cantidad de tierra que un hombre puede labrar normalmente con un arado en una jornada. La “pose”, unidad suiza de superficie, es análoga al Tagwerk>> (Joseph Bourrilly: “Eléments d’ethnographie marocaine” Pp. 137-38. Grand y Delatouche: “L’ágriculture du moyen âge”)

Así, pues, una vez que la humanidad dejó atrás la etapa de la recolección, en que los primates hominoideos vivieron exclusivamente de lo proporcionado directamente por la naturaleza, durante milenios es incuestionable que la historia estuvo atravesada por la economía del tiempo de trabajo en transformar la naturaleza. Luego debió pasar otro largo período durante el estadio inferior de la barbarie, en el que los productos del trabajo eran esporádicamente intercambiados entre comunidades campesinas que trabajaban produciendo casi todo lo que necesitaban para vivir y solo dedicaban al cambio con otras la pequeña parte remanente a su propio consumo.

Por entonces la división del trabajo entre la ciudad y el campo no existía y la aldea era una prolongación del artesanado vinculado al agro. Allí cada comunidad no solo cultiva la tierra y cría su propio ganado, sino que, con las materias primas de origen vegetal y animal, elabora productos para su propio consumo: muele con el molino de mano, hornea pan, hila, tiñe, teje lino y lana, curte cuero, levanta construcciones de madera y las repara, fabrica herramientas y aperos para trabajos de herrería y carpintería. Toda una economía de la autosuficiencia complementada por un intercambio marginal e intermitente o esporádico. Todo ello sobre la base económica del tiempo de trabajo:

<<Por consiguiente, lo poco que necesitaba trocar o comprar a otros una familia semejante —incluso hasta principios del siglo XIX en Alemania— consistía preponderantemente en objetos de producción artesanal, esto es, en cosas que se producían de una manera que no le era extraña al campesino, ni con mucho, y que no producía personalmente sólo porque no le era accesible la materia prima o porque el artículo comprado era mucho mejor o muchísimo más barato. Por eso el campesino de la edad media conocía con bastante exactitud el tiempo de trabajo necesario para la confección de los objetos que obtenía en el intercambio. Pues el herrero o el carrocero de la aldea trabajaban bajo su vista; otro tanto ocurría con el sastre y el zapatero, quienes todavía en tiempos de mi juventud entraban en casa por casa de nuestros campesinos renanos, para convertir en vestimentas y calzado los materiales elaborados por éstos. Tanto el campesino como las personas a quienes compraba eran, a su vez, trabajadores. Y los artículos intercambiados eran los productos propios de cada cual. ¿Qué habían empleado para la confección de esos productos? Trabajo y solamente trabajo: nada habían gastado para la reposición de las herramientas, para la producción de la materia prima ni para su elaboración, salvo su propia fuerza de trabajo; ¿de qué otra manera podían entonces intercambiar sus productos por los de otros laboriosos productores, sino en proporción al trabajo empleado en confeccionarlos? En ese caso, el tiempo de trabajo empleado para esos productos no era sólo el único patrón de medida apropiado para la determinación cuantitativa de las magnitudes a trocar; es que no había absolutamente otro posible. ¿O podemos creer que el campesino y el artesano eran tan tontos como para ceder el producto de diez horas de trabajo por el de una sola hora de trabajo del otro? En todo el período de la economía natural campesina no es posible otro intercambio que aquél en el cual las cantidades de mercancías intercambiadas, tienen la tendencia a mensurarse, cada vez más, según las cantidades de trabajo corporificadas en ellas>>. (F. Engels: “El Capital” Apéndice y notas complementarias al Libro III)

La economía del tiempo de trabajo durante el feudalismo —que podemos llamar clarividente—, prolongó su agónica vigencia durante la etapa postrera de este modo de producción, en el que se fue diluyendo hasta desaparecer durante el siglo XV de nuestra era, con la irrupción del dinero metálico en manos del comerciante y del usurero, interpuestos entre las partes que otrora realizaban el intercambio directo. Tal interposición fue la base material sobre la cual se fundó la sociedad civil burguesa y los modernos Estados nacionales capitalistas.

Esta interferencia del dinero como patrón de medida del valor, por un lado facilitó y generalizó los intercambios, pero por otra parte oscureció la comprensión de su naturaleza social según el tiempo de trabajo contenido en cada mercancía, aunque siguió en la práctica rigiendo los intercambios:

<<El progreso más importante y radical fue la transición al dinero metálico, progreso que también tuvo como consecuencia, sin embargo, que entonces la determinación del valor por el tiempo de trabajo, ya no apareciera de manera visible en la superficie del intercambio mercantil. El dinero se convirtió en patrón decisivo de medida del valor para la concepción práctica, y ello tanto más cuanto más variadas se hacían las mercancías que arribaban al comercio, cuanto más proviniesen de países distantes, es decir, cuanto menos pudiera controlarse el tiempo de trabajo necesario para su producción>>. (Op. cit. El subrayado nuestro)

Recapitulando. En el intercambio directo entre poseedores de distintos valores de uso convertidos así en mercancías —como es el caso de esta etapa de desarrollo donde todavía no existía una tercera mercancía que fuera socialmente aceptada y fungiera con regularidad como dinero para fijar la equivalencia entre ellas—, la mercancía de una comunidad era medio de cambio, en tanto que la de la otra su equivalente y viceversa. Bajo tales circunstancias, los objetos que se intercambiaban no habían adquirido aun forma de valor independiente de sus propios valores de uso. No se daba el hecho de que para intercambiar sus mercancías, ambas partes las equiparasen con una tercera mercancía, siempre la misma, que hiciera las veces de equivalente general y patrón monetario de los intercambios.

En diversos sitios y circunstancias surgieron distintas mercancías que consensualmente fueron aceptadas para actuar como esa tercera mercancía con funciones de equivalente general, pero de vigencia tan fugaz como el tiempo en el que los excedentes permitían practicar los intercambios. Se dice que la primera mercancía que fungió en la historia humana como equivalente general fue el ganado, de ahí la etimología de la palabra pecuniario como sinónimo de dinero. Sólo según los intercambios se fueron haciendo más y más frecuentes, esta función del equivalente mercantil se asoció de manera firme y exclusiva a determinadas mercancías, hasta llegar a sedimentar en lo que hoy se conoce como dinero de papel, cuyo valor intrínseco es siempre menor que su equivalente nominal de curso legal, tanto más irrisorio cuanto mayor es el que lleva escrito diciendo representar, por eso llamado dinero fiduciario.

La función del dinero como medio de cambio, ha eclipsado, pues, al tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de las mercancías como medida de sus respectivos valores. Hasta el punto de que para sacarlo de ese cono social de sombra, desde entonces se ha necesitado la ciencia. Tal fue el cometido de los economistas clásicos que Marx y Engels completaron, demostrando que la expresión del valor de las cosas en términos de dinero, es imposible sin la sustancia creadora de los valores según el tiempo de trabajo necesario para producirlas. Lo que han venido haciendo las partes interactuantes en los mercados a la hora de expresar el valor de las cosas para los fines de su intercambio en una economía dineraria, es traducir a unidades monetarias las unidades de tiempo empleado en producirlas. En síntesis, lo que determina el valor de una cosa, no es su accidental forma de manifestación, sino su sustancia creadora: el trabajo, calculado en unidades convencionales de tiempo:

—¿Cuál es el precio sobre la base del cual ofertáis vuestros productos?
—-A peseta el segundo.
—¿En qué razón económica-empresarial fundáis vosotros la fijación de ese precio?
—-Nosotros no tenemos ninguna razón para esto. La tiene el mercado.

Tal fue el contenido del diálogo entre el GPM y un empresario de la industria del metal, durante el trabajo de campo que para tales fines llevamos a cabo en 1999. En realidad, ese tiempo de trabajo socialmente necesario equivalente en dinero a una peseta el segundo, no lo determina el mercado —como erróneamente piensa éste y el común de los burgueses prácticos, según lo que la apariencia de la realidad les induce a pensar tal y como la producción se les presenta en la esfera de la circulación. Ese tiempo está predeterminado por la Ley del valor en la esfera de la producción según la estructura productiva de los distintos capitales, que no es lo mismo. Lo que hace el mercado a instancias de la competencia, es concretar ese tiempo promedio. La competencia modifica la Ley del valor a los fines de la distribución del plusvalor global producido entre las distintas fracciones del capital global en funciones.

En el primer capítulo del Libro I de “El Capital”, Marx comienza diciendo que la riqueza de las sociedades en las que impera el modo de producción capitalista se nos aparece como “un enorme cúmulo de mercancías”, y la mercancía individual como la forma elemental de la riqueza. Por un lado las mercancías son objetos exteriores que sirven para satisfacer múltiples necesidades humanas, sea directamente como medios de vida y disfrute o indirectamente como medios de producción. En su condición de cosa útil, cada mercancía puede observarse desde dos puntos de vista: atendiendo a su cualidad o a su cantidad. Como cosa útil, cada mercancía es un valor de uso, cuya utilidad está determinada por sus específicas propiedades físico-químicas y su forma. O sea, que no depende de que cueste más o menos trabajo.

Al decir esto, Marx ha querido significar algo más de lo que parece. Por último, los valores de uso son el contenido material de la riqueza y soporte material del valor de cambio. O sea, que ningún objeto puede fungir como valor de cambio, es decir, como mercancía, si no acredita ser al mismo tiempo un valor de uso:

<<Si es inútil (porque no sirve para satisfacer ninguna necesidad humana, sea que brote del cuerpo o del espíritu), lo será también el trabajo que contiene. No contará como trabajo ni representará, por tanto, un valor>>. (Op. cit. Lo entre paréntesis nuestro)

Algunos epígonos actuales de los subjetivistas más contumaces, todavía quieren ver en este pasaje de Marx una psicoanalítica traición a su teoría objetiva del valor, un presunto acto fallido suyo, al que estos señores atribuyen el reconocimiento implícito de que el valor económico no reside en el tiempo de trabajo contenido en ellas, sino en los sujetos inducidos por sus gustos y por la relativa escasez de los productos demandados, clara señal de que no han querido comprender nada de lo que “el mago de Tréveris” dejó dicho al respecto.

Siguiendo la tradición aristotélica, Marx dice que la causa material del valor de cambio es el valor de uso. O sea, que cada valor de cambio está contenido en un determinado valor de uso, entendido como cualidad físico-química susceptible de satisfacer una necesidad social. Cualquier trabajo que no tenga por finalidad algo útil para la vida humana, es un despropósito, pura disipación sin sentido social ninguno. El trabajo orientado a un fin útil, tal es, pues, la condición necesaria para que un valor de uso pueda ser valor de cambio.

Pero falta la condición suficiente. Dicha condición es que todo valor de uso sea equivalente a otro u otros de distinta cualidad. De lo contrario no puede haber intercambio. Así las cosas, lo que convierte en intercambiable a cualquier valor de uso, no es la necesidad humana susceptible de ser satisfecha por su correspondiente cualidad específica —como sostuvieron los subjetivistas— sino la equivalencia con otros valores de uso de distinta cualidad medidos en términos de cantidad. Y esta circunstancia no depende de ninguna valoración subjetiva sino de sus costes sociales objetivos de producción.

Al comparar dos mercancías que satisfacen una misma necesidad, por sus respectivas propiedades, se puede saber si una es de mejor calidad que otra. Pero no por eso cuánto vale. Las cualidades vinculadas con el gusto y la importancia de la necesidad que satisfacen, pueden catalogarse según una escala jerárquica ordinal pero no cardinal; esto es, no se pueden medir cuantitativamente y, por tanto, menos aun puede ser criterio científicamente válido para el cálculo de su valor a los fines del intercambio entre mercancías que satisfacen necesidades distintas. En cuanto a la escasez como presunto criterio para el cálculo del valor económico, el compañero Diego Guerrero nos ofrece un ejemplo elocuente preguntando por qué es mayor el precio de los automóviles que el de las motocicletas, siendo que estos últimos productos son más escasos que los primeros: Utilidad-Diego_Guerrero

Las necesidades humanas satisfechas determinan el carácter de los productos que las satisfacen como valores de uso. Partiendo de esta premisa verdadera, los psicólogos de la economía han sacado la conclusión falsa según la cual, los sujetos crean la utilidad de los valores de uso por el hecho de usufructuarlos. Y no solo esto, sino que a través suyo, de su usufructo, crean sus respectivos valores económicos que los hacen aptos para fungir como valores de cambio.

La existencia de una cosa cualquiera es algo exterior a todo sujeto. Incluso cuando se presenta con la pretensión aparente de ser un objeto útil al sujeto. Tal pretensión solo se confirma o desmiente mediante el acto de consumo de esa cosa. ¿Cómo? A través de sus intrínsecas o inherentes propiedades objetivamente determinadas, tales, como consistencia, volumen, peso, textura, sabor, color, etc., etc. Es el sujeto el que confirma si dichas propiedades hacen más o menos útil al objeto como valor de uso. El sujeto lo realiza como tal valor de uso si sus propiedades al ser consumido por él colma su necesidad para la vida y le satisface. De lo contrario el objeto demuestra su inutilidad. Pero de aquí a sostener que por el hecho de consumir una cosa el sujeto crea las propiedades del objeto que determinan su utilidad, media un abismo de imposibilidad fáctica y de significado lógico. Y todavía más absurdo resulta proponer que el valor económico de las cosas pueda emanar de los sujetos por el simple hecho de apreciar sus cualidades como valores de uso.

Sin abandonar el razonamiento de Aristóteles, volvió Marx al doble carácter de toda mercancía, como valor de uso y como valor de cambio:

<<Tomemos ahora dos mercancías, por ejemplo, trigo y hierro. Cualquiera que sea la proporción en que se cambien, estará siempre representada por una igualdad en que una determinada cantidad de trigo equivalga a una cantidad cualquiera de hierro, v. gr.: 1 quarter de trigo = x quintales de hierro. ¿Qué nos dice esta igualdad? Que los dos objetos (cualitativamente) distintos, o sea, 1 quarter de trigo y x quintales de hierro, contienen un algo común de igual magnitud Ambas cosas son, por tanto, iguales a una tercera, que no es de suyo ni la una ni la otra. Cada una de ellas debe, por consiguiente, en cuanto valor de cambio, poder reducirse a este tercer término.
Un sencillo ejemplo geométrico nos aclarará esto. Para determinar y comparar las áreas de dos polígonos hay que convertirlas previa¬mente en triángulos. Luego, los triángulos se reducen, a su vez, a una expresión completamente distinta de su figura visible: la mitad del producto de su base por su altura. Exactamente lo mismo ocurre con los valores de cambio de las mercancías: hay que reducirlos necesariamente a un algo común respecto al cual representen un más o un menos.>>.
(Ibíd. El subrayado y lo entre paréntesis nuestro)

Este algo común no puede consistir en una propiedad material, cualidad geométrica, física o química, sino en una cantidad. Las propiedades materiales de las cosas sólo interesan en tanto que las consideremos como objetos útiles, es decir, como valores de uso. Pero lo que caracteriza a toda relación de intercambio entre mercancías, no es ninguna propiedad o cualidad natural —que por eso se distinguen— sino precisamente por lo que tienen de común y en la misma magnitud como condición suficiente para los fines de su intercambio. Y para eso es necesario hacer abstracción de sus respectivos valores de uso, considerándolas según su cantidad.

Dentro de tal relación cuantitativa, siempre y cuando las mercancías objeto de intercambio se relacionen en la proporción adecuada en términos de una misma unidad de medida, puede afirmarse que vale exactamente lo mismo una que otra. Como equivalentes ambos objetos cualitativamente distintos pasan a ser idénticos y, por tanto intercambiables. Como valores de uso, ambas mercancías: trigo y hierro, son cualidades distintas; pero como valores de cambio, sólo se distinguen por la cantidad en que se acuerda intercambiar una por otra. Pero el intercambio solo se realiza si las cantidades de ambas cosas son equivalentes a un patrón común de medida contenido en ambas mercancías.

Ahora bien, si prescindimos del valor de uso de las mercancías éstas sólo conservan materialmente una cualidad: la de ser productos del trabajo. Pero no del trabajo del agricultor o del minero, es decir, de un trabajo concreto que, a primera vista, se advierte en sus respectivos valores de uso. Al prescindir de ellos, prescindimos también de los distintos trabajos que los han convertido en tales valores de uso como productos del trabajo agrícola y del trabajo minero. Dejarán de ser trigo, hierro, una mesa, una casa, una madeja de hilo u otro objeto útil cualquiera. Todas sus propiedades materiales habrán desaparecido. Con el carácter útil de los productos desaparecerá ante nosotros el carácter útil de los trabajos que los ha creado, sus diversas formas concretas de trabajar, quedando así reducidos todos ellos al mismo trabajo humano, a trabajo humano abstracto. Simple despliegue de energía bajo la forma de desgaste de músculo, cerebro, nervios genéricamente humanos. Tal es el patrón común de medida que hace realmente posibles los intercambios.

Del mismo modo que para calcular la superficie de dos polígonos hay que reducirlos a triángulos y estos, a su vez a un determinado patrón de medida (metros cuadrados, hectáreas, pie cuadrado, deseatina en Rusia, etc.), asimismo para la determinación cuantitativa del valor de las mercancías, también es preciso reducir el trabajo concreto a trabajo simple o abstracto, entendido como puro despliegue de energía vital y, finalmente, medirlo en unidades convencionales de tiempo.

¿Cuál es ese reducto intelectual de los productos hierro y trigo así tratados? El trabajo humano indis¬tinto o abstracto, es decir, empleo de fuerza humana de trabajo entendida como desgaste de músculo, nervio y cerebro específicamente humanos, sin atender a la forma concreta en que esta energía convertida en fuerza se haya usado. Observadas desde esta perspectiva metodológica, las mercancías hierro y trigo sólo nos dicen que en su producción se ha invertido fuerza humana de trabajo, se ha gastado simple trabajo humano. Pues bien, considerados como cristalización de esta sustancia social común a ellos, el trigo y el hierro son valores, valores–mercancías. Este algo de magnitud igual que toma cuerpo en la relación de cambio o valor de cambio de cada una de estas dos mer¬cancías es, por tanto, su valor.

Volviendo a los ejemplos de organización de las comunidades primitivas y de las más recientes sociedades clasistas que precedieron al capitalismo, como se ha visto todas ellas estuvieron conscientemente basadas en la economía del tiempo de trabajo, pero solo del trabajo concreto productor de valores de uso, dado que si bien ya en la sociedad esclavista la práctica del intercambio mercantil estaba extendido, aun no se había generalizado y tampoco estaban dadas las condiciones sociales materiales ni jurídico-políticas para la organización económica basada en el tiempo de trabajo abstracto, que permitiera explicar racionalmente el hecho de la igualdad de los trabajos contenido en las mercancías objeto de intercambio, como aplicación a la economía del principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Tal fue el límite infranqueable que impidió al genio de Aristóteles descubrir en su tiempo la causa que hacía posible el intercambio entre 5 lechos y 1 casa. Este cambio —razonaba él— no puede darse sin la igualdad; y la igualdad sin la conmensurabilidad. Pero no podía comprender el hecho de que dos cosas tan heterogéneas fueran conmensurables. Y concluía: Esta igualación es extraña a la naturaleza de las cosas y, por tanto, el intercambio es “un mero arbitrio para satisfacer la necesidad práctica”.

De esta lectura de Aristóteles en el Libro V Capítulo V de su “Ética Nicomáquea”, Marx concluye:

<<El propio Aristóteles nos dice, pues, por falta de qué se malogra su análisis ulterior: por carecer del concepto de valor. ¿Qué es lo igual, es decir, cual es la sustancia común que la casa representa para el lecho, en la expresión del valor de éste? Algo así, “en verdad, no puede existir”, afirma Aristóteles. ¿Por qué? Contrapuesta al lecho, la casa representa un algo igual, en la medida en que esto representa en ambos —casa y lecho— algo que es efectivamente igual. Y eso es el trabajo humano.
Pero que bajo la forma de los valores mercantiles todos los trabajos se expresan como trabajo humano igual y, por tanto, como equivalentes, era un resultado que no podía alcanzar Aristóteles partiendo de la forma misma de valor, porque la sociedad griega se fundaba en el trabajo esclavo y, por consiguiente, su base natural era la desigualdad de los hombres y de sus fuerzas de trabajo (habida cuenta de que buena parte de los amos también trabajaban sus lotes de tierra). El secreto de la expresión de valor, la igualdad y la validez igual de todos los trabajos por ser trabajo humano en general y, en la medida en que lo son, solo podía ser descifrado cuando el concepto de la igualdad humana poseyera ya la firmeza de un prejuicio popular. Mas esto sólo es posible en una sociedad donde la forma de mercancía es la forma general que adopta el producto del trabajo, y donde, por consiguiente, la relación entre unos y otros hombres como poseedores de mercancías se ha convertido, asimismo, en la forma dominante. El genio de Aristóteles brilla, precisamente, por descubrir en la expresión del valor de las mercancías, una relación de igualdad. Sólo la limitación histórica de la sociedad en que vivía le impidió averiguar en qué consistía “en verdad”, esa relación de igualdad>>.
(K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. I – 2.A. Lo entre paréntesis nuestro)

La relación de igualdad que hace posible el intercambio mercantil, según lo adelantamos más arriba, es el trabajo creador de valor empleado en la producción de mercancías. Es ésta una ley general que tuvo vigencia, sin más, durante la historia de la humanidad posterior a la etapa de la recolección, incluyendo las sociedades clasistas durante el período del llamado intercambio mercantil simple inmediatamente anterior al capitalismo, donde, como hemos visto, el campesino o artesano llevan sus excedentes producidos por ellos al mercado, convierten su equivalente en dinero y, con él allí mismo compran lo que necesitan pero no producen.

Se dirá que si el valor de una mercancía se determina por la can¬tidad de trabajo invertida en su producción, contendrá tanto más valor cuanto más holgazán o más torpe sea el que la produce o, lo que es lo mismo, cuanto más tiempo tarde en producirla. Pero es que no se trata de trabajo individual; el trabajo que forma la sustancia de los valores es trabajo social promedio y, por tanto, empleo de la misma fuerza humana de trabajo. Es como si toda la fuerza de trabajo de la sociedad, materializada en la totalidad de los valores que forman el mundo de las mercancías, representase para estos efectos una inmensa fuerza humana de trabajo, no obstante ser la suma de un sinnúmero de fuerzas de trabajo individuales. Cada una de estas fuerzas es una fuerza humana de trabajo equivalente a las demás, siempre y cuando que presente el carácter de una fuerza media de trabajo social y dé, además, el rendimiento que a esa fuerza media de trabajo social corresponde; o lo que es lo mismo, siempre y cuando que para producir una mercancía no consuma más que el tiempo de trabajo que representa la media necesaria, o sea el tiempo de trabajo socialmente necesario.

Tiempo de trabajo socialmente necesario es aquel que se requiere para producir un valor de uso cualquiera, en las condiciones normales de producción y con el grado medio de destreza e intensidad de trabajo imperantes en la sociedad. Así, por ejemplo, después de introducirse en Inglaterra el telar de vapor, el volumen de trabajo necesario para convertir en tela una determinada cantidad de hilado, seguramente quedaría reducido a la mitad. El asalariado tejedor manual inglés seguía empleando individualmente en ejecutar la operación de tejer, el mismo tiempo de trabajo que antes, pero lo que producía después de ese adelanto tecnológico, sólo representaba ya medía hora de trabajo social, quedando por tanto limitado su producto a la mitad de su valor primitivo. Dicho de otro modo, producía el doble que antes por unidad de tiempo empleado en su producción:

<<Por consiguiente, lo que determina la magnitud de valor de un objeto no es más que la cantidad de trabajo socialmente necesaria, o sea el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción [2] . Para estos efectos, cada mercancía se considera como un ejemplar medio de su especie[3]. Mercancías que encierran cantidades de trabajo iguales o que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo representan, por tanto, la misma magnitud de valor. El valor de una mercancía es al valor de cualquiera otra lo que el tiempo de trabajo necesario para la producción de la primera es al tiempo de trabajo necesario para la producción de la segunda. "Consideradas como valores, las mercancías no son todas ellas más que determinadas cantidades de tiempo de trabajo cristalizado[4] (K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. I)

La magnitud de valor de una mercancía permanecería, por tanto, constante o invariable, si permaneciese también constante el tiempo de trabajo necesario para su producción. Pero éste tiempo de trabajo cambia al cambiar la capacidad productiva del trabajo, que depende de una serie de factores, entre los cuales se cuentan el grado medio de destreza del obrero colectivo, el nivel de progreso de la ciencia aplicada a la producción, la organización social del proceso de trabajo, el volumen y la eficacia de los medios de producción y las condicio¬nes naturales. Así, por ejemplo, la misma cantidad de trabajo que en años de buena cosecha arroja 1 tonelada de trigo, en años de mala cosecha sólo arroja la mitad. El rendimiento obtenido en la extracción de metales con la misma cantidad de trabajo variará según que se trate de yacimientos ricos o pobres, etc. Los diamantes siempre fueron raros en la corteza de la tierra; pero no por eso eran más valiosos —como sostenían los subjetivistas—, sino porque su extracción suponía, por término medio, mucho tiempo de trabajo, y ésta es la razón de que dimensiones pequeñísimas de ellos, representen cantidades de trabajo enormes. Como reportó Marx:

<<Jacob duda que el oro se pague nunca por todo su valor. Lo mismo podría decirse, aunque con mayor razón aún, de los diamantes. Según los cálculos de Eschwege, en 1823 la extracción en total de las minas de diamantes de Brasil no alcanzaba, calculada a base de un periodo de ochenta años, el precio representado por el producto medio de las plantaciones brasileñas de azúcar y café durante año y medio, a pesar de suponer mucho más trabajo y, por tanto, mucho más valor. En minas más ricas, la misma cantidad de trabajo representa¬ría más diamantes, con lo cual estos objetos bajarían de valor. Y sí el hombre llegase a conseguir transformar el carbón en diamante con poco trabajo, el valor de los diamantes descendería por debajo del de los ladrillos>>. (Op. cit. )

Dicho en términos generales: cuanto mayor sea la capacidad productiva del trabajo, tanto más breve será el tiempo de trabajo necesario para la producción de un articulo, tanto menor la cantidad de trabajo contenida en él y tanto más reducido su valor. Y por el contrario, cuanto menor sea la capacidad productiva del trabajo, más tiempo se necesitará para la producción de un artículo y tanto más valioso será. Por tanto, la magnitud del valor de una mercancía cambia en razón directa a la cantidad de trabajo contenido en ella y en razón inversa a la capacidad productiva del trabajo que en ella se emplea.

Un objeto puede ser valor de uso sin ser valor. Así acontece cuando la utilidad que ese objeto tiene para alguien, no se debe al trabajo. Es el caso del aire, de la tierra virgen, de las praderas naturales, de los bosques silvestres, el agua, etc. Y puede, asimismo, un objeto ser útil y producto del trabajo humano sin ser mercancía. Esto sucede con los productos del trabajo destinados a satisfacer las necesidades per¬sonales de quien los ha creado, que así son, indudablemente, valores de uso, pero no mercancías. Para producir mercancías, no basta con producir valores de uso, sino que es menester producir valores de uso para otros, valores de uso sociales. Y no sólo para otros, pura y simplemente. En la Edad Medía, el señor feudal era dueño de las tierras en que trabajaban sus siervos; pero se consideraba que la cosecha era del campesino, quien por usarla pagaba un tributo en especie a su señor y el diezmo a la Iglesia católica; sin embargo, a pesar de producir un excedente para otros, ni el trigo del tributo ni el trigo del diezmo eran mercancías. Para ser mercancía, un producto del trabajo ha de pasar a manos de otro que lo adquiere para su consumo a cambio de un equivalente. Finalmente, ningún objeto puede ser un valor sin ser a la vez objeto útil. Si es inútil, lo será también el trabajo que lo produjo; no contará como trabajo ni representará, por tanto, un valor.

 

volver al índice del documento

éste y el resto de nuestros documentos en otros formatos
grupo de propaganda marxista
http://www.nodo50.org/gpm
apartado de correos 20027 Madrid 28080
e-mail: gpm@nodo50.org


[2] Nota a la 2ª edición. "The value of them (the necessaries of life) when they are exchanged the one for another, is regulated by the quantity of labour necessarily required and commonly taken in producing them" (Some Thoughts on the Interest of Money in general. and particularly in the Public Funds, etc., Londres. p. 36). Esta notable obra anónima del siglo pasado no lleva fecha de publicación. Sin embargo, de su contenido se deduce que debió de ver la luz bajo el reinado de Jorge II, hacia los años 1739 ó 1740.

[3] "Los productos del mismo trabajo forman un todo, en rigor, una sola masa, cuyo precio se determina de un modo general y sin atender a las circunstan¬cias del caso concreto." (Le Trosne, De l’Interet Social, p. 983.)

[4] Carlos Marx: "Contribución a la crítica de la economía política", p. 6.