05. De la Primera República al Imperio de Napoleón Bonaparte.

 

Pero la tarea de la burguesía francesa para constituirse definitivamente como clase dominante nacional, no estaba todavía terminada. Porque, a diferencia de Inglaterra —geográficamente separada del continente—, Francia estaba rodeada de potencias feudales poderosas, como Austria, Prusia, y, en menor medida, Italia, con su retaguardia en la poderosa Rusia. Así fue cómo, en noviembre de 1799, Napoleón y sus seguidores pudieron derrocar al Directorio y, un mes después, establecieron el Consulado. Inmediatamente, Napoleón se nombró a sí mismo jefe de Estado. Y la nueva Constitución, que él por sí y ante sí promulgó, estableció los poderes esenciales del cargo que asumió como primer cónsul. Había nacido en Francia el Primer Imperio.

 

El emperador, que rompió la continuidad de la I República francesa, se presentó ante sus súbditos patrios como un hombre pacífico que pondría fin a los largos años de guerra, pero una vez en el poder, insistió en que la única forma de conseguir la paz y la prosperidad para la “patria” francesa (léase, la expansión del capital francés), era a través de la victoria sobre los enemigos de Francia. Y el único gran bastión que la burguesía francesa encontró para completar territorialmente su revolución tras haber derrotado a Prusia en octubre de 1806 y a los austríacos en 1809, fue Rusia, donde cayó vencida por el “General invierno”, tal como le volvió a suceder al imperialismo burgués en Alemania, bajo la dictadura fascista de Hitler durante la segunda Guerra Mundial.

    

En síntesis, como Marx decía en 1851 ―parafraseando a Hegel― “la tradición de todas las generaciones muertas, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, quienes para hacer su propia historia, al principio no pueden dar un paso sin repetir los paradigmas legados por su tradición, condicionados como están por su pasado:

     <<Es como el principiante que habiendo aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, y sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma, sólo es capaz de producir (pensar, hablar y actuar) libremente en él, cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal>>. (K. Marx: “El 18 Brumario de Luis Bonaparte” I)

 

Y así como para dar el paso de sacudirse a la nobleza dentro de sus propias fronteras, la burguesía francesa empezó pensando, hablando y actuando en el idioma de su antecedente histórico inmediato: la antigua República esclavista romana ―a instancias de los Robespierre y los Saint Just―, para empezar a hablar, pensar y actuar en su propio idioma ―sin reminiscencias del pasado— tanto dentro como fuera de Francia, los burgueses de ese país hubieron de comenzar a pensar, hablar y actuar, en el idioma de su nuevo Imperio:

     <<Si examinamos aquellas conjuras de los muertos en la historia universal, observamos enseguida una diferencia que salta a la vista. Camile Desmounlins, Danton, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, lo mismo los héroes que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: es decir, la eclosión e instauración de la sociedad burguesa moderna. Los primeros destrozaron la base del feudalismo y segaron las cabezas feudales que habían brotado en ella. Napoleón creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, utilizarse la fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; mientras que, del otro lado de las fronteras francesas, barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en este continente europeo, de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron (del espíritu de la sociedad francesa) los colosos antediluvianos y, con ellos, el romanismo resucitado: Los Bruto, los Graco, los Publícola, los tribunos, los senadores y hasta el mismo César. Con su sobrio realismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos generalísimos estaban en las oficinas comerciales, y la “cabeza mantecosa” de Luis XVIII era su cabeza política>>. (K. Marx: Op.cit. Lo entre paréntesis nuestro)

 

            La primera enseñanza de la historia en torno a este asunto que nos ocupa, es que, lógica e históricamente, ambos instrumentos políticos, el Gobierno provisional y la Asamblea Constituyente, tuvieron como antecedente o condición de existencia, la sustitución de la clase feudal históricamente decadente por la nueva clase burguesa dominante, en una revolución más o menos cruenta, que se llevó a término, sea directamente conformando una Asamblea Nacional Constituyente ―como en América del Norte― o a través de un gobierno provisional de facto ―es decir, ya en el poder― de la clase burguesa sustituta que le antecedió, como en Europa.

 

Insistimos:

 

Primera enseñanza de la revolución francesa

Los Gobiernos Provisionales y las Asambleas Constituyentes, surgieron por primera vez en la sociedad moderna, como resultado y exigencia de revoluciones sociales previas, para  sustituir NO a una dinastía por otra o a una forma de gobierno por otra, al servicio de la misma clase feudal en el poder dentro de una misma formación social y de un mismo tipo de Estado, SINO para sustituir a una clase históricamente dominante por otra, para remplazar las relaciones sociales vigentes (de señorío y servidumbre) y su correspondiente tipo feudal o estamental de Estado, por otras relaciones sociales nuevas (entre burguesía y proletariado), a las que corresponde un tipo de Estado también nuevo: el Estado capitalista, a fin de completar la nueva formación social burguesa que le ha servido de base, a través de un proceso tortuoso e interrumpido de marchas y contramarchas más o menos cruento. Tal como va demostrando ser la necesaria e inevitable transición entre capitalismo y comunismo.

 

         Inmediatamente después de esa lucha por el poder, la  clase de facto dominante, en un segundo acto político constitutivo, procedió a legitimar y a legalizar ese poder, instituyendo las formas jurídicas y políticas adecuadas a su naturaleza económica y social de nueva clase dominante que, a la vez, conformaron el carácter o tipo social de su nuevo Estado. O sea, que la verdadera partera en toda esta etapa histórica, no ha sido el derecho por acuerdo previo de partes civilizado y pacífico formalizado en ninguna asamblea popular, sino la violenta imposición de la parte más fuerte por vía de los hechos; ni acatamiento a voluntad popular libremente manifiesta, ni leyes preexistentes democráticamente legisladas, sino determinación política de un colectivo social minoritario que hace prevalecer violentamente sus intereses sobre otro, imponiendo así ¡su propia ley! Desde entonces, la clase triunfante pasa a ser dominante al interior de una nueva sociedad y de sus propias instituciones concebidas y estructuradas para ese fin, para ejercer su voluntad política particular ―predeterminada por una necesidad histórica objetiva— sobre las demás clases, que así pasan a ser subalternas. 

 

Segunda enseñanza de la Revolución francesa

Ratificó que todo pasaje histórico de una formación social a otra no es un proceso continuo progresivo y pacífico, sino interrumpido y más o menos violento, con marchas y contramarchas, triunfos y derrotas. Pero lo específico de esta evolución se demostró, en que la burguesía, por sí misma, fue incapaz de liderar su propia revolución. ¡¡Sólo pudo completarla bajo tutela de la nobleza feudal!! 

 

Así, tras la derrota de Napoleón en Rusia, cayó también su imperio, dando inicio a la llamada “restauración” política de la aristocracia en Europa. Él, que no fue ningún soñador, comprendió que la esencia del Estado moderno estaba en el desarrollo sin trabas del capital nacional, es decir, en el libre juego de los intereses privados, etc. Pero, al mismo tiempo, tal como Robespierre, Danton y Saint Just, pensó en el Estado nacional ―la patria— no como el instrumento de la clase (burguesa) que lo creó a su imagen y semejanza, sino como un fin en sí mismo, absolutamente incondicionado:

<<Tras la caída de Robespierre, la ilustración política y el movimiento, se precipitaron hacia un punto en que habían de convertirse en botín de Napoleón, quien, poco tiempo después del 18 Brumario[1] pudo decir: “con mis prefectos, mis gendarmes y mis curas, puedo hacer de Francia lo que se me antoje”>> (K. Marx: Ibíd)

 

Al embarcarse en una guerra imperial, Napoleón preparó el terreno a una futura expansión promisoria del capital nacional global francés. Pero, en el corto y mediano plazo, conspiró inconscientemente contra ella debilitando a la burguesía industrial y poniendo el Estado a los pies de la burguesía financiera aliada circunstancial de la aristocracia. En este sentido, como dijera Marx:

<<Napoleón Bonaparte “satisfizo el egoísmo nacional francés hasta la saciedad, pero a expensas de una enorme deuda interna (de guerra) cuyo rescate enriqueció a la aristocracia financiera en cuyos sótanos conspiraba la Restauración; pero la recaudación de numerosos impuestos para pagarla, esquilmó las ganancias de la burguesía y sumió en la miseria a las familias trabajadoras de la ciudad y el campo>> (Ibid. Lo entre paréntesis nuestro)

 

Pero por haber pecado de conseguir semejante independencia política del Estado respecto de su base económica capitalista dominante, el imperio napoleónico se enajenó el apoyo político de la mayoría social ya asentada sobre esa base: la burguesía, el campesinado parcelario y el proletariado urbano. Ante el rechazo de esa masa social mayoritaria por un gobierno que, concebido para ser sirviente de la sociedad civil intentó convertirse en amo y señor  absoluto de ella, como si tuviera derecho a una voluntad propia, el Imperio militar napoleónico vio ceder bajo sus pies el suelo sobre el que se había erigido, sacando demasiado tarde ya, la enseñanza de que “las bayonetas pueden servir para todo menos para sentarse sobre ellas”. La definitiva derrota del emperador en junio de 1815, restituyó en el trono a Luis XVIII, quien no pudo volver atrás con las reformas sociales de la propiedad territorial ni con otras numerosas leyes integradas en el Código Napoleónico que hasta hoy rigen la vida social francesa. Pero las potencias feudales extranjeras triunfantes de la séptima coalición entre los reinos de Austria, Prusia y Rusia, impusieron a Francia la ocupación militar de dos tercios de su territorio durante cinco años, y el pago de una fuerte deuda de guerra.

 

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[1] En el calendario de la Revolución francesa, es la fecha (9 de noviembre de 1799) en que se dio el golpe de Estado que inició la contrarrevolución en Francia, derrocando al Directorio e instaurando la dictadura de Napoleón Bonaparte.