De la profundización social de la crisis al atentado contra Carrero

Durante todo el año 1970, el centro de gravedad de la vida social y política española se trasladó súbitamente de los ámbitos cerrados de la conspiración entre elites de una misma clase social, a las calles y fábricas del país, donde la iniciativa de la lucha entre clases pasó momentáneamente a manos  del proletariado. Pese a que las cifras oficiales limitaban el aumento en el IPC a un 6% y fijaban los aumentos salariales en sólo medio punto más, el incremento real del coste de la vida rondaba el 12%. Tal como ahora, el acceso a ciertas mercancías de consumo sirvió para enmascarar carencias fundamentales. El régimen había fracasado en su intento de resolver el problema de la vivienda ante una urbanización acelerada, llenando ese vacío por la especulación inmobiliaria. El mismo fracaso se apuntaba ante una clara insuficiencia educacional. Sin embargo, como quedó de manifiesto a través de una circular oficial del Ministerio de trabajo de 1971, el régimen no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión. Según la circular, las situaciones conflictivas debían ser paliadas por medio de detenciones preventivas y de limitaciones a la prensa en sus informes sobre los conflictos laborales.

Ante semejantes condiciones, el año comenzó con huelgas en Asturias, que rápidamente se extendieron a otras áreas del norte, llegando a ser las más preocupantes desde la ola huelguística de 1962. A mediados de enero, los trabajadores implicados en los conflictos de la zona habían llegado a ser más de 30.000. El gobierno se vio obligado a importar carbón para mantener en funcionamiento las industrias del hierro y del acero. Este hecho favoreció la política aperturista de  López Bravo tendente a debilitar las limitaciones ideológicas de los inmovilistas respecto de los “comunistas” del Este de Europa, dado que gran parte de las importaciones debieron venir obligadamente de esos países.

La respuesta del gobierno de Carrero al movimiento obrero fue violenta, poniendo a una mayoría de españoles ante una situación de inseguridad que creyó haber superado para siempre en los años de la inmediata posguerra civil. Las huelgas y el terror policial empleado contra los huelguistas, marcaron los debates sobre la nueva ley sindical. Durante la primavera y los meses previos al receso del verano, la tensión social aumentó considerablemente, alcanzando su punto culminante con las huelgas de la construcción de Granada y las del “Metro” —transporte subterráneo— de Madrid. El 21 de julio, la policía abrió fuego contra 2.000 manifestantes obreros de la construcción, en Granada, matando a tres de  ellos e hiriendo a otros seis. El largo brazo ideológico del Opus había  ganado a las bases sacerdotales de la Iglesia para su apoyo a las reivindicaciones y la lucha de los obreros.

La histérica reacción del Movimiento acusando al clero granadino de haber provocado la huelga, dio pábulo a que, el 28 de julio, el arzobispo de Granada, Benavent Escuín —hasta entonces reputado de conservador— publicara una carta pastoral en la que condenó la brutalidad de la policía y salió en defensa de los sacerdotes obreros que habían sido atacados por los diarios falangistas, exigiendo, además, canales legales e institucionales través de los cuales “los trabajadores pudieran presentar sus reivindicaciones legítimas”.Mientras tanto, La catedral de Granada había servido de santuario para los huelguistas y fue haciéndose común en España el uso de edificios de la Iglesia para fines similares (tales como reuniones obreras y refugio ante los ataques de la policía). Y, finalmente, fueron los violentos ataques de los extremistas de Fuerza Nueva contra los curas, lo que, a su vez, alejó aún más a la Iglesia del régimen:

<<El descontento laboral, del que la huelga de Granada había sido tan sólo un episodio, era reflejo de la fuerza creciente de Comisiones Obreras y de la continua presencia de la HOAC y de la JOC. El 26 de julio, más de cien representantes de las tres organizaciones se habían reunido en un monasterio de Las Rozas para planear una estrategia común. Aunque la reunión fue interrumpida por la policía, que detuvo a algunos de sus líderes, tuvieron tiempo de tomar diversas decisiones respecto de la política a seguir sobre diversos aspectos, entre los que se incluían planes para la coordinación de una jornada nacional de acción.

La atmósfera conflictiva y de inestabilidad se hizo más densa el 29 de julio, cuando, por primera vez desde la guerra civil, el metro madrileño quedó paralizado por una huelga que fue la culminación inesperada de tres meses de discusiones sobre los salarios. Una reunión de urgencia del Gobierno decidió militarizar a 3.800 obreros, lo que significaba que podían ser sometidos a un Tribunal militar por sedición. Los huelguistas no tuvieron otra opción que volver al trabajo.>> http://salman-psl.com/la-transicion/5e.html

Así pues, las huelgas se hicieron aún más enconadas que antes. En septiembre de 1971, durante una huelga en Madrid convocada por los obreros de la construcción, un huelguista, que repartía panfletos, murió de un disparo dado por la guardia civil. Setenta mil trabajadores de la construcción se negaron a volver al trabajo durante cinco días, por solidaridad y en señal de duelo por el muerto. Los obreros del metal de Pamplona y Sevilla se mantuvieron en huelga durante más de un mes. El momento culminante llegó en octubre, en las minas de carbón asturianas y en las fábricas de automóviles de la SEAT, en Barcelona. Ya que ambas empresas eran de propiedad estatal, las huelgas fueron un desafío directo al régimen.

La factoría de SEAT fue ocupada por 7.000 trabajadores como protesta por el encarcelamiento de 23 huelguistas, incluidos nueve enlaces sindicales. El gobernador civil ordenó a la policía que desalojase a los ocupantes, por lo que se produjeron choques sangrientos. Numerosos patronos comenzaron a ver con disgusto la creciente coincidencia entre conflictos laborales y políticos y acabaron por ver en los mecanismos represivos del régimen un obstáculo real para unas relaciones laborales viables.

            La ola de huelgas y paros continuó en 1972. Para reforzar las reivindicaciones de los obreros vascos en huelga, el 19 de enero ETA empleó una táctica espectacular secuestrando al empresario Lorenzo Zabala. Fue liberado tres días después, cuando su empresa, “Precicontrol”, anunció que 183 trabajadores, despedidos por haber ido a la huelga, serían readmitidos y que habría una subida salarial para toda la plantilla de trabajadores. El efecto sobre la imagen popular de ETA fue considerable.

Contra lo que parece dar a entender esta profusión de acontecimientos contestatarios a la dictadura, a juzgar por una encuesta realizada en 1970 sobre el sistema preferido posterior a Franco, la estabilidad del sistema capitalista no estaba corriendo peligro alguno. Según los datos de esta consulta, el 76% de los estudiantes, el 53% de los abogados, el 45% de los empleados, el 43% de los médicos y el 30% de los obreros, se manifestaron partidarios de la República, contra el 0,1, 0,8, 37, 20 y 55% respectivamente, partidarios del continuismo franquista. Sólo el 11,  23, 0,5, 0,8 y 0,5% de esas mismas categorías sociales respectivas preferían a la Monarquía borbónica. [9] En esta encuesta, la eficacia política del PCE, con su divisa tricolor como auxiliar contrarrevolucionario de la burguesía española —desde 1936 hasta la fecha— salta a la vista. [10]

En aquellos días, antes de su degeneración posterior a 1977, ETA gozó de amplia admiración en España y en el extranjero, como instrumento eficaz de la oposición contra una dictadura cada vez más represora. Acciones muy celebradas en toda España, como el secuestro de Zabala y ataques a las fuerzas del orden y a locales de los sindicatos verticales, así como a centros de reunión social y deportiva de la oligarquía financiera, como clubes náuticos y casinos —que fueron dinamitados—, confirmaron la eficacia del frente militar de apoyo al movimiento obrero vasco por parte de ETA. 

En enero de 1973, otro industrial, Félix Huarte, fue secuestrado para apoyar la huelga de los trabajadores en una de sus numerosas empresas. Como ejercicio de propaganda, esta acción difícilmente podía ser superada, puesto que, en esos años, era casi imposible pasearse por las calles de cualquier ciudad española sin ver el nombre de Huarte en los carteles de algún edificio en construcción. Al igual que en el caso de Zabala, los deseados aumentos salariales acabaron siendo concedidos. La debilidad de la patronal y del régimen en esta parte del territorio español era evidente. Pero entre que ETA limitó su accionar a la estrategia burguesa de liberación nacional de Euskal Herría, y que el PCE y el PSOE —lo que es decir tanto como CC.OO. y UGT— estaban en el negocio de la transición gradual, pacíficamente negociada hacia un capitalismo “democrático”.   

                Pero que el régimen se encontrara sitiado en todas partes, no significa que dejara de reaccionar violentamente contra los huelguistas y los activistas vascos. Así pues, en 1973, las operaciones contra ETA se convirtieron en enfrentamientos armados directos entre nutridos contingentes de la guardia civil y pequeños comandos de ETA. Las acciones militares del régimen estaban cada vez más orientadas no tanto al aniquilamiento físico de los militantes de ETA, como a intimidar a la población vasca. No sólo se usaban amplios poderes para la campaña antiterrorista, sino a detener e interrogar indiscriminadamente a la población. Con evidente aquiescencia oficial, los comandos de acción de extrema derecha pronto empezaron a realizar ataques con bombas y metralletas contra las casas de los nacionalistas vascos más prominentes. Así se crearon las condiciones que harían que los problemas del país Vasco envenenasen la vida política española en los años 70.

Esta situación recrudeció desde fines de 1974 en adelante. Los peores enfrentamientos parecían ser, por el momento, con obreros y estudiantes. En marzo de 1972, una huelga en la empresa estatal Bazán de construcciones navales con sede en El Ferrol, fue dominada con tanta brutalidad por la policía que acabó en motín en el centro de la ciudad, en el que dos manifestantes fueron muertos. A esta le siguieron huelgas de solidaridad y manifestaciones en todo el norte de España. Peores aún fueron los choques entre la policía y los estudiantes: entre el 6 y el 8 de enero de 1972, más de cincuenta personas resultaron heridas durante enfrentamientos en la Universidad de Madrid. Tras los disturbios del verano, la Facultad de Medicina de Madrid quedó clausurada por cinco meses y la Universidad de Valladolid fue escenario de manifestaciones particularmente violentas. Esto llevó a elementos duros, al Ministerio de Educación, como primer paso en la purga de profesores y estudiantes subversivos en las universidades. Pero esto no sirvió para detener las manifestaciones de descontento de los estudiantes, y el primer cuatrimestre de 1973 la Universidad vivió enfrentamientos aún más violentos que recrudecieron a lo largo de todo ese año.

El gobierno de Carrero no había encontrado ninguna solución al descontento social y político o a la hostilidad cada vez más fuerte entre aperturistas e inmovilistas. Los reformistas estaban convencidos de que la supervivencia del régimen dependía de la liberación y del desarrollo de las asociaciones políticas. Los de la línea dura preferían retirarse al búnker.

El discurso de Franco en la Navidad de 1972 pareció dar ánimos a los aperturistas, al hablar, como lo hizo, legitimando la disparidad de ideas y tendencias. Con gran irritación del búnker, incluso Carrero pareció tomar el mismo camino. El 1 de marzo se dirigió al Consejo General del Movimiento y pidió medidas para ampliar la participación del pueblo español en la vida política. En opinión del búnker, ese lenguaje liberalizador era responsable del colapso de la estabilidad sociopolítica del país. A primeros de abril se produjeron huelgas masivas de solidaridad en toda Barcelona, cuando un huelguista fue muerto por la policía en San Adrián de Besós. La ultraderecha estaba decidida a detener la inevitable descomposición de la “democracia orgánica”.

                Su oportunidad llegó el 1 de mayo. Durante las tradicionales manifestaciones de la clase trabajadora en Madrid, un inspector de la policía secreta, Juan Antonio Fernández Gutiérrez, murió apuñalado por un miembro del ultraizquierdista burgués FRAP (Frente Antiimperialista Revolucionario Popular) sin influencia en el movimiento de masas. En el enfrentamiento fueron heridos, asimismo, otros dos policías secretos. Años después se reveló que el FRAP estaba infestado de agentes provocadores de la policía. Pero, en aquel momento, esa organización reformista armada proporcionó una excusa perfecta para que los duros del régimen emprendieran una ofensiva a gran escala.

Se practicaron detenciones y torturas generalizadas de izquierdistas de todos los grupos del espectro político. Sin embargo, los acontecimientos más significativos se produjeron durante el funeral de Fernández Gutiérrez. A él asistieron Carrero y el ministro de Gobernación, Tomás Garicano Goñi. [11] El cortejo fúnebre fue encabezado por el general Iniesta Cano, de la guardia Civil. Los miembros de las fuerzas policiales se manifestaron y exigieron medidas represivas. Unos 3.000 ex combatientes falangistas pidieron venganza. Sus proclamas defendían la actividad del ultra neo-nazi y exigían que se acabase a tiros con los arzobispos rojos. El asunto, que era prácticamente un motín policial, fue tolerado, lo que sugería que los manifestantes y sus aspiraciones gozaban de la comprensión de círculos elevados. La aparente apertura fue cerrada de un portazo.

Presintiendo la victoria, los ultras aumentaron la presión. El gabinete declaró su compromiso de mantener el orden público y aumentar el número de policías y sus recursos. Pero esto no bastaba. Los ultras intentaron convencer a Franco de que el Gobierno había fracasado en su cometido de mantener el orden. Así, el 8 de junio, Carrero fue nombrado presidente del Consejo de ministros y el 11 anunció la formación de un nuevo gobierno duro.

Los ministros acusados de debilidad y liberalismo fueron destituidos. El nuevo gobierno era un gobierno de carácter defensivo. Los tecnócratas quedaron fuera de juego y los que no, debieron abandonar su liberalismo. La ampliación de los poderes de Carrero indicaba que se preparaba una operación de control para cubrir la sucesión, donde el incremento de las actividades de los ultras tendría un carácter auxiliar del aparato represivo oficial.

La más significativa concesión a la extrema derecha, fue la sustitución de Tomás Garicano Goñi por Carlos Arias Navarro, ex director general de Seguridad. El ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda, se convirtió en vicepresidente del Consejo de ministros, y el rutilante López Bravo fue cesado. Era un equipo destinado a sofocar las reformas aperturistas. “En el barco a medio naufragar del franquismo, la tripulación no podía pensar en ninguna otra táctica mejor que la de ponerse equipos de buceo”.

Tras los sucesos del verano, las luchas sociales entraron en un breve período de reflujo, tanto en las universidades como en las fábricas. Pero en noviembre el Gobierno aprobó una serie de medidas de estabilización como respuesta a la creciente inflación. Casi inmediatamente se produjeron huelgas en Asturias y en las industrias siderúrgicas del país Vasco. La burguesía textil catalana sufrió también conflictos laborales y se produjeron huelgas incluso en ciudades habitualmente tranquilas como Zaragoza, Valladolid y Alcoy. Dado que los trabajadores necesitaban cada vez más dos trabajos —o al menos numerosas horas extraordinarias— para cubrir sus necesidades, la conflictividad social pasó a ser el mayor problema que debió enfrentar el gobierno de Carrero Blanco. La crisis de la energía estaba a la vista, y para un país tan dependiente de las importaciones de crudo y gas como España, era inevitable la recesión y, con ella, los nuevos problemas laborales. La única respuesta que el Gobierno se sintió capaz de dar, fue la represión, tal y como se vio en la preparación del proceso 1.001, un juicio ejemplarizante contra diez miembros de CC.OO. acusados de asociación ilícita, donde se demostró que el gobierno estaba decidido a eliminar a los sindicatos clandestinos.

El juicio se celebró en una atmósfera de terror, en la que los acusados y sus defensores sufrieron, incluso, amenazas de linchamiento, dado que quince minutos antes de la hora en que debía comenzar el juicio, se supo la noticia de que Carrero Blanco había muerto en un atentado perpetrado por ETA: una bomba colocada bajo el suelo de la calle por la que el general iba a pasar, hizo saltar por los aires al automóvil donde viajaba, que voló a más de treinta metros de altura por encima de la fachada de la iglesia hasta caer sobre el patio interior de un convento de Jesuitas.

El pánico se extendió de golpe por los círculos oficiales. Gracias a su atentado, ETA parecía haber desbaratado los planes del régimen, tan minuciosamente trazados. La operación estuvo dirigida a profundizar las divisiones entre las fuerzas del régimen, como indicó claramente el comunicado de ETA en el que asumió la responsabilidad por la muerte de Carrero:

<<Luis Carrero Blanco, hombre duro y violento en sus actitudes represivas, era la clave que garantizaba la estabilidad y continuidad del sistema franquista. Es seguro que sin él las tensiones en el Gobierno entre la Falange y el Opus Dei se intensificarán.>>

En realidad, no parece probable que Carrero hubiese sido capaz de impedir, a la larga, el choque entre los partidarios de seguir manteniendo el proceso de acumulación del capital nacional en el cepo de un régimen político fiscalizador y paternalista, y los que pretendían liberarlo extendiéndolo al espacio europeo y mundial, donde los intereses económicos de la sociedad civil burguesa dejaran de ser esclavos del Estado ponerlo a su servicio, tal como Marx lo había previsto en su “Crítica de la filosofía hegeliana del derecho estatal” (1843), previsión que vio confirmada por el resultado de sus análisis sobre la revolución francesa expuestos en “Las luchas de clases en Francia” y “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. El atentado de ETA, aun cuando contradictoriamente fortaleció la tendencia política del “bunker”, no hizo más que precipitar el desenlace de esa diferencia de intereses en el sentido del cumplimiento de la previsión científica del Materialismo Histórico —en cuanto a la dialéctica entre estructura económica y superestructura política dominada por el “bunker”— que Engels explicó en general magistralmente polemizando con Herrn Eugen Dühring en 1878:

<<Pero cuando (...) el poder estatal interno de un país entra en contraposición con su desarrollo económico —como ha ocurrido hasta ahora, alcanzado cierto estadio, con todo poder político— la lucha ha terminado siempre con la caída del poder político.  Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto camino.>> (F. Engels: “Anti Dühring” Sección II Cap. IV) 

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[9] Ver en: Joan E. Garcés: “Soberanos e Intervenidos” Ed. “Caum”

[10] Y es que, desde el momento en que el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) decidió resolver la dualidad de poderes entre julio y setiembre de 1936 —procediendo a disolver los Comités de acción antifascista—, y el aparato armado del PCE aniquiló en Barcelona a las fuerzas revolucionarias de esa misma organización en mayo de 1937, la consigna de república democrática —sea como alternativa al levantamiento militar y posterior dictadura de Franco, o como rescoldo de todo aquello durante la transición, incluido el fenómeno del 23F— nada de eso supuso en sentido estricto ninguna crisis orgánica de la sociedad española, porque lo que estuvo en  juego durante todo ese largo período, no fue el contenido de clase del Estado, sino su forma de gobierno, esto es, la opción entre dictadura militar o república democrático-burguesa. Gramsci utilizó la expresión “crisis orgánica” para designar los momentos previos al enfrentamiento estratégico entre las dos clases antagónicas de la sociedad en lucha por el poder, lo cual supone que esa lucha decide, inmediatamente, sobre dos tipos de Estado distintos: capitalista o proletario.

[11] Tomás Garicano Goñi (Pamplona 1910, Madrid 1988), estudió Derecho en las universidades de Zaragoza y Madrid. En 1930 ingresó en el cuerpo jurídico militar. Antes de la guerra civil, Garicano Goñi actuó como enlace de los generales Emilio Mola y Martín Alonso, en la preparación del golpe militar. Durante la contienda sirvió como asesor jurídico del ejército franquista. Tras la guerra fue Fiscal de Jurisdicción Central Aérea y Secretario Nacional de Justicia y Derecho. En 1951 fue nombrado Gobernador Civil de Guipúzcoa. En julio de 1966 ocupó el cargo de Gobernador Civil de Barcelona, así como Jefe Provincial del Movimiento de esta misma provincia. En 1968, durante la ocupación del rectorado por parte de un grupo de estudiantes, el gobierno central decretó el Estado de excepción que le permitió a Garicano mantener encerrados —torturando— a los detenidos políticos hasta que hablasen. En 1973 fue ministro de Gobernación. Tras la muerte de Franco abandonó la política.