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Sexismo La escuela mixta, lejos de educar para vivir la igualdad

artículo de Meritxell Rigol.
La Marea, 23 de agosto de 2014

por filosofem,



El equipo de CoeducAcció ha estudiado que el rechazo hacia aquellos valores y actitudes que se consideran femeninos ya está muy presente en los niños de edades tempranas, por lo que liberarlos de las constricciones sociales en el juego, des de la escuela infantil, es uno de los pasos para reorientar la socialización de género. La gran potencialidad que encierra la coeducación.

“No rehuir la educación afectivo-sexual ante los conflictos en los que alguien dice ‘basta, esto no me gusta’; trabajar el valor de cuidar a las personas; visibilizar a las mujeres y los hitos sociales del feminismo en todas las áreas de conocimiento; transmitir los saberes femeninos y, en definitiva, educar a las personas de manera integral”. Anna Blasco, jefa de estudios de la escuela Barrufet, se esfuerza en concretar qué hace de este centro de primaria una preciada rareza del sistema educativo. “La coeducación es la infusión que da color a la escuela. Aunque no la llamáramos coeducativa, desde el inicio ha sido una escuela de niños y niñas en sentido pleno, con todo lo que significa más allá de ponerlos juntos”, puntualiza la veterana profesora.

Situada en el barrio barcelonés de Sants, la Barrufet es una de las minoritarias escuelas donde el profesorado asume el reto diario de ir descargando al alumnado de la mochila de desigualdades y limitaciones con la que llega por el hecho de ser construido como niño o, por oposición, como niña. Lo persigue a través de una práctica docente en la que currículo académico y crecimiento personal son dos ejes inseparables, entrelazados por la convicción de que la escuela tiene la capacidad de agrietar los patrones de género hegemónicos.

Así, lejos de ser anecdótico, encontrarse con la clase de los gatos y las gatas o la de los cocineros y las cocineras es una decisión del todo consciente, inscrita en la acción global de la escuela para dar presencia a las niñas y revalorar el mundo asociado a la feminidad. “Hacer de la forma masculina de la lengua el genérico pasa por negar la identidad a las niñas y chicas, cosa que responde a un proceso histórico de menosprecio hacia la mitad de la población”, denuncia Mirta Lojo, doctora en Ciencias de la Educación y coautora de la guía de coeducación para centros educativos de la Generalitat de Catalunya. Sin tapujos, usar un lenguaje que visibilice a las mujeres es una opción política del profesorado, como lo son cada una de las sutiles múltiples piezas que conforman una práctica coeducativa. Por ejemplo, generar un espacio para compartir sentimientos durante la lección de lengua castellana.

Es un ejercicio guiado por la voluntad de romper la subordinación cultural y social de las mujeres que Adelina Escandell pone en práctica, sin dejar de lado las competencias a trabajar en el aula. “Si nos toca explicar en qué momento tenemos miedo, a nadie se le pasa por la cabeza decir ‘yo nunca tengo miedo’, porque el alumnado lo vive como un trabajo de lengua. Pero nosotros sabemos que es bueno explicar cómo nos sentimos. Implica mucho más”, pone en valor la profesora.

El carácter extraordinario de quienes trabajan para enseñar a vivir la igualdad no siempre es reconocido. Sin incluir un seguimiento de las prácticas educativas no sexistas en las inspecciones de los centros, se ha instalado una generalizada confusión entre coeducación y escuela mixta. “Cualquier profesor o profesora considera que coeduca porque trata igual a niños y a niñas pero, a la hora de la verdad, no concreta la coeducación en actividades compensatorias de la desigualdad de género”, remarca Núria Solsona, formadora de profesorado y responsable del ya inexistente programa de coeducación de la Generalitat de Catalunya. En estas condiciones, asegura que es imposible cuantificar los centros que han implementado un modelo coeducativo.

Para Anna Carreras, investigadora y formadora de la asociación CoeducAcció, el fondo diferencial de las escuelas coeducativas es que van capacitando a las personas para detectar el sexismo que nos rodea e intentar transformarlo. “Lo más interesante de la coeducación es que la visión crítica que se transmite a los niños y niñas les permite analizar las relaciones y modelos de género fuera de la escuela, de modo que lleguen a casa y pregunten por qué los hombres siempre aparecen de una determinada manera en la televisión o por qué no aparecen mujeres jugando a fútbol. Esta perspectiva los convierte en agentes de cambio”.

A pesar de que la educación con perspectiva de género ha sido reconocida políticamente -y recogida en la ley- como herramienta fundamental para prevenir las violencias machistas, la coeducación conserva la condición de oportunidad no tomada para avanzar en la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. “Todo ha quedado en el discurso de que coeducar es importante”, denuncia Elena Simón, formadora y profesora de secundaria hasta su jubilación. “La escuela mixta ha asumido la igualdad de género como un principio indiscutible pero, sin contenidos programados, no nos ha enseñado a vivir en igualdad. Sólo hemos creado un espejismo y funcionamos dándola por supuesta”.

El camino por hacer hacia la escuela no sexista

El colchón legal en el que se apoya la práctica coeducativa es, a priori, un punto de partida favorable para hacer de la igualdad efectiva un objetivo real del sistema educativo. “La ley integral contra la violencia machista daba mucha importancia a la coeducación, pero nunca se previeron fondos ni desarrollo normativo explícito para poder llevar a cabo las medidas que introducía, de modo que quedó a criterio de las autonomías”, explica Solsona acerca de la falta de concreción del marco legislativo.

Una de las medidas estrella de la ley 1/2004 fue introducir en cada consejo escolar una persona responsable de impulsar acciones educativas de fomento de la igualdad entre mujeres y hombres, una figura que debía asegurar la presencia de la práctica coeducativa en todos los centros del Estado. En la práctica, no ha tenido una traducción efectiva. Muchas escuelas e institutos no han llegado a nombrarla y, según explican las expertas, no es extraño encontrarse con referentes de igualdad que sólo lo son “de título”, sin formación ni ejercicio.

El voluntarismo se mantiene como la única vía de progreso y sustento de la educación no sexista. “Sale adelante sólo en escuelas donde un grupito de maestras la han impulsado, como una opción personal. Pocos centros se enfrentan al cambio, y mucho menos con el déficit de personal, la sobrecarga de trabajo y el malestar que sufren”, advierte Marina Subirats, catedrática de Sociología experta en educación y exdirectora del Instituto de la Mujer. Además de la dificultad añadida por la política de recortes sociales, con la reforma Wert, la educación para la igualdad pierde el precario punto de apoyo que le quedaba sobre la ley de educación estatal.

En la primera etapa de gobierno de los populares, la ley de educación (LOCE, 2002) eliminó del planteamiento educativo la inclusión de la perspectiva de género en todas las asignaturas. Con el retorno del PSOE, la ley quedó paralizada, pero la nueva ley de educación no recuperó la mirada transversal que la LOGSE (1990) había introducido -sin que se plasmase de forma efectiva en la realidad de buena parte de los centros-. La enseñanza para la igualdad real -recogida en la LOE (2006) al asumir los mandatos de la ley de medidas de protección integral contra la violencia de género- quedó limitada a una asignatura obligatoria en algunos cursos. Pese a resultar una diluida amalgama temática, Educación para la ciudadanía y los derechos humanos topó con la férrea oposición de la jerarquía católica y sus secuaces, como recuerda Subirats: “Todo lo que tiene que ver con la liberación de las mujeres es tildado por norma de adoctrinamiento y resulta que es un derecho que aun se le reserva”. En acorde con la lectura episcopal, la reciente reforma educativa (LOMCE, 2013) extirpó los escuálidos contenidos de igualdad.

En el endémico panorama de debilidad que caracteriza la educación para la igualdad en el Estado, las expertas sitúan la experiencia andaluza como la más ambiciosa. Un plan central de la consejería de Educación (2005) aseguró que cada centro contara con un proyecto coeducativo, una persona responsable y un seguimiento anual de las acciones. Igualmente, coinciden en destacar la sensibilidad, y recursos congruentes, que han dirigido los gobiernos vascos para desarrollar la coeducación.

En el caso catalán, mientras que la histórica presencia de gobiernos conservadores ha mantenido a Cataluña lejos de impulsar iniciativas para sistematizar la educación no androcéntrica, el escenario es esperanzador cuando bajamos unos cuántos peldaños en la actividad política. El país cuenta con un amplio bagaje de experiencias coeducativas, sacadas adelante por maestras comprometidas. Una historia de teoría y práctica sin la cual “no podríamos aspirar a institucionalizar la coeducación”, remarca Lojo. Pero el progreso queda fuera de su alcance. Y se aleja tijeretazo a tijeretazo. “Al profesorado cada vez se le exige más, pero se le van quitando recursos, tiene demasiadas horas lectivas y carece de espacios para observar, debatir, discutir la propia práctica y hacer autocrítica”, denuncia Carreras.

El valor de la feminidad, asignatura pendiente

El marco de igualdad formal dificulta que los equipos docentes, generalmente sin formación en género, tomen conciencia del trabajo pendiente para superar la educación androcéntrica. Reconocer que la escuela es discriminatoria por el hecho de no abrir a niños y niñas valores y habilidades tradicionalmente asociados a la feminidad -como la escuela mixta hizo con el mundo asociado a la masculinidad, el de la esfera pública-, genera fuertes resistencias entre el profesorado.

El proceso formativo para coeducar va ligado a un cambio personal, una particularidad que complica la extensión de esta mirada sobre la educación. “Hablar de historia de las mujeres o de prevenir la violencia machista, de una manera u otra, te toca. Necesitas coherencia contigo misma y, en la reflexión que conlleva coeducar, puedes chocar con cosas duras de asumir”, explica Lojo. Por ahora, quienes aceptan el esfuerzo se acercan más a la excepción que a la norma. Y todavía son menos los que consiguen embarcar al conjunto del equipo del centro en la transformación de escuela mixta a escuela coeducativa.

“Poniendo la manita blanca contra la violencia machista el 25 de noviembre no queda trabajada la igualdad”, critica Simón. “Mientras no haya una formación sistemática a la totalidad del profesorado, las prácticas de coeducación quedarán como valiosas manchitas de aceite que no acaban de tomar cuerpo”, asegura. Hasta hoy, el abanico de conocimientos y reflexiones requerido para detectar las desigualdades en la escuela no entra en la formación inicial y la carencia de partida no queda cubierta con los planes de formación permanente. “Aún cuesta vincular la prevención del machismo -con los asesinatos sólo como punta del iceberg- con un proceso que empieza antes de los tres años, con niños y niñas jugando con todos los juguetes”, argumenta Lojo ante la escasa preparación general.

El equipo de CoeducAcció ha estudiado que el rechazo hacia aquellos valores y actitudes que se consideran femeninos ya está muy presente en los niños de edades tempranas, por lo que liberarlos de las constricciones sociales en el juego, des de la escuela infantil, es uno de los pasos para reorientar la socialización de género. La gran potencialidad que encierra la coeducación. “O bien dejamos de estimular a los niños para ser competitivos, que se impongan en su entorno, manden, sean fuertes, no lloren y no tengan sentimientos de identificación con los demás, o tendremos siempre violencia machista. Es lo que habremos enseñado a los hombres”, reivindica Subirats.

Para el profesor y psicopedagogo experto en masculinidades Daniel Gabarró, los equipos docentes tienen la responsabilidad de hacer que los niños renuncien a la violencia como signo de identificación. “Deben visibilizar la misoginia y la homofobia como formas de control sobre las personas y motivar a los chicos para que abandonen los privilegios del patriarcado, cosa que sólo es posible descubriéndoles el placer del cuidado e incorporándolos a la corresponsabilidad”, defiende.

Una mirada violeta sobre la escuela

“Si una niña ve que, en lo que se considera importante, ninguna mujer no ha hecho nada interesante, la imagen que recibe es que ella tampoco tiene nada que hacer en el mundo. Va interiorizando una actitud de ser secundaria en la sociedad”. Subirats remarca que las expectativas vitales son una parte de la educación que maneja la escuela, por lo que subsanar el filtro cultural que ha masculinizado los referentes es un cambio básico.

Para no prorrogar la construcción del segundo sexo, en la escuela Barrufet, una comisión de coeducación asume el compromiso de remirar la práctica educativa con las lentes inclusivas del feminismo. “Trabajando con los primeros libros que encuentras, los referentes serán casi siempre masculinos, por lo que incorporar a los femeninos exige una reflexión previa”, explica Escandell.

Además de completar el currículo con la obra de las mujeres, materias ausentes del modelo educativo mixto delatan el corte androcéntrico del sistema. La reproducción social, la crianza, la educación emocional y afectivo-sexual son aprendizajes que se mantienen relegados a la esfera doméstica. Reservados a la feminidad. En esta dirección, Subirats se muestra muy crítica con la selección de competencias que son evaluadas y cuyos resultados moldean la política educativa: “¿Quién enseña a los niños y niñas cosas tan básicas como relacionarse, solucionar sus problemas y evolucionar en el terreno emocional? Muchas madres ya no tienen tiempo de hacerlo y muchas familias no saben cómo”.

La desigualdad también atraviesa los espacios y tiempos de recreo. Una decisión habitual como es situar una pista en medio del patio -que se llena de niños jugando al fútbol- no es neutra al género. “Con esta estructura, la escuela sostiene que lo que hacen los chicos es importante; que el mundo relacionado con lo considerado masculino tiene el derecho de estar en el centro”, razona Sara Carro, responsable del área de educación de la cooperativa Fil a l’agulla. “Mientras tanto, lo que pasa en los márgenes del patio -donde encontramos los juegos de las chicas, que suelen llevar a considerarlas más complicadas, cotorras o chismosas-, es menospreciado, en lugar de puesto en valor por practicar la escucha activa y la empatía y tratarse de juegos más vinculados a los cuidados”, defiende la educadora.

Ante la normalizada invasión del fútbol en los patios, la respuesta de algunos centros ha sido promover juegos que facilitan compartir la zona. En el caso de la Barrufet, el equipo docente ha buscado elementos correctores, como ir a un espacio municipal donde está prohibido jugar a fútbol y establecer el viernes sin pelota, por decisión del consejo de escuela, un órgano deliberativo integrado por representantes del alumnado de P5 a sexto de primaria.

El resultado de las medidas ha sido efectivo: “En el momento en que desaparece la pelota de fútbol, niños y niñas juegan juntos”, asegura Blasco. “La dinámica cambia totalmente”, refuerza, a su lado, Escandell: “El fútbol crea un clima brutal de ganar sea como sea, mientras que en la práctica de otros deportes no hay las mismas broncas”. Más allá de los rifirrafes en el recreo, los comportamientos conflictivos en los centros tienen un fuerte componente de género y responden a la barrera de los niños hacia aquello que se considera propio de la feminidad. “Al hacer una lista con el nombre del alumnado que consideramos que tiene problemas de conducta, probablemente encontraremos que un 90% son chicos, cosa que nos indica que el problema de la escuela no es de indisciplina, sino de cómo los chicos piensan que deben comportarse para conquistar la masculinidad”, razona Gabarró, lamentando que no sea una perspectiva habitual.

Trans-formar en respuesta a las crisis

Ninguna experiencia permite afirmar que, en una generación coeducada, del jardín de infancia a la universidad, las relaciones de género serian equitativas. Justificar la apuesta pasa por fijarse en los estragos sociales y humanos fruto del vigente reparto de poder asimétrico y avistar en la educación un contrapeso al abuso. “La escuela es la única institución con la que contamos para llegar a todo el mundo y en la que se puede programar qué transmitimos a la sociedad”, subraya, al respecto, Subirats.

El replanteamiento de valores que propone la coeducación convierte el bienestar de las personas, de un deber históricamente inculcado a las mujeres, a una prioridad del conjunto social. La transformación, en palabras de Lojo, “lucha contra un orden milenario que lo tiene todo muy bien atado”. Pero convencida de que el momento actual es dulce para formular alternativas, asegura que subvertirlo, aunque arduo, es viable.

Con una lectura esperanzada del ambiente social bullicioso, Carro percibe una próxima evolución del mundo educativo, forzada por estrepitosos síntomas de insostenibilidad, dentro y fuera de las aulas: “Necesitamos a personas haciendo de puente entre otras maneras de educar y las personas que todavía no las conocen, para acercarnos y que el cambio educativo llegue, de la mano de los cambios que se están dando en la llamada ‘crisis’, con los que vamos hacia un nuevo funcionamiento del mundo que, seguramente, será feminista”.

Encajando la crisis de la educación burocratizada en la crisis del sistema capitalista, la defensa de la coeducación trasciende el debate educativo y se alinea con propuestas de regeneración social que, en el panorama post-estallido especulativo, han ganado espacio. Para Subirats, la conexión es directa. E ineludible, en un futuro más cercano que quimérico: “Durante muchos años ha predominado la idea de que la vida es lucha, la esencia, precisamente, de la voluntad de acumulación. Pero, o acabamos con la raíz de la violencia -básicamente masculina-, y somos capaces de aprender que en la base de la vida está la cooperación, o nos jugamos la supervivencia”.

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