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Núm. 4    Primavera    1999     Sumari     <<<     >>>


La Semana Trágica

Christian Ferrer

(7 de Enero de 1919)

Hay una semana famosa en la historia del mundo: el ciclo de la creación. Seis días prodigiosos y uno de reposo. De muy poco podían quejarse Adán, Eva y las bestias que moraban en ese paraíso. En el calendario original todo estaba feriado. Pero la caída humana en la experiencia de dolor y el trabajo trae consigo otras correspondencias desgraciadas: el despertar de un sueño idílico, por ejemplo. La derrota de una insurrección popular, también. El 7 de enero de 1919 una nimia y rutinaria huelga en los Talleres Vasena, de capital británico, encendió la doble llama de la rabia y la esperanza obrera en la Ciudad de Buenos Aires. La semana siguiente osciló entre la aurora roja y el terror negro. Una refriega en la puerta de los talleres entre el piquete de huelguistas y la policía cobró la vida de cuatro obreros. A la tarde siguiente, miles de personas llevaron a pulso los primeros ataúdes al campo santo pero cayeron en una trampa macabra. La metralla policial diezmó el cementerio: el cortejo era por ellos mismos. A los hospitales llegan esa noche treinta y nueve cadáveres y se desata la Huelga General. El diario ácrata La Protesta es clausurado, barrios enteros pasan a poder de los insurrectos y todo Buenos Aires se transforma en Campo de Marte. Recién con la luna nueva se pudo recoger la amarga cosecha: setecientos muertos, dos mil heridos, treinta mil detenidos en una ciudad ocupada por el ejército y a merced de grupos armados de la derecha católica y oligárquica. Del censo semanal de un país que gustaba presentarse en sociedad internacional como "Granero del Mundo" solo se extrajo sangre.

Nada presagiaba la tormenta: Yrigoyen, líder de las clases medias, estaba en el gobierno; la maqueta de un futuro venturoso sostenido en la feracidad inevitable del suelo era ya parte de la ideología argentina; un lustro de guerra europea impiadosa no salpicó a la nación. Pero la escena pastoral de la llanura pampeana y la pujanza centenaria de la ciudad liberal ocultaban malamente las arrugas de la postal: la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) se había transformado en una formidable organización gremial cuyo primer artículo de fe era la consecución de una sociedad de libres productores asociados, gran parte de la población estaba excluida de la dignidades mínimas, junto a la migración de trabajadores y campesinos empobrecidos había llegado de polizón el ideario anarquista que rápidamente concitará el interés popular, y en fin, una década antes, el fusilamiento a mansalva de la reunión obrera por el 1º de Mayo se saldó meses más tarde con la muerte del Jefe de Policía Coronel Falcón. La insurrección popular no fue la consecuencia de una huelga descarrilada sino la liberación violenta de fuerzas sociales hasta ese momento débilmente contenidas. En julio de 1909 habían ocurrido acontecimientos similares en Barcelona, que dejaron cien muertos la acuñación popular de "semana trágica" para los sucesos. Diez años después, como consecuencia del golpe de puño dado en ésta mesa de la historia, los protagonistas no pueden sino responder a su naturaleza: audacia y valentía desesperada de parte de los anarquistas; vacilaciones reformistas en el Partido Socialista: recurso al estado de sitio de los parlamentarios conservadores; miopía y mezquindad de clase en los industriales; deslizamiento de la condición paradojal del gobierno radical hacia la represión. Por su parte, una organización armada de niños bien, la Liga Patriótica, y parte de la Gran Prensa se dedicarán a trompetear xenofobia y teluridad: sus temas son el orden a toda costa y el odio al "mal inmigrante". Los últimos días de aquella semana los señoritos se dedicaron a la caza del judío en el barrio del Once. "Miedo rojo", repugnancia al "ruso" y rechazo del virus inmigrante confluyen en el primer pogrom nacional.

Conocemos dos modos de impugnar la memoria histórica: el deslizamiento en el olvido y la reducción de un acontecimiento a rango anecdótico. Así se garantiza la inactualidad de las vidas ofrecidas a la redención del mundo y se pierde una vez más el paraíso. La historia siempre ha sido despobladora. Pero en el pie de página, en el secreto que pasa de voz en voz hacia una nueva generación, en el subsuelo de la información, en el rastro de sangre que quedó en los adoquines de los barrios antiguos, en esos silencios todo un pueblo migra. Quien sabe apoyar la oreja en el suelo histórico puede oírlo, porque la historia tiene menos de ciencia que de veneración por la memoria y de afinación del sentido del oído. La semana trágica de enero de 1919 nos concierne todavía porque el ciclo temporal que ella intentó trastocar es todavía el nuestro. A Pedro Vasena se le reclamó la reducción de la jornada laboral de 11 a 8 horas y la implementación del descanso dominical. En las ciudades modernas, los trabajadores no están expuestos al boomerang orgánico de la tierra sino al cuadrante del reloj: segundero y minutero escarnecen hoy el corazón de la ciudad. Y así como el abismo que separa la guerra de la paz es muchísimo más estrecho de lo que al político y al militar les gustaría suponer, así también la masacre de vidas de obreros en la represión de aquella semana no es más que la última estribación lógica de la destrucción semanal del cuerpo del obrero por la violencia técnica de la indiferente máquina fabril. Agotamiento del aliento y angostamiento de la esperanza comparten un mismo via crucis, el quebrantamiento de vidas preciosas e irrecuperables. El ciclo horario de la fábrica nos remite tanto al castigo perpetuo de Sísifo, como al lento almanaque de los presidiarios y a las consecuencias de haber perdido de vista al cielo. Por eso, a fin de cuentas, toda semana de trabajador es trágica.


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