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DIA NACIONAL POR LA MEMORIA, LA VERDAD Y LA JUSTICIA

 

Sobre la responsabilidad criminal en el Terrorismo de Estado
 

Creo conveniente hacer una aclaración en relación con el título que he elegido para esta intervención. Por terrorismo de Estado debe entenderse el que ejecuta el poder a través de sus agentes –sean oficiales o privados a su servicio- y tanto en un marco de conflicto bélico como  fuera de él, en dictadura o en democracia (como las violaciones de derechos humanos cometidos durante el desarrollo de las numerosas guerras sucias pasadas y actuales, sea en Irlanda, en Francia durante la guerra de Argelia y contra la OAS, etc.).
 

La apelación a la memoria, la verdad y la justicia en cuyo nombre se convoca este acto actualiza lo que escribió Milan Kundera: “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Y también la afirmación de Tvetan Todorov de que “la justicia es uno de los campos desde el que se puede observar el modo en que un país gestiona la memoria de su pasado”.
 

Hay que tener en cuenta que cuando un crimen afecta a un gran número de personas, y además ese crimen es ejecutado por un Estado o sus agentes, deja de ser una cuestión exclusivamente jurídica para convertirse en un asunto político. Y también que, generalmente aunque hay excepciones,  cuando la justicia coincide con la voluntad política se hace justicia, y cuando la aspiración a la justicia choca con el poder, lo que se impone no suele ser la justicia sino la política. La excepción emerge cuando a pesar de la ausencia de la voluntad o simplemente la negativa a colaborar con la justicia, tropieza con magistrados que hacen valer su independencia para defender su criterio en relación con lo que debe ser la aplicación de la ley en un Estado de derecho.

Y esto tiene implicancias que van mucho más allá del derecho interno, para extenderse al ámbito internacional. Mejor dicho, es precisamente en ese ámbito donde tuvo su origen, a partir de los siglos XIV y XV por obra de Hugo Grocio y Francisco de Vitoria, el conjunto de conceptos, normas y procedimientos que paulatinamente se han ido incorporando a  las respectivas legislaciones nacionales.
 

En 1932, a iniciativa de la ya declinante y próxima de desaparecer Sociedad de Naciones, Alberto Einstein envió una carta a numerosas figuras intelectuales y del campo de la cultura de diversas naciones, planteándoles el siguiente interrogante: ¿qué se puede hacer para evitar una próxima guerra? Uno de los destinatarios de la carta era Sigmund Freud, que respondió a Einstein con un texto –en realidad un auténtico ensayo- que se editó con el título “¿Porqué la guerra?” y en el que, sustancialmente, se reafirmaba en la tesis que había sostenido en su obra de 1914 Tótem y tabú. Persistía en los hombres a través de las generaciones, explicaba Freud, un resto de lo que denominaba lo  “anímico primitivo”, o sea las tendencias agresivas que le llevaban a repetir comportamientos asociados a la pulsión de muerte.
 

En esa respuesta Freud se mostraba muy escéptico acerca de las posibilidades reales de evitar futuras guerras, a menos que existiera una autoridad mundial con poder suficiente como para imponer a las diferentes naciones el respeto por una ley aceptada por todos, y cuya transgresión pudiera ser objeto de un castigo también aceptado por el conjunto. Hay que decir que esta idea ya la había planteado  Kant en La paz perpetua, y retomada por Hans Kelsen, el gran jurista positivista del siglo XX.  Freud se mostraba convencido –y así se lo transmitió a Einstein- de que su propia experiencia clínica y sus investigaciones le llevaban a concluir que “no hay en realidad un exterminio del mal”. No se puede  acabar con el mal, porque el mal es parte indisociable de la condición humana. Dos años antes, en 1930 Freud, había escrito en El malestar en la cultura que “el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarle y asesinarle”.
 

Porque de eso se trata, en definitiva, del mal. Ustedes saben que cuando Benedicto XVI visitó Auschwitz preguntó en voz alta “dónde estaba Dios entonces”, un interrogante aparentemente retórico pero de gran calado, especialmente si lo pronuncia quien se presenta como representante de Dios en la Tierra. Se trata, ni más ni menos, de la cuestión clave de lo que Leibniz bautizó como “teodicea”, la doctrina cristiana sobre la relación del bien con el mal. Si Dios es el creador de todas las cosas, ¿también fue el creador del mal? La respuesta la dio Santo Tomás. No, Dios solo creó el bien, pero le proporcionó al hombre el libre albedrío, de tal modo que el hombre puede elegir el mal (y condenarse, pero en ese caso la culpa no sería de Dios).
 

Retomando lo dicho acerca de las limitaciones del Derecho internacional debidas a la carencia de poder coactivo para hacer cumplir sus leyes, existen ejemplos muy ilustrativos. En la Primera Guerra mundial, en la que participaron 38 naciones y de cuyo inicio se hizo culpable a Alemania, se presentaron acusaciones por crímenes de guerra contra 4.900 militares de los que tan solo fueron juzgados 12, de los que solo 6 fueron condenados a penas leves. El Káiser abdicó y se exilió en Holanda, país que se negó a extraditarlo para que fuera juzgado por los aliados.
 

Poco antes de acabar la Segunda Guerra se firmó el llamado Acuerdo de Londres, entre cuyas resoluciones estaba la de crear el Tribunal Militar Internacional que juzgaría a los criminales nazis y que funcionó en Nuremberg.  Primero hubo que resolver el problema de la ausencia de antecedentes sobre lo que era un crimen de guerra, qué ley se aplicaría y, no menos importante, quién dispondría de la jurisdicción adecuada. Se resolvió acusar a los jerarcas nacionalsocialistas de 4 delitos: conspiración para desatar una guerra de agresión; crímenes de guerra; crímenes contra la humanidad, y crímenes contra la paz. También en Japón funcionaron tribunales militares constituidos por los aliados para juzgar a los criminales de guerra, que entre 1945 y 1951 condenaron a muerte a 920 personas.

En Nuremberg fueron condenados a muerte a 12 reo y otros 3 a prisión perpetua, y a pesar de que la responsabilidad penal es individual según el derecho, se condenó también a la Gestapo, las SS y la dirección del Partido Nacionalsocialista.
 

 Hay que decir que independientemente de estos tribunales, más conocidos por su carácter emblemático, actuaron a lo largo y ancho de Europa y Asia muchos otros que celebraron juicios sumarios y ejecuciones igualmente sumarias, protagonizados por los ejércitos aliados que iban liberando los territorios ocupados, o bien por los partisanos.
 

Todo crimen merece un castigo. Pero primero hay que determinar el grado de responsabilidad objetiva del acusado. Pro principio, la responsabilidad penal es individual, pero históricamente se ha planteado la cuestión de si puede haber una responsabilidad colectiva, o una culpa colectiva. Son cosas diferentes, pero en el caso de la Alemania hitleriana hubo la tentación de criminalizar al conjunto del pueblo alemán en base al apoyo que había proporcionado al nacionalsocialismo. Esta cuestión divide a los historiadores tanto como a los filósofos –piénsese en Hannah Arendt o en Harry Mulisch- porque es ciertamente difícil sostener que los alemanes no conocían la naturaleza criminal del régimen cuando se sabe que a lo largo y ancho de Alemania funcionaron 42.000 centros de detención, prácticamente uno en cada pueblo, esos pueblos que exhibían a su entrada carteles que ponían “pueblo libre de judíos”. Gunther Grass ha dicho al respecto: “todos sabían, todos podían saber, todos deberían haber sabido”.
 

Creo que es necesario distinguir responsabilidad, que debe ser objetivada y demostrada, de la culpa inherente a la complicidad civil que en mayor o menor porcentaje acompaña a todos los regímenes dictatoriales, y que como la responsabilidad no puede ser colectiva simplemente porque no hay una subjetividad colectiva. La culpa es propia de casa sujeto y cada uno la vive –y la soporta- a su manera. Salvo los canallas, que no sienten culpa.
 

Priscilla Hayner, que es colaboradora de las Naciones Unidas en temas de derechos humanos y miembro del International Center for Transitional Justice, en su libro Verdades innombrables”, ha estudiado los muy diversos procesos de transición de la dictadura a la democracia en muchos países, analizando los también distintos modos que en cada uno de ellos se ha intentado reconciliar memoria, verdad y justicia. Ella misma plantea la cuestión que en no pocas ocasiones se les ha planteado a quienes estaban a cargo de conducir esos procesos, lo que en ocasiones supone un dilema moral, y en otras una cobardía política. ¿Es mejor no entrar en el pasado inmediato con el pretexto de no ahondar en la división social, o para evitar una posible reacción militar al intento de hacer justicia con las víctimas? Recordemos que esto se planteó primero en Chile en ocasión de la orden de detención librada por el juez Garzón contra Pinochet, un argumento también utilizado en Argentina. Hayner cita experiencias de lo que llama “justicia restaurativa”, en referencia a las denominadas Comisiones de la verdad, de la “justicia retributiva”. La primera modalidad, de la que podría ser un ejemplo la CONADEP argentina, no persigue un castigo penal, a diferencia de la segunda.
 

Las palabras de Todorov que he citado sirven para hacernos ver hasta qué punto la memoria del pasado no puede fundarse en la negación, el ocultamiento y la mentira, aunque esta se vista con un relato oportunista y acomodaticio y sostenido pretendidamente en el “todos somos culpables”. Donde todos somos culpables  es imposible determinar la responsabilidad individual, por lo que nadie es culpable.
 

Si en términos filosóficos no puede hablarse de una verdad absoluta o de una justicia absoluta, este argumento no sirve al tiempo de intentar conciliar memoria, verdad y justicia en la política y la realidad social. Es obvio que si por “absoluta” entendemos conocer hasta los últimos detalles de un hecho del pasado, siempre nos faltará algo por conocer. Sin embargo, para el Derecho penal, que atiende a la materialidad de los hechos, a la verdad material, a lo realmente acontecido, no es necesario  el conocimiento detallado de todos y cada uno de los matices para atribuir a los acusados el grado de responsabilidad que corresponda al crimen cometido. Hay hechos, circunstancias, testigos, en algunos casos incluso confesiones o acusaciones mutuas entre los inculpados, que son más que suficientes para decidir una condena de tal modo que a la verdad material ha de sumarse necesariamente la verdad legal. El largo camino hacia la creación y fundamentación de lo que hoy llamamos Derecho internacional de los derechos humanos, con sus derivaciones como el derecho de injerencia o la responsabilidad de proteger, parecen ser ya doctrina consolidada en el ámbito internacional. Sin embargo no debemos engañarnos. Su aplicación continúa dependiendo de a quién o a quienes afecte la aplicación de las leyes. Ni George W. Bush, ni Donald Rumsfeld, ni Dick Chaney, ni Tony Blair ni otros que tenemos aquí se han sentado o se sentarán –previsiblemente- ante la Corte Penal Internacional. Desafortunadamente, aunque los hechos sean de sobra conocidos y los responsables estén perfectamente identificados, los múltiples crímenes y violaciones de los derechos humanos ocasionados por sus decisiones permanecerán impunes, a menos que los principios de justicia universal que un día tuvo a España como impulsora se generalicen y apliquen a escala internacional. Como lo expresó en su día Max Weber, “la historia demuestra que no se puede conseguir lo posible si no se pide lo imposible una y otra vez.”   

 

Luis Seguí

Madrid, 24 de marzo de 2014

 


 

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