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DIA NACIONAL POR LA MEMORIA, LA VERDAD Y LA JUSTICIA
Sobre la responsabilidad criminal en el Terrorismo de Estado Creo conveniente hacer una
aclaración en relación con el título que he elegido para esta intervención. Por
terrorismo de Estado debe entenderse el que ejecuta el poder a través de sus
agentes –sean oficiales o privados a su servicio- y tanto en un marco de
conflicto bélico como fuera de él, en dictadura o en democracia (como las
violaciones de derechos humanos cometidos durante el desarrollo de las
numerosas guerras sucias pasadas y actuales, sea en Irlanda, en Francia
durante la guerra de Argelia y contra la OAS, etc.). La apelación a la memoria, la
verdad y la justicia en cuyo nombre se convoca este acto actualiza lo que
escribió Milan Kundera: “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de
la memoria contra el olvido”. Y también la afirmación de Tvetan Todorov de
que “la justicia es uno de los campos desde el que se puede observar el modo
en que un país gestiona la memoria de su pasado”. Hay que tener en cuenta que
cuando un crimen afecta a un gran número de personas, y además ese crimen es
ejecutado por un Estado o sus agentes, deja de ser una cuestión
exclusivamente jurídica para convertirse en un asunto político. Y también
que, generalmente aunque hay excepciones, cuando la justicia coincide con la
voluntad política se hace justicia, y cuando la aspiración a la justicia
choca con el poder, lo que se impone no suele ser la justicia sino la
política. La excepción emerge cuando a pesar de la ausencia de la voluntad o
simplemente la negativa a colaborar con la justicia, tropieza con magistrados
que hacen valer su independencia para defender su criterio en relación con lo
que debe ser la aplicación de la ley en un Estado de derecho. En 1932, a iniciativa de la ya
declinante y próxima de desaparecer Sociedad de Naciones, Alberto Einstein
envió una carta a numerosas figuras intelectuales y del campo de la cultura
de diversas naciones, planteándoles el siguiente interrogante: ¿qué se puede
hacer para evitar una próxima guerra? Uno de los destinatarios de la carta
era Sigmund Freud, que respondió a Einstein con un texto –en realidad un
auténtico ensayo- que se editó con el título “¿Porqué la guerra?” y en el
que, sustancialmente, se reafirmaba en la tesis que había sostenido en su
obra de 1914 Tótem y tabú. Persistía en los hombres a través de las
generaciones, explicaba Freud, un resto de lo que denominaba lo “anímico
primitivo”, o sea las tendencias agresivas que le llevaban a repetir
comportamientos asociados a la pulsión de muerte. En esa respuesta Freud se
mostraba muy escéptico acerca de las posibilidades reales de evitar futuras
guerras, a menos que existiera una autoridad mundial con poder suficiente
como para imponer a las diferentes naciones el respeto por una ley aceptada
por todos, y cuya transgresión pudiera ser objeto de un castigo también
aceptado por el conjunto. Hay que decir que esta idea ya la había planteado
Kant en La paz perpetua, y retomada por Hans Kelsen, el gran jurista
positivista del siglo XX. Freud se mostraba convencido –y así se lo
transmitió a Einstein- de que su propia experiencia clínica y sus
investigaciones le llevaban a concluir que “no hay en realidad un exterminio
del mal”. No se puede acabar con el mal, porque el mal es parte indisociable
de la condición humana. Dos años antes, en 1930 Freud, había escrito en El
malestar en la cultura que “el prójimo no es solamente un posible
auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la
agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente
sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle
dolores, martirizarle y asesinarle”. Porque de eso se trata, en
definitiva, del mal. Ustedes saben que cuando Benedicto XVI visitó Auschwitz
preguntó en voz alta “dónde estaba Dios entonces”, un interrogante
aparentemente retórico pero de gran calado, especialmente si lo pronuncia
quien se presenta como representante de Dios en la Tierra. Se trata, ni más
ni menos, de la cuestión clave de lo que Leibniz bautizó como “teodicea”, la
doctrina cristiana sobre la relación del bien con el mal. Si Dios es el
creador de todas las cosas, ¿también fue el creador del mal? La respuesta la
dio Santo Tomás. No, Dios solo creó el bien, pero le proporcionó al hombre el
libre albedrío, de tal modo que el hombre puede elegir el mal (y condenarse,
pero en ese caso la culpa no sería de Dios). Retomando lo dicho acerca de
las limitaciones del Derecho internacional debidas a la carencia de poder
coactivo para hacer cumplir sus leyes, existen ejemplos muy ilustrativos. En
la Primera Guerra mundial, en la que participaron 38 naciones y de cuyo
inicio se hizo culpable a Alemania, se presentaron acusaciones por crímenes
de guerra contra 4.900 militares de los que tan solo fueron juzgados 12, de
los que solo 6 fueron condenados a penas leves. El Káiser abdicó y se exilió
en Holanda, país que se negó a extraditarlo para que fuera juzgado por los
aliados. Poco antes de acabar la Segunda Guerra se firmó el llamado Acuerdo de Londres, entre cuyas resoluciones estaba la de crear el Tribunal Militar Internacional que juzgaría a los criminales nazis y que funcionó en Nuremberg. Primero hubo que resolver el problema de la ausencia de antecedentes sobre lo que era un crimen de guerra, qué ley se aplicaría y, no menos importante, quién dispondría de la jurisdicción adecuada. Se resolvió acusar a los jerarcas nacionalsocialistas de 4 delitos: conspiración para desatar una guerra de agresión; crímenes de guerra; crímenes contra la humanidad, y crímenes contra la paz. También en Japón funcionaron tribunales militares constituidos por los aliados para juzgar a los criminales de guerra, que entre 1945 y 1951 condenaron a muerte a 920 personas. En Nuremberg fueron condenados
a muerte a 12 reo y otros 3 a prisión perpetua, y a pesar de que la responsabilidad
penal es individual según el derecho, se condenó también a la Gestapo, las SS
y la dirección del Partido Nacionalsocialista. Hay que decir que
independientemente de estos tribunales, más conocidos por su carácter
emblemático, actuaron a lo largo y ancho de Europa y Asia muchos otros que
celebraron juicios sumarios y ejecuciones igualmente sumarias, protagonizados
por los ejércitos aliados que iban liberando los territorios ocupados, o bien
por los partisanos. Todo crimen merece un castigo.
Pero primero hay que determinar el grado de responsabilidad objetiva del
acusado. Pro principio, la responsabilidad penal es individual, pero
históricamente se ha planteado la cuestión de si puede haber una
responsabilidad colectiva, o una culpa colectiva. Son cosas diferentes, pero
en el caso de la Alemania hitleriana hubo la tentación de criminalizar al
conjunto del pueblo alemán en base al apoyo que había proporcionado al
nacionalsocialismo. Esta cuestión divide a los historiadores tanto como a los
filósofos –piénsese en Hannah Arendt o en Harry Mulisch- porque es
ciertamente difícil sostener que los alemanes no conocían la naturaleza
criminal del régimen cuando se sabe que a lo largo y ancho de Alemania
funcionaron 42.000 centros de detención, prácticamente uno en cada pueblo,
esos pueblos que exhibían a su entrada carteles que ponían “pueblo libre de
judíos”. Gunther Grass ha dicho al respecto: “todos sabían, todos podían
saber, todos deberían haber sabido”. Creo que es necesario
distinguir responsabilidad, que debe ser objetivada y demostrada, de la culpa
inherente a la complicidad civil que en mayor o menor porcentaje acompaña a
todos los regímenes dictatoriales, y que como la responsabilidad no puede ser
colectiva simplemente porque no hay una subjetividad colectiva. La culpa es
propia de casa sujeto y cada uno la vive –y la soporta- a su manera. Salvo
los canallas, que no sienten culpa. Priscilla Hayner, que es
colaboradora de las Naciones Unidas en temas de derechos humanos y miembro
del International Center for Transitional Justice, en su libro Verdades
innombrables”, ha estudiado los muy diversos procesos de transición de la
dictadura a la democracia en muchos países, analizando los también distintos
modos que en cada uno de ellos se ha intentado reconciliar memoria, verdad y
justicia. Ella misma plantea la cuestión que en no pocas ocasiones se les ha
planteado a quienes estaban a cargo de conducir esos procesos, lo que en
ocasiones supone un dilema moral, y en otras una cobardía política. ¿Es mejor
no entrar en el pasado inmediato con el pretexto de no ahondar en la división
social, o para evitar una posible reacción militar al intento de hacer
justicia con las víctimas? Recordemos que esto se planteó primero en Chile en
ocasión de la orden de detención librada por el juez Garzón contra Pinochet, un
argumento también utilizado en Argentina. Hayner cita experiencias de lo que
llama “justicia restaurativa”, en referencia a las denominadas Comisiones de
la verdad, de la “justicia retributiva”. La primera modalidad, de la que
podría ser un ejemplo la CONADEP argentina, no persigue un castigo penal, a
diferencia de la segunda. Las palabras de Todorov que he
citado sirven para hacernos ver hasta qué punto la memoria del pasado no
puede fundarse en la negación, el ocultamiento y la mentira, aunque esta se
vista con un relato oportunista y acomodaticio y sostenido pretendidamente en
el “todos somos culpables”. Donde todos somos culpables es imposible
determinar la responsabilidad individual, por lo que nadie es culpable. Si en términos filosóficos no puede hablarse de una verdad absoluta o de una justicia absoluta, este argumento no sirve al tiempo de intentar conciliar memoria, verdad y justicia en la política y la realidad social. Es obvio que si por “absoluta” entendemos conocer hasta los últimos detalles de un hecho del pasado, siempre nos faltará algo por conocer. Sin embargo, para el Derecho penal, que atiende a la materialidad de los hechos, a la verdad material, a lo realmente acontecido, no es necesario el conocimiento detallado de todos y cada uno de los matices para atribuir a los acusados el grado de responsabilidad que corresponda al crimen cometido. Hay hechos, circunstancias, testigos, en algunos casos incluso confesiones o acusaciones mutuas entre los inculpados, que son más que suficientes para decidir una condena de tal modo que a la verdad material ha de sumarse necesariamente la verdad legal. El largo camino hacia la creación y fundamentación de lo que hoy llamamos Derecho internacional de los derechos humanos, con sus derivaciones como el derecho de injerencia o la responsabilidad de proteger, parecen ser ya doctrina consolidada en el ámbito internacional. Sin embargo no debemos engañarnos. Su aplicación continúa dependiendo de a quién o a quienes afecte la aplicación de las leyes. Ni George W. Bush, ni Donald Rumsfeld, ni Dick Chaney, ni Tony Blair ni otros que tenemos aquí se han sentado o se sentarán –previsiblemente- ante la Corte Penal Internacional. Desafortunadamente, aunque los hechos sean de sobra conocidos y los responsables estén perfectamente identificados, los múltiples crímenes y violaciones de los derechos humanos ocasionados por sus decisiones permanecerán impunes, a menos que los principios de justicia universal que un día tuvo a España como impulsora se generalicen y apliquen a escala internacional. Como lo expresó en su día Max Weber, “la historia demuestra que no se puede conseguir lo posible si no se pide lo imposible una y otra vez.”
Luis Seguí Madrid, 24 de marzo de 2014
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