EL CONTRAPODER

 

                                                                       Julio Ruiz

 

Lo más importante para la democracia es que no

existan grandes fortunas en manos de unos pocos.

Alexis de Tocqueville

 

…La adquisición de los bienes temporales puede conducir

a la codicia, al deseo de tener cada vez más y a la tentación

de acrecentar el propio poder.

Populorum Progressio, 18. Pablo VI

 

El poder es tener impunidad

Alfredo Yabrán en declaraciones a Clarín

 

   Lecturas mal digeridas de la reconocida teórica de la política (como a ella misma gustaba definirse) Hannah Arendt, ha llevado a algún dirigente argentino a hacer residir el contrapoder en las corporaciones económicas concentradas, opuestas a un presunto poder omnipotente de la política. Sobre todo las corporaciones comunicacionales tendrían por objetivo controlar y debilitar a la política, evitando así construcciones totalitarias, basadas en una combinación dialéctica de ideología y terror.

 

   La tergiversación del vocabulario y la semántica para poder decir cualquier cosa se ha transformado en un fenómeno recurrente en estos años de significantes vacíos, inmediatez y omnisciencia comunicacional.

 

   En la etapa del capitalismo concentrado de oligopolios y monopolios globalizados; del capital financiero inficionando todo los intersticios de la sociedad, éstos no constituyen contrapoder alguno: son el poder. Los estados se convierten en meros carriles de afirmación y decisión de los lobbys empresariales más poderosos, dejando a los pueblos en situación de indefensión. Nos encontramos en tránsito al  totalitarismo. Más allá que la entelequia institucional funcione aparentemente, en forma aceitada, sólo se constituye como montaje, como un tablado de histrionismo mediático que habilita el accionar de los buitres y vikingos en su tarea de  saquear, esquilmar a los pueblos y las naciones.

 

  Nuestro país viene de una fase histórica de más de treinta años que concluyó con una desaparición catastrófica del poder en casi todos sus aspectos. Durante la crisis terminal que cruzó nuestra sociedad sobre el final del siglo XX y principios del XXI el llamado poder quedó desnudo e inerme ante los ojos de los argentinos que querían y estaban en condiciones de ver. Si “el poder es la capacidad de obligar a los demás a cumplir la propia voluntad”, este precepto se había volatilizado en aquellas duras y trágicas jornadas, nadie, nada tenía esa capacidad.

 

  Se habían caído todos los puntos de apoyo que significaban poder. El primero en quedar a la intemperie fue el de las instituciones políticas, el de la política misma, encorsetada en los partidos y  sumida en un descrédito mayúsculo producto de la invalidante actuación de sus representantes.

 

  ¿A que se puede atribuir esta invalidez de la política como medio eficaz de conducción, intercesión y de transformación de nuestra sociedad? Seguramente que no a una torpe e interesada interpretación de la política como algo malo en sí mismo, sino a que los mandatarios se “independizaron” de sus mandantes (el pueblo) y se convirtieron en simples mercaderes, gestores, “vividores” o traficantes de influencias para las grandes corporaciones económicas y financieras, perdiendo así todo contacto con la realidad del pueblo llano, del hombre y la mujer “de a pie”.

 

   La política se transforma así en un televisor donde algunos personajes más o menos conocidos parlotean, gesticulan, amenazan, profetizan o simplemente actúan para un público que está ausente del espectáculo. Los medios de comunicación, del show bussines, acrecientan la anomia en que se hunde la sociedad, haciendo de la política un espectáculo meramente virtual, profundizando el rechazo de los ciudadanos hacia esa forma de “política” que se nos hace creer  es la única posible y existente.

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     En ese principio de siglo de la política había quedado sólo su esencia. ¿Y cuál es ésta? Es la naturaleza de las relaciones interpersonales, intergrupales y comunitarias de todo un pueblo. Su cultura profunda.

 

   Las grandes corporaciones económicas, sus asociaciones, quedaron atónitas ante las multitudes que ganaban las calles, y prudentemente se replegaron en un silencio desempoderado del que parecía que ningún fetiche instrumentado podía sacarlas.

 

   La usura financiera – asociadas a las anteriores - con un poder omnímodo sobre el pueblo, la producción, la política, el tríptico republicano y cada rincón de la sociedad quedó súbitamente al descubierto con el “corralito” y el robo descarado de depósitos, entre otras lindezas. Y allí perdió poder porque precisamente éste residía en que no se lo desvelara, que quedara oculto, clandestino; y súbitamente emergió a la intemperie, a la vista de todos. Ese poder impune del que hablaba Alfredo Yabrán parecía diluirse en un abrir y cerrar de ojos en aquellas desesperadas jornadas históricas.

 

   Se cayeron los decorados del teatro y quedaron al descubierto los tramoyistas que trabajaban detrás de los actores. El poder quedó tirado en medio de la calle.

 

   Nadie podía tomar decisiones válidas para el conjunto de los argentinos.

 

    El vació dio origen a las asambleas y otras organizaciones populares – éstas sí herramientas de contrapoder – creadas por el pueblo para su autodefensa, garantía de supervivencia y construcción de reglas de convivencia solidarias.  Las asambleas así como otras organizaciones que el pueblo se dio y se da libremente son la esencia de la política de la que hablábamos más arriba. Y si bien se diluyeron tragadas por el fárrago de la fiebre de la “prueba y error” de aquellos días y por el accionar de la llamada “militancia” que pretendió enancarse sobre ellas para conducirlas, se constituyeron en una alarma para el poder fáctico, sorprendido por la asombrosa creatividad de un pueblo harto.

 

   Los argentinos, desde la segunda mitad del siglo XX y hasta principios del XXI, vivimos en una constante situación de larvado conflicto civil. El comienzo de la presente centuria representó un momento cúlmine. La posibilidad de un enfrentamiento de “todos contra todos”, de una “libanización” de la Argentina, era cierta. Sólo la prudencia de nuestro pueblo anclada en memorias ancestrales evitó lo que parecía una catástrofe de consecuencias disolutorias.

 

   El poder económico apostó – en medio de su desconcierto abisal – a la recurrente salida mediante un “partido del orden”, encabezado por el senador Duhalde devenido en improvisado Presidente. El intento de disciplinamiento social y mano dura represiva terminó – como es ampliamente conocido – en forma rápida y cruenta, y echando mano a una desordenada salida electoral, muy provisoria, endeble que se vaticinaba efímera, tal como lo pregonaban con estilo apocalíptico los grandes medios escritos hegemónicos y el resto de las satelitales variantes comunicacionales.

 

   De esta ciénaga nació un débil  gobierno escasamente legitimado por el 22% de los votos. Pactó con el poder económico y financiero una gobernabilidad basada en  garantizar un ordenamiento de la sociedad fundado en una amplia presencia del estado como intercesor y ordenador en el conflicto social  y garantizando  las superganancias para el capital concentrado.

 

     A poco andar este pacto se rompió.  El gobierno superó rápidamente su raquitismo y en base a la intervención estatal  reivindicó a la política como una herramienta de mediación del conflicto dirigida a la resolución de los problemas más acuciantes; enfrentando a su vez y alternativamente, a algunos sectores de los poderes fácticos. Se basó en un modesto neodesarrollismo económico con un “novedoso” intento de redistribución de la renta nacional, en la ausencia de represión al antagonismo social  y en el despliegue de  una política exterior que retoma una antigua tradición integradora de amplias alianzas con los vecinos de la Patria grande suramericana.

 

   Entonces, y  en un sentido muy lato, se constituye en una suerte de  contrapoder que representa una anomalía fundante con relación a lo que fue la  conducción del estado en los últimos treinta y cinco años. Las corporaciones económicas no soportan compartir el poder y mucho menos que se les recorte el propio. De ahí el presente conflicto.

 

   Por esto mismo, la única garantía de real contrapoder son las organizaciones que el pueblo se da libremente, sin mediaciones de ningún tipo: agrupaciones vecinales y sociales, sindicatos y comisiones internas, asociaciones de pequeños empresarios y campesinos, etcétera. Constituyen caminos de reconstrucción de la cultura nacional y comunitaria que tendrán como colofón una sociedad más justa e igualitaria, más democrática y con mayor soberanía popular en las decisiones de peso.

 

Octubre 17 de 2010.-